2666
Resumen del libro: "2666" de Roberto Bolaño
“2666” es una monumental obra literaria escrita por el renombrado autor chileno, Roberto Bolaño. La novela, que se publicó póstumamente en 2004, es una exploración profunda y perturbadora de la búsqueda del genio literario y los misterios de la existencia humana.
La narrativa de Bolaño se desarrolla en torno al enigmático escritor alemán Benno von Archimboldi, cuya identidad y rostro permanecen envueltos en un velo de misterio. La obra de Archimboldi es poco conocida, y las ediciones de sus escritos son escasas. Esto, junto con la falta de fotografías y una biografía confiable, contribuye a la creación de un culto literario para mentes selectas.
La historia se sitúa en la década de los ochenta, cuando la obtención de una novela de Archimboldi era un acto de pura casualidad. Sin embargo, algunos lectores obsesivos se ven atrapados por el poderoso influjo de su narrativa y comienzan a dedicar sus vidas al estudio y la traducción de sus obras. Notables eruditos como Pelletier, Morini, Espinoza y Norton, ubicados en ciudades como París, Turín, Madrid y Londres, se convierten en devotos seguidores de Archimboldi, contribuyendo a su creciente renombre en la narrativa contemporánea.
A medida que estos estudiosos persiguen las huellas del enigmático escritor, la trama se traslada al desolado estado de Sonora, en México, donde se unirá un profesor chileno al club de los archimboldianos. Sin embargo, este lugar también está marcado por la tragedia, ya que es escenario de cientos de asesinatos de mujeres y está plagado de sequedades inquietantes.
“2666” es una obra maestra literaria que desafía las convenciones narrativas y plantea preguntas fundamentales sobre la naturaleza del genio creativo y la obsesión intelectual. Bolaño teje una historia hipnótica que entrelaza múltiples tramas y personajes en una exploración profunda de la literatura, la obsesión y la búsqueda de significado en un mundo oscuro y enigmático. Esta novela trasciende géneros y se erige como una de las obras literarias más influyentes del siglo XXI.
La primera vez que Jean-Claude Pelletier leyó a Benno von Archimboldi fue en la Navidad de 1980, en París, en donde cursaba estudios universitarios de literatura alemana, a la edad de diecinueve años. El libro en cuestión era D’Arsonval. El joven Pelletier ignoraba entonces que esa novela era parte de una trilogía (compuesta por El jardín, de tema inglés, La máscara de cuero, de tema polaco, así como D’Arsonval era, evidentemente, de tema francés), pero esa ignorancia o ese vacío o esa dejadez bibliográfica, que sólo podía ser achacada a su extrema juventud, no restó un ápice del deslumbramiento y de la admiración que le produjo la novela.
A partir de ese día (o de las altas horas nocturnas en que dio por finalizada aquella lectura inaugural) se convirtió en un archimboldiano entusiasta y dio comienzo su peregrinaje en busca de más obras de dicho autor. No fue tarea fácil. Conseguir, aunque fuera en París, libros de Benno von Archimboldi en los años ochenta del siglo XX no era en modo alguno una labor que no entrañara múltiples dificultades. En la biblioteca del departamento de literatura alemana de su universidad no se hallaba casi ninguna referencia sobre Archimboldi. Sus profesores no habían oído hablar de él. Uno de ellos le dijo que su nombre le sonaba de algo. Con furor (con espanto) Pelletier descubrió al cabo de diez minutos que lo que le sonaba a su profesor era el pintor italiano, hacia el cual, por otra parte, su ignorancia también se extendía de forma olímpica.
Escribió a la editorial de Hamburgo que había publicado D’Arsonval y jamás recibió respuesta. Recorrió, asimismo, las pocas librerías alemanas que pudo encontrar en París. El nombre de Archimboldi aparecía en un diccionario sobre literatura alemana y en una revista belga dedicada, nunca supo si en broma o en serio, a la literatura prusiana. En 1981 viajó, junto con tres amigos de facultad, por Baviera y allí, en una pequeña librería de Munich, en Voralmstrasse, encontró otros dos libros, el delgado tomo de menos de cien páginas titulado El tesoro de Mitzi y el ya mencionado El jardín, la novela inglesa.
La lectura de estos dos nuevos libros contribuyó a fortalecer la opinión que ya tenía de Archimboldi. En 1983, a los veintidós años, dio comienzo a la tarea de traducir D’Arsonval. Nadie le pidió que lo hiciera. No había entonces ninguna editorial francesa interesada en publicar a ese alemán de nombre extraño. Pelletier empezó a traducirlo básicamente porque le gustaba, porque era feliz haciéndolo, aunque también pensó que podía presentar esa traducción, precedida por un estudio sobre la obra archimboldiana, como tesis y, quién sabe, como primera piedra de su futuro doctorado.
Acabó la versión definitiva de la traducción en 1984 y una editorial parisina, tras algunas vacilantes y contradictorias lecturas, la aceptó y publicaron a Archimboldi, cuya novela, destinada a priori a no superar la cifra de mil ejemplares vendidos, agotó tras un par de reseñas contradictorias, positivas, incluso excesivas, los tres mil ejemplares de tirada abriendo las puertas de una segunda y tercera y cuarta edición.
Para entonces Pelletier ya había leído quince libros del autor alemán, había traducido otros dos, y era considerado, casi unánimemente, el mayor especialista sobre Benno von Archimboldi que había a lo largo y ancho de Francia.
Entonces Pelletier pudo recordar el día en que leyó por primera vez a Archimboldi y se vio a sí mismo, joven y pobre, viviendo en una chambre de bonne, compartiendo el lavamanos, en donde se lavaba la cara y los dientes, con otras quince personas que habitaban la oscura buhardilla, cagando en un horrible y poco higiénico baño que nada tenía de baño sino más bien de retrete o pozo séptico, compartido igualmente con los quince residentes de la buhardilla, algunos de los cuales ya habían retornado a provincias, provistos de su correspondiente título universitario, o bien se habían mudado a lugares un poco más confortables en el mismo París, o bien, unos pocos, seguían allí, vegetando o muriéndose lentamente de asco.
Se vio, como queda dicho, a sí mismo, ascético e inclinado sobre sus diccionarios alemanes, iluminado por una débil bombilla, flaco y recalcitrante, como si todo él fuera voluntad hecha carne, huesos y músculos, nada de grasa, fanático y decidido a llegar a buen puerto, en fin, una imagen bastante normal de estudiante en la capital pero que obró en él como una droga, una droga que lo hizo llorar, una droga que abrió, como dijo un cursi poeta holandés del siglo XIX, las esclusas de la emoción y de algo que a primera vista parecía autoconmiseración pero que no lo era (¿qué era, entonces?, ¿rabia?, probablemente), y que lo llevó a pensar y a repensar, pero no con palabras sino con imágenes dolientes, su período de aprendizaje juvenil, y que tras una larga noche tal vez inútil forzó en su mente dos conclusiones: la primera, que la vida tal como la había vivido hasta entonces se había acabado; la segunda, que una brillante carrera se abría delante de él y que para que ésta no perdiera el brillo debía conservar, como único recuerdo de aquella buhardilla, su voluntad. La tarea no le pareció difícil.
Jean-Claude Pelletier nació en 1961 y en 1986 era ya catedrático de alemán en París. Piero Morini nació en 1956, en un pueblo cercano a Nápoles, y aunque leyó por primera vez a Benno von Archimboldi en 1976, es decir cuatro años antes que Pelletier, no sería sino hasta 1988 cuando tradujo su primera novela del autor alemán, Bifurcaria bifurcata, que pasó por las librerías italianas con más pena que gloria.
La situación de Archimboldi en Italia, esto hay que remarcarlo, era bien distinta que en Francia. De hecho, Morini no fue el primer traductor que tuvo. Es más, la primera novela de Archimboldi que cayó en manos de Morini fue una traducción de La máscara de cuero hecha por un tal Colossimo para Einaudi en el año 1969. Después de La máscara de cuero en Italia se publicó Ríos de Europa, en 1971, Herencia, en 1973, y La perfección ferroviaria en 1975, y antes se había publicado, en una editorial romana, en 1964, una selección de cuentos en donde no escaseaban las historias de guerra, titulada Los bajos fondos de Berlín. De modo que podría decirse que Archimboldi no era un completo desconocido en Italia, aunque tampoco podía decirse que fuera un autor de éxito o de mediano éxito o de escaso éxito sino más bien de nulo éxito, cuyos libros envejecían en los anaqueles más mohosos de las librerías o se saldaban o eran olvidados en los almacenes de las editoriales antes de ser guillotinados.
Morini, por supuesto, no se arredró ante las pocas expectativas que provocaba en el público italiano la obra de Archimboldi y después de traducir Bifurcaria bifurcata dio a una revista de Milán y a otra de Palermo sendos estudios archimboldianos, uno sobre el destino en La perfección ferroviaria y otro sobre los múltiples disfraces de la conciencia y la culpa en Letea, una novela de apariencia erótica, y en Bitzius, una novelita de menos de cien páginas, similar en cierto modo a El tesoro de Mitzi, el libro que Pelletier encontró en una vieja librería muniquesa, y cuyo argumento se centraba en la vida de Albert Bitzius, pastor de Lützelflüh, en el cantón de Berna, y autor de sermones, además de escritor bajo el seudónimo de Jeremias Gotthelf. Ambos ensayos fueron publicados y la elocuencia o el poder de seducción desplegado por Morini al presentar la figura de Archimboldi derribaron los obstáculos y en 1991 una segunda traducción de Piero Morini, esta vez de Santo Tomás, vio la luz en Italia. Por aquella época Morini trabajaba dando clases de literatura alemana en la Universidad de Turín y ya los médicos le habían detectado una esclerosis múltiple y ya había sufrido un aparatoso y extraño accidente que lo había atado para siempre a una silla de ruedas.
Manuel Espinoza llegó a Archimboldi por otros caminos. Más joven que Morini y que Pelletier, Espinoza no estudió, al menos durante los dos primeros años de su carrera universitaria, filología alemana sino filología española, entre otras tristes razones porque Espinoza soñaba con ser escritor. De la literatura alemana sólo conocía (y mal) a tres clásicos, Hölderlin, porque a los dieciséis años creyó que su destino estaba en la poesía y devoraba todos los libros de poesía a su alcance, Goethe, porque en el último año del instituto un profesor humorista le recomendó que leyera Werther, en donde encontraría un alma gemela, y Schiller, del que había leído una obra de teatro. Después frecuentaría la obra de un autor moderno, Jünger, más que nada por simbiosis, pues los escritores madrileños a los que admiraba y, en el fondo, odiaba con toda su alma hablaban de Jünger sin parar. Así que se puede decir que Espinoza sólo conocía a un autor alemán y ese autor era Jünger. Al principio, la obra de éste le pareció magnífica, y como gran parte de sus libros estaban traducidos al español, Espinoza no tuvo problemas en encontrarlos y leerlos todos. A él le hubiera gustado que no fuera tan fácil. La gente a la que frecuentaba, por otra parte, no sólo eran devotos de Jünger sino que algunos de ellos también eran sus traductores, algo que a Espinoza le traía sin cuidado, pues el brillo que él codiciaba no era el del traductor sino el del escritor.
El paso de los meses y de los años, que suele ser callado y cruel, le trajo algunas desgracias que hicieron variar sus opiniones. No tardó, por ejemplo, en descubrir que el grupo de jungerianos no era tan jungeriano como él había creído sino que, como todo grupo literario, estaba sujeto al cambio de las estaciones, y en otoño, efectivamente, eran jungerianos, pero en invierno se transformaban abruptamente en barojianos, y en primavera en orteguianos, y en verano incluso abandonaban el bar donde se reunían para salir a la calle a entonar versos bucólicos en honor de Camilo José Cela, algo que el joven Espinoza, que en el fondo era un patriota, hubiera estado dispuesto a aceptar sin reservas de haber habido un espíritu más jovial, más carnavalesco en tales manifestaciones, pero que en modo alguno podía tomarse tan en serio como se lo tomaban los jungerianos espurios.
Más grave fue descubrir la opinión que sus propios ensayos narrativos suscitaban en el grupo, una opinión tan mala que en alguna ocasión, durante una noche en vela, por ejemplo, se llegó a preguntar seriamente si esa gente no le estaba pidiendo entre líneas que se fuera, que dejara de molestarlos, que no volviera más.
Y aún más grave fue cuando Jünger en persona apareció por Madrid y el grupo de los jungerianos le organizó una visita a El Escorial, extraño capricho del maestro, visitar El Escorial, y cuando Espinoza quiso sumarse a la expedición, en el rol que fuera, este honor le fue denegado, como si los jungerianos simuladores no le consideraran con méritos suficientes como para formar parte de la guardia de corps del alemán o como si temieran que él, Espinoza, pudiera dejarlos mal parados con alguna salida de jovenzuelo abstruso, aunque la explicación oficial que se le dio (puede que dictada por un impulso piadoso) fue que él no sabía alemán y todos los que se iban de picnic con Jünger sí lo sabían.
Ahí se acabó la historia de Espinoza con los jungerianos. Y ahí empezó la soledad y la lluvia (o el temporal) de propósitos a menudo contradictorios o imposibles de realizar. No fueron noches cómodas ni mucho menos placenteras, pero Espinoza descubrió dos cosas que lo ayudaron mucho en los primeros días: jamás sería un narrador y, a su manera, era un joven valiente.
También descubrió que era un joven rencoroso y que estaba lleno de resentimiento, que supuraba resentimiento, y que no le hubiera costado nada matar a alguien, a quien fuera, con tal de aliviar la soledad y la lluvia y el frío de Madrid, pero este descubrimiento prefirió dejarlo en la oscuridad y centrarse en su aceptación de que jamás sería un escritor y sacarle todo el partido del mundo a su recién exhumado valor.
Siguió, pues, en la universidad, estudiando filología española, pero al mismo tiempo se matriculó en filología alemana. Dormía entre cuatro y cinco horas diarias y el resto del día lo invertía en estudiar. Antes de terminar filología alemana escribió un ensayo de veinte páginas sobre la relación entre Werther y la música, que fue publicado en una revista literaria madrileña y en una revista universitaria de Gottingen. A los veinticinco años había terminado ambas carreras. En 1990, alcanzó el doctorado en literatura alemana con un trabajo sobre Benno von Archimboldi que una editorial barcelonesa publicaría un año después. Para entonces Espinoza era un habitual de congresos y mesas redondas sobre literatura alemana. Su dominio de esta lengua era si no excelente, más que pasable. También hablaba inglés y francés. Como Morini y Pelletier, tenía un buen trabajo y unos ingresos considerables y era respetado (hasta donde esto es posible) tanto por sus estudiantes como por sus colegas. Nunca tradujo a Archimboldi ni a ningún otro autor alemán.
Aparte de Archimboldi una cosa tenían en común Morini, Pelletier y Espinoza. Los tres poseían una voluntad de hierro. En realidad, otra cosa más tenían en común, pero de esto hablaremos más tarde.
Liz Norton, por el contrario, no era lo que comúnmente se llama una mujer con una gran voluntad, es decir no se trazaba planes a medio o largo plazo ni ponía en juego todas sus energías para conseguirlos. Estaba exenta de los atributos de la voluntad. Cuando sufría el dolor fácilmente se traslucía y cuando era feliz la felicidad que experimentaba se volvía contagiosa. Era incapaz de trazar con claridad una meta determinada y de mantener una continuidad en la acción que la llevara a coronar esa meta. Ninguna meta, por lo demás, era lo suficientemente apetecible o deseada como para que ella se comprometiera totalmente con ésta. La expresión «lograr un fin», aplicada a algo personal, le parecía una trampa llena de mezquindad. A «lograr un fin» anteponía la palabra «vivir» y en raras ocasiones la palabra «felicidad». Si la voluntad se relaciona con una exigencia social, como creía William James, y por lo tanto es más fácil ir a la guerra que dejar de fumar, de Liz Norton se podía decir que era una mujer a la que le resultaba más fácil dejar de fumar que ir a la guerra.
Una vez, en la universidad, alguien se lo dijo, y a ella le encantó, aunque no por ello se puso a leer a William James, ni antes ni después ni nunca. Para ella la lectura estaba relacionada directamente con el placer y no directamente con el conocimiento o con los enigmas o con las construcciones y laberintos verbales, como creían Morini, Espinoza y Pelletier.
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Roberto Bolaño. Nació en Santiago de Chile el 28 de abril de 1953 y falleció en Barcelona el 14 de julio 2003. Fue un escritor chileno que tras su muerte se convirtió en uno de los escritores más influyentes de la literatura en lengua castellana, siendo tres de sus obras consideradas, por escritores y críticos, dentro de los primeros 15 puestos de los mejores libros de los últimos 25 años.
Bolaño pasó la mayor parte de su infancia en distintas ciudades de Chile y posteriormente, se mudó a México con su familia, su relación con sus padres era un tanto inestable y en el colegio sufrió dislexia, aunque aseguraba que no le afectaba a la hora de estudiar. México y sus vivencias allí quedan reflejados en varias de sus obras. Dejó la escuela secundaria y se dedicó a leer de forma voraz, sobre todo thrillers y literatura mexicana, mientras escribía sus primeras poesías y obras de teatro trabajaba en diferentes oficios.
Roberto Bolaño Ávalos, nació en Santiago de Chile el 28 de abril de 1953 y falleció en Barcelona el 14 de julio 2003. Fue un escritor chileno que tras su muerte se convirtió en uno de los escritores más influyentes de la literatura en lengua castellana, siendo tres de sus obras consideradas, por escritores y críticos, dentro de los primeros 15 puestos de los mejores libros de los últimos 25 años.
Bolaño pasó la mayor parte de su infancia en distintas ciudades de Chile y posteriormente, se mudó a México con su familia, su relación con sus padres era un tanto inestable y en el colegio sufrió dislexia, aunque aseguraba que no le afectaba a la hora de estudiar. México y sus vivencias allí quedan reflejados en varias de sus obras. Dejó la escuela secundaria y se dedicó a leer de forma voraz, sobre todo thrillers y literatura mexicana, mientras escribía sus primeras poesías y obras de teatro trabajaba en diferentes oficios.
En 1973 regresó a Chile, donde fue arrestado ocho días durante el golpe de estado. De vuelta a México trabajó con las vanguardias poéticas en un proceso de maduración literaria que fue llevándolo, poco a poco, a la narrativa. Bolaño junto con su gran amigo Mario Santiago Papasquiaro y otros dieciocho poetas, fundan el movimiento poético infrarrealismo.
A finales de los años 70 viaja a Europa hasta establecerse definitivamente en España, tras realizar todo tipo de trabajos mientras participaba en concursos literarios. Es en 1984 cuando gana su primer premio, el Félix Urabayen por La senda de los Elefantes. En 1985 se casó con Carolina López, quien conoció en Gerona, se establecieron en Blanes y tuvieron dos hijos.
A partir del diagnóstico de una grave enfermedad en 1992, Bolaño se lanza a escribir lo máximo posible, y con Los detectives salvajes (1998) -una de sus obras más celebradas- recibió el Premio Herralde y también el Rómulo Gallegos, un espaldarazo definitivo a su carrera.
Su obra final 2666, fue escrita mientras a Bolaño le quedaba cada vez menos tiempo de vida. La obra fue publicada en 2004 de forma póstuma. Tuvo grandes amigos del mundo literario como Javier Cercas, Jorge Volpi… que aún tras su muerte le recuerdan como un hombre carismático y uno de los líderes de la literatura contemporánea.
Tras su muerte la obra de Bolaño ha sido estudiada en profundidad y ha recibido el elogio unánime de la crítica, tanto en el mundo hispano como en el angloparlante. Se han recuperado varias novelas de su primera época y está prevista su publicación en los próximos años.