Leyenda de Karla y Carlos
Me pregunto si ustedes son también de los que se figuran a los científicos como tipos aburridos… Tal vez no luzca correcto que empiece diciendo cosas así de mi hermano, pero la llamada telefónica que acabo de recibir era de Carlos Roberto y él es un científico con el cual la regla se cumple a cabalidad.
Me acuerdo de un día, no hace mucho aunque por esa fecha todavía no me había ido de casa de mamá, en que estaba yo sentado en la sala, y como enfrente tenía a Carlos Roberto, me dio por preguntarle sobre sus investigaciones. Para ser franco, no es que tuviera mucho interés en escucharle, máxime sabiendo que me caería encima una de sus alocuciones típicas, explayada en tecnicismos y, para rematar, articulada en ese tono suyo, balbuciente y opaco. Supongo que yo sólo buscaba hacer tiempo y aprovechar de paso la oportunidad para rebajar la distancia entre nosotros, porque fuera de saberle biólogo y empleado en el Instituto de Ingeniería Genética, ni idea tenía de cuáles elevados asuntos hacían de Carlos Roberto un ser perennemente abstraído.
Hecha mi interrogación, él alzó un hombro y movió la cabeza un tanto hacia atrás; lo cual para mí, que tan bien le conozco, significaba que mi curiosidad le tomaba por sorpresa y hacía que germinaran en él cuotas equivalentes de recelo y de entusiasmo. A la postre, optó por exponerme, escueto, que hacía experimentos con el esperma de los chimpancés.
Comprenderán que me fue imposible evitar la risa y soltarle un “¡Tú te dedicas a analizar la leche de los monos!” Mi hermano se puso muy serio, como invariablemente le ocurre con mis bromas y, en su modo corriente de expresar el disgusto a bajo perfil, se dispuso tan sólo a negarme la palabra. Capté yo, sin embargo, el impacto mayúsculo producido por la burla, delatado por la pupila de su ojo derecho, que derivó hacia un costado mientras la mirada fija del izquierdo escapaba hacia un lugar del infinito apostado por detrás de mi cabeza. Debí sentir remordimiento, porque le pedí disculpas y le rogué que continuara su explicación, esforzándome en poner cara de quien presta atención.
Resulta que él ha demostrado (a Carlos Roberto se le compuso el estrabismo y levantó la barbilla y un doctrinario dedo índice cuando se colocó, orgulloso, a la cabeza del equipo de investigadores) que las hembras de chimpancé escogen al más potente de los varones, el más idóneo para la reproducción, en base al olor de su semen. ¿Cómo llegaron a esa conclusión?, pensé preguntarle, ¿es que ponen los machos en hilera a pajearse delante de la mona, para que ella acerque el hocico a la picha de cada uno hasta dejar resuelta la cuestión a golpe de olfato? Pero pude aguantarme esa vez y dejar que el científico aclarara el procedimiento:
“Se seleccionan varios especímenes de varón, a los cuales, debidamente atados, se les estimula manualmente”, dice Carlos Roberto. Qué suerte kingkona la de nuestro antecesor, me conmuevo en mis adentros, nada de hembrita en vivo y en directo… ¡Y ni siquiera han creado filmes porno para monos! Pobrecito simio forzado a sacar placer de la improbable pericia de una frotación ajena y a desparramar su virilidad en vano, me apiado, al tiempo que la jerga ecuánime del especialista va a provocar el efecto contrario y un ataque de humor me contrae las tripas, cuando se me planta en la mente un fotograma donde veo a Carlos Roberto estrujando el pito del animal con las manos asépticamente revestidas con guantes blancos. ¿Y si la crisis económica agotó los insumos del Instituto y, en nombre del futuro del conocimiento, tuvo mi hermano que sobar con los dedos al desnudo la verga encabritada del antropoide?
“Hasta que el ejemplar está a punto del orgasmo y entonces se procede a cubrirles el pene con un condón especial donde se recoge la muestra de semen”. Preservativos de talla para primates, quién lo diría, qué cosas tiene la ciencia. ¿Pero cómo sabe el científico que la masturbación ha llegado al esplendor que anuncia la eyaculación?, me cuestiono y detrás me asalta la imagen del mono tumbado sobre la camilla, los ojos vueltos en blanco, los puntiagudos dientes al descubierto después que la boca se dislocó en esa mueca del goce que es idéntica a la del dolor. Sí, Carlos Roberto conoce perfectamente esos signos en la faz, iguales a los suyos en el espejo del baño de casa de mamá, cuando culmina cada mañana el ritual del aseo con su vicio de misántropo.
“Luego se vierte el semen en unos tubos de ensayo que se guardan en la nevera de conservación”, prosiguió el biólogo; y a mí se me reactivó la rabia, la misma que se desataba cada vez que me tocaba el turno en el baño a la salida de Carlos Roberto y descubría sobre el esmalte del lavamanos el rastro gris y pringoso de su miaja… Sin embargo, sepan ustedes, nunca se lo eché en cara, por lástima de su vergüenza, y aquel día tampoco hice evidente el mal rato del recuerdo y le dejé que siguiera hablando pues, a fin de cuentas, ya me habían entrado deseos de saber cómo infiltraban a la mona en el escenario de la investigación:
“La etapa clave es cuando se van presentando las muestras, una a una, delante de la nariz de la hembra; a la cual se ha cableado previamente con unos sensores que registran las reacciones ante el estímulo y que permiten, mediante un programa de computadora, que se obtenga un gráfico comparativo sobre el grado de excitación producido por los diferentes tubos de ensayo.”
Vaya, acabo de pensar en Karla… Me impacienta que no haya entrado su llamada. Era su voz, y no la de Carlos Roberto, la que estaba esperando cuando oí en el teléfono a mi hermano, como siempre, hablando por las ramas, disimulando la intención que yo, en cambio, le adiviné sin dificultad. ¿Por qué no acaba de atreverse a preguntar lo que tendría que preguntar y así salimos de esto?
Mejor volvamos al día del relato de Karla… Rectifico, al día del cuento de la mona; si bien, como enseguida comprenderán, las dos historias están conectadas, porque en el instante preciso que Carlos Roberto expuso lo que le hacían a la chimpancesa (¿se le podrá decir así?, me gustaría, suena a princesa muy mona), a mi imaginación le dio por detallar la tortura atroz y observé a la hembra angustiada, estirando el morro hacia delante, relamiéndose los bordes de la boca embadurnada de saliva; la infeliz que se agita, que brinca para sacarse de arriba la maraña de cables y abrazar al machote favorecido, ese que sus ojos no encuentran pero el instinto sí lo percibe, disuelto en moléculas de olor dentro del aire.
Entonces, el día aquel, y de nuevo hoy, se me atraviesa el recuento de Karla; su versión del momento en que Carlos Roberto y ella se toparon por vez primera. Karla herida, sus lágrimas goteando como sangre sobre el café que había colado, encandilada, para un hombre que en cambio decretó, sin miramientos, rasgar las ilusiones de la muchacha y desentenderse de su dignidad de hembra y sensibilidad de mujer. Mientras, Carlos Roberto, que va en busca del café matutino y encuentra a la intrusa, con los brazos caídos sobre la mesa, desencajada, y la presume una más de las que su hermano colecciona, de las que goza y suelta enseguida, otra sufriente de las que cabe apiadarse sin pedir explicaciones, imprudentes además de innecesarias.
Ajustado a la rutina, él se sirve la taza de café y opta por conversar de algo a la desconocida, del calor quizás, del tiempo de ciclones que se aproxima; elogia la infusión discerniendo que ella es la responsable y se sienta en la esquina opuesta. Después, seguro que le preguntó el nombre; pero en el santiamén justo que debía completar la presentación, se queda atolondrado por el peso de una duda, frenado por la turbación —esta pincelada no salió de las palabras de Karla, yo me la invento desde mi capacidad para predecir las reacciones de mi hermano—, y aunque recién salido del aseo matinal, en lugar de extender una mano, Carlos Roberto recoge ambas y las frota con tenacidad contra la tela del pijama con el propósito, inconscientemente activado, de limpiarse cualquier mínimo resto de sórdida materia, despojarse asimismo de toda impudicia mental y, más que nada, sacarse hasta el último átomo del tufillo indiscreto.
Según me contaría Karla, aquella mañana él fue “muy agradable”, incluso renunció a ir al Instituto por hacerle compañía. Todavía me pregunto por qué mi hermano mayor modificó el libreto con Karla, si nunca se ha comportado como un esteta o como esa clase de hombres a los que reblandece la belleza. Aún más intrigante fulgura el problema de cómo se las arregló Carlos Roberto para no hastiar inmediatamente a una mujer como ella. ¿Hicieron el amor?, inquirí a Karla. No, no esa mañana, reveló ella parcamente y cambió de tema. No continué hacia la pregunta que se desprendía de la anterior, porque he asimilado que las mujeres suelen responder así, concisas, y con ellas no es efectiva la insistencia. No creo, de todos modos, que la clave sea extraordinaria: basta deducir que las almas en pena se contentan con poco y para el estado de Karla era suficiente con alguien “agradable”. Además, si algo bueno hay que subrayar de Carlos Roberto es su capacidad para ser considerado con las mujeres. Así fue con mamá; así debió ser con Carmen Victoria, su esposa mexicana.
Para que se le juzgue mejor, valdría la pena brindar ciertos datos de la vida de mi hermano mayor… ¿Ustedes saben que Darwin se llamaba igual que él: Charles Robert? Parece un asunto del Karma, porque Carlos Roberto también acabó dedicándose a la Biología y a sacarle partido a cavilar sobre los monos. Originalmente estudió Medicina; mas no le entusiasmaba el trabajo clínico pero sí la investigación, y cuando terminó la carrera entró en una institución del Polo Científico donde se desarrollaban fármacos de nuevo tipo.
De súbito, mi hermano mayor se fue a México, por razones que a mí, un cuasi adolescente por esa época, nunca me quedaron claras, porque él no es el caso de esas personas obsesionadas con la posibilidad de viajar; al contrario, ha rechazado después varias oportunidades de ir al extranjero. Durante un período, el de la enfermedad de mamá, simplemente decía “no es el momento”; más tarde, sé de una ocasión en que se sacó del compromiso manifestando preocupación por la violencia en el país de destino, y de otra en que se justificó sacando a relucir estadísticas de los accidentes de aviación… La causa de que Carlos Roberto resolviera partir a México, pienso hoy, debió forjarse en la combinación de aquellos tiempos duros, los años 90, con un sueño cuya realización le puso el azar a su alcance.
Lo cierto es que alcanzó allá un título de Maestría en Biología Evolutiva, se quedó laborando una temporada y hasta se casó. Rememoro sus cartas y las maravillas que escribía de Carmen Victoria. Mujer de mucho talento según él, consagrada a la investigación en el campo de la antropología; “una espléndida descendiente de los mayas”, decía, que nació cerca de las famosas ruinas de Palenque. Yo nunca llegué a conocerla en persona y la apariencia que unas fotos me injertaron vagamente en la memoria coincide con la de la mujer mexicana estándar; tal vez con unos ojos más separados de lo común, encima de los pómulos cetrinos y abultados. Una tarde, lo recuerdo, Carlos Roberto volvió, no lo estábamos esperando, volvió divorciado.
Y lo vi pormenorizándole su fracaso a mamá con los ojos aguados; luego dialogando un rato largo con Carlos Enrique, mi hermano del medio, quien por ese entonces se tomaba ya tales asuntos con “serenidad aristotélica”; y jamás a partir de entonces, ni él, ni nadie más en casa, mencionó a Carmen Victoria.
De nuevo está sonando el teléfono. Apuesto a que tampoco es Karla esta vez…
Funcionó mi intuición: hablando del rey filósofo y Carlos Enrique asomando su corona. También lo de ese otro hermano mío semeja un asunto del Destino, porque nació un 5 de mayo. ¿Igual que quién…? Pues Marx. ¿Y cuál era el nombre completo del autor de El Capital? Idéntico, lo que en alemán: Karl Heinrich. Pero Carlos Enrique reniega ser un filósofo marxista. De entrada, alega él, Marx es Marx y punto, y el “marxismo” fue un invento de los soviéticos; ¿o acaso José Martí era “martiano” y no simplemente un hombre que fue él mismo y punto? Carlos Enrique se dice “epígono de un pensador del período helenístico llamado Pirrón” y sintetiza su credo en la palabra griega zetético; lo cual significa que él es un “indagador que indaga sin encontrar nunca”. En castellano: Carlos Enrique es “escéptico”, un espécimen que no se expondría a meter las manos en la candela por nada ni por nadie; porque “no hay ninguna Verdad”, explica, “sólo creencias y opiniones que las personas acatan por sumarse al corro, por coerción de ley o por costumbre”; y encima de su escritorio colocó un pisapapeles que lleva grabada la doctrina de un tal Timón: «No sólo no me interesa el por qué de las cosas, sino ni siquiera el por qué del por qué».
Cuando en una ocasión le pregunté cómo era posible existir regido por ese modelo, respondió: “Elemental. Aplica estos tres principios” y me escribió en un papel: La epoché, la afasia y la ataraxia. Seguidamente aclaró: “El primero es la suspensión del juicio, o sea: aprende a alcanzar un estado mental que te permita estar al margen, sin rechazar ni aceptar, las ideas de los demás. De ahí se desprende el siguiente, que es la facultad de no expresarse, de no emitir criterio alguno a favor o en contra de nada. El último es la postura que toca asumir en consecuencia: la imperturbabilidad. Resumido facilito y en cubano: que todo te resbale, como el quimbombó”.
Créanme que Carlos Enrique sigue estos preceptos al pie de la letra. Fíjense, si no, en su comportamiento aquella jornada, la que comenzó para él cuando despertó hallando a su lado a la chica que había seducido en la fiesta e incitado a seguirle hasta su cama; y entonces, la despachó impávido, con un parlamento de severidad discernible bajo la máscara de amabilidad. Karla me refirió que él le dijo: “Eres una muchacha encantadora y la he pasado muy bien contigo. Pero esto no se volverá a repetir. Por favor, hazte la idea de que no ha sucedido nada entre nosotros”; y después, siquiera sin devolverle la mirada, se vistió y salió a dar sus lecciones en la Facultad. (Me represento la escena y quedo seguro de que Karla expuso la verdad, sobre todo por ese calificativo, que tantas veces se lo he oído. Para Carlos Enrique las mujeres son simplemente “encantadoras”).
Ya en la noche, sentados los tres Carlos a la mesa, para tragar la comida que el mayor, como es costumbre, había cocinado, la sorpresiva presencia de la invitada no provocó, cual cabría esperar, que un solo músculo se trastornara en la acostumbrada faz ataráxica de Carlos Enrique, ni que este perdiera el habitual control afásico de su lengua. Solo en el momento de la recogida de los platos cuando, tras un intercambio sigiloso de gestos entre Karla y Carlos Roberto, la muchacha se encaminó rumbo al dormitorio del hermano mayor, fue que el del medio intervino, pero sin temblor en la voz que evidenciara molestia o desconcierto, apenas para advertir, acaso naturalmente paternal, o sencillamente ajustado al razonable acento de la epoché, que “No faltes mañana al primer turno, Karla; recuerda que toca la evaluación del seminario sobre Pensamiento Antiguo”.
Ahorita mismo, con ese tono de voz de quien no quiere las cosas, Carlos Enrique sí me disparó al directo por el teléfono. Pero yo, que al lado suyo he aprendido bastante, me restringí a responderle: “¿Karla? No, aquí no está.” Él hizo silencio unos instantes; supongo que acopiando de su arsenal filosófico la indiferencia suficiente para decirme al cabo: “Ah, está bien”; y pasar revista inmediatamente a las preocupaciones típicas de un hermano: “¿Cómo te va en el apartamento ese? ¿Con el dinero que ganaste por el premio, para cuántos meses te da en el pago del alquiler? ¿Es verdad lo que me contó Carlos Roberto de que te metiste a custodio nocturno de un almacén? ¿Has avanzado bastante en el nuevo libro que estás escribiendo?”
Como diez minutos estuvo Carlos Enrique en esa cuerda, más de cuestionario que de plática, pero no se aventuró a criticar ninguna de mis decisiones y tampoco ahondó en la interrogación inicial. Antes de colgar se sacó un chiste de los suyos: “Si te hicieran falta un buen par de personajes, échale mano a tus broders. Claro, haz que Carlos Roberto sea el científico malo que busca la fórmula para acabar con el mundo; y yo el buen filósofo, que conoce el conjuro sabio que salvará a la humanidad”.
¿Ustedes creen que también los filósofos son tipos aburridos? Tal vez los otros lo sean, pero Carlos Enrique es una excepción. La propia Karla lo ratificó al confesarse conmigo: “Tu hermano es el más simpático de los profesores y hace divertidas sus conferencias contando anécdotas comiquísimas de la vida de los filósofos. A mí me gustó por eso, y también porque en sus clases nos trata muy bien a nosotras las mujeres. Verdad que anda todo el tiempo con la misma ropa y los mismos zapatos, da igual que sea en la Universidad o en las fiestas nocturnas de los estudiantes —a las que asiste siempre que lo invitan, a diferencia de otros maestros—; pero ni eso resulta chocante en él; al contrario, le ofrece aspecto de gente despegada de las cosas materiales, como el sabio Diógenes yendo a todas partes en su barril”. (A Karla no le esclarezco que Carlos Enrique se viste así, además, porque su sueldo de profesor universitario no rinde para mucho; y porque desde la ruptura con María del Carmen, y la muerte de mamá detrás, no ha habido mujer alguna que se preocupe por su apariencia).
Ya que traje a colación a María del Carmen, expongo que la esposa efímera conserva una opinión similar sobre mi hermano. “Nos entreteníamos cantidad, la pasábamos estupendamente juntos”, me reveló ella una tarde en que nos encontramos a la salida del cine Yara. Como yo también los creía nacidos el uno para el otro, la separación me había dejado muy intrigado; pues de Carlos Enrique nunca recibí aclaraciones, sólo el sarcasmo con que solía despachar ese incidente: “Maricarmen (así la llama él) se confabuló conmigo para que ganáramos el Premio Guinness”. Tuve que esperar a la ocasión en que la ex de mi hermano aceptó que conversáramos degustando los helados de Coppelia: “Carlos III (así me apodaba ella, igual que la famosa Avenida), lo que pasó con Carlos II es que fueron demasiados años. Imagínate tú, noviecitos desde la adolescencia. Y todavía nos queríamos, pero como hermanitos, ya no como amantes”.
Una semana antes de la boda, con los atuendos y el cake arreglados, compradas las alianzas, ambos se sinceraron sobre sus sentimientos, y se enteraron entonces de que cada quién tenía lo suyo aparte. Mas convinieron culminar la farsa, porque “el casamiento ya era una cuestión de honor familiar, un arreglo entre mi madre y la de ustedes, pobrecita, enferma del corazón”. Llegaron con todo planeado a la luna de miel: la habitación del hotel se compartiría entre cuatro y no sólo dos; y a la vuelta firmaron el contrato de divorcio.
Quince días después sobrevendría el infarto contundente de mamá. A ello le achaco el que se haya enfriado la amistad entre María del Carmen y Carlos Enrique; y también parte del comportamiento posterior de “Carlos II” con las mujeres. Aunque él sí que nunca habla mal de ellas, consecuente con su actitud de epoché; en cambio, como ya dije, suele repetir que las considera “encantadoras”.
Todo su misoginismo se reconcentra cuando discurre sobre el papel de las mujeres en la Filosofía: “¿Mujeres filósofas? Menciona una”, me reta. “Y dale con Hipatía de Alejandría. Ay, esa peliculita de Aménabar… Para colmo, el gran Umberto Eco se la puso en bandeja a las feministas cuando aludió a ella en su novela Baudolino. ¿Sabías que de Hipatía no se conserva ni una sola línea que nos indique sobre sus ‘doctas acotaciones’ al pensamiento de Platón?”, me replica. “Todo lo que de ella se conoce, lo debemos a unas cartas de Sinesio de Cirene, su alumno predilecto nada menos, y si es cierto que la tal fémina guardó algún parecido con la exquisita Rachel Weisz… Amicus Plato, sed magis amica veritatis, hermanito. Quise decir: «Soy amigo de Platón pero todavía más de la verdad»; y por eso, en abierta contradicción, lo reconozco, con la que debe ser mi postura correcta, opino, sí, opino que la grandeza metafísica de la pelirroja de Alejandría es solamente un mito, fraguado por los pintores y novelistas del Romanticismo en el siglo XIX, a quienes les encantaban esas heroínas sagaces, bellas y mártires“, intenta aplastarme con su erudición. “Ah, que si le valen simpatías por matemática y astrónoma… Pues cuique suum: «a cada cual lo suyo»; quizá merezca Hipatía, ciertamente, que en su honor bauticen un asteroide y un cráter lunar. Pero sobre el particular, conoces mi axioma favorito: De lo que no tengas noción, métete la lengua en el culo”, me acalla Carlos Enrique en el más puro talante zetético.
El ring ring ataca de nuevo. Esta vez, quién si no, si a sólo tres personas he dado este número telefónico. Ojalá que traiga la buena noticia…
En efecto, Karla. Que no me dio chance para que primero se tocara el tema del casting y arrancó con un “¿Onetti, a vos cómo le va?” (todavía no lo había comentado con ustedes; pero también yo soy rehén del Fatum: mi nombre es Juan Carlos y encima nací en 1980, el año en que el escritor uruguayo recibió el Premio Cervantes). A posteriori: “¿Interrumpo a Su Majestad en el sagrado acto de la creación?”. Le respondí “En lo absoluto” y enseguida dos motivos hicieron que me pesara haberle mentido. Uno: ocultarle que sí estaba escribiendo porque lo hacía con ella precisamente como tema. Segundo, me dolía que Karla fuera a creerse que yo no valoraba su consejo y solamente estaba perdiendo el tiempo. Conste que es ella la fuente de la mayoría de mis decisiones últimas: desde el impulso para enviar aquel libro de cuentos a concurso, hasta cómo emplear de la manera más provechosa la ganancia del premio. Le debo el haber encontrado un rumbo, luego de quedar como “trabajador disponible” tras la reducción de la plantilla en la Dirección Provincial de Cultura. Y fue sugerencia suya lo de rentar una habitación para zafarme de la influencia (nefasta, me dijo sin pelos en la lengua) de Carlos I y Carlos II, y del recuerdo lacerante de mamá.
Todas esas opciones me las alumbró Karla desde la conversación primeriza que sostuvimos. Fue en el Zoológico de 26 y había transcurrido casi una semana exacta a partir de la noche que la descubrí en la mesa, rodeada de Carlos y aparentando comer cómo si tal cosa. Ese lunes… en el cual me levanté de la cama al final de la mañana y me incomodó encontrar el baño ocupado; hasta que de ahí saldría la linda “nueva novia” de Carlos Roberto pronunciándome un buenos días normal y con una expresión en el rostro muy normal, pero cargando una mochila a la espalda. Debió equivocarse la muchacha y percibir desconfianza en mi examen visual en lugar de llano desconcierto, porque declaró “Solamente recogí mi cepillo de dientes y un ajustador”. Como dijo “recogí”, ya lo entendí todo. “Te acompaño a la parada de la guagua”, le dije sin pensarlo dos veces y entonces ella fue la que puso cara de extrañeza. ¿Tendría que explicarle que estoy harto de que mis hermanos me dejen siempre ignorándolo todo sobre ellos, como si el benjamín no hubiera crecido todavía? Para mi alivio no fue necesario. Karla hizo el gesto que usualmente interpretamos como “me da igual” y tomó el pasillo hacia la puerta.
Los veinticuatro minutos en espera de la guagua no le alcanzaron a Karla para arrancarse de adentro las vivencias de siete días en la morada de los Carlos. A mí apenas me tocó preguntarle nada, ni fui tampoco el que sugirió continuar charlando en medio de una caminata por el Zoo. Cuando íbamos atravesando por delante de las jaulas de los monos (un hecho casual, creo yo), fue que ella se sintió preparada para justificarse del abandono a Carlos Roberto: “Reconozco que es buenísima persona, pero, cómo decírtelo, es un hombre aburrido… Y en la cama no…” Entonces alzó una ceja, comprimió los labios, pero optó por tragarse las intimidades. Lo que en mi fuero interno agradecí, para no ver a la chica brotándole algún sesgo despiadado.
Concluyó este capítulo con la esperada súplica de Karla para que yo guardara silencio acerca de sus confidencias sobre Carlos I y Carlos II. Y un nuevo episodio se abrió cuando nos detuvimos frente a una pajarera enorme y completamente vacía, donde ambos recordábamos haber visto antaño un cóndor majestuoso. ¿Habrá muerto? ¿De viejo o por inanición? ¿Acaso se lo comieron? Compartimos estas interrogantes al igual que las galletitas dulces, requemadas, blandas y viejas, que extraíamos de la única bolsa que pudimos comprar reuniendo los billetes de ambos.
Ahí nos dio por repasar nuestras vidas. La mía: una carrera de Ingeniería Mecánica inacabada por la ausencia total de vocación; el Taller Literario en la humildísima Casa de Cultura, que yo ofrecía a jubilados y jubiladas, histéricas y paranoicos, yo que sólo había escrito nueve cuentos a los que dejaba enmohecer en una gaveta. La de Karla, dicha a secas: “Entré en la carrera de Filosofía por error” (pero ningún argumento sobre lo que significaba ese “error”; y yo no le pregunté, para qué, a las mujeres no se les piden tantas aclaraciones). Un poco después: “Me gustaría ser actriz”, comentó; pronunciándolo en serio y no como quien suelta cualquier anhelo tonto.
Hoy le llegó a Karla su oportunidad y por eso era que yo tenía ansias de escucharla en el teléfono. “Karla, y de lo tuyo no tienes algo que contar, por favor…”, indagué con cautela, creyendo que se había enfocado en mí para evadir el tema del casting. “¡Pero vos qué te pensás Carlitos!”, contestó desatando el entusiasmo aplazado, “fui la escogida entre las treinta y tres muchachas que se presentaron, algunas con estudios de Dramaturgia”. Dice que dijo el director: “Lo que estaba buscando para el protagónico de la película: un rostro nuevo y de talento espontáneo”.
Karla está que no cabe dentro de ella. Y dice que ya viene en camino para acá, que si acaso se demora es porque se detuvo a comprar una botella de bebida que nos guste a los dos.
Pues que sea vodka, y a celebrar, que no hay más que hablar…
O sí, porque los escritores no pueden dejar cabos sueltos. Les cuento rapidito, porque la soledad se me acaba y hubo una pregunta, sin dudas lógica, que tuve que hacerle a mi hermano mayor sobre sus experimentos: “¿Para qué carajo sirve saber que las chimpancesas deciden quién es el monazo de su vida olisqueándole la leche?”
Carlos I contempló a Carlos III, solemnemente y desde arriba —igual que hace Carlos II, si bien ante sus estudiantes quizás lo esconda con sus mañas de bufón—. “¿Pero no has oído hablar del Gen Boule?”, espetó el monarca de la ciencia. Yo no, por supuesto. ¿Acaso ustedes lo conocían?
Pues les ofrezco el resumen de una larga perorata: El Gen Boule fue descubierto en la Northwestern University, año 2001, por un investigador nombrado Eugene Xu (quien no sé por qué en vez de Gen Boule no lo llamó el Gen Xu, como indica la tradición), y el hallazgo es crucial para entender los mecanismos reproductivos de la mayoría del reino animal porque ese gen es el único responsable de la producción de esperma en varias clases de invertebrados y en todos los vertebrados, lo que incluye tanto a gusanos y grillos como al tiburón, el cóndor, el chimpancé y el homo sapiens.
Y si al respecto no hay diferencias entre primates y seres humanos, como expuso un orondo Carlos Roberto, luego: “Entiendes la trascendencia de mis experimentos, Juan Carlos… Piensa en el desarrollo económico del país, por sus aplicaciones comerciales en el área de la perfumería con la obtención de fragancias más… seductoras. También el campo de la Psicología podría verse reforzado con un simple test que disminuya la incidencia de desordenes mentales en gente que se cree sexualmente rechazada por componentes ajenos a una cuestión que es, sin embargo, meramente biológica. Y la Medicina ganaría en comprensión sobre las causas de la infertilidad masculina. Hasta puede que acabe determinando la supervivencia de la especie humana, por la vía del mejoramiento de la herencia genética y la selección de la pareja a través del método científico y no por los antojos de las personas. Grandioso, ¿verdad?”
Pero Carlos I se quedó esperando oír mis felicitaciones (lo que hace a cada tanto que me asalte el bichito de la vergüenza). Mi mente se había escapado ya hacia Karla y el día que nos citamos para “evaluar un cuarto en la calle Industria, entre Genios y Refugio, ¡a dos cuadras de la casa de Lezama Lima!”, localizado por ella para si seguía yo interesado en mudarme a un alquiler. Aquí, sobre un colchón que hallamos, desnudo y lanzado al suelo de esta habitación minúscula, agrietada y con una sola ventana, ocurrió algo que, les juro, yo no tenía planificado…
La mañana siguiente arribó sin que pudiéramos despegarnos del tálamo imprevisto. Cuando exhausto ya y con sueño, mi cabeza fue absorbida por conjeturas; una radiante Karla advirtió, cómo queriendo despejarlas: “No te sulfures, Onetti, que si tú lo quieres así, mi historia con el menor no acabará tan pronto como las de sus dos hermanos”.
¿Karla, por qué a mí de los tres Carlos? La pregunta llegué a tenerla en la puntica de la lengua, pero aguanté el impulso y me comporté como un gran filósofo. En definitiva, insisto, a las mujeres no se les hacen demasiadas preguntas.
Rafael Grillo. (La Habana, 1970). Escritor y periodista.
Rafael Grillo (La Habana, 1970): Escritor y periodista. Jefe de Redacción de la revista El Caimán Barbudo y fundador de la web literaria Isliada. Licenciado en Psicología y Diplomado en Periodismo. Imparte cursos de técnicas narrativas en la Universidad de La Habana y otras instituciones. Ha publicado las novelas Historias del Abecedario y Asesinos ilustrados (Premio Luis Rogelio Nogueras 2009), los libros de ensayo Ecos en el laberinto y La revancha de Sísifo y el volumen de crónicas Las armas y el oficio (Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara 2008). Incluido en numerosas antologías; las más recientes: El silencio de los cristales. Cuentos sobre la emigración cubana; Tres toques mágicos. Antología de la minificción cubana y Island in the Ligth / Isla en la luz (bilingüe, publicado por The Jorge Pérez Foundation, Miami). Como antologador participó en L@s nuev@s caníbales. Antología del microcuento del Caribe Hispano (2015) y es el responsable de la “Trilogía de las Islas” conformada por Isla en negro. Historias de crimen y enigma (2014); Isla en rojo. Historias cubanas de vampiros y otras criaturas letales (2016); Isla en rosa. Historias cubanas del amor y sus desdichas (2016). En 2018 recibió con Isla en rojo el Premio del Lector, que se entrega a los libros más leídos del año. En 2020 participó en la novela colectiva Mirar, sufrir, gozar… La Habana y vio la luz su volumen de relatos Revolicuento.com.