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Leve distorsión en la foto

A quienes distorsionan las fotografías…

Le encanta ese tipo, la forma en que lo mira. Y Daniel le clava la vista mientras batalla con sus propios nervios. Debe mantenerse firme, derrotarlo en ese duelo visual o al menos lograr un empate. Los ojos del tipo desaparecen detrás de la cámara cuando la acerca a su rostro para tomar la foto. El flash estremece a Daniel, cual si lo hubieran sacudido sin aviso. ¿El flash, o lo otro?

—Perdona —dice.

—No pasa nada —responde el fotógrafo, sin despegar la cámara de su rostro.

Daniel se centra en el dedo del tipo, lo vigila y se apresta cuando lo ve acercarse al botón. Esta vez el flash lo embiste sin provocar reacciones. Fue el flash, no lo otro, piensa, aliviado. Su amiga Wanda le recomendó ese trabajo. “Cosa fácil y por buena plata”, dijo al ofrecerle la información de contacto del fotógrafo. “Además, es una persona de confianza y hace trabajos muy interesantes, ya verás”, añadió. Daniel aceptó y esa misma noche llamó al tipo. Concertaron una cita para el viernes de la semana próxima. Este viernes. 

Cuando le abrieron la puerta, Daniel descubrió a un hombre en sus treinta, delgado, trigueño, cabellos revueltos y sombra de barba. Vestía jeans rasgados, camiseta gris y andaba descalzo. No era un tipo tan apuesto, pero su mirada directa cautivaba de inmediato. Dijo llamarse César y lo invitó a pasar. Dejaron atrás la diminuta sala del apartamento y atravesaron un pasillo. Detrás de la puerta del fondo los esperaba un amplio estudio, con espejos altos en todas las paredes, que ahora permiten a Daniel observar su cuerpo desnudo desde todos los ángulos posibles.

Él está en el centro de la habitación, a su diestra hay un banquillo para que descanse si lo necesita y donde colocó su ropa. A un metro, ubicado en una silla, se encuentra el fotógrafo, quien recién aparta la cámara de su rostro y despierta los nervios de Daniel al convidarlo a un segundo duelo de miradas.

—¿Siempre has sido modelo? —pregunta de repente César.

—Soy actor —aclara el otro—. Lo del modelaje es para ganar dinero extra.

—¿Actor…? —El fotógrafo arquea las cejas— ¿He visto algo…? Oye, ¿estás bien?

Ha sucedido. El brazo de Daniel se levantó de pronto y su mano se sacudió, luego volvió a caer, como si nada. Fue veloz, apenas un segundo.

—Sí, estoy bien —dice el actor que modela para ganar dinero extra. Echa un vistazo a su reflejo, en el espejo a la izquierda. El rostro no se contorsiona, por ahora. Sus nervios vuelven al ataque, por motivos diferentes esta vez. No los enciende la mirada del fotógrafo sino el miedo a delatarse. Podría decirle que el leve espasmo de su brazo es solo su Tourette, pero prefiere reservarse el dato. Ya con su desnudez, está entregando suficiente y aunque no le molestaría ofrecer otro poco más a este desconocido, Daniel ha aprendido que incluso en la intimidad deben trazarse límites.

—¿Seguro?

—Sí, seguro. No creo que hayas visto nada mío —y buscando salirse del tema, el modelo enseguida añade: —Soy actor de teatro y desde hace un tiempo no me presento.

—¿Y eso por qué?

De nuevo Daniel sopesa las respuestas. Algo en la mirada del fotógrafo, en sus ojos penetrantes, lo insta a derrumbar esa muralla que siempre coloca frente a cualquier extraño que intente hurgar mucho en sus intimidades. Una muralla construida a base de respuestas cortas, vacías y sin salida. El fotógrafo, su presencia tan cercana, lo invita a desviarse del sendero de la precaución y arriesgarse.

Su silencio se alarga mucho y Daniel, todavía sin hallar una respuesta para ofrecer, observa al fotógrafo que se incorpora.

—¿Será por ese temblorcito que te dio ahora mismo? —pregunta mientras empieza a caminar en dirección a él. La cámara queda detrás, dispuesta sobre la silla.

—No, no es por eso —rebate el actor que juega a ser modelo porque ahí la plata es más fácil.

Realmente no lo es. Desde hace mucho tiempo, tras años de momentos vergonzosos, Daniel comprendió el antídoto para el Tourette. Yolanda, su amiga psicóloga, se lo sugirió en más de una ocasión, pero él tardó en seguir el consejo. “Esta condición se alimenta del miedo, de los nervios”, dijo la amiga y él lo sabía, lo sabía demasiado bien. “Entonces dale miedo, dale nervios, aliméntala hasta que reviente y seas tú el único que quede llevando el timón”.

Sí, era esa la clave, por muy loca que sonara. No debía rehuir las situaciones intimidantes, los catalizadores. Debía exponerse a ellos, someterse a los embistes de su Tourette al extremo de alcanzar un grado de adaptación que lo inmunizase a sus efectos. Claro, el remedio nunca sería absoluto y, pese a los varios incidentes que llegarían, Daniel logró iniciar una carrera en teatro y participar en algunas obras.

El problema es otro y el fotógrafo está ya demasiado cerca. Daniel no podría soportar tanta proximidad y cede:

—Al parecer, no soy buen actor.

—No, no lo eres —dice César y sus ojos bajan un momento. Daniel sigue el rumbo que tomaron y descubre a la traicionera erección devolviéndole la vista desde su entrepierna.

—Perdóname… —intenta decir y el otro lo interrumpe de súbito.

—¿Perdonar qué?

De pronto, la mano derecha de Daniel se sacude, pero él apenas repara en ese detalle, centrado en el súbito giro a la derecha que hace su cabeza y en la mueca esbozada por su rostro sin él darle consentimiento.

—¡Me cago en la…! —exclama y lo coge de sorpresa la expresión del fotógrafo, más aún sus palabras.

—Eres una belleza —retrocede sin darle la espalda. Llega hasta la silla, coge la cámara y vuelve a acercarse a él—. Hace rato no me caía por aquí una maravilla como tú.

—¿De qué hablas? —dice Daniel, tras experimentar otro espasmo que le hace mirar al techo de repente y tuerce su labio inferior para conferirle a su rostro una expresión grotesca, todo mezclado con parpadeos veloces. Sucede rápido, cuestión de segundos, pero esos segundos, sin importar cuan adaptado está a los chillidos de su condición, a él se le antojan horas. 

Aborrece esas crisis; mientras no las padezca, logra controlarse bastante. Sin embargo, una vez sometido su cuerpo a los ataques del Tourette, el pánico lo doblega y le dificulta tomar de nuevo el volante. Odia sentirse una marioneta a merced del capricho de un titiritero sádico. Cada ataque lo devuelve a esas épocas monstruosas, a la niñez plagada de burlas y miradas de horror, de la posibilidad de un beso truncada por una sacudida en el momento cumbre, de los dibujos suyos con la boca torcida que se volvían tendencia entre los salones de clases, de cómo los profesores debían ponerlo en un aula aparte para tomar los exámenes, pues los nervios le provocaban espasmos y entonces Daniel se sentía ahogado en un mar de carcajadas, herido por los dedos índices apuntando hacia él, incluso algún maestro necesitó taponar con su mano la risa que pedía brotar.

Cada asalto de su Tourette trae de vuelta esos días. Cada ataque parece interminable, lo hace maldecirse por haber nacido así, con ese fallo en la maquinaria, lo hace odiarse por obligarlo a subir al ring y presentar batalla consigo mismo.

—Tranquilo, aquí estás seguro —La mano del fotógrafo se posa en su mejilla—. Aquí, eres bienvenido.

—Tú estás loco.

—¿Yo estoy loco? —César sonríe tras soltar la interrogante en un tono despectivo, extiende los brazos— ¿O son ellos los que están locos?

—¿Quiénes?

—Ellos, todos allá afuera —y vuelve a quebrar el espacio personal de Daniel, quien, disfrutando una frágil tregua cedida por su Tourette, nota la mano del fotógrafo agarrarle el sexo y brindar vida a la erección que ya perdía vigor—. Dime quien camina por este mundo sin estar al menos un poco loco.

—¿Qué estás haciendo? —La pregunta carece de sentido, el actor que ahora es más modelo que actor conoce la respuesta, la experimenta, ahí en la mano que lo masturba, esa mano suave, tibia, que le endurece cada vez más el pene. Esa mano conocedora, tan directa y poderosa como los ojos que le devuelven la mirada cuando alza la vista hacia el rostro del fotógrafo.

—¿Qué crees que hago aquí? ¿Tirar fotos? —dice César— No, eso lo hace cualquiera. Aquí lo que hago es buscar.

—¿Buscar qué? —Se le sacude el brazo de repente y ante el espectáculo de su espasmo, la mano del otro acelera los movimientos. El tipo disfruta verlo así, prisionero de su condición. Y a Daniel empieza a gustarle, sí, le gustan estas nuevas manos, deliciosas y reales, ahora sí quiere ser el muñeco, a merced de este nuevo titiritero.

—Mi reflejo —contesta el fotógrafo—. Y siempre está ahí. Tarde o temprano, doy con él. Siempre hay algo, una señal, un indicativo de locura o algo roto que tanto intentan esconder de mí quienes se atreven a ponerse delante de la cámara. Créeme, no hay una persona que no me haya mostrado al menos un detalle, una leve distorsión en la foto, con eso es suficiente, solo debes saber mirar. Pero cuando encuentro esos, así como tú, que lo llevan en la piel, paseándose a simple vista, ante esos no logro resistirme.

César espera a que cese el espasmo súbito en la boca de Daniel, entonces lo besa, le entrega su lengua y el modelo lo corresponde.

—Eres hermoso —le oye decir Daniel mientras lo observa arrodillarse. Y lo cree, lo cree al sentir los labios del fotógrafo aprisionar su sexo, la humedad que aguarda en su boca, la lengua que lo recorre de extremo a extremo, ávida de atrapar cada ápice de su sabor a hombre roto.

Se retuerce en otro espasmo, pero ya no los reprime, les permite apoderarse de él y, al mismo tiempo, de César, que los recibe con gusto y corresponde a Daniel por entregárselos. Las sacudidas, los espasmos, no se detienen, ganan en frecuencia y fuerza. La boca de César tampoco renuncia a su faena, la emprende con mayor ahínco. Y Daniel se descubre adorando los estremecimientos, los extraños sonidos que escapan de sus labios, le parece distinguir, tras todo aquello, a una bestia retorciéndose en agonía, enfrentada a miles de lanzas que la hieren sin misericordia. Ahora están enlazados él y el fotógrafo, ambos luchan contra el Tourette, dos en el ring, ganan por mayoría, se burlan de él, se lo gozan, se vienen con él.

Cuando César se incorpora, persisten los temblores en Daniel, leves, placenteros, las huellas de la victoria sobre el persistente rival del modelo. Y el fotógrafo retrocede, sin quitarle la vista de encima, hacia la silla donde aguarda la cámara. La coge, dispuesto a continuar con la sesión interrumpida. Entonces Daniel se acerca a él, extiende el brazo, ahora quieto, libre por el momento de los hilos del titiritero que sucumbió ante el ataque de ambos, y le quita la cámara de las manos a César. El fotógrafo sonríe al avanzar en dirección al centro de la habitación mientras el modelo ocupa el puesto dejado por él, junto a la silla.

Daniel empuña la cámara cuando César, ya en posición, se voltea para encararlo y comienza a desvestirse.

—Gasta todo el rollo —dice el fotógrafo, con una sonrisa—, pero no pares hasta que logres verme.

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