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Letra con sangre

Foto de Maxim Hopman en Unsplash

Abel Olivo apareció ante la vista de los peritos tendido sobre la loza marrón de la cocina. Boca arriba, caído el telón de los párpados; en contraste, las quijadas abiertas en una mueca que impresionaba como de asombro. Las moscas se arracimaban alrededor de un agujero en el vientre, encima del plasma negro y espeso, pestilente. Derramado a los lados de la cabeza, formando caprichosamente una silueta de almohada, había otro charco de sangre corrompida. 

El forense dictamina que fueron asestados dos golpes en el cráneo: uno, causante del flujo sanguíneo, además de rasgar la epidermis fracturó la unión de los parietales; el otro no rompió la piel pero trituró el temporal derecho, empujándolo hacia adentro, y habría desencadenado ya una hemorragia interna, suficiente para provocar la occisión. La puñalada, a posteriori, era innecesaria: ¿ensañamiento del homicida o urgencia de consumar el asesinato? No era difícil imaginar el método pues yacían al pie del cadáver las herramientas del delito. Un bate de béisbol, fabricado con recia majagua; y un cuchillo robusto y largo, de carnicero. Ambos sin huellas digitales impresas: el asesino tuvo cuidado de llevar guantes, según reveló la técnica en dactiloscopia. Por el estado de rigidez y otros signos en el cuerpo, el médico legal supone que la escena brutal debió ocurrir, al menos, un par de días atrás; más habría de esperarse por las revelaciones definitivas de la autopsia. Aunque un vecino, fanático a rajatabla de Johann Sebastian Bach, se acercó a los agentes para jurarles que hace tres días, alrededor de las 9 p.m., brotaron de ese inmueble las armonías inefables de “La Pasión según San Mateo”. Nadie más ha dado testimonio que confirme haber escuchado ruidos en la casa o visto a la víctima luego de esa fecha. Una capa de polvo había empezado ya a recubrir su automóvil.

Al occiso le arrancaron los anillos de los dedos, el reloj de la muñeca, la cadena de oro que portaba al cuello y le vaciaron la billetera. Se deduce que le mataron para robar. El dormitorio estaba revuelto, con claros indicios de que hurgaron en el closet y las gavetas. Fue violentado el cofre de la cónyuge y sustraídas sus joyas. El teniente Felipe Marrero pide a la mujer una descripción detallada de las pertenencias faltantes. Luego le toma declaración: Carmen Iturralde, de nacionalidad española y presidente de la firma comercial Vascuba S.A., salida a Bilbao en viaje de negocios. Tan sólo una semana fuera de casa y ya sintió ganas de regresar. “Extrañaba a mi Abelitovivo”, se le escapa entre lágrimas el lapsus a la esposa de treinta y tantos. Fue ella misma quien lo encontró asesinado.

***

Hecho está: “el muerto alante”, como aconsejan amigos míos que son expertos en trucos de novela negra. También estoy forzado a dejar a un lado al detective y su pesquisa: la mente del criminal viene a ser más atractiva para el lector contemporáneo. Y el quién ya no importa tanto como en la época de los autores clásicos. A resultas, ahora mismo y de golpe, revelo que soy ambos: el asesino y el narrador. 

Aunque advierto, de entrada, que ser “el asesino” en esta historia no me hace, esencialmente, “un asesino”. Mi parecer, incluso acrecentado después de la experiencia, es que matar un hombre no es lo que define al “asesino”. Este, digo yo, es alguien esencialmente distinto, que cuenta con el impulso y la voluntad de eliminar a otro. Por el contrario, yo nunca deseé matar a nadie. Y en esencia, sólo soy un escritor, que malvive como los otros, sin que el dinero me alcance para apaciguar el hambre y las ganas inevitables de fumar. 

Así era hasta que me avisaron de este Concurso, donde el triunfador va a recibir ¡más de mil euros! por el sencillo arte de matar sobre papel. Yo tengo otra imagen de lo que es la Literatura y no me concibo como el narrador idóneo para ese tipo de historias tramposas, las cuales odio y evito leer ya desde mi adolescencia, pero ahora necesito este premio… 

Contar sobre el acto brutal donde un ser humano hace padecer hasta el extremo a un semejante… ¿Cómo? A cualquiera esta perplejidad mía le parecerá absurda, pues siendo yo escritor, tan sólo cabría dejar la encomienda a mi imaginación y que ella me arrastre hacia sus senderos más retorcidos. Sin embargo, tal opción, que luce la más lógica y viable, no funcionaría conmigo. ¿Por qué? Decirlo sería sencillo, sino fuera tan dolorosa la aclaración. Ante nadie y jamás lo habría reconocido: sólo en medio de circunstancias como las de hoy, que me fuerzan desde lo íntimo a explicar las razones de mi comportamiento, declaro sobre la incongruencia entre mis atributos innatos y los empecinamientos de mi vocación. No se trata solamente de que me falte habilidad para intuir lo siniestro y describirlo luego; es que la capacidad de fantasear me falla por completo. Y si hasta ahora he flaqueado cien veces pero sin llegar a la renuncia definitiva, si persevero todavía, eso se lo debo a un escritor muy admirado por mí, quien aclaró en una entrevista que cada uno de sus libros eran su “autobiografía” o  que habían arrancado a partir de los hechos de su realidad. Cualquiera que me conozca bien de cerca, descubriría a través de mi relato “La fantasía encallada” (Premio David, 1996) cómo he terminado optando por sacar provecho a mi deficiencia y acudo a tenues vestiduras de la ficción para retocar los sucesos de mi vida.

Un escritor de mi especie, que los hay en número mayor de lo que los lectores piensan, tal vez habría resuelto aferrándose a la tabla de salvación de los periódicos. Pero los diarios de acá dan la espalda a los eventos morbosos, como si no fueran concebibles en nuestra sociedad inmaculada. Por ello, creí un milagro, para mi reservado, el que apareciera sobre el césped del parque comunal un cuerpo mutilado. Vestía como un borracho acabado o esos facinerosos que deambulan en las calles; y sumergido yo entre la turba de curiosos en el lugar, me preguntaba qué infrahumana conciencia eligió destrozar así a un infeliz. Acudí a la estación de policía para recabar detalles, más si de allí no me expulsaron al momento fue sólo porque a un uniformado le intrigó mi actitud. Hube de soportar horas de interrogatorio, aferrado a mi versión de ignorar hasta el nombre de pila del fallecido y ser apenas un escritor interesado en el crimen. Al final me soltaron, convencidos de que yo no pasaba de ser un aberrado mental. 

Si hubiera un asesino para mí mismo como víctima, pensé; pero yo no poseía recursos para alquilar a un matón y el plazo expiraría antes que el azar me enviara alguno. ¿Desquiciar a alguien hasta el grado que buscara darme muerte? Medité en ello una larga noche, golpeándome fuerte, “elemental, Watson”, la imposibilidad de narrar el acontecimiento en caso de perder la vida; y aproveché la ocasión para sacar de un tirón el cuento “That killed me”, que acabo de enviar al concurso de la revista El Caimán Barbudo.

Me restaba la opción que menos me apetecía ponderar. ¿Cómo liquidar con mi propia mano a un semejante, yo que aprecio a gatos y perros y a cualquier forma de vida elemental? Gasté tres días completos en mi dilema hamletiano. Pero la necesidad de ganar el Concurso se impuso en la batalla del espíritu. Mataría para contarlo. Aunque comprendiera que salir a la calle, encajar una, dos, las puñaladas oportunas, sobre la espalda incauta de un cualquiera, no me daría sustancia plena para cubrir las falencias de mi imaginación. Montar la trama macabra me forzaba a escoger a alguien al que le supiera vida y milagros. A alguien que, inclusive, yo amara.

***

“Necesito veinte pesos”. “Para cigarros, supongo…” Él no se explicaría mi visita por otro motivo. Coloqué en su equipo de música el CD que traje conmigo. Una melodía que yo disfrutaba, él detestaba, y que cumpliría su función: “Termino en la cocina y después te alcanzo el dinero”. Carmen no iba a llegar esa noche y me coloqué los guantes de su propiedad que yo portaba en el bolsillo (“Manos de hule”, premio El Dinosaurio de la revista El cuentero, 2005, explica por qué yo los tenía). 

Debajo de la escalera seguía estando el bate para repeler intrusos. Lo único que Abel y yo compartimos toda la vida fue la pasión por el béisbol; por eso él siguió lascando la pierna de jamón, sin inmutarse, cuando me planté al lado suyo haciendo swines a una pelota invisible. “¿Quieres…?”. Mordí la carne, goloso, y arrepintiéndome de haberlo maltratado como protagonista de mi relato “De espartano militar a comerciante sibarita” (Premio La Gaceta de Cuba, año 2000). Cuán diferentes éramos, y sin embargo, cuánto había admirado yo siempre a este hombre Marlboro (Where the men belongs), con olfato tan agudo para la circunstancia. Que solamente le fallaría en el día postrero. 

Si le asesté un segundo mazazo fue porque no vi que del primero corriera la sangre. Esperaba que cayera, pero se aferró a la meseta, y se volteó sin soltar la faca. Temí por mí; fue esa la razón por la que lo desarmé y lo acuchillé hasta rematarlo. Su mirada azul, puesta en gris en el ocaso de su vida, me lastimaba, y antes de requisarlo le cerré los ojos. Luego revolqué el dormitorio tal como se muestra en las películas y sustraje las joyas de Carmen. No para quedarme con ellas, sino porque me correspondía despistar a la policía. Yo tampoco soy un ladrón verdadero, prefiero obtener las cosas con mi esfuerzo y todo lo que hice fue por ganar el Concurso. Apresurado, a la hora de partir, olvidé sacar el disco de Bach. En el trayecto a pie hasta mi apartamento boté las prendas por una alcantarilla y decidí enviar el dinero recolectado: 1875 euros, 627 C.U.C, 2720 pesos cubanos y 316 dólares, al hijo mío que vive con su madre en Ciego de Ávila (sobre este episodio de mi temprana juventud escribí en “Vístase antes de que llegue su marido”, Premio Farraluque de Literatura Erótica, 2001). Para mí guardé, exclusivamente, los 20 pesos en moneda nacional que le pedí a Abel antes de matarlo. 

***Algún secreto ha de dejarse reservado siempre para el final en todo cuento policial. Poco me falta; pero no he aclarado, por ejemplo, el vínculo de la víctima con su verdugo. Abel y yo crecimos juntos… Éramos hermanos… o siendo más explícito: medio hermanos, si bien este dato lo ignorábamos ambos cuando pequeños. Yo al menos hasta los ocho años, en que leí un primer apellido diferente del mío en su tarjeta de identidad y fue cuando entendí la causa de la diferencia en nuestros colores de piel. Sobre este trauma de infancia no voy a regodearme pues ya lo declaré antes en “Mitad de Sangre” (Premio Ernest Hemingway de 2004). Ahora me siento muy mal, en la conciencia me pesa ser “el culpable”, aunque no alcance a sentirme como “un asesino” de verdad, pues lo que acabo de hacer, repito, es sólo porque necesito el premio… En caso de no fallar el jurado en mi favor, se me antoja que enviaré esta confesión a la policía. Sólo una cosa debo revelar todavía antes de concluir: Que yo me llamo Carlos Ínsula.

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