—Entonces, dime la verdad, ¿nunca has conversado con un muerto?
—¡Solavaya!
Lo sé y sin ningún prejuicio ni compromiso, te ruego me disculpes por entrometerme un instante en el desprendimiento de armonías; digamos, de algunas desalegrías o maravillas que arrastras hasta la pasión del llamado quehacer cotidiano. Pero, todavía estás a tiempo, te salvas si ahora mismo devuelves estas apretujadas letras.
Sencillamente, no las leas, ¿entiendes?
No las leas, pues esto no pretende ser un libro, son hechos narrados por un muerto.
Pero no empecemos sobre conjeturas, porque te juro que ya ni recuerdo cuándo resucité.
Sí alguna vez me acuerdo, ¡coño, te prometo que lo escribo!
Cuando uno se muere, nada es ficción.
¡Uno se muere y sanseacabó!
Sólo sobreviven recuerdos, los cuales nadie puede enterrar ni son pasto de carroña y bueno, ya que están aquí, lo mejor es hacerlos palabras.
Los recuerdos de un muerto no son opiniones, son recuerdos.
Naturalmente, por razones comprensibles, protejo algunos nombres.
No es fácil enfrentar la pesadilla de los vivos y esto no es invento mío. ¡Qué va!
Fue mi amigo, William Faulkner, cuando un buen día dejó clarito que sufrir no es el golpe, sino su repercusión tediosa, el montón de deshechos que debemos barrer ante el umbral de la desesperación.
Estos recuerdos, mi agrupado montón de deshechos, están escritos sin desesperación aunque, de todas formas, serán enjuiciados. ¿Por qué no?
Deben levantarse acostumbrados índices acusadores y hasta escucharse algunos gritos aburridos pues, gusten o no, son mis recuerdos, como este de ahora, cuando al mirar un reloj, reafirmo que tratar de irse para el cielo en horario, sólo está permitido a los aviones… ¡y no siempre!
Lejos y arriba, aquella cosa plateada y con alas deja de ser un punto y entonces aparecen nubes y más nubes.
Cierro los ojos y en el asiento del auto reclinó la cabeza para tratar de ahuyentar algún pensamiento.
Necesito dormir aunque sea un minuto.
Descansar sin ningún pensamiento.
Apenas un par horas atrás, la preocupación por la salida del país, resultado glorioso de infinitos meses contra esperanza me había acumulado suficiente tensión.
Todavía no han descubierto un aparato para medir la presión de los nervios.
La estancia en el aeropuerto José Martí de La Habana depende de la revisión del equipaje, del boleto de avión y también del pasaporte con Visa y Permiso de Salida.
No soporto las despedidas.
Las despedidas no se pueden superar.
Las despedidas son los puñeteros misteriosos espejos de los sentimientos.
En aquel inmenso salón de salida del país y gracias al rostro de mi hija Marta, mi tristeza suma rayitos de más tristeza.
No obstante, ambos cantamos como himno que si Leopolda está al lado de Olga, seguro espanta las malas probabilidades. ¡Coño, las impredecibles malas probabilidades!
Es domingo y la tarde crece hasta la puesta.
A esta velocidad, la distancia a recorrer en el auto, entre el aeropuerto y el apartamento, puede superar una hora y tal vez más de cuarenta minutos.
Mi regreso es siempre por esta oscura carretera, donde hay que adivinar a las vacas, libres y locas de alegría, y también los incalculables baches, desbordados de cualquier cosa.
Por la ventanilla del auto, una brisa cálida del mar mantiene cerrados mis ojos.
Pero no puedo dormir.
Estoy sentado a la derecha del chofer.
En mis pensamientos están los planes de mañana, los cuales debo comenzar a las cuatro de la madrugada.
Dentro de unas horas estaré otra vez sobre esta misma carretera.
Todavía no tengo a mano en qué transporte hago el viaje.
De algo sí estoy convencido y es que no puedo, como hoy, volver a pagar el precio de ida y vuelta.
Agotado de vivir a retazos es normal que me agobie un mal presentimiento.
Es como sí conociera de memoria la dirección de las próximas fatalidades.
Mi fe es Leopolda.
Son demasiados años a su lado.
Tiempo suficiente para abrir mis ojos con sus besos, los cuales me ayudan a soportar.
Sin embargo, no me explico por qué me acorrala ese pensamiento de mis manos ausentes.
No es tan simple en mi vida habituarse a pensar sin caminos.
Digo, a pensar sobre este, repleto empedrado de supuestas buenas intenciones.
No puedo dormir.
De frente, la tarde muere espléndida con algunas nubes en los marchitos ojos de mi hija Marta.
Esta noche, en el apartamento, ambos no dormiremos hasta escuchar la voz de Leopolda con el ansiado “llegué bien”.
Desde hace meses un eco de angustia está a punto de chocar lo desnudo de mis desesperanzadas esperanzas.
Es el agonizante síntoma de un permanente estado depresivo.
A partir de hoy y hasta que tal vez algún día volvamos a encontrarnos, enfrento la realidad en el desorden de una supuesta casualidad.
Las casualidades no existen. Son supuestas.
Por estos tiempos, la deshumanización y el caos pretenden hacerme creer que la verdad está huérfana.
La verdad con su paso de siete leguas.
Hace meses que dedico mis nervios a la partida de Leopolda. Una situación que me obliga a organizar las empolvadas y amarillentas fotos de mi alma donde la poesía violenta la narrativa y no reconoce ni fe ni gloria.
La gloria es agrupar con fe estos fracasos. Todos traumas, por suerte no tan ajenos, pues cierta ternura perciben mis intentos de sueños y eso es demasiada pretensión.
¡Demasiada para un muerto como yo!
Todavía caliente en el comedor del apartamento permanece el sillón. con esa pregunta de Leopolda detenida en dos lágrimas…
—¿Por qué perderme lo mejor de mi hija?
Desde abril, el prodigio de la rutina se hizo añicos contra la impresionante voluntad de nuestra familia común, con sus comunes problemas, los cuales enfrentamos descomunalmente.
No hay lamentos.
Vuelvo a cerrar los ojos y puedo imaginar a Leopolda, con su cabeza reclinada sobre el confortable asiento de ese avión que la aleja y ahora la acerca.
Sin esfuerzo, alcanzo hasta su último sentimiento donde, desesperada, intenta superar una nostalgia incompatible con alegrías.
Ese intento siempre deja un sabor a sal en los labios.
Se avecinan un racimo de acontecimientos.
De haber sido posible, los tres compartiríamos ese pedazo de cielo que, detrás del cristal de la ventanilla del avión, los ojos de Leopolda aprecian gris y más gris, destino al destino.
Por allá, en ese país extranjero, debe nacer nuestro primer nieto.
¡Carijo, mi primer nieto varón!
Ahora y para mi esposa Leopolda Santovenia, doctora en medicina, el cielo está cortado.
Una parte en azul y otra en gris…
—¡Los quiero vivo a los dos!
Dije y recuerdo que traté de abrasar sus ojos con los míos, pero me quedó esta puñetera imagen borrosa de las despedidas, como si viera a Leopolda debajo del agua.
Sin embargo, su voz fue la misma dulce de su voz…
—Cristóbal Delanada, no te olvides que para los cielos sólo existe un Dios y ese… ¡ese no soy yo!