Policial

Lengua

Autor: José Luis Lorenzo Díaz
Autor: José Luis Lorenzo Díaz

El teniente Adriano se sentía asqueado. El almuerzo había sido arroz blanco, frijoles colorados, un boniato y picadillo, de ese que le dicen “saborizado”. O “enriquecido”, con lo que sea que signifiquen ambas cosas. Sentía subir su acidez y agolpársele en la garganta como un guante. Estaba hastiado, el teniente. Y ahora esto. Indira lo miraba como compadeciéndose. Eso lo molestaba. Aún a su edad no soportaba que fueran condescendientes con él.

—La celda quedó hecha un asco…

—Mejor déjenla así hasta que la Jefatura mande algún perito —sin saber por qué, tomó un lapicero con la intención de apuntar algo, pero no hizo más que darle vueltas entre sus dedos— , después yo paso por ahí… para ver el desmadre.

Indira estaba cuadrada y con los brazos cruzados en la espalda. El uniforme le quedaba demasiado apretado. Se veía que sus carnes luchaban por romper la prisión gris de las costuras.

—Lo llevaron para la enfermería, ¿no es así?

—Sí, teniente, lo tienen sedado… y esposado.

Claro, pensó Adriano, todavía el sujeto estaba bajo su custodia. ¿Por qué cojones pasaban esas cosas en su guardia?

—Dice Yadi… el sargento Yadiel, que todo empezó cuando salió lo de la televisión.

El teniente Adriano no supo si preocuparse más por la causa que provocó la reacción del detenido o por la ya evidente relación entre sus subordinados. Yadiel estaba casado. Indira también. Pero no entre ellos. Le molestaba distraer su mente pensando en esos asuntos.

—¿Qué cosa de la televisión?

—Sí, jefe, lo que salió sobre lo de pintar las paredes en las calles…

—Uno más de los tantos problemas de este pueblo que me tienen hasta aquí —hizo el gesto con la mano cortando su nuez de Adán, aunque su intención era tocar un punto más abajo en su cuerpo.

—El detenido lo oyó y se puso como loco…  —Indira podría ser muy buena en otras cosas, incluso se atrevería a preguntarle a Yadiel, pero contando historias era realmente pésima—…cuando empezaron a hablar de los cartelitos, los grafitis, mentaron ese de “lengua para Marta”…

La manera intensa y autoritaria con que la miró, hizo que se callara. Las palabras de la muchacha estaban abriendo un foso en su memoria. Era algo tan sumergido, que necesitaba tiempo y esfuerzo suficientes para que pudiera brotar, doloroso ahogo, como su acidez.

—Así que todo se revolvió de nuevo —dijo más para sí que para la cara ansiosa de Indira. Ella tenía bonitos ojos azules que combinaban con su uniforme. Demasiado separados, quizás.

—¿Alguien ha preguntado por él? —quiso comprobar a pesar de que intuía la respuesta: le venía el trago amargo desde el foso profundo de su mente.

—No, teniente. De todas maneras, por su condición, cuando lo trajeron, lo pusimos solo en esa celda.

—Está bien —se incorporó con brusquedad, como un alarde tardío de su cuerpo renegando los años acumulados—, después pasaré a verlo. Ahora enséñame la celda.

El pasillo le pareció esa vez demasiado largo. Hubiera preferido no tener que atravesarlo, incluso a un paso más rápido del que acostumbraba. El teniente Adriano evitaba pensar. O más bien recordar. Como que hubiera lanzado una larga cuerda al foso con un garfio en el extremo, a ver qué se pesca. Se sentía un poco marinero, el teniente. De todas formas, con tantos años de servicio a sus espaldas, era como para que nada lo sorprendiera. “Pero es que a mí me pasan cada cosas”, pensó mientras acompañaba el paso breve y cadencioso de Indira. Difícilmente alguien llegue a sus años, mire hacia atrás y no quiera correr. Era la sensación que sentía cuando se enfrentaba a casos como ese.

A medida que iban acercándose, el tiempo se le descorrió. Como una niebla. Y de cierta forma también como si se negara a avanzar. A veces su mente lo traicionaba así, y eso no era bueno para su trabajo. Tendría que dejar de hacerlo. Han sido suficientes años.

A pesar de que ya eran casi las once, el bombillo de la celda todavía estaba encendido. Sin embargo lo que más impresionó al teniente Adriano fue el olor. La peste era apenas soportable.

—Lo dejamos prendido para que se pudiera ver mejor —intentó explicar Indira.

Inexplicablemente, ella no se tapaba la nariz. A estas alturas había cosas que Adriano prefería no saber de su gente. Luchando contra el hedor, su acidez revuelta por la náusea, entró y pudo ver. Las paredes. La razón del bombillo encendido. Con la poca luz diurna que entraba por la ventana no se hubieran dado cuenta. A no ser por el olor. Más bien la peste. Igual que en las calles, razonó. Aunque también esta vez era diferente. Ahí estaba la letra aumentada, la caligrafía redonda de un escolar, el trazo líquido y cortante del desquiciado. La misma frase que, repetida a lo largo de los años, estampada en tantos muros, paredes públicas y privadas, desde una escuela hasta un garaje, parecía formar parte del paisaje de la ciudad. La gente se había acostumbrado a ella. Los que sabían su origen y los que no. Un día desaparecían los escritos y, dos semanas después, resurgían con más fuerza y algunas variantes, podían ser crayolas, grafito, o pintura de aceite. Como si todos se hubieran rendido a la permanente existencia de aquel “Lengua para Marta” que también había llegado, indetenible, hasta las paredes de la estación de policía. Es el colmo, justo en mi guardia, se quejó una vez más el teniente Adriano.

—¿Usted lo conoce, Jefe?

La pregunta lo devolvió a la realidad concreta: al hedor y al asco. Asintió mecánicamente, sin abrir la boca para responder. Quizás con la secreta aprensión de que el olor no penetrara más allá del que por obligación recibía por su nariz.

Sí, lo conocía. Desde que todo empezó. Pudiera decirse que el conocer su existencia formó parte de las primeras impresiones del entonces joven Adriano, oficial recién graduado, casi al mismo tiempo en que el ahora detenido dejó de existir para el resto del mundo. O fue al revés. El resto de la realidad dejó de tener un significado para él. En su cabeza solo quedarían aquellas tres palabras, repitiéndolas como un escolar entrena la caligrafía o el castigo dejado por la maestra ante una acción reprochable. En la inmensa libreta que fueron las paredes del pueblo escribió “Lengua para Marta”, una y otra vez, hasta convertirse en una especie de mano invisible que escribía.

—Parece que como no encontró con qué hacerlo, usó su propia mierda…

Debía reconocer que la muchacha sí estaba hecha para este trabajo. Tenía estómago, Indira.

Sí, lo conocía. Recordaba haberlo visto después una o dos veces por la calle, a lo largo del tiempo; señalado por alguien, destino de un comentario vulgar, ignorado entre el pasar de tanta gente. A pesar de ello, la imagen que más conocía, la que deseaba evitar a toda costa, era aquella hundida en la profundidad del foso. Esa imagen luchaba por emerger sin su consentimiento. Era un niño. Más bien parecía un animalito tirado en un rincón. Así lo vio el joven Adriano cuando la patrulla ensordecedora llegó al lugar, a la casa a medio construir en aquel barrio que luego crecería sin orden ni límites, pero que entonces no pasaba de cuatro casas y un callejón. Una criatura llorosa, famélica, enrollada en sí misma, apartada en una de las esquinas del cuarto. Adriano nunca pudo ver sus ojos. Solo escuchaba la voz enronquecida y ahogada. Veía su temblor. Del otro lado, el padre. Un negro impresionante y callado, que aguantó las miradas de cualquiera con valor para enfrentar su rostro. En el centro, la cama. Una sábana de cuadros grandes, percudidos, ensangrentados. Encima, el cuerpo de la madre. Abierto y desnudo. El teniente Adriano todavía la recuerda. El contraste del cuello desmenuzado con el sexo brillante y todavía turgente. Se ponía miel. Dijo alguien entre los policías. Obligaba al muchacho. Escuchó decir a otra voz. Los vecinos habían comentado que el niño se perdía durante horas en la calle por tal de no llegar de la escuela. Esto es asqueroso, pensó entonces.

—Esto es asqueroso —repitió ahora, desde esa celda marcada con la frase que había viajado demasiado en el tiempo. La misma que escuchó por primera vez murmurar al niño cuando lo sacaban, cabeza gacha, andar extraviado, del lugar del crimen.

“Lengua para Marta”, estampada con aquel marrón barniz de sus excrementos. Escrita una y muchas veces en cada pared. Excepto una. De un rojo brillante, inconfundible.

—¿Y esta? —le señaló a Indira como si la viera por primera vez, sin estar completamente seguro de la respuesta— ¿Cómo hizo para sacarse la sangre?

—¡Ah! Sí, teniente —Indira reaccionó señalando para un rincón de la celda. Podría decirse que siempre estuvo esperando esa pregunta, que la deseaba.

El teniente Adriano se sentía asqueado. Estaba ya viejo para estas cosas. En el piso brillaba, a pesar de la crecida penumbra, un trozo de lengua rojiza, aún palpitante. Creyó que había sido suficiente y decidió salir. Ya fuera, en voz alta, y sin preocuparse porque alguien lo estuviera escuchando, dijo para sí: 

—Tengo que decir que no le echen tanta sazón al picadillo…

Manuel Navea. Bayamo, 1971.

Comenzó como poeta, vinculado al Grupo Espiral, del que se publicó la antología De naciente fijeza (1998) y fue incluido en antologías como Los parques (2001), Todo un cortejo caprichoso (2011) y Poderosos pianos amarillos. Homenaje a Gastón Baquero (2013). En 2002 publicó su primer libro de cuentos, La Octava Costilla, y luego ha publicado Las puertas abiertas del cuerpo (2013), La felicidad es una cafetera humeante (2016) y Bocanada antes de hundirte (Premio Fundación de la Ciudad de Matanzas 2018). Fue finalista del Premio Luis Rogelio Nogueras de Novela Policial 2020 con El vals de las faldas mostaza.