LEGADO
Le contaron todo sobre la madre. Trajeron sus discursos, publicados en una edición de lujo. Le mostraron la foto, aquella en la que estrechaba las manos de un hombre memorable. Aseguraron que la decisión había sido heroica, impostergable. Justificaron los años de ausencia. Al dar el paso al frente, al asumir la responsabilidad —eso dijeron—, la madre se había convertido en paradigma de la nación. Aun así, ella no quiso conservar las cenizas de aquella desconocida.
LA ALDEA
Indiscutiblemente,
por y para Arreola.
La aldea X, a un año de su fundación, fue condecorada con una locomotora. La arrastraron con doce caballos y seis bueyes a través del desierto; lugar más cercano que encontraron los jefes de gobierno para entregarla. Y es que X se hallaba bordeada de una vasta región desértica por el lado oeste, mientras que al este la bañaba el océano. La ubicación exacta de la aldea no podría decirse, ninguna brújula funcionaba en el bosque que la rodeaba y la cartografía era ciencia inexistente en aquella época.
Todos los habitantes se reunieron en la plaza, excitados por el artefacto del que no habían oído nunca. Durante dos días permaneció el invento como pieza de exhibición, sin que nadie pudiera, además de contemplarla, explicar su uso. Fueron contratados los mecánicos de la aldea con la misión de descifrar cómo trabajaba el armatoste, que ya comenzaba a formar parte del paisaje. A éstos se sumaron dos científicos, un filósofo y un cura en caso de ser necesario bautizar. Primeramente se pensó que la locomotora poseía funciones marítimas y fue arrojada al océano. Tardaron semanas en recuperarla; tuvieron que construir tres pozos inmensos, para sacar el agua de la orilla. Meses después, los científicos plantearon una teoría sobre la fertilidad de los metales y se movilizaron algunos hombres para trasplantar, alrededor de la locomotora, árboles del bosque aledaño. Esperaron cinco años, y contrario a las predicciones, el óxido que empezaba a corroer el cuerpo de la maquinaria marchitó los árboles. Luego de la muerte del filósofo y el misterio aún sin resolver, se disolvió el equipo de investigación y la gente olvidó su entusiasmo por el invento. Se dictaron leyes que prohibían cualquier acercamiento o interés, y las nuevas generaciones se educaron bajo el temor de cierta bestia que habitaba la plaza.
No fue hasta la instalación del telégrafo en la aldea, que recibieron la información completa de función y modo de poner en marcha el vehículo. Ese día fue declarado festivo y se lanzaron fuegos artificiales en torno al descifrado enigma. Enseguida dispusieron los preparativos para inaugurar la estación –nuevo nombre de la aldea– el próximo mes: derribaron los árboles junto a la máquina para construir las vías; se armaron dos vagones equipados con cafetería, baños y coche-dormitorio con capacidad para 40 personas; gastaron el dinero de la tesorería en la compra de carbón y el pago del salario de las nuevas plazas, ocupadas por los mismos funcionarios que las promovieron. Las tiendas se abarrotaron de personas en busca de maletas, mochilas o cualquier objeto que pudiera utilizarse como equipaje. El ambiente de júbilo permaneció hasta el momento de designar el destino a recorrer. La aldea X –ahora Estación– no conocía vecinos, ni siquiera enemigos con quién establecer viajes ferroviarios. A un día de la inauguración, se extinguieron los ruidos, la algarabía, y un aire de decepción mezclado con rabia inundó el lugar.
Esa misma noche, el gobernador declaró vigilia inviolable, mientras se moldeaban las armas con el material de la locomotora. Aquellas armas someterían a la aldea más próxima, la cual, después de ser arrasada, sería el primer destino a aparecer en los boletos de X aldea.