Era mediodía y La Habana crepitaba bajo ese calor siempre pegajoso de sus veranos. Y caminábamos: Martín, como todo turista, mirando los edificios que alguna vez fueron hermosos, la boca semiabierta por ese asombro que forma parte de la piel de los turistas, la cámara digital recogiendo de vez en vez las imágenes del desastre; yo, harto ya de andar por los mismos sitios de siempre, sin ese espíritu de magos reconstructores de las glorias antiguas que siempre esgrimen los guías de turismo como su mejor arma.
─No sé cómo ustedes disfrutan viendo esta mierda de país ─le dije, y lo vi sonreír, los cachetes coloradotes, sus ojos achinados en la sonrisa: un perfecto bebé de esos que anuncian los productos Nestlé.
─De las cenizas renació el Fénix ─dijo, y a decir verdad, me dolían tanto los pies que no estaba para andar averiguando quién carajo era ese Félix, y mucho menos qué mierda se quemó para que el tipo saliera de las cenizas.
Seguimos caminando.
La Habana, en los crudos días del verano, me resulta un horno insoportable. Nada que ver con esas saunas sabrosotas de las películas extranjeras donde uno va a soltar la grasita mientras se toma una Coca Cola, una cerveza de calidad, o cualquier trago, ahí, enredado en una toalla, perdido entre el humito que forman las nubes del vapor, gritando sin gritar “vaya, caballeros, ¿quién dice que la vida es una mierda?”.
La Habana es un horno que te tuesta hasta los huesos. Y Martín, aunque sudaba, se veía feliz. Y no perdía el paso. Y se colaba por la boca oscura de lo que siglos atrás fue un imponente portalón, para caer al mismo centro de un solar mil veces más cochino que el nuestro, lleno de cuartuchos hechos de maderas viejas y pedazos de zinc y cartón tabla, con negros viejos y churrosos sentados en cajas de madera y en los quicios de las puertas, y niños descalzos corriendo por todas partes, escandalizando, mientras jugaban a la gallinita ciega, como si tanta miseria no les importara.
Hedía a rayos. Y lo dije: “¡qué peste a rayos hay aquí, coño!”, para verlo detenerse, virar la cara y mirarme: “Luego me explicas cómo es el olor del rayo”, dijo, realmente intrigado. Después volvió a lo suyo. Fotos, más fotos, una negra desgreñada que hurgaba en la cabeza de un mulato joven, también despeinado, mientras mascullaba en voz baja, pero audible: “cada vez que tu hermano mete en la casa el perro de mierda ése, te llenas de garrapatas”; una putica blanca saliendo medio desnuda de uno de los cuartos del fondo, con un cubo vacío en una mano, “ni bañarse puede una en este cochino solar”, soltó a los vecinos de los cuartos cercanos, que la miraban y menearon la cabeza, “la gente gasta el agua así, porque les da la gana”, levantó una tapa de hierro sobre lo que era, a todas luces, una cisterna, se tiró en el piso y metió el cubo por el hueco, hasta sacarlo lleno de agua y regresar contoneando las nalgas hacia su cuarto. Martín seguía el bamboleo rítmico de aquella carne, palpitante y sensual bajo el short apretado cuando una bolsa de nylon llena de basura le cayó cerca, arrojada desde algún cuarto de la segunda planta. “¡La madre del que lo tiró!”, dijo una pecosa de pelo rojo, casi enana, que caminaba junto a Martín, “para indicarte los lugares que todos vienen a fotografiar”, le había dicho al vernos entrar al solar y notar la cámara colgada a su cuello. En una esquina, justo en un espacio libre en la hilera derecha de los cuartuchos, un gordo blanco sacaba cubos de agua de un tanque y los vaciaba sobre un cerdo tan gordo y tan blanco como él.
─Parecen gemelos ─dije en voz baja, y Martín, otra vez con su cara de bebito de la Nestlé, soltó una risita, también por lo bajo.
─Cómo mola este paisito para un fotógrafo ─dijo.
─Para ti es turismo, Martín ─protesté─. Vivir entre la mierda no es nada sabroso.
Habíamos pasado toda una noche discutiendo su teoría. “Una filosofía interesante”, dijo, sentencioso, con aires de quien ha pensado profundamente en el tema. “No hay ningún país en el mundo, excepto ustedes, los cubanos, claro, que marque su paso por la vida con una palabrita tan denigrante”, y se extendió en una perorata sociológica sobre los distintos usos que los cubanos dábamos a la palabra mierda, todos asociados a la existencia común, al día a día. “Este país es una mierda, estamos hundidos en la mierda, deja esa mierda, no comas mierda, la vida acá es una mierda, ese hijoeputa de mierda, es un negro de mierda, estamos hasta el cuello en la mierda, un blanquito de mierda, una puta de mierda, qué mierda esa comida, qué mierda está el transporte”, enumeró, buscando las palabras entre trago y trago de cerveza, ya sentados frente al ventilador, luego de la primera salida a la ciudad, apenas a dos horas de su llegada, “son frases que ustedes usan como si hicieran poesía”, y que le colocábamos la palabrita mierda a cualquier valoración sobre algo no agradable, “es una filosofía de vida, ¿no crees?”, terminó, llevando también la interrogación de la frase hasta el gesto en su cara.
─Una vez oí decir que era una filosofía violenta ─me atreví a decir, todavía abrumado por la certeza de algo en lo que jamás había pensado: sí, los cubanos mirábamos la vida con unos lentes hechos de la más fina y selecta mierda, de ahí que todo lo viéramos de aquel modo.
─Ustedes los cubanos no saben lo que es la violencia ─le oí decir.
Tenía razón. Aunque en ese momento no pudiera comprenderlo, por la simple razón de que uno se aferra a lo cotidiano, como animal de costumbres que es, y lo cotidiano para los cubanos iba siendo esa violencia que la miseria del país nos iba metiendo en la sangre, como una bestiecilla venenosa que nos transformaba en seres oportunistas, bien distintos a esos hospitalarios, abiertos, solidarios, que las crónicas sobre Cuba pintaban en muchas partes. Mamá lo decía mucho: “Hospitalidad, la de antes”, cuando se recibía al visitante, orgullosos, “éste es nuestro hermoso país”, “el paraíso mismo”, el alma limpia, el corazón abierto, sin pensar en nada más que en la satisfacción del otro. “Ahora es distinto, mi’jo”, mascullaba, sentada en su butaca, hastiada por los dolores de huesos, por las arrugas y el calor. “Ahora el cubano finge ser hospitalario para sacar algo, cualquier cosa, del visitante”. Y llevaba razón.
Lo comprendería después. Cuba no es un país violento. Y hasta podría ser el paraíso si el hombre que yo era por esos días lo comparaba con esa violenta imagen que estoy seguro me perseguirá hasta la muerte: la cara hirsuta pero noble de Daimiel, sin ojos; los gusanos blanquísimos y regordetes saliendo de aquellas órbitas vacías, de su boca entreabierta, brotando como una nata, también blanquísima, del hueco de la oreja; el hedor a carne podrida; el hueco del disparo sobre la frente; la carne del cuello hinchada, el pellejo a punto de reventar. Y el hedor. Siempre el hedor. Los retortijones en mi estómago. Las arqueadas. Y el sabor ácido de mi vómito. Amarillo. Grumoso.
Uno
Mamá amaneció con la boca llena de cucarachas. Es del carajo decirlo, pero así fue. Y la cucaracha que salió de la boca abierta de Mamá cuando entré a su cuarto, luego de llamarla varias veces para que tomara el desayuno, siguió caminando tranquila, protegida por mi estupor, hasta perderse por una de las rajaduras de la pared del fondo, seguro para esconderse en la inmensa loma de escombros y basuras podridas que crecía cada día en el descampado, en aquel lado del solar, desde una tarde de lluvias intensas en que el edificio aquel dijera “voy abajo”, y se derrumbara, llevándose al mundo de los muertos a los tres viejos y la niña de dos años, que no lograron escapar a tiempo, como los demás.
Era gorda la cucaracha. Negra. De alas muy brillantes.
Encendí la luz del cuarto y entonces la vi. Y todavía bajo la rigidez del estupor, bien lo recuerdo, pude observar la desbandada de otras cucarachitas, de esas que los fumigadores llaman, alemanas: grises, de apenas un centímetro, delgaduchas, que también salieron de la boca de Mamá.
Álida llegó desde la cocina, se paró detrás de mí y gritó.
Recuerdo su grito.
Nada que ver con esos otros de placer, desnudos, cuando hundía en ella “tu verga rozagante”, como ella misma la llamaba, luego de que la saboreara por unos minutos muchas noches, muchos años atrás.
Nada que ver con ese grito de aquella primera madrugada, dormidos casi uno encima del otro, cuando sentí, entre las nieblas del sueño, que una mano caliente y pequeña se colaba bajo la pata de mi short y comenzaba a juguetear con lo que Mamá decía era para las niñas. Me desperté y se lo dije: “es para las niñas”, o algo así, medio dormido, confuso, y respondió “y qué carajo soy yo, David”, para abrir las piernas y recibirme en un abrazo, como una de esas mujeres que luego tuve en la vida, aunque ella se viera obligada a guiarme en lo que ninguna de las demás tuvo que hacer: otra vez su mano caliente halándome por el mismo centro del cuerpo y colocando aquella parte endurecida de mi cuerpo en un agujero mojado y también caliente del suyo, diría mejor, hirviente, donde me hundí de un empujón de cadera y supe, sin decírmelo entonces, que muchas otras noches regresaría a mi hermana para hundirme en esa caverna maternal que me hacía sentir igual que si flotara en un espacio luminoso y dulzón.
Nada que ver con esos gritos que la oía soltar, entrecortados, en ese mismo cuarto donde Mamá amaneció con la boca llena de cucarachas.
Eran días de mierda. Mi padre ligaba una borrachera con otra y botaba a Mamá de la casa, “me quedo con los niños, puta”, bramaba, “y al que se meta le arranco los cojones, ¿oyeron?”, gritaba a los vecinos, y no nos atrevíamos a escapar de nuestra casucha en aquel solar, aunque podíamos verla desde la ventanita alta de nuestro cuarto, llorosa, removida por los temblores del miedo, parada en la puerta del cuarto de Hortensia, la vecina que nos cuidó desde chiquitos para que ella trabajara, convencidos de que ni siquiera imaginaba lo que pasaba por las noches bajo esas paredes, en aquellos días de mierda: mi padre que entra desnudo al cuarto y se lleva a rastras a la pobre Álida, que tiembla como Mamá y como Mamá llora y se deja llevar y sigue llorando cuando él le susurra, aunque yo pueda oírlo, “abre las patas, putica, vamos a gozar con Papi”. Sus gritos entrecortados. “Me tapa la boca”, me contaba Álida, “casi me ahoga”.
Por eso un día vino: “házmelo tú, mi herma”, dijo, “mis amigas dicen que es lindo con alguien que lo quiera a uno”. Y ella sabía que yo la adoraba.
Álida tenía diez años; “es para las niñas”, dije, infantil, temeroso, confundido, esa madrugada; “¿y qué carajo soy yo, David?”, soltó, bajito pero fuerte, “no te hagas el inocente, que ya tienes doce años”. “Ven”, ordenó. Y fui. Y desde entonces las noches eran una fiesta. Menos aquellas en que mi padre repetía la escena: la bronca con Mamá, “¡vete pa’ la mierda, puta vieja¡”, su entrada abrupta en el cuarto, los quejidos de Álida.
Hasta esa noche.
─Papá está borracho en el pasillo del segundo piso ─me dijo, ya temblando─. Ahorita seguro viene.
Le había dado una golpiza a Mamá y luego “voy a coger aire, perra”, lo sentimos gritarle. Y el portazo. Y los pasos callados de Mamá hacia el cuarto, que nos miró al pasar y sonrió con la boca partida, sangrando por un costado, y un ojo ennegrecido. Oímos su cuerpo caer sobre el viejo camastro. Entonces salimos.
Borracho estaba mi padre cuando subimos la escalera. Hedía a orine. A ron malo. A sudor, “ese mismo sudor pegajoso que me deja cuando termina de hacer lo suyo. Intento quitármelo bañándome con bastante jabón y agua, pero se pega, mi herma, me hace vomitar”, me contaría luego mi hermana.
Dormido estaba. La novela brasileña mantenía a todos los vecinos dentro de los cuartos del solar, embobados en los amores frustrados de la esclava Isaura, hoy sé que intentando escapar en aquellos novelones de toda la mierda que siempre nos ha cercado en esta isla, hartos ya de soñar con vivir en la Cuba próspera y perfecta que sólo salía en los noticieros.
Se babeaba dormido el muy cabrón de mi padre, bien lo recuerdo. Y a hurtadillas lo empujamos. Abrió los ojos cuando sintió el empuje. “Davicito”, balbuceó, “¿dónde está la puta de tu hermana”, porque Álida se escondió detrás de mí cuando lo vio entreabrir los ojos.
No dije una palabra. Sin ponernos de acuerdo, sabíamos Álida y yo que debíamos hacer rodar su cuerpo por debajo del barandal, roto en algunos sitios, o colarlo por los cuadrados de metal. Que cayera en el medio del patio, allá abajo, en la primera planta del solar. Y sólo esa vez bendecimos al degenerado ladrón que, quién sabe cuántos años atrás, había robado la madera preciosa del barandal de lo que había sido, en los tiempos de la colonia, la mansión de algún ricacho, de modo que, de lo que fuera una hermosa baranda interior de madera preciosa torneada y sujeta por un esqueleto de cuadrados grandes de metal, también torneados, sólo quedaba eso: el esqueleto de metal, pero ya herrumbroso, endeble, incluso partido en muchas partes, que impedía a los vecinos de esa planta recostarse allí para observar lo que pasaba abajo.
Todavía hoy no sé de dónde saqué la fuerza, aquella fuerza, que lo hizo llegar hasta el barandal roto del balcón, para quedar trabado en uno de los pocos cuadrados de metal todavía fuertes. Tampoco sé qué me hizo avanzar hacia él, caminando sobre mis nalgas por el pasillo, y empujarlo con los pies, hasta ver que sus ojos se abrían “¡oye, qué cojones te pasa!”, le oí decir, sin poder manejar su cuerpo, o resistir mi empuje, atontado todavía por el ron, hasta que Álida perdió el miedo y vino, también sobre sus nalgas, como una cangreja asustada, a empujarlo con una fuerza que todavía recuerdo en verdad inusitada. Como no se movía mucho, le dio una patada en la cara, y recuerdo que al verlo intentar tapársela con una mano, volvimos a patearlo y entonces sí cayó. Se deslizó su corpachón pesado, como una serpiente de agua, resbalosa, ágil, y lo perdimos de vista.
Cuando nos asomamos por el hueco del barandal y miramos hacia abajo, un charco de sangre comenzaba a crecer alrededor de su cabeza explotada.
Los vecinos seguían anestesiados ante la tele por el mundo cruel de los amores imposibles de la esclava blanca Isaura, cuando bajamos las escaleras, y entramos a la casa, donde Mamá dormía, dueña ya de una tranquilidad demasiado inocente quizás por ese charco de sangre que se empozaba bajo su cara, brotando de su boca. Pero entonces, desde la salita de nuestra casa, sólo pudimos ver su cuerpo encogido sobre las sábanas, de espalda a nosotros. “Déjala dormir, pobrecita”, me dijo mi hermana, regresamos a nuestro cuarto y pasamos el pestillo.
─Hoy me lo vas a hacer por dónde a él le gustaba hacérmelo ─dijo entonces Álida, se quitó las ropas y se puso de espaldas, agarrada al borde de la cama, con la grupa levantada hacia mí─. Le gustaba darme por el culo. Hazlo tú. Contigo seguro voy a gozar como él quería que yo gozara.
Luego de una intensa cabalgata sobre las nalgas hermosas, redondas y duras de mi hermana, justo cuando ella susurraba “sí, sí, es rico, mi herma”, y yo me vaciaba en ella, poseído por esa cosquilla que me erizaba hasta el cerebro, afuera, en el patio del solar, empezaron a escucharse los primeros gritos.
Madrid es una ciudad de hormigas. Hormigas que viajan todo el tiempo: a pie, en autos, en ómnibus, en metro, de un lado a otro, alocadas, armadas siempre con celulares y un aura de “no me importa el mundo, sólo me importo yo”, que flota sobre cada una de esas hormiguchas de todas las especies, igual que los aritos flotan sobre las cabezas de los ángeles. Hormigas de traje y corbata, leyendo las económicas en el periódico del día. O peinadas a lo punk. O con grandes turbantes, al estilo de las películas sobre el Medio Oriente. O el ancestral colorido dragónico de los asiáticos en esos miles de rostros ovalados y de ojos achinados que se confunden con los demás insectos. Hormigas jóvenes con grandes mochilas y las patas encerradas en zapatos sucios, desteñidos. Hormigas enanas con collares de cuentas indígenas, e incluso quepis. Hormigas muy blancas, con balalaikas que hacen vibrar hasta romper el ambiente aséptico del metro. Hormigas viejas que se espantan el calor con viejos abanicos y pasan el viaje leyendo novelitas de Corín Tellado, y suspiran de cuando en cuando. Hormigas gordezuelas que andan cargadas de bolsas de algún hipermercado y entran al bus o al metro sin quitar la mirada de las bolsas. Hormigas con carpetas de estudio bajo el brazo, la mente perdida en algún sitio impreciso. Hormigas rubias y morenas y negras y amarillas. Casi todas con sus celulares prestos a detonar.
Me sigue gustando esa imagen: grandes hormigas con celulares ocupadas solo en llevar su propia carga de un lado a otro de Madrid.
Una ciudad aplastante. Nadie se lo figura. Pero basta dar el salto encima del Atlántico y aterrizar en Barajas para darse cuenta al fin de algunas palabritas que acá la televisión repite y que nadie entiende hasta que no está en lugares como Madrid. “La Habana es una ciudad cosmopolita”, decimos con Perogrullo, y no pensamos que comparada con Madrid, la sobrevalorada Habana es una aldea de mierda, encharcada de mierda, rodeada de mierda de perro y mierda humana por todas partes, montaña formada por la acumulación histórica de escombros y mierdas y sudores y sueños polvoreados por la destrucción, incapaz de mostrar siquiera la belleza de las edificaciones, modernas o antiguas, de Madrid, aun cuando mucho se diga que Cuba es un país para estudios arquitectónicos. A decir verdad, tal vez tengan razón, porque la destrucción en las ciudades cubanas la van convirtiendo, quizás, en la mejor plaza del mundo para estudios en terreno de la arqueología arquitectónica.
Otra cosa es eso de los mundos posibles. El Primer Mundo. El Tercer Mundo. Llegar a Madrid y descubrir la diferencia entre ese Tercer Mundo al cual dicen pertenecemos unos cuantos países y el Primer Mundo en el que se mueven los europeos, fue una misma cosa, mucho más que una sorpresa, agradable y desilusionante, porque uno se alegra de entrar a un lugar donde todo parece funcionar, y muchas veces funciona como un engranaje perfecto, pero también se le caen las alitas del alma cuando se da de narices con una realidad que nadie puede negar si logra poner el pie fuera de la isla: la propaganda que nos bombardea en la isla nos ha hecho creer a los cubanos que el mundo gira alrededor de nosotros, que todos los ojos del planeta se fijan al detalle en nuestros pasos, que la tierra moriría sin la esperanza de salvación que se cocina cada mañana en la isla, que los cubanos son el pueblo elegido por Dios para salvar a la humanidad de su destrucción inevitable, y resulta que somos, en verdad, el culo del universo, una islita perdida en medio del mar Caribe.
─¿No es un sueño? ─me dijo Álida, tiró las maletas en el piso, me tomó de las manos y me obligó a danzar un vals, como una loca, sin importar que todos estuvieran mirándonos. Al principio me contuve, pero luego la euforia subió y sentí las orejas calientes y el cuerpo ardiendo y una alegría inmensa que debía ser igual a esa que veía en los ojos de mi hermana.
─¿Sabes? ─me dijo al final de la danza, en el abrazo que cerró aquel espectáculo─, si Martín hoy no me toca, como es de esperar en estos españolitos pasmados, quiero que me hagas el amor como hacíamos antes, ¿de acuerdo?
Me gustaba mi hermana. Desde siempre. Y quizás por eso acostarme con las novias que tuve hasta ese momento era el cumplimiento de un rito: el macho que debe montar a la hembra y hacerla gozar para justificar su papel sobre la tierra. Sólo eso. Con Álida era distinto. Había siempre un descubrimiento, un raro espacio mágico que lo envolvía todo y enrarecía hasta el aire con ese velo angelical que a veces vemos en las películas fantásticas, tal vez como una secuela de aquella primera vez en que vino hasta mi cuarto: “házmelo tú, mi herma”, me dijo entonces, “mis amigas dicen que es lindo con alguien que lo quiera a uno”.
En el aeropuerto de Barajas nos esperaba Martín.
─Seguro que eran ustedes ─dijo, sonriendo, pero con una extraña mirada que nos salpicó de cierta incomodidad. Era una mirada que jamás le habíamos visto en Cuba.
─No te entiendo ─dijo Álida.
─Los primeros pasajeros que salieron ─explicó, agachándose para recoger una de las maletas que mi hermana había puesto en el piso para abrazarlo─, iban comentando que ahí dentro, donde se recoge el equipaje, había un par de locos bailando. Apuesto a que eran ustedes.
Sonreímos sin responder.
─Lo sabía ─dijo en voz baja y movió la cabeza en un gesto de evidente contrariedad─. Ustedes, los cubanos, siempre son así de escandalosos.
Echó a caminar y soltó todavía más bajo.
─Y es hora de que empiecen a moldearse ─le escuchamos─. Los tiempos de la barbarie se quedaron en la isla.