Las niñas buenas
Las playas después de los ciclones resultan peligrosas. La marejada acerca a las costas las excreciones del mar que encallan en la arena o flotan en las aguas bajas: barquitos portugueses, algas, esquirlas de coral. Es una mala temporada para los bañistas, pero ahí estábamos, sentados bajo unos pinos en espera que el sol se escondiera por el otro lado de la península.
—Cuando chiquito nunca entendí por qué a los aguaceros los llamaban así. No tenía sentido —recién abríamos la segunda botella de ron Mulata—. Agua cero. Cero agua. Sin embargo, los ciclones qué traían: ¡agua, grandes cantidades de agua! Mucha agua. Hice mi teoría de que el término correcto era aguamucha. En vez de aguacero, aguamucha.
—Yo nunca supe por qué le decían aguamala a las medusas —Camilo me siguió—. Yo las cogías con las manos, porque me gustaba su tacto baboso; pero siempre esperaba que se me escurrieran por los dedos y no, se quedaban ahí, estáticas y el agua no hacía eso. Tal vez, ahora que lo pienso, la hubiera llamado gelatina—mala o algo así.
—El sol bajó —comenté.
Caminamos por la franja de arena, una arena fina que se colaba por las fosas nasales, por los párpados, por los boquetes del short, hasta encontrar un sitio para colocar las mochilas.
—¿Dónde están las mujeres con los hilos dentales? —preguntó Camilo. Puso la mano como visera e inspeccionó los extremos de la playa— ¿En los hoteles? ¿El cloro hidrata más la piel? ¿Los turistas se las llevaron todas? ¿Las tienen en peceras?
—Mira para allá —le dije. Una negra gorda, recién emergida del pinar, hablaba con alguien aun resguardado entre los árboles. Nos ofrecía la espalda y unas nalgas hinchadas separadas por unas tiritas de tela verde olivo. Rozaría los sesenta años.
—No hablaba de eso. No te hagas el bobo, Isaac —La negra se volteó. Era una Venus de Willendorf, con sus grandes tetas y su vientre cónico, capa sobre capa de grasa como escalones, una diosa prehistórica de la fertilidad. Aguantaba un vaso desechable con un ron amarillo, quizás un Bartolomé o un Don Diego. Parecía feliz.
Camilo corrió hacia el mar y se sumergió de cabeza cuando el agua le llegó a la cintura. Calculó mal e incrustó el rostro contra la arena del fondo.
—Isaac, alcánzame el ron —me pidió, aún con la cara roja—. Aquellas de allá sí vinieron preparadas.
Llegaban dos muchachas. Sus edades oscilaban entre los veinte y los veinticinco años. No lucían mal. Una luchaba con una gran sombrilla contra el viento hasta que cayó de rodillas, y la otra soltó la nevera y la mochila para ayudarla. Le temían al sol cubano, al indio, al taíno con su gran arco: vestían grandes pareos con motivos maoríes, pamelas y espejuelos oscuros.
Clavaron la sombrilla a pocos metros de nuestras cosas. Extendieron una gran toalla con las princesas de Disney sobre un fondo violeta. Desde la mochila sacaron pomos de bloqueador solar.
—Esto es lo que nos hacía falta, jevitas ricas. Mira; el espectáculo comienza —dijo Camilo.
La muchacha más alta, una trigueña de pelo lacio, se zafaba el nudo que unía las puntas del pareo. La prenda caía de a poco: hasta el vientre, tetas de copa, pequeñas pero manuables; hasta la cintura, un ombligo como un hermoso agujero de bala; hasta la rodilla, ¡veintiún salvas de artillería!, un bikini verde, con una palma amarillo canario en la escisión entre las nalgas, unas nalgas firmes, nalgas buffet. ¡Sírvase a su gusto!; sin embargo, solo fue una visión pasajera, se cubrió aprisa con un pulóver ancho que le llegaba hasta más abajo de la pelvis. La segunda, pelirroja, menos esbelta pero más carnosa, traía un short de nylon y solo vimos por unos segundos las pecas de sus senos antes de que se pusiera un suéter a rayas
—¿Por qué hacen eso? ¿Por qué esconden la carne? —pregunté. Camilo se encogió de hombros. Miré hacia la Venus de Willendorf que se asolaba en la arena. Cantaba. Las tetas fláccidas le caían sobre las costillas. Fláccida Domínguez. Las olas chocaban contra su cuerpo de gelatina mala y con cada ola la espuma se sobreponía a la celulitis, como la marejada al diente de perro. De vez en cuando se incorporaba y se daba un buche de ron.
La pelirroja y la trigueña, después de recogerse el cabello en unos moños altos y untarse protector solar en la cara, el cuello y las manos entraron al agua. No avanzaron mucho. Parecían aburridas. Camilo se dirigió hacia ellas. Yo lo seguí.
—Buenas tardes, ¿cómo andan?
—Bien —solo le prestaron atención un momento. Cuando yo me acerqué, entendieron que más que un asalto, eso era una ofensiva.
—¿Qué hacen aquí? —preguntó Camilo.
—Nada —respondió la trigueña—. Estábamos muy pálidas.
Una ola grande nos sumergió; cuando regresé a la superficie, la pelirroja miraba una mancha negra en su hombro y chillaba asustada.
—Es solo una mata —Me le acerqué para quitarle un alga podrida. Las playas después de los ciclones son muy peligrosas para los bañistas—. No hace nada. No te preocupes.
—No le hagas mucho caso, ella es un poco nerviosa. ¡Damaris, relájate! Entonces, ustedes qué hacen aquí.
—Mira, Isaac, una gelatina mala —Camilo en el cuenco de las manos cargaba una pequeña medusa con unos finos nervios violetas dentro de la masa transparente. Feliz les mostró su hallazgo a las muchachas.
—Raíza, diles que se lleven esa cosa. ¿No pica?—preguntó la pelirroja.
—Solo si la revientas —contesté. No me creyeron y se alejaron unos pasos—. ¿Qué se puede hacer aquí en vacaciones además de bañarse en la playa?
—No mucho—Damaris se sentía falta de protagonismo—. Es muy raro que vayamos a una fiesta, casi todas tienen muy mal ambiente, ¿saben? Mucha gente que se porta mal —bajó la voz—. Negros. Maricones. Gente mal aspectosa. Borrachos.
—¿La Mulata dónde está? —me preguntó Camilo. Le señalé mi espalda. La escondía de las muchachas. No seríamos gente mal aspectosa.
“Vírgenes”, me susurró al oído. No dudé; él tiene buen ojo para eso. Vi con Leticia, antes de la separación, una película Memorias de una geisha, ahí vendían el misuage, la virginidad de las muchachas al mejor postor. Por eso no me gustan las vírgenes, porque elevan demasiado el valor de su cuerpo. Yo no quiero oro ni plata, sino el tesoro entre tus patas.
—¿Qué hablan? —preguntó la trigueña.
—Solo de lo hermosas que son ustedes —Terminaba la partida de veleidades. ¡Pelotón! ¡Preparen! ¡Apunten! ¡Fuego! Ellas se sonrojaron. Conocían el guion. Hicieron un mohín con el labio inferior y se arreglaron los flequillos.
—Tu amigo está un poco loco. —Camilo aún contemplaba la medusa en su mano. Sonreía cada vez que palpaba con la yema del dedo su sustancia blanda.
Miré por encima de sus cabezas. Unas nubes de lluvia, una espiral tardía del ciclón se acercaban desde la izquierda de la península, más allá de los altos hoteles y las palmeras.
—Raíza, tengo sed —dijo la pelirroja—. El agua salada me seca la boca.
Con la punta de la lengua se ensalivaba los labios, una punta de lengua mínima, temerosa, como una pequeña culebra.
—Discúlpennos un momento. Ahora regresamos.
—Por ahí viene tremendo aguacero. ¿No será mejor que nos vayamos? —me preguntó Camilo. Damaris y Raíza en la orilla pensaban lo mismo. Contemplaban en silencio la masa negra a lo lejos. Los primeros aires de lluvia levantaban remolinos de arena fina. La sombrilla de las muchachas amenazó con desprenderse, pero la sujetaron a tiempo.
—Aguamucha, Ramsés, es aguamucha. No, vamos a quedarnos un rato; de todas maneras ya estamos mojados.
—¿Qué hacemos con ellas? —señaló hacia la orilla. Las muchachas organizaban sus pertenencias: cerraban la sombrilla; doblaban la toalla, cuadrícula a cuadrícula, hasta que solo quedó el rostro de la Cenicienta y una mano de Blancanieves.
La Venus de Willendorf jugueteaba en el mar exaltado. Cada vez que se le acercaba una ola, se colocaba de espaldas, daba un saltito y levantaba el vaso de ron amarillo para no mojarlo. La espuma bajaba por los escalones de su vientre como por los niveles de los jardines colgantes de Babilonia; luego descendía por las curvas superiores de sus nalgas, entre las várices, por la línea cartesiana, perfecta, del hilo dental. Aún cantaba.
—¿Por fin, Isaac, qué hacemos con las muchachas?
—Ya no me interesan—contesté.
Guillermo Carmona. Cuba.
Periodista y escritor. Miembro de la AHS. Oro en el Festival Nacional de Artistas Aficionado de la FEU y Encuentro de Talleres de Literatura Provinciales en Matanzas. Textos suyos han aparecido en revistas como el Caimán Barbudo y la Jiribilla. Cuenta con el libro de cuentos publicado por Ediciones Aldabón, Gente sin swing. También relatos suyos aparecen en la selección de jóvenes narradores matanceros La ciudad dormida.