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Las chulas

Chulas de calabaza, por Ainhoa Gomà

A mi abuela, “la china” Margot
Y a Devorah, que cocina las mejores chulas del universo

Cuando Marissa arrojó al sumidero la olla con los restos de las mejores chulas que había cocinado en su vida, lloraba a moco tendido. Se estuvo haciendo pucheros un ratito al lado de la cazuela abollada hasta que el ruido vivo de la noche se impuso a su llantén.

De la casa llegaba el parloteo de los niños y la risa de su esposo, una música que le hacía calentar las venas y tornaba lágrimas en vapor. Entonces la vergüenza le hizo volver en sí: Juan le había advertido contra el empeño absurdo de impresionar con trucos de cocina a Hu Die, su madre.

La mesa había sido despreciada por la señora suegra y eso era una ofensa de marca mayor. Pero podía dormir tranquila: la descortesía fue de la vieja arrogante. Ella había hecho todo lo posible para que al fin la Grande Dame Celestial condescendiera en hablar con su hijo repudiado. Si no había logrado nada no era por falta suya, sino porque la bruja quería dejar claro que su hijo, sus nietos y, no en último lugar, su nuera, no existían en su perfecto universo. Aún así era una lástima, lástima de chulas, lástima de trabajo frustrado.

Verdad que el caldero siempre era bienvenido en la mesa y durante al menos dos días los niños y Juan recordarían el plato con cierta salivación nostálgica. Sin embargo estas chulas eran especiales. Había comprado cada condimento con un saltico de anticipación y cosquilleos en el estómago: el ajo con esperanza, las cebollas con cariño, los ajíes con la diligencia reservada a las conversaciones familiares difíciles, y todas las hierbas finas, aromáticas y secas, hoja y rama, entera o pulverizada, revisadas con el talante quisquilloso de las brujas. Los frijoles y las viandas los compró al vendedor de costumbre pero con un poco más de cuidado en la selección del grano más limpio y sano y la verdura más fresca. En el asunto de la carne se tomó el trabajo de ir al matadero y ver en persona al cerdo caminar hacia el cuchillo, derecho y sano, para que no quedara duda sobre la calidad de los cachitos que iban a dar sabor al platillo, porque estas eran unas chulas para la reconciliación familiar y no se les podía echar cualquier pellejo.

El barrio entero sufrió con el olor, todo el mundo salivando y con un dolor de hambres que no calmaba nada. Y se pasaron por la cocina esperando una probadita que Marissa no le escatimó a nadie, molesta por “esta cantidad de gente glotona, por qué no pueden esperar a otro día menos enyerba’o”. Se pasaron las comadres, y los mendigos, y los niños callejeros, y las abuelas desocupadas. Se pasaron un par de uniformados que intentaron extorsionar a la cocinera con sus fusiles y salieron corriendo espantados a escobazos por una furia con delantal. Se pasaron dos amigos de Juan que salieron cada uno con su cucharada de cortesía por amistad. Se pasó la maestra del barrio, seguida por un corro de enanitos que olisqueaban el aire preñado del olor a chulas en gestación. Y se pasó el médico del barrio, taciturno y ojeroso como siempre, diciendo con su dicción correcta que “estos frijoles colorados, señora, son lo que necesitamos para que suba la hemoglobina en este mundo y mejore la salud” El cura se pasó y bendijo la cazuela desde la puerta, con ojos y dedos golosos que pedían una cucharada o, quien sabe si incluso un pozuelo pequeñito, “de esas chulas divinas, hija mía, que son un regalo del Señor, Dios bendiga tu talento con la cocina y tu excelente disposición a la caridad”

Ya antes de ese día las chulas de Marissa eran una leyenda. Su padre le decía “niña chula” y “frijolito” y en algún momento de su carrera como cocinera familiar, por la fuerza de la costumbre y la transición del cariño a la comida, el potaje de frijoles colorados se convirtió en las chulas, tan bayas como ellas, igual de cálidas, picantes y encrespadas.

Entraban primero a la nariz, sorprendida de súbito por el asalto atrevido del olor. Luego por los ojos, fascinados con los ricos tonos carmelitas, rojizos, ocres, entremezclados en líquido y bien llevado mestizaje de colores comestibles. Luego la chula se dejaba atrapar por la cuchara, dejando una huella espesa en el borde y tornando el gris metálico en crema rojiza que tentaba a la boca ávida con su invitación lasciva. Y al final, en un clímax de alegría alimenticia, las chulas llegaban a la lengua, llenaban la boca entera con su sabor y su calidez perfecta. Era la textura delicada y cremosa de cada frijol, la suavidad tibia de las papas y las calabazas, o la firmeza de la carne que se deshacía entre los dientes en una explosión de gusto y dejaba al paladar estremecido y al cuerpo entero suspirando de puro placer. Las chulas de Marissa eran soberbias, aun cocidas de corre-corre los domingos por la tarde, con pocas ganas los viernes por la noche o con tristeza y urgencia para aliviar a un hijo enfermo en temporada de gripe.

Las chulas le habían traído al chino Juan, tan fascinado por los olores de la cocina mágica que se perdió en el barrio y nunca volvió a la casa de su familia. Cada uno de sus dos embarazos felices había sido abundantemente regado con sus chulas de amor. Las mejillas redondas y coloradas de sus pequeños, sanas y bayas como frijolitos achinados, se abultaban de chulas día sí, día no. ¿Amistades y amoríos? eran rociados con chulas, favores y besos. ¿Reconciliaciones y reparaciones entre enemigos? chulas para entenderse y lubricar el apretón de manos. ¿Incendios, ciclones y terremotos? consuelo de chulas, mantas y pan tostado para todos los que se hubieran quedado sin casa. ¿Golpes de estado, conspiraciones, persecuciones? hasta las chulas corrían el riesgo de ser detenidas, por estar presentes en cuanta mesa conjurada apareciera y acompañar a los discursos incendiarios dentro de las bocas sublevadas.

Y era ese plato delicioso, alentador, curativo, justiciero y humilde, símbolo de su laborioso corazón y su capacidad de amar, lo que Marissa quería ofrecerle a Hu Die para que perdonara al fin al hijo rebelde, quien había abandonado la casa de la capital, el trabajo en el negocio familiar y la atención de su madre por el amor de una muchacha en un barrio de los suburbios.

Sabía que iba a ser complicado. Ella no era una mujer fina ni elegante ni estudiada. Su cuna era humildísima, vivía en medio de una barriada de braceros y campesinos y para más inri era mulata, con una piel del color de la melaza oscura que mucha gente venida a más calificaría como negra. Por supuesto que se consideraba suficiente mujer para cualquiera, y quien la mirara de través se llevaba de su parte un revirón de ojos digno de mil imperios.

Pero la madama suegra era toda una señora que vino de China para casarse con un tendero enriquecido, parirle un único hijo y enviudar enseguida quedándose dueña de la mitad de los negocios de venta y reventa del barrio chino de la capital. Amplió su fortuna a fuerza de astucia y relaciones y cuando ya creía consolidado el imperio, lista para casar a su vástago con alguna blanca de caché o con una china de las de verdad, el muchacho se le huyó con una negra de provincia y la hizo abuela de dos negritos de ojos achinados.

Por eso, seguramente, cuando Hu Die viajó de forma inesperada a atender ciertos negocios y su nuera se atrevió a convidarla en un intento de arreglar asuntos familiares, despreció la invitación y no se apareció por la casa aborrecida.

Marissa desconsolada recogió la mesa cuando fue evidente que la señora no iba a llegar. Su esposo le recordó que él le había advertido pero igual la cocinera se ofendió, injustamente despreciada por una suegra arrogante que ni siquiera quiso oler sus chulas.

Amontonó los platos en la palangana del patio, y en un arranque de rabia tiró la cazuela contra el murito del sumidero donde acostumbraban a fregar los calderos más grandes.

—¡Vieja de mierda! —gritó enfurecida—. Así te ahogues en un plato de frijoles.

Y ahí se quedó la olla, medio caída y goteando potaje por un costado. Marissa se acostó molesta y toda la noche durmió sueños inquietos donde las cazuelas se tiraban a sí mismas en un frenesí de rencor.

La despertó un olor penetrante, de chulas recién servidas, condimentadas con esmero y acompañadas por un pedazo de pan tostado. Buscó el otro lado de la cama y lo encontró vacío, entonces pensó que Juan se había quedado con ganas y había ido a rescatar los restos del potaje para desayunar. Marchó descalza a la cocina y se encontró a su esposo y sus hijos mirando boquiabiertos hacia el patio.

En medio del sumidero la cazuela se había enderezado y los frijolitos impenitentes brotaban como una erupción cremosa y roja, humeante. Una multitud de personas recién levantadas de la cama se acercaban por un costado y llenaban pozuelos y calderas de aquel maná. El resto se derramaba en un arroyo burbujeante que ya llevaba un rato corriendo calle abajo en dirección al mar.

Por horas y horas aquel obsequio brotó, manchando las calles y las paredes de rojo frijol. En la corriente flotaban pedazos de carne y papas, una que otra hoja de laurel y tiras fritas de ají. El tumulto de gente llenando calderos y jarras adquirió proporciones de fiesta comunitaria. Se levantaron tenderetes donde se vendía pan, platos, cucharas y agua fría para remojarse del ardor de tanto potaje. Más allá, en sentido contrario al río de chulas desatadas, aparecieron casetas para quienes quisieran aliviarse el estómago luego de comer demasiado frijol.

Al atardecer se instaló una tarima frente a la casa, a orillas del río de chulas borboteantes, y en tríos, cuartetas o en solitario desfilaron cantantes y músicos para animar el festejo improvisado alrededor de la olla generosa. Hacia la madrugada era tal el escándalo y el tumulto que Marissa comenzó a arrepentirse de haber tocado una cuchara, encendido el fuego o pelado un diente de ajo en su vida.

Al amanecer, la riada de frijoles no daba indicios de parar y ya la gente comenzaba a preocuparse. Las zonas bajas que daban hacia la barranca costera donde vivía la gente más pobre, siempre al capricho de las mareas y los ciclones, se habían inundado de chulas furiosas que el mar no lograba absorber por completo. Y las olas iban y venían, calientes y terrosas, repletas de peces borrachos de tanto vino seco y ajo frito.

Al mediodía el alcalde de la ciudad, desconocido hasta ese momento en la barriada, se bajó de un auto enorme y, escoltado por dos sicarios y el jefe de policía, vadeó los charcos de potaje alzando inútilmente los bajos de su pantalón, para preguntar quién era responsable por aquel estropicio rojo que le sonaba a conspiración proletaria. La gente no delató a la cocinera pero Juan se aterró ante la idea de que metieran presa a la madre de sus hijos por haber orquestado una revolución culinaria sin precedentes.

—Mujer, ¿qué fue lo que hiciste?

—No sé, no sé.

Marissa estaba aterrada. No había en las memorias de su familia mención de un evento similar. La receta original, transmitida de boca a oreja y modificada infinitesimalmente al gusto de las cocineras que agregaban un poco más de esto o una pizca más de lo otro, producía potaje de frijoles colorados no cataratas mágicas de chulas invasivas.

Al atardecer, más o menos a dos días exactos del desaire de Hu Die, el arroyo de frijoles ya llegaba al segundo escalón de la entrada de la casa y estaban Juan y Marissa pensando que sería buena idea evacuar e irse a un lugar más alto donde la inundación no amenazara a la familia. Entonces un botecito con dos remeros y un pasajero cubierto con un enorme quitasol de flores llegó a la puerta.

Marissa se arregló el pelo como mejor pudo, escondiendo bajo el pañuelo los mechones rizados de su cabello crespo y rebelde y alisándose el vestido sudado. Fue con Juan a recibir la visita y se quedó pasmada cuando vio descender del bote a una mujercita muy pequeña, parecida a las muñecas de porcelana vestidas de rosa que vendían en el barrio chino.

Tenía los mismos pómulos redondeados de Juan y la piel pálida que él había tenido antes de someterse al sol caribe por años y años. Bajo las cejas delicadamente dibujadas acechaban unos ojos rasgados casi sin párpado, idénticos a los de sus hijos.

La mujer cerró el quitasol de flores con un golpecito, se inclinó levemente y su boca menuda se abrió apenas para musitar.

—Bueno, he venido para disculparme.

Marissa se quedó de piedra sin entender nada. A su lado Juan se inclinó profundamente y llevó las manos con las palmas unidas a su pecho. Los niños miraban a la señora que parecía una visión salida de los cuentos que su padre les contaba antes de dormir.

—He venido a disculparme —repitió Hu Die— Fui poco respetuosa con mi hijo y mi nuera al llegar tan tarde. No tengo excusa, fue muy desconsiderado.

Se acercó a los niños que la miraban asombrados y le pasó la mano por la cabeza al más pequeño mientras levantaba con un dedo la barbilla del mayor.

—Soy la abuela Hu Die, la madre de su papá —murmuró— ¿Y a ustedes cómo los llamaron sus padres?

El más pequeño metió un dedo en el arroyo de frijoles y lo acercó a la cara de la abuela como hacía a veces con Marissa cuando quería que ella probara de su plato. La mujer vaciló ante el gesto inesperado, entonces saboreó el dedo y miró al cielo por unos segundos, pensativa, antes de sugerir algo en su propio idioma.

—¿Qué dijo? —preguntó Marissa.

La señora se giró hacia ella y la miró a los ojos por primera vez.

—Dije —contestó con extrema formalidad— que a esto le falta un poco de chalote.

Y se inclinó con elegancia. En ese instante la olla sumergida bajo medio pie de potaje lanzó un borboteo y con un suspiro oloroso que permaneció flotando por encima del barrio durante meses y meses, las chulas de la rabia dejaron de brotar.

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