Narrativa

La última Cruzada

La última Cruza
La última Cruza

“El principio de todo proviene de ápeiron”.
Anaximandro de Mileto

UNO

Miedo. Miedo era precisamente la palabra que sentían retumbar dentro de sus cabezas y en el estómago, vacío y frío, después de la batalla. La noche era muy oscura y no paraba de llover. La tormenta arreciaba y cada vez se hacían más fuertes los truenos y más seguidos los relámpagos. Una parte del regimiento había encontrado refugio en un viejo granero abandonado, reparado con apuro entre todos, para impedir que el agua y el viento entraran con más fuerza. Unos pocos faroles dejaban ver una débil luz que intentaba alumbrarlos. Mientras que algunos se persignaban y otros rezaban a Nuestra Señora de Smolensk, la patrona Odighitria, lo cierto es que para sus adentros, todos creían que esta sería su última noche.

Hacía unas horas habían abandonado corriendo, despavoridos, el campo de batalla. Las andanadas de obuses y metrallas vertidos por las tropas del mariscal Davout los habían diezmado considerablemente. Habían perdido su pabellón y su lugarteniente, el príncipe Piotr Mijáilovich Volkonski, no se encontraba con ellos. Algunos lo habían visto caer en la retirada. Otros decían que había regresado a recoger la bandera del regimiento de manos de su salvaguarda herido en el combate. Lo cierto es que todos se sentían desorientados, sin un líder que los agrupara y les mostrara el camino a seguir.

Cada minuto que pasaba era más incierto. La tormenta arreciaba y, a lo lejos, se escuchaban los sonidos de una contienda que aún no terminaba y que les hacía abrir los ojos y girar asustados la cabeza. Era tanto el temor que se respiraba que los quejidos cedían paso, cada vez más, al silencio. Los pocos heridos procuraban acallar sus dolores ante el temor de que los abandonaran, como había sucedido ya unas horas antes con los más débiles. De repente, el galope de tres caballos acrecentó la tensión entre todos. Casi por instinto, los faroles se apagaron y los cuatro soldados que conservaban sus fusiles se desplegaron entre los escombros, y apuntaron sus armas hacia el inmenso portón. El resto de la soldadesca derrotada se apostó, como pudo, entre el suelo y los destrozos del granero. Cada cual sostenía en sus manos lo que pudo conservar: bayonetas, cuchillos o espeques.

El tiempo se congeló unos instantes que parecieron durar horas. Solo el ruido de la noche, la lejana batalla que aún se escuchaba y los relinchos de la caballería rompían por momentos el azaroso trance en que todos se encontraban. De repente, alguien se puso en pie y tras acomodarse torpemente el uniforme, se dirigió cauteloso hacia la puerta. La poca iluminación no permitía reconocer la silueta que se movía en la oscuridad, aunque una de sus manos parecía empuñar un sable de caballería.

Desde afuera, el portón comenzó a abrirse lentamente, dejando ver a contraluz a un hombre encapotado y con bicornio que sostenía una caja en sus manos, al tiempo que otro, montado aún en la bestia, miraba en todas las direcciones como quien se siente buscado. Aunque el portalón quedó abierto lo suficiente como para entrar, la figura no se movió más. Solo, en voz baja, pronunció:

—¡Coronel!… ¡coronel!, ¿está ahí?

De entre las sombras del granero comenzó a emerger una silueta que caminaba a su encuentro, a la vez que envainaba su sable. La tormenta de relámpagos, cada vez más fuerte y seca, dejaba ver a ratos las tres figuras que, detenidas, se observaban. El coronel Salomón Lev Ostrovsky-Vólkov recorría con detenimiento la figura húmeda y jorobada del teniente de caballería Nikolái Iraklievich Márkov, como si con él viniera la vida. No medió una palabra más. Montaron en los caballos y partieron.

Hacía ya varias horas que cabalgaban, dispuestos a dejar cuanto antes el territorio de la Madre Rusia, seguros de que nadie los perseguía. Al no haber mediado saludos ni nombres entre ellos era difícil que los soldados pudieran informar con certeza quiénes eran y qué perseguían. Había salido todo perfecto. La noche los había ayudado: la estratagema de combate, la huida precipitada, el escondite previamente seleccionado. Era imposible que alguien pudiera darse cuenta y engranar todos estos detalles con la traición o la deserción. Para cuando se dieran cuenta, ya estarían muy lejos y, eso sí, con identidades cambiadas.

Por ahora, vestían el uniforme verde y blanco de la Guardia Imperial del zar. Andaban con cuidado pues galopaban sobre territorio ocupado por los ejércitos franceses y no querían despertar sospechas. Tres oficiales uniformados de la armada enemiga eran un buen botín en tiempos de guerra y ellos no se podían dar ese lujo. La tormenta había amainado y comenzaba a divisarse una luna clara y gentil que les abría el paso con más facilidad. Decidieron apartarse del espeso bosque y enrumbar por uno de los caminos laterales, para buscar el suroeste y acercarse más a la frontera polaca. Así, bordeando por el sur, podrían continuar hacia Grodno y después, bajar hasta Siedlce. Pero si las cosas salieran mal y algún impedimento los encontrara antes, alargarían su recorrido y procurarían cruzar la frontera del reino de Italia —por donde antes estaba el paso de la República Cisalpina— para llegar a Milán, que para ellos no era tierra franca, y tomar rumbo al Piamonte, o marchar hacia el Véneto y embarcar en dirección al centro o el sur de la península. Como quiera que fuera, la meta final era alcanzar el reino de Nápoles y de allí cruzar, luego, a España.

Una pobre luz, a lo lejos, los hizo detenerse. Era una pequeña choza, desvencijada y con las huellas de la guerra encima. Se miraron por un instante y sin cruzar una sola palabra, se dirigieron hacia ella. ¡Debía ser esa! Se separaron los tres, procurando no hacer ruidos innecesarios que los delataran. El coronel Salomón desenvainó lentamente su sable y se desmontó. Lo mismo hizo el teniente Márkov. El otro oficial, aún ensillado, miraba en derredor desde su posición mientras cargaba su pistola de sílex.

Se fueron acercando, cada uno por su lado, hasta bien próximos a la casucha. El teniente Márkov agachado tras un tocón oteaba con sigilo a su alrededor buscando algo que no encajara en el entorno. El coronel de pie, con la espalda pegada a una de las paredes de la choza, esperaba una señal para abalanzarse sobre la puerta. Apretó bien el pesado sable bajo su puño derecho y recorrió con su mano izquierda el cinturón comprobando la posición de segunda, de su puñal. Bajó la cabeza y comenzó a balbucear en voz baja algunas palabras. Luego se persignó y miró a Márkov.

Un simple movimiento de cabeza del teniente bastó para que el coronel Salomón se abalanzara sobre la puerta maltrecha de la destartalada casucha y, de un solo golpe, la derribara y penetrara en su interior. Un grito corto y agudo se escuchó, e inmediatamente, el teniente Márkov se incorporó y siguió al coronel.

La choza tenía un aspecto lúgubre. No era muy grande y su olor a humedad denotaba miseria. Una mesa de madera regía en el centro de la habitación principal junto a cuatro sillas desbaratadas. Dos cacerolas medianas y un par de jarras de barro eran los únicos cacharros de cocina. Detrás, al fondo, pegado a la pared, se divisaba una estufa sobre la cual se hallaba una escudilla de cobre, en donde se calentaba la cena. Por el tufo que desprendía, seguro era una sopa de rábanos, ajos y cebolla, que acompañarían con una hogaza de pan, como las que había sobre la mesa.

Además de la puerta de entrada, la cabaña tenía una sola ventana —al frente—, que en algún tiempo tuvo cristales y que dejaba ver en las mañanas, la claridad del día. En las noches, se forraba con unas mantas para que no dejara pasar el frío. Una endeble escalerilla conducía a un pequeño espacio en alto, dentro de la choza que, a juzgar por su distribución, era la habitación de dormir. Dos camas arrinconadas y un baúl semicubierto con algunas ropas, completaban la estancia.

Dos muchachitas, una muy niña y otra un poco mayor, una mujer a la que se le sentían los años y un viejo de una barba larga y blanca —pero de aspecto altivo—, sentados en torno a una mesa, miraban con ojos de asombro las figuras erguidas de los dos oficiales armados. El teniente Márkov llevó su mano izquierda a la boca en señal de silencio, mientras que el coronel dando pasos cortos y seguros, buscaba tras los pocos bultos que había en el suelo una señal que develara una presencia extraña. En ese hogar reinaba el hambre y la miseria.

Cuando hubo pasado el miedo inicial, el coronel se acercó y con un gesto amable de su mano, pidió permiso para sentarse junto a ellos. El viejo movió la cabeza en señal de aprobación, sin dejar de quitar la vista del sable del coronel quien, con un movimiento suave, pero sin soltarlo, lo puso sobre la mesa. El viejo preguntó:

—¿Podemos brindarles un plato de sopa? Seguramente que están muy cansados… 

Ni el coronel Salomón ni el teniente Márkov dijeron una sola palabra. El viejo continuó:

—Por favor, por favor…, somos personas muy humildes. No tenemos nada más que estas cuatro paredes y estos pocos trastos para vivir…

—Quédese tranquilo, señor, que no somos ladrones ni asesinos —respondió el teniente Márkov, envainando su sable y acercándose a la mesa—. El coronel Salomón lo miró y dijo:

—En efecto, solo estamos de paso y, si nos permiten, queremos pasar unas horas aquí, reponernos, secarnos, descansar lo que se pueda, darle de beber a los caballos y continuar.

—¡Tatiana!, ¡Olga! —gritó el viejo incorporándose de la mesa—. Por favor, sírvanles un poco de sopa a estos señores, que yo mismo traeré a las bestias y les daré de beber.

—Tranquilo, anciano —dijo el teniente Márkov y extendió su mano derecha en un gesto de desaprobación—. De los caballos me ocupo yo. —Y salió de la cabaña.

—No quería… —trató de decir el viejo, cuando el coronel le interrumpió.

—Por favor, siéntese y cuénteme un poco. Dígame, ¿ha visto soldados franceses cerca de aquí? Conoce sus uniformes, ¿verdad?

—Hace unos cinco días la pequeña Olga vio a unas verstas más allá del camino, una compañía de soldados que iba en dirección a Minsk. Ella supo esconderse bien y no la vieron. No sé…

—¿Y cómo supo la pequeña Olga que era una compañía? —el coronel interrumpió nuevamente al viejo y, dirigiéndose a la niña, continuó—. A ver jovencita, ¿sabrías decirme si eran muchos soldados? ¿Te acuerdas del color de los uniformes?

—No más de veinte, creo yo, señor —dijo la menuda Olga y continuó—. Era un pequeño grupo que marchaba al este, como quien va para Lida, que es allá arriba, donde termina el bosque. Eran los soldados que estaban apostados en la frontera. Los conozco porque los he visto cazar y recoger frutas por allí.

—Entonces… ¿la frontera está sin custodia? —repuso el coronel y dio a su pregunta cierto aire de duda.

—Creo que son franceses —continuó la pequeña—. Su color es azul y blanco…

—Nada parecido al elegante uniforme verde y blanco de la Guardia Imperial —interrumpió el viejo, con miedo, y le servió una jarra de agua al oficial.

—Veo que sabe mucho de uniformes y de ejércitos… ¿Acaso fue militar?

—No es difícil olvidar el color de nuestros oficiales ni de adivinar el de nuestros enemigos —respondió el viejo después de sorber un poco de agua.

—Sabia respuesta. Diría yo que no parece un simple mujik —manifestó el coronel.

—Yo soy una persona anciana y muy pobre, como podrá ver Su Excelencia, pero fui joven, y claro, tras el clamor de mis años y de ese ímpetu que no acaba, terminé por alistarme en el ejército de Su Majestad. Eran años difíciles pero la paga y la aventura lo valían. No fui un mal soldado —continuó el viejo— y pronto me seleccionaron para la retaguardia de la Guardia Imperial. Así que, alguna vez, usé un uniforme parecido al que usted lleva puesto… coronel.

El coronel Salomón sonrió, sin dejar de tocar con sus manos el sable que aún continuaba descansando sobre la mesa. Recorrió con la vista la choza, ubicando con su mirada a las dos pequeñas que continuaban sentadas en la mesa y a la mujer que, de pie frente a la estufa, servía en unos tazones, la sopa caliente. Miró con atención al viejo y le dijo:

—Es usted un asesino y un desertor… y créame que pagará por eso.

Un fuerte ruido sacudió la habitación. El viejo miró rápidamente a su mujer quien, petrificada y con las manos abiertas, había soltado una de las vasijas. Las dos muchachitas se abalanzaron sobre él, abrazándolo y rogando, como si una sentencia mortal hubiera caído sobre todos. El viejo, con los ojos muy abiertos, no paraba de mirar al coronel, quien en silencio continuaba sentado, acariciando el sable con sus manos.

—¿Si le cuento… me creerá? —repuso el viejo.

—Adelante, hágame el honor de conocer la verdad —contestó el coronel.

—Antes que empiece, coronel, prométame que, pase lo que pase, no les hará daño a mis niñas ni a su madre.

—Ellas no tienen culpa de nada. Puede estar tranquilo. Comience…

El viejo se aclaró la garganta y apartó a las dos jovencitas que lo abrazaban con fuerza. Les pidió que se dirigieran con su madre afuera y que aguardaran. Cuando las tres habían abandonado la estancia, miró nuevamente al coronel y comenzó:

—No hice nada malo, coronel. Sólo serví bajo las órdenes del conde Kutúsov. Fue hace mucho tiempo. Algunos trabajos sucios, otros menos limpios… Éramos lo que se podía decir… su cuerpo elite. Y al final, cuando todo parecía marchar mejor, llegó la recompensa menos esperada. Fue pura casualidad, pero logré escapar. Creo que ninguno de mis camaradas sobrevivió a ese día…

El viejo bajó la cabeza sobre la mesa y la apoyó brevemente sobre sus puños cerrados. Continuó:

—Usted se ve muy joven, coronel. Tal vez hoy comprendió lo necesario de huir para salvar su vida antes que morir por el honor a la Madre Patria. Esos colores que lleva demandan mucho de quien lo porta y total, para qué… Cuando uno es pobre, todo tiene el mismo color. Cuando uno tiene hambre, cualquier pedazo de tierra es la Madre Patria. Cuando uno tiene familia y te necesita, el honor se vuelve un juego de niños. 

Entre tanto, el teniente Márkov había vuelto a entrar en la habitación y limpiando sus botas contra las patas de la mesa, interrumpió: 

—¿Cómo es que no te encontraron antes? Tan cerca de todos… Este bosque tan transitado por unos y otros. La frontera a unas cuantas verstas. La Guardia Cosaca un poco más arriba… Extraño, ¿no? ¿Cómo es que te dejaron escapar? Esa historia no me la creo…

—Yo ya no espero nada de esta vida —respondió el viejo—. He cumplido mis horas y he dejado saldada mi deuda con el destino. Mi familia no tiene culpa de lo que hice y tampoco lo sabe. Me di cuenta desde que los vi entrar, que este sería mi día de juicio, y que nada que yo les dijera hoy iba a hacer cambiar el peso que la justicia del emperador tiene destinada para mí. Por fin, me han encontrado…

Continuó:

—Llegué aquí hace un poco más de seis años, huyendo de la posible persecución de la Guardia Imperial del zar, que para entonces estaba tras los pasos de nuestro grupo. Yo me había destacado en varias misiones anteriores. Ya le dije, pequeñas cosas… ajuste de cuentas… uno o dos asesinatos. El jefe de nuestro grupo me había encargado personalmente la misión. La orden venía del mismísimo zar de todas las Rusias, Alejandro I Pávlovich. Yo pensé que era para probarme o que, quizás, quería deshacerse de mí, pero no… Algo le hizo confiar… Tal vez mi perfección al ejecutar las tareas. Quién sabe… Bueno, el caso es que habíamos ido a Smolensk a robar las joyas del gran rabino de Moscú —ese viejo apestoso—, quien había decidido pasarse unos días visitando a sus familiares. Teníamos que asaltarlo en el camino para que pareciera el robo de unos asaltantes. Y así lo hicimos. La emboscada salió perfecta. Lo sorprendimos al regreso de su viaje y le caímos por todos lados. Él no se resistió y, aunque lo golpeamos y agredimos, no nos dijo nada sobre el tesoro. Lleno de ira, tal vez impotente ante la serenidad del viejo rabino, le asesté una tunda de golpes tan fuerte que murió. Registramos todo el coche y no encontramos nada. Yo, viendo perdida la misión, me apresuré a marcharme y darle buena suerte a mis huesos.

—Y dime, Guennadii Vasílievich, ¿dónde está la sortija que le robaste al viejo rabino? —preguntó inquisitivamente el teniente Márkov. 

El viejo se estremeció en su silla. Un sudor frío comenzó a recorrerle la espalda. Su nombre, tantas veces olvidado por sus propios labios… ¿Cómo podían saberlo? ¿Acaso era cierto que el zar Alejandro tenía ojos y oídos en todas las tierras de Rusia? Además, ¿cómo podían saber de la sortija? Nadie, nadie podía ni siquiera intuirlo. Un secreto como este, tan bien guardado, revelado así, de esta manera.

—Lo sabemos todo, Guena… —repuso el coronel–. Todo… y hemos venido, como sabes, a cobrar tu deuda.

Jorge Luis Rodríguez Aguilar. La Habana, 1974.

Doctor en Ciencias Pedagógicas. Profesor de la Academia Nacional de Bellas Artes San Alejandro, de la Universidad de las Artes y de la Facultad de Periodismo de la Universidad de La Habana. Ganador de la residencia artística del Tempus Projects de Tampa. Becario del Servicio de Nuevos Medios del Centre National d’Art et de Culture Georges Pompidou y de la Brownstone Foundation de París, del Proyecto Multimedial del Istituto Politecnico Statale di Torino y la Pontificia Universidad Católica del Perú. Ha sido nominado en cuatro ocasiones al Premio Nacional de Diseño del Libro, reconocido con la medalla Intercontinental Circuit y la medalla Dorada de la FIAP 2018, la medalla de la Federation Internationale de l’Art Photographique 2017 y ganador del Premio de la Creatividad, Premio a los Resultados Pedagógicos, Premio Anual del Arte del Libro Raúl Martínez, Premio de Fotografía de las Naciones Unidas, Premio Especial del Salón Nacional de la Gráfica, Premio Noemí de la Brownstone Foundation, Miec-Pax Romana International Design Award, Golden Branch Award, Premio de Diseño de la Caribbean Paper y Premio AGFA de Fotografía. Finalista del VII Premio Hispania de Novela Histórica 2019 y del III Concurso Internacional de Novela Negra Fantoches 2019. Es autor de los libros Diseño, diseñar, diseñado. Teorías, estrategias y procedimientos básicos; Cámara en ristre. 35 clics para congelar la imagen; Morante. Un maestro indispensable y de la saga de novelas sobre el detective Hilario.