La siesta del Dios
Oj’Alá, Gran Sacerdote del dios Bak durante el reinado de Ketepiso VII el Grandísimo, de la dinastía de los Pisánidas, despertó luego de un largo sueño. El Gran Sacerdote se había ido a dormir tres mil años antes, cuando Ketepiso el Grandísimo había tenido la peregrina idea de enterrarlo en su pirámide (proyectada por él mismo) para que le hiciese compañía por toda la eternidad. Oj’Alá no estaba muy complacido con la idea, pero un mazazo en la cabeza suele ser muy convincente y no deja lugar para discusiones.
Afortunadamente para el Gran Sacerdote, Ketepiso VII era tan mal arquitecto como matemático, así que el foco de la pirámide, lugar donde se concentran todas las energías astrales capaces de regenerar la vida en un cuerpo muerto, y reservado por tanto al sarcófago del rey, estaba tres metros más abajo y dos metros más a la derecha. Justo donde yacía Oj’Alá.
Nunca había confiado en el rey. Ketepiso VII, apodado (por sí mismo) el Grandísimo para diferenciarse de su padre Ketepiso VI el Grande, no tenía nada de grande. Medía apenas metro y medio, y al igual que su progenitor era un perfecto idiota. En verdad, la dinastía de los Pisánidas había vivido tiempos mejores, como cuando su fundador, Ketepiso I el Carnicero, se apoderó del trono gracias al efectivo método de matar al entonces monarca, sus hijos y familiares que pudiesen aspirar a sucederlo, y ocupar su lugar simplemente porque quiso. Y por supuesto, después mató también a todo el que no estuvo de acuerdo. Por lo general el método funciona muy bien y evita largas discusiones acerca de la legalidad de tal o cual decisión. A partir de ese momento El Carnicero vivió una larga y feliz vida en la que siempre todos estaban de acuerdo con él.
Su hijo, llamado Ketepiso II el Conquistador, había llevado las fronteras del imperio algunas leguas más allá de donde estaban. Las tribus vecinas asustaban a los niños diciéndoles que vendría y se los llevaría. A decir verdad, El Conquistador nunca se llevó niños. Prefería a los adolescentes.
Y Ketepiso III… pues se las había arreglado para conservar las fronteras y mantener el reino estable. Pero en esencia ahí las cosas se torcieron, por su insistencia en casarse con su hermana para mantener la sangre pura y obligar a sus hijos a hacer lo mismo.
Por supuesto, el rey le pagaba al Gran Sacerdote con la misma desconfianza. Oj’Alá sabía muchas cosas. En especial, cómo leer el Libro de las Profecías, algunas de las cuales a veces se cumplían. Y en general, sabía cómo leer cualquier libro. De ahí que los sacerdotes fuesen los guardianes del conocimiento recibido de los dioses, y los que establecían el mejor momento para iniciar la cosecha, los que enseñaban las profesiones al pueblo, entre otras muchas cosas. En el fondo, esa era la causa del mazazo, no que el rey quisiera una compañía instruida que le aliviase la espera en el más allá mientras su cuerpo se regeneraba.
Durante siglos los reyes y los sacerdotes convivieron en armonía, atendiendo cada quien sus asuntos y sin meterse en la vida de los demás. Estaba demostrado que cuando eso ocurría, las cosas iban a mal.
La causa que provocó el despertar de Oj’Alá, aparte de que ya era tiempo de que resucitase, fue la caída de una losa.
La luz temblorosa de un farol penetró en la cámara funeraria.
—Ahora sí estamos dentro —dijo una voz.
—Maldición —dijo otra voz—, quien construyó esta pirámide debió ser totalmente idiota.
Su sarcófago, o mejor dicho, el hueco donde lo habían lanzado, estaba a un lado de la plataforma sobre la cual descansaba el féretro del rey. A menos que uno se acercara al borde, el sitio de descanso de Oj’Alá no era visible.
Los tres saqueadores entraron en la cámara por el hueco que había dejado la losa.
Por primera vez en decenas de siglos, Oj’Alá se puso de pie y todos los huesos de su cuerpo crujieron. Sin embargo los profanadores no lo escucharon, ocupados en romper la tapa del sarcófago. La tapa era obra del escultor favorito de Ketepiso VII, un tipo que no podía diferenciar el buen arte de una molleja de pollo, así que al Gran Sacerdote no le molestó que la destruyeran. Echó un vistazo a su cuerpo, regenerado luego de tres mil años en el foco de la pirámide, estaba en perfectas condiciones. Un poco polvoriento y reseco tal vez, pero apto. Solo le faltaba algo: vida. Pero afortunadamente la tenía al alcance de la mano. O la tendría, luego de trepar un poco.
Un rato después, el Gran Sacerdote respiraba el aire del valle por primera vez en miles de años.
La antigua ciudad de Aí’Stará ya no estaba. En cambio, una nueva, Isandar, se alzaba a pocos kilómetros de distancia, más cerca del mar, en la ribera este del delta del N’Ay (ahora conocido como Niabrá). En los tiempos de Oj’Alá, la navegación marina era una aventura muy riesgosa que era preferible evitar, así que la urbe podía darse el lujo de estar río arriba, donde los mosquitos eran más escasos.
El resto del valle tampoco lucía igual: los canales eran un poco más largos y estaba dividido en parcelas irregulares de diferentes colores. En los buenos tiempos todo el valle pertenecía al rey, así que las parcelas nunca cambiaban, pero ahora, las tierras habían pasado de padre a hijo, o mejor dicho, a varios hijos, y así sucesivamente, generando la división de la tierra y su uso en la actividad favorita del dueño de turno. El resultado era un reguero total, donde las ovejas de alguien se comían las verduras de su primo con solo meter la cabeza a través de las cercas.
El viejo cementerio de los reyes se encontraba por encima del nivel del valle, en una meseta en la parte noroeste, y aparte de eso, la altura de la pirámide le ofrecía al Gran Sacerdote una buena vista de los alrededores. A su derecha, o sea, en el borde oeste, aún podía distinguir la carretera que llevaba a la Ciudad Sagrada, un nombre un poco pomposo para una acumulación de seis o siete templos rodeados por las casuchas de los sirvientes y estudiantes. Esta no era visible, por encontrarse entre las colinas.
—Ahora solo debo buscar al hombre que lo tiene casi todo —se dijo.
Isandar era una ciudad cosmopolita. Durante unos siglos perteneció al Imperio Alengard, luego al Reino Libre del Este por dos o tres siglos más, después se convirtió en ciudad estado independiente unos cientos de años más hasta caer bajo la tutela del Reino Unido del Norte. Por tanto, un cuarenta por ciento de su población era de origen alengardo, un treinta esteros, con algunos por cientos significativos de perletianos, norteños, sureños, jagolanos y otros.
Sin embargo, todos estos por cientos constituían una masa casi homogénea. En un barrio rico podías encontrar a un hacendado alengardo viviendo al lado de una noble matrona perletiana. En un barrio pobre, una familia norteña podía estar compartiendo la pared derecha con unos sureños, la izquierda con unos campesinos esteros arruinados y el techo de unos jagolanos podía ser el piso de una familia de jaraneos.
No obstante, la lengua antigua, aquella que los antecesores de Oj’Alá habían preservado para la posteridad grabándola en piedra y que los reyes habían impuesto en casi la mitad del mundo conocido, todavía se hablaba. Tres mil años de atraso no iba a impedir que el Gran Sacerdote consiguiera su objetivo. En toda sociedad, del pasado o del presente, cualquier problema se puede solucionar aplicando la cantidad correcta de dinero. Y Oj’Alá contaba con un buen suministro de oro y piedras preciosas.
Por lo demás, los barrios periféricos de la nueva ciudad era tan hediondos como los de la antigua Aí’Stará, así que no había razón para no sentirse como en casa.
Oj’Alá se ubicó en la esquina de una callejuela que desembocaba en una pequeña plaza con todas las características de un mercado. Una docena de vendedores un poco más gordos que el resto de los concurrentes ofrecían todo tipo de mercancías, vegetales, suculentas piernas de cordero, pasando por otras cosas vagamente comestibles, y sin excluir ropas o enseres, como por ejemplo cuchillos, aptos para corte de alimentos o personas. Completaban el cuadro compradores reacios a gastar las pocas monedas que les quedaban y mucho ruido.
Allí apostado solo necesitó media hora para asimilar las variaciones más importantes de la antigua lengua y captar algunos chismes. En un rincón advirtió a tres o cuatro sujetos —el número variaba según iban y venían tipos similares—que no vendían nada, pero parecían estar bien informados. Estaba seguro de que uno de esos le podría servir.
Se paseó entre los ventorrillos, haciendo ostentación de un marcado desinterés hacia las mercancías en venta. De inmediato uno de los vagos se le acercó.
—¿Necesita algo especial, amigo?
—Sí… Necesito a alguien que pueda encontrar a una persona. En verdad, necesito al mejor.
—Ah, el mejor cuesta.
El sujeto le echó una rápida mirada a las ropas de Oj’Alá, robadas a los saqueadores.
—Deja que yo me encargue de eso. ¿Conoces al mejor o no?
—Al mejor lo conocen todos. Es Chamur el Perro.
—Espero que lo llamen así por su olfato para buscar gente.
—No realmente, lo llaman así porque una vez mordió a un tipo en una bronca y le arrancó un pedazo. Pero, amigo, el Perro es el mejor.
—Perfecto. Entonces dime dónde encontrarlo.
El hombre calló durante unos segundos.
—Habrá algo para ti por tu ayuda.
—Lo encontrarás en la taberna de los buitres. Está a unas tres calles de aquí —el tipo apuntó en una dirección imprecisa—, doblando a la derecha, luego caminas hasta que veas un callejón, ahí en la segunda entrada a la izquierda, al final. Tiene un cartel que dice Taberna Sampa.
—¿No era la taberna de los buitres?
—Solo le dicen así porque hay que ser un buitre para comerse lo que el dueño cocina.
—Tendré eso en cuenta.
—Puedo llevarte si quieres.
A Oj’Alá no le pasó por alto la enrevesada dirección, sin duda complicada a propósito. Sacó una moneda de baja denominación del bolsillo y se la dio al hombre.
Se encaminó en dirección a la taberna, echando un vistazo al grupo de vagos, que tramaban algo con las cabezas juntas.
Se alejó por una calle y dobló en la primera intersección que encontró, allí le preguntó a un transeúnte, que le dio una indicación más precisa de cómo llegar hasta su destino. Entró al callejón y de inmediato se esfumó.
Dos de los hombres del mercado irrumpieron en el callejón vacío, para su sorpresa. Aún estaban confusos cuando el tercer hombre, el que le había dado la información a Oj’Alá, se les unió. El Gran Sacerdote estaba seguro que no lo habían seguido para cuidarlo. Desorientados, se marcharon por donde habían venido.
El Gran Sacerdote se hizo visible otra vez frente a la Taberna Sampa o de los buitres. Una vez dentro observó a los parroquianos, proceso que le tomó muy poco, pues solo eran cuatro. Uno de ellos le llamó la atención, por aparentar estar sobrio. Oj’Alá se le acercó.
—He venido aquí en busca de Chamur. Espero de todo corazón que sea usted, pues si es alguno de esos ebrios, creo que no es la persona con la que querría hacer tratos.
—En efecto, soy yo. Y no bebo mucho, si eso le tranquiliza.
—Lo hace, pero permítame que le diga que es algo muy raro.
—El vino llevó a mi padre por mal camino.
—Ya veo, la bebida muchas veces da como resultado una mala vida.
—Me refiero a un mal camino de verdad, iba borracho en su carreta y no vio el precipicio.
—Ah, supongo que su familia lo habrá lamentado.
—Mucho. Recuerdo que mi madre solo hacía quejarse de que la carreta y el caballo habían costado carísimos. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Necesito que encuentre a alguien.
—No es un problema. Solo dígame quién es.
—La cuestión es que no sé quién es. Solo puedo decirle cómo es… y no me refiero a físicamente. Solo digamos que el sujeto que busco tendrá una personalidad muy específica.
El investigador asintió.
—Eso lo hace un poco más interesante, pero puedo hacerlo. Le advierto que tomará más tiempo.
Oj’Alá depositó dos piedras sobre la mesa y Chamur las valoró con rápido vistazo.
—Considéreme contratado por los siguientes seis meses.
—En verdad sería por los siguientes seis años, pero puede quedarse con el cambio si lo encuentra antes.
“Diablos, este tipo no es un tonto”, pensó Chamur.
—Otra cosa que debo advertirle es que no liquido gente ni arreglo liquidaciones. No obstante, si usted tiene un deseo muy grande de que dicha persona desaparezca, quizás los dioses lo oigan y se dé un milagro.
—No es necesario. Quiero a esa persona viva e intacta, eso es muy importante.
Oj’Alá le describió a la persona que necesitaba. Su profesión no estaba exenta de cierta cuota de clientes locos o con solicitudes excéntricas, pero sin duda éste cubría la suya por un año. No obstante, un loco con dinero es tan buen cliente como cualquier otro, así que Chamur puso manos a la obra de inmediato.
Corvin hubiera podido ser un buen mago de haber sido un poco más inteligente. De haber sido más fuerte, podría haber sido un buen guerrero. De haber sido más ágil y diestro con las manos tal vez hubiera podido ser un buen asesino o ladrón. De haber sido un poco más rápido de mente, tal vez hubiera podido suplir las anteriores carencias. Para colmo, poseía el carisma de un ladrillo y no destacaba por ser apuesto. Excepto para su madre, pero por regla general las madres siempre consideran a sus hijos apuestos, aunque sean más feos que un día de hambre.
Pero Corvin no podía invocar una bola de fuego sin chamuscarse las cejas, o manejar un martillo de guerra sin machacarse los dedos de los pies, o abrir una cerradura en menos de un minuto sin hacer ruido y en total oscuridad, o inventar una salida para cualquier situación apretada. Por lo tanto, no tenía una profesión que le reportase grandes beneficios y se veía obligado a complementar su trabajo en la oficina de correos haciendo de asistente de magos, miembro de relleno de una escolta o simplemente de recadero. Y por desgracia, Corvin necesitaba dinero para salir de su apretada situación. Vivía con su madre, su hermana y su sobrino recién nacido en una pequeña casita del barrio de Murga Oeste, la cual se estaba cayendo a pedazos: las paredes agrietadas por el terremoto del año pasado y el techo agujereado por las tormentas de inicios de este año.
Tenía ya veintinueve años, edad en la que todo hombre debe haber creado una familia, sin embargo la única novia que le había durado más de tres meses al final lo dejó porque no tenían un lugar propio para vivir.
Sobrado de necesidades y escaso de ingresos, Corvin mataba los ratos libres sentado en la taberna El Lobo Tuerto, siempre y cuando no hubiese clientela. Cuando la taberna se llenaba, el infeliz Corvin tenía que ceder su banco a alguien que sí pagase al menos una jarra de vino y sentarse afuera, en el suelo. En cuanto a él, no recordaba la última vez que probó el vino.
—Tengo algunas gentes que quieren enviar mensajes a medio precio —le dijo su amigo Mundo Costillas, llamado así no solo porque se pudieran contar sus costillas, sino porque éstas eran visibles a través de las dos únicas camisas que poseía, que de tan gastadas casi eran transparentes. Una de ellas había pertenecido a Corvin, que se la regaló a escondidas de su madre.
Mundo no trabajaba. En su casa se vivía solo del salario de su madre, ya cercana a la ancianidad. Corvin a veces se imaginaba el negro futuro de su vago amigo, cuando fuese viejo, pero era tan triste que prefería evitar pensar en ello. Al parecer, Mundo también evitaba pensar en esas cosas y dejaba pasar el tiempo sin buscar un empleo.
—Eso está un poco difícil ahora —respondió Corvin—. El jefe me está contando los halcones a cada rato.
El trabajo en la oficina de correos consistía mayormente en cuidar los halcones mensajeros y enviar los mensajes con ellos. De vez en cuando alguien no tenía el dinero para pagar el precio exigido por el gobierno de la ciudad y entonces iba directamente con Corvin, que por la mitad le enviaba el mensaje de forma ilegal. De vez en cuando también rapiñaba un poco de la comida de los halcones, en esos días alegres se comía sopa de carne en su casa.
Una figura robusta apareció en la puerta de la taberna. El sujeto echó un vistazo a todos los parroquianos y luego se dirigió hacia la mesa de Corvin y Mundo.
—¿Corvin?
Ensimismado en sus problemas, el aludido no se había percatado del recién llegado. Comenzó a preguntarse si habría ofendido a alguien.
—Eh… ¿sí?
—He estado buscándote por un buen tiempo.
Corvin se asustó. El sujeto no parecía amenazador, pero tampoco un tipo indefenso.
—Alguien quiere contratarte para un trabajo.
Corvin y Mundo suspiraron aliviados.
—Creo que los dejaré para que hablen de negocios —dijo Mundo y abandonó la mesa.
El hombre tomó asiento e hizo un gesto al tabernero.
—Sírvale un buen vino al amigo y otro para mí.
Corvin se ilusionó. Algunas de las mejores ofertas de trabajo que recordaba habían venido acompañadas de una invitación a una jarra de vino. De hecho, eran tan buenas ofertas que ninguna llegó a concretarse.
—Tengo un cliente que necesita que lo acompañes a un lugar.
—¿Acompañarlo? ¿A dónde?
—Sí, solo acompañarlo. No sé el lugar exacto, es un tipo muy reservado.
—Pero, hay mejores escoltas por ahí…
—No me entendiste bien, mi cliente me pidió explícitamente que fueras tú. Creo que se trata de un asunto religioso.
—Tampoco soy muy religioso que digamos.
—Escucha amigo, te estoy ofreciendo la posibilidad de ganarte un dinero fácil. Mi cliente solo quiere que lo acompañes hasta un lugar en las montañas, lo ayudes en una ceremonia y ya está. Hay tres candidatos que cumplen con sus condiciones, tú eres el afortunado que decidí visitar primero porque me quedabas más cerca, pero si no estás interesado, puedo ir con el siguiente.
—Pues… si es lo que el cliente quiere, vamos a complacerlo, ¿no?
Chamur esbozó una sonrisa.
—Una decisión inteligente. Tomemos otra copa y te llevo con el hombre.
Oj’Alá era un hombre un poco más bajo que Corvin, de piel muy pálida y sonrosada, justo la clase de piel que el joven asociaba con alguien que tiene dinero y que jamás ha doblado el lomo. Llevaba el cráneo pelado al rape, pues los sacerdotes sabían que el pelo solo atrae insectos molestos, lo cual acentuaba la redondez de su cara. Aparentaba unos cincuenta años y tenía una permanente expresión de indiferencia, rayana en el desdén.
La botella de vino en la mesa incluso tenía etiqueta. Solo los mejores vinos tenían etiqueta. La acompañaba un vaso de cristal, no una jarra de barro.
—¿El camino del oeste? ¡No me dijeron que tenía que acompañarlo por el camino del oeste!
Oj’Alá lo miró con su expresión altanera.
—¿Cuál es el problema?
—¡Es muy peligroso! Sinceramente… no creo que pueda protegerlo allí.
—Aprecio tu sinceridad muchacho, pero no necesito que me protejas. Solo estás aquí para acompañarme.
—¡Pero eso está lleno de bandidos…!
—Tengo experiencia con ellos.
—¡…y gules, y…!
—Unas personas perfectamente tratables, si obviamos su molesto impulso de querer comerse nuestro cerebro. Lo cual, no creo que sea un gran problema para ti, que no pareces tener mucho.
Corvin suspiró.
—Bien, entonces, ¿cuándo partimos?
—Justo ahora. Si nos movemos rápido estaremos allí mañana antes de mediodía y regresarás a tu casa al anochecer. He encargado provisiones suficientes.
El Gran Sacerdote se puso de pie y le alargó un macuto. Tras ellos se formó una pequeña trifulca para ver quién se quedaba con la botella.
Una hora después salían por la puerta del Mercado Este. Puerta era más bien una metáfora, porque la ciudad había rebasado hacía tiempo el límite de la muralla y después de la puerta, o mejor dicho, más allá de el sitio donde estuvo (porque la antigua puerta y sus muros fueron desvalijados) aún quedaba un trecho de urbe, llamado el Barrio de las Costureras, aunque las damas que vivían en esa zona hacían muchas cosas más aparte de coser. La calle Malestares terminaba justo donde iniciaba el camino del este y en esa confluencia había un mercado, que era el que daba nombre a la salida.
Oj’Alá se detuvo frente a un vendedor de frutas.
—Tomaré estas.
La voz de Oj’Alá sonó terriblemente imperiosa.
—Sí, señor —dijo el vendedor.
El Gran Sacerdote tomó varias frutas y le dio una a Corvin.
—¿Por qué has hecho eso, tomarlas sin pagar?
Oj’Alá lo miró con extrañeza.
—Curioso, eres inmune a la manipulación. Supongo que se deba a tu mente desenfocada. Respondiendo a tu pregunta, lo hice porque podía hacerlo.
—Entonces, si yo pudiera pisotear todo este barrio como si fuera un hormiguero, ¿debería hacerlo?
—Si te produce placer o algún beneficio, sí.
—Siempre he pensado que no debería hacerle a los demás lo que no me gustaría que me hicieran a mí.
—Política equivocada muchacho. La forma correcta de pensar es que deberías estar preparado para no dejar que alguien te haga lo que no te gustaría que te hicieran.
Corvin rumió aquello para sus adentros. Definitivamente su empleador no era una buena persona. Por desgracia, en un barrio como Murga Oeste las malas personas se encuentran por docenas, así que Corvin tenía experiencia con eso. Era uno de esos lugares que luego de una breve estancia, hacen pensar que un genocidio no es algo tan malo, después de todo. Trabajar para malas personas no era algo nuevo para él.
—Usted no es de por aquí, ¿no? —preguntó Corvin.
—Pues sí, soy del valle, pero estuve ausente por mucho tiempo.
—¿Sí? ¿Viajó por todo el mundo?
—Sí. Pero la causa principal de mi ausencia es que estuve dormido por varios miles de años.
Para otra persona, tal afirmación habría sido difícil de creer. Pero en su trabajo Corvin había visto mensajes tratando de explicar cosas aún más increíbles, como por ejemplo que la señora Cut y un hombre no identificado no estaban haciendo nada, a pesar de ser sorprendidos desnudos en la cama por el señor Cut. Así que por esa y otras muchas razones (incluyendo su breve entrenamiento como mago) estaba inmunizado contra aseveraciones increíbles, por decirlo de alguna manera. Además, viniendo de Oj’Alá, cualquier otra explicación le habría parecido más increíble. Algo en aquel hombre no encajaba bien. Así que la única frase que vino a su mente fue:
—¿Por qué?
—Porque el gobernante estaba celoso de mis conocimientos.
—¿Solo por eso?
—El conocimiento es un arma, muchacho.
—¿Sí? ¿Entonces por qué los guardias de la ciudad son tan tontos?
—Porque en última instancia, los guardias son solo armas. No es bueno que un arma piense por sí misma, porque entonces el Poder no podría manipularlas.
Corvin admitió que no le faltaba lógica a tal aseveración.
Oj’Alá marchaba a buen paso y la caminata no parecía afectarlo tanto como a su acompañante, peor alimentado y poco habituado a recorrer grandes distancias. Ya estaba avanzada la tarde cuando alcanzaron el límite de las montañas y el camino se internaba entre formaciones rocosas de baja altura. Entonces dos sujetos saltaron desde las piedras detrás de ellos, enarbolando mazas. Corvin entró en pánico.
De alguna forma logró darle una patada en el estómago a uno y eludir el mazazo del otro (el tipo era más lento que su abuela), mientras buscaba hacia dónde correr. Una mancha borrosa pasó a gran velocidad frente a él y escuchó gritos. Supuso que el viejo estaba teniendo una pelea de las buenas con los dos asaltantes, pero no se volvió a echar un vistazo. Detenerse a ver las peleas de otros, en especial desde muy cerca, es una de las formas más fáciles de conseguir un batacazo no deseado. Miró hacia el frente y vio al tercer atacante, que le apuntaba con las palmas de las manos, a la altura del pecho. “Mierda, un mago…”
Una luz azulada se formó en las manos del mago y salió disparada hacia Corvin. Logró identificar el hechizo por sus incompletos estudios de magia: la Flecha de Color de Tuero. Conocía dos técnicas para contrarrestar la Flecha de Color, una era El Escudo, la otra era Moverse Muy Rápido fuera de la trayectoria del proyectil. Pero Corvin no sabía conjurar escudos y moverse muy rápido no se le daba bien. En todo caso, ya era muy tarde para cualquiera de las dos cosas.
Oj’Alá apareció frente a él. Hubo un sonido silbante y el destello verde desapareció. Entonces le tocó gritar al mago. Y a Corvin también.
La piel del último asaltante se arrugó como un pergamino viejo y se secó en segundos.
Oj’Alá bajó la mano.
—Ya está.
Corvin se percató de que aún tenía la boca abierta.
—Eso… ¿qué fue?
—Necromancia. Estaba de moda en mi época.
—Ah… ya veo ¿Es posible aprenderla?
—A ese nivel no. Digamos que haber estado muerto es un requisito indispensable para dominarla correctamente.
—Qué bien… Digo, ¿muerto?
—Por unos cuantos siglos. Diez o doce. Parece que te has ganado una propina, muchacho, revisa qué tienen en sus bolsillos.
El estado en que habían quedado le dio escalofríos. No obstante, ya no necesitarían el dinero y en cambio a él sí le sería muy útil. Pero los asaltantes no llevaban mucho más que Corvin, tal vez por eso eran bandidos en primer lugar. Al menos no tenía noticias de ricos que asaltaran a viajeros a pie. Decepcionado por el escaso botín, se apartó de los cuerpos resecos.
El anochecer los sorprendió entre las montañas, luego de una marcha sin contratiempos. Oj’Alá mencionó de pasada que resultaba raro no haberse topado ningún gul, y que en sus tiempos siempre rondaban por el camino.
Se detuvieron cerca de un manantial que brotaba de la roca. Alguien bien intencionado había construido una especie de estanque con piedras para contener el líquido, pero con toda seguridad el susodicho no tenía habilidades de albañilería. Por lo tanto, el estanque filtraba agua por todas partes, creando a su alrededor un minúsculo pantano donde Corvin se hundió hasta los tobillos.
—Mañana antes de mediodía habremos llegado al templo.
—¿Y qué haremos allí?
—El Despertar… Es una ceremonia religiosa que no puedo hacer solo, es necesaria una persona con tus características para que se complete. No me preguntes por qué, pero la profecía así lo exige.
—¿Y para qué quiere hacer esa ceremonia?
—Muy simple, voy a despertar a Bak, el más grande de los dioses, y le pediré que me conceda poder para gobernar el mundo.
—¿Bak? Pero es un dios antiguo, de hace tres mil…
Oj’Alá asintió en silencio.
—Hace mucho tiempo fui el Gran Sacerdote de Bak. No te preocupes, cuando lo consiga no te faltará nada. Ahora duerme, yo velaré.
Agotado por la caminata y adormecido por la primera comida decente en… un buen tiempo, Corvin cayó en un profundo sueño.
El Gran Sacerdote lo despertó con las primeras luces del alba y le ordenó que buscara agua y se encargara del desayuno. Durante toda la mañana marcharon por los senderos de las montañas, que subían y bajaban. A Corvin le pareció que habían caminado un centenar de millas, pero en realidad eran apenas seis, porque lo accidentado del trayecto no permitía avanzar muy rápido. Ya cerca del mediodía el sendero se convirtió en un camino ancho, que desembocó en una especie de plaza rodeada por escarpadas paredes de piedra.
—Hemos llegado.
En los buenos tiempos, el templo de Bak era el edificio más importante de la Ciudad Sagrada. Estaba constituido por una plazoleta rodeada de columnas sin ningún otro propósito excepto servir como libro de historia, donde se reunían los fieles un par de veces al año con motivo de algunas ceremonias públicas. Aparte de eso, la plazoleta no tenía otros usos y era tan inútil como las columnas, porque Bak nunca fue una deidad que gustase de aglomeraciones de gente adorándolo. El templo como tal era un edificio cuadrado apoyado contra la falda de una montaña, que contenía una estatua en tamaño natural del dios, o al menos eso decían los archivos, porque nadie había visto a Bak en los seiscientos años anteriores al reinado del Grandísimo y el sacerdocio de Oj’Alá.
A pesar de tener cuatro mil años, el templo se conservaba bastante bien. Las piedras de varias toneladas, apiladas unas sobre otras, tienden a conservar su posición, y esa era una propiedad que los antiguos habían explotado a fondo. El viento solo había redondeado algunos bordes y borrado los bajorrelieves, el techo ya no estaba, pero básicamente las cuatro paredes se mantenían, al igual que la mayoría de las columnas inútiles. Durante su período como novicio, Oj’Alá tuvo que limpiar dichas columnas cientos de veces y retocar las pinturas que recreaban la historia de los dioses y los primeros reyes (el populacho no sabía leer y había que transmitirles la historia nacional de alguna manera), así que no le entristecía que se hubieran perdido algunas.
El edificio era relativamente pequeño, pues medía solo treinta metros de ancho por cincuenta de largo y diez de alto. Lo que el vulgo no sabía era que el verdadero corazón del templo estaba dentro de la montaña, en varias cámaras que triplicaban el tamaño de la parte visible y pública. Ni siquiera los reyes podían entrar en esa sección, donde se guardaban los libros de magia, el libro de las profecías y casi todos los conocimientos del mundo antiguo: las fechas de las cosechas, el tratamiento de enfermedades, la fabricación del pan y, sobre todo, cómo hacer la cerveza.
La cámara del dios era una sala de unos seis metros de alto, ocho de ancho y quince de profundidad. El encargado de excavarla no había sido muy cuidadoso, pues el lado izquierdo era visiblemente más bajo que el derecho, y el encargado de enchapar las paredes no había escatimado en argamasa, dejando costurones irregulares de mortero entre las piedras.
En la pared del fondo, esculpido en una lápida de tres por tres metros, un rostro de piedra casi tan grande como una persona parecía mirar a la lejanía.
Unos escalones conducían hasta el rostro, que se encontraba a metro y medio por encima del piso.
—¡Gran Bak! ¡Tu servidor, el Gran Sacerdote Oj’Alá, te invoca! ¡Preséntate ante mí!
Oj’alá apuntó una mano hacia Corvin y éste sintió que su cuerpo se paralizaba.
—¡Aquí está la víctima que pide la profecía, Gran Bak! ¡Aquí está el hombre que lo tiene casi todo!
—¡Mierda! ¡Me engañaste!
Un poco de arenisca se desprendió del rostro pétreo. Los ojos pestañearon, los labios se movieron… y el dios Bak bostezó, para horror de Corvin.
—¡Acepta el sacrificio requerido para tu resurrección gran Bak! ¡He aquí al hombre que lo tiene casi todo!
—¿Dónde quedó aquello de que no me faltaría nada?
—No te preocupes, tendrás un ataúd muy bonito. Supongo que una vez muerto no necesitarás más que eso, ¿soy o no soy magnánimo?
—Ah…, un sacrificio —pronunció la cara en la pared con voz ronca—. Supongo que querrás algo a cambio.
—Lo que pido, gran Bak, es que me concedas el gobierno del mundo. A cambio restauraré tu culto y tu grandeza. Habrán templos tuyos en cada ciudad, con fuegos ardiendo día y noche, no te faltarán los sacrificios de bueyes y ovejas…
—No me interesa.
—¿Qué? —dijo Oj’Alá.
—Lo siento, me he retirado del negocio.
Se hizo un silencio total durante unos segundos.
—¿Que te has qué?
—Retirado.
—¿Que te has retirado?
La cara en la pared frunció el ceño.
—Tío, te repites más que una ensalada de pepinos. Que me he retirado.
—Entonces… ¿La Gran Batalla Final, el Renacer, todo eso…?
—Inventos de Dob el Escriba, pensó que quedaría bien. Siempre supe que eso traería problemas a largo plazo… Bueno, soy un dios, después de todo, y puedo ver el futuro. Aunque la verdad que no miré tan lejos.
—¿La profecía del Regreso y la Caída de los Falsos Dioses?
—Ya te lo dije, quedaba bien. La verdad es que lo teníamos todo planeado. Somos dioses, ¿sabes? Sabíamos que en algún momento nos aburriríamos de esa vida. Es el ciclo sin fin, o algo así. Cuando ya llevas un par de miles de años el trabajo ya no es tan motivador como antes y empiezas a pensar si no sería el momento de tomarte unas buenas vacaciones. Cuando eso sucede, te buscas algún sustituto y te recluyes en tu templo favorito para echar una siestecita.
Oj’Alá se quedó con la boca abierta.
—¿Aburrirse un dios? ¿Cómo es posible aburrirse del poder absoluto, del control sobre el mundo?
—Luego de veinte siglos todo se vuelve lo mismo. He visto cosas que no creerían… Banquetes enormes con cientos de bueyes asados, orgías inmensas con docenas de vírgenes… Todo eso se perderá como una meada en la lluvia.
—¡He esperado tres mil años para convocarte y que vuelvas a reinar para que me concedas poder absoluto sobre el mundo! ¡No puedes hacerme esto a mí, a tu Sumo Sacerdote!
—¿No puedo?
El rostro pétreo pestañeó y un estruendo sacudió el templo en ruinas. Oj’Alá se desplomó como un saco.
—Me molesta que me despierten por tonterías.
Miró a Corvin paralizado. “Ahora sí es el fin”, pensó el desafortunado candidato a sacrificio.
—Lamento que hayas tenido que ver eso, pero a veces hay que poner a la gente en su lugar, ¿no crees? Por favor, cárgalo y ponlo ahí en esa lápida que ves frente a mí.
Corvin asintió, sin hablar. Notó que su cuerpo volvía a estar bajo su control. Con gran esfuerzo se echó al Gran Sacerdote al hombro, pero tuvo que soltarlo cuando subió los escalones. Se conformó con hacerlo rodar hasta la lápida blanca.
—Bien… Ahora apártate un poco.
La lápida brilló y Oj’alá desapareció, convertido en una nube de humo.
—¿Qué le ha sucedido?
—Deshice su cuerpo material y envié su alma de vuelta al ciclo natural.
—¡Oh, dioses! ¿Quiere decir que lo he matado?
—No, estoy bastante seguro de que yo lo maté, tú solo lo empujaste hasta el lugar que te dije. En mis buenos tiempos lo habría liquidado con un rayo, habría hecho que la tierra se lo tragara o enviado un monstruo a devorarlo a él y a su familia, pero esto de estar jubilado tiene sus inconvenientes.
—Entonces, ¿puedo marcharme?
—Pues sí, aunque ahora que lo pienso, creo que tal vez debería recompensarte. Es lo que se espera de un dios, ¿no crees?
—Supongo que un poco de oro me vendría bien. En verdad, mucho oro.
—Lo siento chico, llevo un buen tiempo apartado de los asuntos divinos. No tengo muchas posibilidades de cubrirte de oro. En verdad, no tengo mucho con qué recompensarte.
Corvin se encogió de hombros.
—Ah, está bien. No me esperaba nada después de todo. Mi abuela siempre lo dijo: no hay milagros para el pobre, solo trabajo duro.
—Qué puedo decir… He estado ahí y lo he visto con mis propios ojos. Generalmente los mejores milagros los consiguen gente que para empezar no los necesita. Tu abuela es una señora sabia. ¿No le interesará convertirse en diosa o algo así? Podría darle algunos consejos para que se inicie en el negocio.
—Ya murió… Y mi mamá no heredó mucho de su sabiduría.
—Qué pena por tu madre chico, aunque puedo asegurarte que estar muerto, o incluso no existir, nunca han sido impedimentos para convertirse en divinidad. Bueno, creo que es hora de que regrese a mi descanso. Pero te daré un consejo, de donde vino ese tío…, mejor dicho, de cuando vino ese tío, se acostumbraba a enterrar a los reyes con un buen tesoro. Si no recuerdo mal dijo que era Sumo Sacerdote durante el reinado de Ketepiso VII o algo así, un enclenque insoportable y metiche. Si vas a la pirámide de Ketepiso VII tal vez puedas conseguir algo.
—¿No se supone que estén protegidas por maldiciones y trampas?
—Bah, esos tacaños jamás pagaron por una maldición que valiera la pena y eso que había buenas ofertas por apenas diez ovejas. Si mi memoria no me engaña, lo más que pillarías en la pirámide del Grandísimo es un ataque de tos, por el polvo. Está tan mal hecha que hasta goteras tiene.
—Muchas gracias, creo que lo intentaré.
—No, no lo intentes. Hazlo o no lo hagas, intentar no vale… Hmm, ¿dónde habré oído eso? No importa, suena bien. Eso es todo lo que puedo hacer por ti, te explicaré dónde encontrar la pirámide y me vuelvo a dormir. Ve con mis bendiciones, chico.
Corvin salió del templo aún con algo de susto. Aspiró profundamente el aire de las montañas y pensó que debería estar contento de, al menos, haber escapado vivo. Además, ahora tenía una nueva esperanza. Se puso en marcha a paso rápido. Una pirámide llena de tesoros lo esperaba.
Roger Durañona Vargas. Guantánamo, 1975. Narrador
Narrador. Actualmente radicado en Santiago de Cuba. Aficionado a la Ciencia Ficción y la Fantasía, se dedica al desarrollo de videojuegos y escribe sobre temática fantástica con ingredientes de humor. Tiene una novela lista para publicarse.