Ramiro revisó el motor de la lancha por quinta vez. El calor atrapado entre los tablones del improvisado cuartucho le daba picazón en todo el cuerpo, pero no podía abrir ni puertas ni ventanas para ventilar el lugar. Nadie, salvo los que se iban esa noche, conocía del paradero de la embarcación, construida con mil misterios para no levantar sospechas. Después de acariciar la madera pulida, Ramiro cubrió la lancha con una lona, y se dispuso a salir del lugar. Consultó el reloj, eran las doce y media de la tarde. “Buena hora ir caminado y calentar algo de almuerzo”, pensó.
Afuera lo esperaba Frank, su sobrino. Ramiro lo miró con simpatía. A su juicio el muchacho era bueno, pero en ocasiones se iba de la realidad e, incluso, tenía premoniciones. Por si fuera poco, de un tiempo para acá le había dado por leer una vieja Biblia que había encontrado entre las cosas de su abuelo. “Si el libro no hubiera sido del viejo, seguro que se lo desaparecía para que dejara la bobería y se espabilara un poco”, pensó Ramiro, y dejó escapar un suspiro a manera de reconciliación con aquellas cosas que no entendía de su sobrino.
Al llegar hasta donde estaba Frank, le puso una mano afectiva en el hombro.
—Sobrino, hoy por la madrugada es la cosa, así que no te me duermas en los laureles.
—Tranquilo, tío. Te preocupas demasiado.
—Me preocupo y me ocupo, como se lo prometí a tu difunta madre, que en paz descanse.
Frank dejó escapar una sonrisa leve. Ramiro era como un padre para él, y Frank lo quería entrañablemente, aún en los momentos en que la terquedad de Ramiro no le permitía ver más allá de lo que había delante de sus ojos. Su argumento favorito era: “Yo soy como Santo Tomas: ver para creer”. En verdad que era un hombre rudo y práctico. Su vida era el trabajo duro de sol a sol. Pero Frank tenía paciencia, porque detrás de aquella rudeza había un gran corazón.
Caminaron rumbo a la casa uno junto al otro sin hablar. El olor a mar se sentía a poca distancia. No había ruido de oleaje de modo que Ramiro intuyó que estaba en calma.
—Ojalá esté así de tranquilo esta noche –dijo Ramiro.
Pero Frank detuvo la marcha y se quedó mirando hacia el cielo, luego enterró sus ojos en la línea del horizonte, como si estuviera viendo algo a lo lejos, pero que solo él y nadie más podía ver. Cuando se ponía así, a veces su tío se exasperaba porque casi siempre lo dejaba con la palabra en la boca. Pero era inevitable, cada vez que esto ocurría era que una señal del otro lado de la realidad venía en camino. Frank no sabía exactamente por qué le sucedían esas cosas, simplemente llegaban sin ser invitadas. Por esa razón había comenzado a leer la Biblia, a ver si encontraba una respuesta a esa sensación que primero se le reflejaba en el pecho, al principio como una palpitación leve; luego era como si de pronto al alma se le zafara un pedazo, y la piel se le erizaba toda; por último el corrientazo, que a veces venía acompañado de una voz que pronunciaba dos o tres palabras, en sentido afirmativo o negativo. Pero en esta ocasión no hubo voz, solo la intensa sensación de angustia, que se traducía en una señal de alarma.
—¿Qué pasa, sobrino?
Frank trató de sonreír para que su tío no se preocupara, pero no pudo, el paso del extraño suceso lo había dejado con el cuerpo medio doblado, y un dolor tremendo en el esternón que le llegaba hasta el estómago. Sintió deseos de vomitar, pero se contuvo.
Ramiro comprendió lo que había pasado. Primero se puso las manos en jarras sobre la cintura, y luego cruzó los brazos sobre el pecho y sacudió la cabeza.
—¿De nuevo te entró una cosa de esas de las que a ti te dan?
—Parece que sí —dijo Frank. Dejó escapar un suspiro y miró a Ramiro directamente a los ojos—. Esto no está bien tío.
—¿Qué es lo que no está bien?
—Lo que estamos haciendo. Lo que pensamos hacer esta noche. No está bien.
—¡No me digas! Pues mira, ya lo hecho, hecho está. Y no podemos echarnos para atrás.
—Algo va a cambiar.
—¿A cambiar? Tú estás loco.
—No estoy loco tío, tú veras que lo que te digo es verdad. Algo va a cambiar. Solo tenemos que tener paciencia y un poco de fe.
—¿Fe? Mira, sobrino, al principio de darte estos vahídos raros, yo me dije “no me importa que sea religioso o algo parecido, siempre y cuando no me salga guanajo o sinvergüenza”, pero esto sí que no te lo voy a permitir.
—No hables así, tío. ¿Alguna vez te he engañado o faltado el respeto cuando estas cosas me pasan?
Ramiro se quedó pensativo e hizo una mueca de reproche para consigo mismo.
—Es verdad, nunca ha pasado tal cosa. ¡Pero carajo, sobrino! Cuanto tiempo y sacrificio nos ha costado hacer la lanchita esa para poder irnos y, de pronto, te me bajas con una sirimba de las tuyas diciendo que “está mal lo que vamos a hacer” y que “algo va cambiar”.
Frank se pasó una mano por la frente para sacarse el sudor frio.
—Mira, tío, vamos a hacer una cosa. Si cuando lleguemos a la casa no hay una respuesta clara de esto que me ha pasado, yo te aseguro que nos vamos esta noche pase lo que pase, y yo te doy mi palabra que nunca más molesto con estas cosas. ¿Te parece bien?
Ramiro afirmó con un gesto vehemente de cabeza, como si un resorte se le hubiera disparado en el cuello.
—Muy bien. Palabra de hombre.
—Palabra de hombre.
Y se dieron un fuerte apretón de manos.
Cuando llegaron a la casa, Ramiro encendió el televisor. Ya había pasado el noticiero del mediodía. Mientras tanto, Frank se había ido al patio a lavarse las manos para preparar el almuerzo. Su pecho comenzó a palpitar con fuerza una vez más, pero esta vez se contuvo y no dijo nada. La respuesta estaba por llegar. En ese mismo instante sintieron la voz y los toques insistentes de Aurora, cuñada de Ramiro y madrina de Frank, que vivía en la misma cuadra. Ramiro abrió la puerta y Aurora entró como un bólido sin tan siquiera esperar a que la dejaran entrar.
—Ay, Ramiro perdóname la mala educación, pero esto es una locura, la gente está revuelta con la noticia.
—¿Qué noticia?
—Parece que las cosas entre nosotros y los americanos se van a arreglar. Ya los tres héroes que faltaban están aquí y el gobierno cubano devolvió al contratista ese de la US… US…
—La USAID —intervino Frank desde la cocina.
—Ese mismo que estaba preso aquí. Ya está en los Estados Unidos. La noticia la están dando por todos lados. ¿Dónde tú estabas chico? ¿En la luna?
—¿Yo? Dónde tú crees…—y bajó la voz apretando la lengua entre los dientes— preparando las cosas para “lo nuestro”.
—Ah, ya entendí. Pues te cuento que Raúl habló por televisión hace como media hora; y Obama también dijo lo suyo por allá. Se están diciendo cosas que hace años esperábamos escuchar. ¡Y en el mismo día de San Lázaro bendito, es un milagro!
A pesar de la conmoción de la noticia, Ramiro había asumido su frecuente aire de incredulidad. Mientras, Frank apagó el fogón y fue hasta la sala.
—Te lo dije, tío, que algo iba a cambiar. Las señales nunca llegan por gusto.
— ¿Te llegó una premonición mijo?
—Sí —interrumpió Ramiro—, le dio otro ataque loco de esos…
—Ay, Ramiro, no hables así. ¿Qué fue lo que sentiste esta vez, Francisquito?
—Más o menos lo mismo de siempre madrina, pero esta vez presiento que lo que vamos a hacer no está bien. Que debemos tener fe y esperar.
— ¿Tú estas oyendo, Aurora? Después de todo lo que hemos pasado y lo que hemos invertido…
—Pues quiero decirte que la gente no está muy segura de quererse ir.
—¿Qué tú dices? —Ramiro estaba a punto de estallar.
—Pasé por casa de cada uno de ellos, y están pensando mejor las cosas después de la noticia.
—¿Así que se rajaron? —espetó Ramiro.
—Vamos, Ramiro, que no es coser y cantar. Es un viaje peligroso y no todo el mundo llega para hacer el cuento. Tu propio hermano está de la cama para el baño desde esta mañana, nada más de pensar que está noche iba a dejar este país tirándose al mar como una boca de lobo, a riesgo y verdad.
—Como el resto de nosotros, Aurora.
—Si, pero tú sabes bien que cuando al muchacho le vienen las premoniciones no es por gusto, y siempre es para beneficio de todos aquí. Él nació con su estrella bien bendita.
—¿Y yo nací estrellado contra la vida? —dijo Ramiro.
—No digas eso. Aquí todos te amamos y te respetamos, mi cuñado.
Ramiro iba a intervenir, cuando Aurora lo detuvo.
—Además, dice la gente del viaje que no te preocupes por el dinero, que no hay prisa con eso. Ellos confían en ti. Saben que tú eres un tipo derecho. Lo que está pasando no es culpa tuya, cuñado. Todo parece indicar que las cosas van a cambiar de verdad.
—Yo le dije que había que tener fe y esperanza, madrina —dijo Frank.
—Eso, mi niño, así se habla.
Ramiro los miró a los dos en silencio. Hizo un gesto de desdén con los hombros, luego avanzó hasta el cenicero que reposaba sobre una mesita en la sala y recogió el mocho de tabaco que había dejado para fumárselo después de almuerzo. Lo encendió, aspiró el humo con fuerza y finalmente dijo:
—Bueno, si ustedes así lo deciden, y los otros también se quitan del asunto, por mi está bien. Porque sin la familia no me voy para ningún lugar. Vamos a esperar a ver que pasa.
Frank abrazó a su tío y Aurora le dio un beso en la frente a su cuñado.
—Tú como siempre madrina, con la mente clara —dijo sonriente Frank.
—Imagínate, mijo, alguien tiene que tener el seso bien puesto cuando el resto de la gente parece haber perdido la cabeza. Me voy —dijo la mujer— antes que tu otro tío se me vaya por la taza del inodoro.
Después del almuerzo, Ramiro y Frank agarraron cada uno un taburete y se sentaron en el portal de la casa a disfrutar de la tarde, que avanzaba al compas de una brisa tenue que apenas estremecía las hojas de los arboles. Frank tenía la vieja Biblia abierta de su abuelo en las manos, listo para comenzar a leerla.
—¿Y ese libro habla de la esperanza y la fe? —preguntó Ramiro sin dejar de mirar como se achicaba el mocho de tabaco.
—Sí, fue escrito hace siglos, para aquellos que precisamente buscan esas cosas que acabas de decir.
—Bueno, ya que decidí darles un voto de confianza tanto a la una como a la otra, léeme algo que me convenza.
Después de una sonrisa, Frank le dijo:
—No sé si te convenza, pero al menos es un buen comienzo ¿no crees?
—Si tu lo dices sobrino, pues carajo, que así sea.