1
Ya la muchacha había entregado el alma.
Tal vez por la ausencia de toda esperanza o la derrota ante la proximidad de la muerte. Ezequiel no lo sabría nunca. Desde su escondite en la distancia, sólo percibía las palpitaciones de un cuerpo vencido por el pánico que pronto no sería más que un recipiente vacío, sin contenido de emoción o sentimiento alguno; como si la vida nunca hubiera visitado aquellos miembros maniatados que ahora se estremecían sobre el pentagrama dibujado con sangre, a los pies de la estatua del Eterno Rebelde, el monumento dedicado a Satán, instalado en el atrio interior del Capitolio habanero.
El lugar escogido le permitía espiar sin ser visto por los oficiantes del rito, pero tenía que evadir a los fieles del Sacerdote Maldito que, disfrazados con el uniforme regular de los custodios, hacían su ronda por el piso superior: el Salón de los Pasos Perdidos. El pensar en esto último le provocó la patética sensación de que la Divina Providencia una vez más se reía en su cara, porque habían sido sus pasos, animados por la vanidad y la ambición de su inteligencia, los que le habían llevado por un camino incierto e irracional.
Ahora, ni su maltrecha fe en Dios, ni las noches con extenuantes jornadas dedicadas a Platón y Aristóteles, a san Agustín y santo Tomás parecían serle útiles. La Política y la Lógica, inservibles; la Metafísica y La Ciudad de Dios, junto a las cinco vías tomistas de la demostración y la argumentación ontológica de san Anselmo… nada de eso valía ante el triunfo de la locura y la muerte que iba tomando forma en uno de los jardines interiores del insigne edificio capitalino, ahora lleno de escombros, trozos de cabillas, pedazos de madera suelta para encofrado y grava dispersa, a causa de las obras de reconstrucción y restauración.
Agitado por estos pensamientos, se percató de que su respiración iba demasiado rápido, por lo que comenzó a disminuir el compás del diafragma hasta que la transpiración no fue más que un pulso leve, como la de un moribundo. Quería mantener la calma, que el miedo no le petrificara las piernas a la hora de hacer lo que tenía que hacer, pero los golpes de pánico iban y venían incontrolables, como las olas en una marejada. Su cabeza se había extraviado en el clásico recorrido del mito al logos, tan seguro para las argumentaciones teóricas y factibles para mantener a raya a alumnos irreverentes durante la docencia.
Al pensar en esto, consideró que, tal vez, la justicia divina había sido retributiva. El presente absurdo que ahora vivía no era otra cosa que el precio de haber sido un hijo bastardo de la razón y llevar la fe incrustada a su lógica y enarbolarla como parlamento efectivo en los momentos necesarios. Comprendía que había extraviado el camino, al punto de crear todo un laberinto de circunstancias cuya única salida posible parecía tan incierta como arriesgada. Pero el reproche a la negligencia de un intelecto derrotado por fuerzas que no eran de este mundo, tampoco tenía sentido. Aferrarse a la razón y la lógica a última hora en busca de una verdad superior tenía algo de hidalguía, pero ya la hembra sacrificial estaba casi lista. Sólo quedaba esperar la conjunción entre Marte y Saturno para abrir de un tajo el cuello de la chica.
¿Sería posible tal cosa? Ezequiel ya no sabía qué creer. Lo cierto era que la garantía de poder preservar su vida como botín era ínfima. Si no lo lograba, tal vez su alma alcanzaría la redención de la cual tanto había hablado durante sus días ordinarios como profesor de teología. En los momentos que restaban, la vida o la muerte parecían pertenecer a los adoradores del Sacerdote Maldito y sus acólitos, embriagados de perversos designios escatológicos.
“Sobrevivir, de eso se trata todo, sobrevivir”. Ezequiel quería convertirse en una sombra y desvanecerse. Pero los pasos sigilosos de los acólitos en la colocación de las piedras para el final del rito, le recordaron que el cuerpo pesa —eso era parte de la tragedia antropológica— y sabía que el suyo era muy pobre en el arte de difuminarse o cualquier otra suerte de prestidigitación.
El momento estaba cerca. Calculó que faltaría muy poco para el comienzo de la invocación. Se sentó en el suelo y recogió las piernas hasta quedar ovillado contra la pared en un rincón oscuro. Cerró los ojos y como en esas recapitulaciones o reminiscencias que suelen tener los condenados antes del patíbulo, su mente se disparó hacia atrás en el tiempo. La memoria le arrastró hasta el día cero, cuando todavía su vida era irrelevante y anónima y sus jornadas no eran más que un ir y venir entre las cosas que se acumulan en los tediosos ciclos de una existencia común.
2
De nuevo la canción. Había perdido la cuenta de cuantas veces había escuchado la melodía empalagosa. La pasaban una y otra vez en la radio y la televisión, dedicada a enaltecer la memoria del difunto Comandante en Jefe. Como una letanía hebdomadaria, la melodía iba y venía en todas direcciones en el vecindario, irradiando una tristeza melosa que parecía irlo cubriendo todo lentamente. Quizás por ello, desde el amanecer, el cielo había comenzado a replegarse en nubes oscuras que parecían pergaminos oleaginosos que llevaban escritos una sentencia. Finalmente, sobre las seis de la tarde, la lluvia se anunció con su olor a tierra mojada, hasta que unas gotas gruesas y aisladas comenzaron a estrellarse con violencia contra el cristal de la ventana del apartamento de Ezequiel.
Como no tenía que trabajar, Ezequiel se había levantado casi al medio día. Después del desayuno tardío, pensó en leer las tesis de estudiantes que tenía pendientes, pero cambió de idea. Optó por ir a su cuarto y tomar la vieja Fender Stratocaster de estudio. Conectó el pequeño amplificador y el pedal. Luego comenzó la afinación. Ajustó el clavijero y fue bajando los dedos por los trastes a través del mástil, hasta llegar a las pastillas y eliminó toda posibilidad de trasteo. Acarició las cuerdas con si fueran los puntos erógenos de una mujer hecha melodía. Hizo unos rasgueos para estirar los dedos y tocó un par de acordes. La melodía rebotó en las paredes del cuarto y se diluyó en la soledad y el silencio ¿Por qué no fue músico profesional? ¿Qué habría pasado con su vida si hubiera sido guitarrista de una banda de rock en lugar de ser profesor de teología? ¿Era su existencia una mala ecuación providencial? Años atrás, le había entregado con fervor su alma al Altísimo, el impulso de su devoción lo había llevado a estudiar teología: había hecho la licenciatura como un chico bueno. Luego la maestría como un chico bueno. Pero cuando intentó verse a sí mismo viviendo una vida pastoral, algo se apagó dentro de él. ¿Qué había pasado? ¿No tenía fe suficiente para semejante entrega? Porque las preguntas seguían ahí: ¿Y Dios? ¿Y el Diablo? ¿Y el bien? ¿Y el mal? Algo en la ecuación no cuadraba. Ya no podía demostrar o probarse nada, salvo con la música, la cual consideraba una prolongación de su espiritualidad, gritándole en un lenguaje intenso y melancólico.
Tocó unos acordes de Losing my religión de REM. Perderse en las melodías de la Fender era, en ocasiones, el único puente sólido entre la realidad y el deseo, pero también una conexión inevitable con el pasado. Recordó el día que había comprado la guitarra eléctrica en plena crisis del Periodo Especial. Fue la apoteosis de la tragedia doméstica. Su familia y él hablaban dos lenguajes distintos. Ellos pensaban, de manera dramática, en las necesidades del vientre y él valoraba las cosas del espíritu. No, pensó Ezequiel mientras sus dedos se desplazaban por las cuerdas de la guitarra, ellos nunca, nunca, nunca aprobaron sus decisiones. Ni guitarrista de rock, ni teólogo. Pero, ¿qué familia? Sus padres estaban muertos, el resto de los parientes lejos o distantes, lo que es igual a estar muertos de una u otra forma.
Nadie se va debiendo nada, así como tampoco nadie llega solo a ningún lugar. El abuelo, por ejemplo, dejó el legado inolvidable de sus elocuentes palabras: ¡En esta casa no se escucha música americana, cojones!, ¡Los religiosos son todos unos gusanos!, ¡En esta casa se cree en Fidel, cojones! Sí, el abuelo siempre tan revolucionario y cojonudo. ¿Habría sido igual de intenso cuando aquella noche de 1993 le dio el infarto? Según le había contado su abuela, en los momentos finales, el abuelo sólo pronunció una frase: ¡Qué equivocado estaba! y luego murió. ¿Equivocado en qué?
¿Y abuela? Taimada y silenciosa, vigilante en secreto, guardiana portentosa de los arcanos familiares más oscuros ¿Y mamá? Oh, Señora Profesional, todo por la ciencia. Las notas al pie en el expediente escolar de Ezequiel daban fe de ello: La madre no se ocupa del progreso educativo del niño. La madre no asiste a las reuniones de padres. ¿El padre? Icono de una generación que practicó el divorcio en masa, sin tener la menor idea de qué significaba ser “divorciado”. ¿Y su esposa? ¿La bella Suzanne? Lejos, allá en Denver, Colorado, desde hacía más de un año. ¿Por qué quejarse? La suya era una biografía nada impresionante, ordinaria.
Pero, ¿y el llamado de Dios? ¿Aquel arrobamiento tan lleno de singularidad e ineludible entusiasmo? Sí, precisamente, enthusiasmus, con Dios en el alma, según dicen los etimólogos. ¿Fue una catarsis o una crisis? Ya no estaba tan seguro de eso, pero tampoco podía afirmar lo contrario.
El sonido del teléfono interrumpió el Santo Oficio y la condena a la hoguera de todos los recuerdos familiares y sus destinos probables o inacabados. Colocó la guitarra en su sitio y fue hasta donde sonaba el aparato con insistencia. Estaba molesto. Nadie tenía derecho a perturbar su debut cotidiano con la Stratocaster. Del otro lado de la línea reconoció la voz del rector Mejías. ¿No debería estar usted preparando su viaje a la bella y civilizada Suiza, rector?, ¿para huir de este calor infernal?, o, tal vez, ¿debería estar deliberando sobre el próximo candidato para el doctorado en Knox College, en Canadá? Desde hacía años, Ezequiel aplicaba a la convocatoria y depositaba su solicitud en la propia mesa del rector y la respuesta era… bueno, tal vez en vez de ser teólogo, lo mejor hubiera sido ser músico; un máster de la Fender Stratocaster y no en teología, pero ya era tarde.
—¿Ya lo sabes, Ezequiel?
El noble hombrecito del otro lado de la línea acababa de pasar por encima de todos los protocolos convencionales de su esmerada educación prusiana en seminarios teológicos germánicos y no dar los buenos días tan siquiera. Además, su voz agitada emitía suspiros que más bien parecían exhalaciones de un asmático en crisis. Aquello no presagiaba nada bueno.
—Disculpe rector, pero no sé de qué me habla.
—Pensé que ya lo sabías, Ezequiel. Hay un estudiante nuestro desaparecido. Hoy vino la policía a verme. La madre hizo la denuncia.
—¿Un estudiante desaparecido dice usted?
Al principio no le encontró sentido a la noticia del rector. Miró por la ventana, como si hubiese alguien del otro lado que le explicara lo absurdo que sonaba todo aquello. Afuera sólo estaba la lluvia que se precipitaba invariable.
—Sí, desaparecido —repitió en tono apagado el rector.
—¿Cómo es posible?
—Ahora no tengo mucho tiempo, ni estoy de ánimo para dar detalles. La policía acaba de irse. Tengo que reunir de inmediato a la junta directiva. Mañana daremos una vigilia de oración por el muchacho. Luego tendré una reunión con el claustro de profesores. Te llamé porque después del claustro necesito hablar contigo en privado.
—¿Conmigo?
—Sí. El estudiante desaparecido es Frank Kohly, uno de tus tutelados —dijo cortante la voz del rector.
¿No fue un escritor francés el que dijo que, vistas las cosas a través de la cámara oscura del recuerdo, estas toman un relieve singular? Ezequiel entró de súbito a la caverna de sus recuerdos. Segundos después, tras algunos cortes y chispazos en sus neuronas, dio de lleno con la figura de un joven, alto, delgado, con el pelo negro y largo, recogido en una trenza, caminado por los pasillos del instituto, siempre callado, vestido a lo heavy metal, con un libro en sus manos.
—Ezequiel, te advertí que el tema de la tesis de ese joven no era conveniente.
—¿El tema de la tesis? ¿Qué tiene que ver eso con la desaparición del muchacho? —preguntó perplejo Ezequiel.
—No tengo tiempo para discutir los detalles. Nos vemos mañana después del claustro —y cortó la comunicación.
Ezequiel colgó el auricular y miró otra vez por la ventana de su cuarto. La lluvia ahora caía diagonal. Las gotas parecían hilos finos suspendidos entre el cielo y la tierra que un titiritero movía a su antojo. Fue hasta una de las gavetas de su escritorio y extrajo un viejo file de plástico con un membrete que decía “Tutoría de Tesis”, lo abrió y encontró lo estaba buscando. Impreso en la cubierta de un bloque de hojas engargolado se podía leer un título: Satanismo y demonología en Cuba: apuntes para una historia, autor: Frank Kohly.
Antes de leer se dirigió hasta la cocina para preparar café. Mientras esperaba que hirviera el agua, recordó el día que había confrontado al comité académico ante la negativa de admitir “semejante tema escabroso, como lo es el satanismo y la demonología, en una tesis del instituto”. Los miembros del comité académico —malditos lobos vestidos de ovejas— le recordaron que el ISEBIT “estaba al servicio de Dios y la humanidad, de modo que traer al seno del Comité Académico, una materia tan precaria y de baja cientificidad, estaba fuera de toda posibilidad académica. Era una burla al nivel ilustrado que ostentaba la institución”. ¿Una burla al rigor científico?
Cuando estuvo listo el café, se sirvió una taza llena y regresó al escritorio. Probó la infusión, la encontró aceptable. Agarró el documento y hojeó sus páginas. Estaba seguro que había hecho, al menos, dos revisiones. Sus notas en los márgenes del texto en varias páginas así lo confirmaban. En una pegatina adherida a la tesis, estaba escrita una recomendación suya, la cual expresaba que el trabajo era digno de la mayor calificación, y así lo habría de consignar en un dictamen escrito para presentarlo antes de la defensa de la tesis.
Ezequiel se llevó la taza a la boca y bebió un amplio sorbo. Emprendió otra relectura, esta vez buscando algo que no podía precisar. Una hora después no había encontrado nada en particular, salvo la ratificación de que era uno de los mejores informes de investigación que había leído en sus años de profesor. Aunque en esto último pensó que exageraba. Tal vez la noticia de la desaparición del muchacho elevaba su obra más de lo debido tras la inevitable aura de conmiseración con que la desgracia suele velar la realidad. De ser así, entonces la tesis era perfecta. La imperfección sólo quedaba para los infelices que no desaparecen. La idea de que el tema de tesis tuviera que ver con la desaparición del muchacho le parecía absurda y al mismo tiempo inquietante. Si de algo estaba convencido era que el rector Mejías no se andaba con juegos, era un hombre sin sentido del humor.
Cerró el file y por el momento decidió olvidarse del asunto. Fue hasta la ventana con la taza en sus manos. La humedad acumulada en el vidrio le confería un matiz borroso al horizonte de edificios carcomidos, recortados sobre un cielo plomizo. Pensó en que a veces, cuando las primeras luces del amanecer emergían tras la silueta de los edificios, aquella franja de horizonte urbano parecía teñirse de colores épicos, como si el amanecer anunciara que la vida era un hermoso regalo. En otras ocasiones, como en ese momento, no era más que un vulgar trozo de ciudad, asolada por lluvias, huracanes, enfermedades y otros males de orden más humano. Sí, no era más que una ciudad condenada, desertada por Dios.
En la esquina del edificio que convergía con la avenida, pudo ver la silueta de una persona de pie bajo la lluvia que miraba en dirección a su apartamento. Por su constitución física, le pareció que era un hombre. No podía precisar detalles, porque la persona estaba cubierta con un grueso chubasquero cuya capota no dejaba apreciar bien la cara. Se acercó a la ventana para ver mejor al intrigante sujeto, pero en el intento de proximidad se le viró la taza de café. La agarró antes de caer, aunque no pudo evitar que parte de la infusión cayera al suelo. Cuando regresó la mirada a la calle, ya no había nadie.
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