Al primo Ariel, prosista del deporte universal.
La primera señal de que algo no estaba bien fue aquel empate a tres goles del Real Madrid frente al desahuciado Málaga, en el Santiago Bernabéu, la fría y húmeda noche del quince de marzo. «No es común, pero ocurre», dijo José Limón, el comentarista que narraba el partido por Onda Deportiva Radio. «Hoy el Málaga está transfigurado», exclamó y aprovechó la pausa del cambio de Asensio por Kovačić para beberse medio vaso de Tío Pepe.
Fue el cuarto empate de esa jornada dominical.
Bruno Carranco, joven comentarista del Correo Deportivo, fue el primero en advertir la ocurrencia. Carranco seguía los resultados de una veintena de ligas. Cuando los leyó la mañana del lunes, se preguntó si no habría un error en los despachos. En la mexicana BVA Bancomer y en el Calcio italiano, en las ligas premier inglesa y escocesa, en la Bundesliga y en el campeonato brasileño, en la Eredivisie holandesa y en las superligas de Grecia y Turquía, en la Primeira Divisão portuguesa y la Gambrinus checa, en la primera división chilena, en la Ligue 1 francesa y en el Campeonato Descentralizado peruano, solo se habían producido empates ese fin de semana.
Aunque no era aficionado al fútbol de los países del Golfo, decidió echar un vistazo a los resultados de la Liga Árabe. «¡Increíble!», gritó cuando leyó similar serie de empates. Que el fenómeno se repitiera en la liga premier egipcia, disparó su asombro y su curiosidad. Esa tarde del domingo, ante sesenta mil espectadores en el Estadio Internacional de El Cairo, Al-Ahly Sporting Club, el club más laureado del fútbol egipcio y africano, había empatado a tres goles con Al Nasr. En la primera vuelta lo había goleado siete a cero.
Revisó los resultados de las ligas de primera categoría de Túnez, Marruecos, Nigeria, Argelia, Camerún, Costa de Marfil, Angola y Zambia, las de más alto ranking en África. En Túnez, Espérance Sportive, el más premiado, dos veces ganador de la Copa Africana de Clubes Campeones —el equivalente de la Champions europea— había empatado a cero con Zarzis, que ocupaba el penúltimo lugar en la tabla. No encontró un solo partido con un vencedor y un derrotado, como si todos los equipos se hubieran puesto de acuerdo para empatar.
Los resultados de la superliga china confirmaron la insólita tendencia a la igualdad a través de las fronteras. Tres empates se habían registrado aquel domingo. La J1, la liga japonesa, mostraba resultados análogos, con el agravante de que todos los partidos del domingo habían terminado sin goles. Solo un partido entre dos equipos que ocupaban la parte baja de la tabla había terminado tres goles a uno.
Cada vez más intrigado, entró en la página de la liga coreana. El sitio registraba cuatro empates y un único partido decidido por dos goles a cero. Entonces, obedeciendo a un súbito impulso, buscó los resultados de la liga de fútbol de Corea del Norte. En el país más ermitaño del mundo, los choques de la jornada dominical habían arrojado resultados que Carranco consideró normales: el 4.25 Sports Club había derrotado al Kigwancha por dos goles a uno; el Hwaebul al Rimyongsu por un gol a cero; y el Amrokgang Sports Club, que pertenecía a la Secretaría de Seguridad del Pueblo, había derrotado por tres goles a uno al Pyongyang City Sports Club, que presumía de haber sido creado por el mismísimo y querido líder Kim Il-sung.
Terminó de colocar los resultados en la pantalla de su ordenador y estiró las manos entrelazadas sobre su cabeza. La sala de redacción bullía de actividad. Correo Deportivo no solo informaba sobre fútbol, si no que abarcaba una amplísima gama de deportes a nivel mundial, cobertura que se actualizaba continuamente, e incluía vídeos, fotos, retransmisiones y transmisiones en vivo y en directo. El grupo periodístico no cesaba de crecer: además del servicio on-line, imprimían un diario con una tirada media de cuatrocientos mil ejemplares, regentaban una emisora de radio que emitía las veinticuatro horas del día y publicaban varias revistas especializadas con periodicidad mensual.
—Hay algo que tienes que ver —le soltó a Pedro Ayuso, el jefe de la sección digital, dos metros a su izquierda.
Ayuso refunfuñó, estaba empantanado en un artículo de opinión sobre la afición madridista.
—Mejor que valga la pena, no sea una de tus burradas de costumbre —respondió.
—Pedro, este domingo ocurrió algo inaudito —insistió Carranco.
Había colocado en una pantalla paralela las tablas comparativas de doce ligas europeas, mostrando el total de partidos jugados en cada serie, los partidos con victoria de un equipo, los terminados en empate y los porcentajes correspondientes. Las ligas con menores porcentajes de empate eran las de España, Portugal e Inglaterra; el mayor porcentaje correspondía a las de Rusia, Francia e Italia. En ningún caso esa proporción era superior al treinta por ciento.
Ayuso, que no tenía una opinión favorable de Carranco se tomó tiempo para estudiar la información. El joven Carranco se le antojaba el típico e insufrible pijo, uno de esos seres arrogantes que estaban al día en tecnología digital, que compraban autos de lujo y mostraban un olfato excelente para invertir en la bolsa de valores. Carranco tenía una licenciatura en Periodismo y una diplomatura en Comunicación Digital de la Universidad Antonio de Nebrija, cuyas matrículas no bajaban de los ocho mil euros, y vivía con sus padres en una casa con jardín y piscina privada en un complejo residencial próximo al Campo de Golf de Puerta de Hierro, una de las zonas más exclusivas de la capital. Una casa, según Carranco, de seis dormitorios con sus correspondientes baños, tres salones, cocina independiente y terraza. Y valía un millón y medio de euros.
—Pedro, esta temporada hemos visto un aumento de los empates que puede deberse, creo yo, a una mayor igualdad entre un grupo de clubes. Pero, según he calculado, aun tratándose de dos equipos idénticos, la probabilidad estadística de empate sigue siendo del veinticinco por ciento, con probabilidades de ganar en casa y fuera de casa del treinta y siete y medio por ciento cada uno. Incluso para dos equipos idénticos, el resultado menos probable es el empate. La probabilidad de un empate aumenta del veinticinco a cerca del treinta por ciento para los equipos que anotan menos goles. Si estas cifran sirven para algo, es estadísticamente improbable que ciento ocho partidos de primera categoría, el noventa y seis por ciento de los que se jugaron este domingo, terminaran empatados en una misma jornada —dijo con voz triunfal.
Ayuso terminó de escudriñar los datos y regresó a su asiento. Se inclinó hacia el lado opuesto a Carranco, alargó su brazo y atrapó un bolígrafo olvidado en el deslustrado piso de mármol.
—Es extraño, de acuerdo, pero es una probabilidad estadística. ¿O no? Tío, si no tienes otra cosa que hacer, escribe una nota para la edición de las ocho. Y ahora deja de darme la lata.
Carranco asintió en silencio. Se quedó unos instantes con la mirada fija en el teclado. Cuando levantó la cabeza, uno de los monitores mostraba un anuncio publicitario de Schweppes. Empezaba con decenas de hombres, vestidos con chalecos negros de cantineros, escalando una montaña de hielo y cortando bloques con picas de alpinista. «La perfección puede estar más cerca de lo que crees… Expertos en mezclas», concluía el anuncio. La imagen de las copas con cubitos de hielo, una fina rodaja de lima y la botella de agua tónica lo incitó a saborear un gin-tonic, uno de sus tragos favoritos.
Decidió titular su crónica como «Una ocurrencia improbable». Al rato, lo cambió por otro que le pareció más llamativo: «Un domingo de empates». Y debajo: Lo nunca ocurrido en la historia del fútbol. No estaba seguro de que fuera realmente algo sin precedentes, pero dudaba de que alguien tuviera la paciencia y los medios para demostrar lo contrario.
La terminó poco antes de las siete y se la envió al editor de la revista vespertina con una breve nota introductoria. Entonces se puso el blazer con botones dorados y le echó una rápida ojeada a su móvil. De cara a su ordenador, Ayuso parecía demasiado abstraído para despedirlo. Encogiéndose de hombros, Carranco abandonó la sala y caminó tres manzanas hasta una taberna en la calle López de Hoyos. La luz solar desaparecía y el calor del día había sido reemplazado por una brisa fresca que despeinaba los árboles de la calzada.
La taberna era el abrevadero de funcionarios del Auditorio Nacional de Música y de la Junta Municipal del Distrito de Chamartín, de médicos y paramédicos del hospital San José, y de jóvenes fortachones que luego iban a quemar las calorías extras en un gimnasio cercano. Después de un par de copas, se fue a cenar en un restaurante de comida casera que proponía almejas a la marinera, jamón con pimientos y merluza al gusto, y un arroz con leche que a Carranco le recordaba el que preparaba su ya difunta abuela.
*
En «Un domingo de empates», Carranco defendió la tesis de la excepcionalidad del fenómeno y la improbabilidad de que volviera a repetirse. Es una ocurrencia esencialmente contraria a la naturaleza misma del fútbol. Es, como dicen los especialistas, un suceso imposible, del que tenemos absoluta seguridad que no volverá a ocurrir en ninguna circunstancia, escribió.
El artículo recibió un buen número de comentarios respaldando la tesis del autor. La única voz disidente fue la de un joven matemático de la Complutense que, después de una breve y enrevesada introducción sobre realidades caóticas y no lineales, afirmó que una probabilidad cero no implicaba necesariamente que el evento fuera imposible. «Los empates sí pueden repetirse», concluyó.
Los partidos del siguiente fin de semana le dieron la razón al joven matemático, y dispararon las alarmas. Ese sábado, los partidos entre Valencia y Las Palmas, Sevilla y Girona, Celta de Vigo y Real Sociedad, Betis y Villarreal, Barça y Deportivo, Atlético de Bilbao y Alavés acabaron en empate.
«Está ocurriendo», murmuró Carranco, y sintió un escalofrío provocado por algo parecido al miedo. Los resultados en las ligas europeas, africanas, americanas, árabes y asiáticas fueron apareciendo en la pantalla con siniestra similitud. Empates a cero, a uno, dos, tres goles. Equipos con un pésimo registro, sin palmarés en su historia, se trataban de tú a tú con los grandes, y les sacaban el empate, a veces in extremis.
A medianoche de ese domingo, presionado por los medios, un vocero de la FIFA emitió una escueta declaración en la acristalada sede del organismo en el Zürichberg, una colina boscosa al este de la ciudad vieja de Zúrich. «Estos resultados, inéditos en la historia del más universal de los deportes, pueden explicarse por la calidad cada vez mayor de los equipos, por la presencia de un genuino espíritu competitivo y, también, por factores contingentes que debemos analizar con mucho cuidado.»
La mañana de ese lunes, de regreso a la sede del periódico, Carranco leyó las declaraciones del funcionario de la FIFA. ¿Factores contingentes? Aunque tenía una idea del significado de la palabrita, la buscó en el diccionario de la Real Academia. «Posibilidad de que algo suceda o no suceda. Cosa que puede suceder o no suceder. Riesgo.» La definición de Wikipedia resultó más completa, pero un tanto oscura: «En lógica y filosofía, la contingencia es el modo de ser de lo que no es necesario ni imposible, sino que puede ser o no ser el caso… Todo lo que es contingente es posible, pero no todo lo que es posible es contingente, pues aquello que es necesario también es posible, pero no es contingente. Por otra parte, no todo lo que no es necesario es contingente, pues lo que es imposible no es ni necesario ni contingente».
Suspiró profundamente. Decidió aferrarse a su propia definición de contingente: eventual, circunstancial, provisional, accidental, imprevisible. Eran términos más adecuados para definir el fenómeno. Lo de los empates era algo imprevisible y circunstancial. Y también, por esa misma razón, algo provisional.
Tecleó el párrafo introductorio de su nueva crónica: El mundo del fútbol está sorprendido, boquiabierto, por los resultados de las últimas dos semanas en las ligas nacionales de todo el planeta. Hay que decirlo sin ambages: esos resultados eran altamente improbables, pero no imposibles, si bien nadie tuvo jamás certeza alguna de que semejante retahíla de empates pudiera ocurrir. Tenemos que pensar que se trata de algo fortuito; algo no necesario, pero sí posible, en la compleja dinámica del fútbol.
Dejó de teclear y regresó a Google. Introdujo «liga norcoreana de futbol». Los resultados del fin de semana no se ajustaban a la tendencia universal. Solo un empate entre el Seongnam y el Daejeon Citizen a dos goles. «Debe ser que al líder supremo no le gustan los empates», murmuró.
El pánico cundió al tercer fin de semana, cuando se repitieron los empates en los partidos de todo el mundo, excepto en Corea del Norte. La imposibilidad de lograr resultados dentro del tiempo reglamentario hizo que algunos árbitros, con la anuencia de sus federaciones, prolongaran el tiempo de descuento sin razones valederas. La táctica tampoco modificó la situación. Aumentaron las tarjetas rojas, muchas de ellas injustas, para desequilibrar los partidos y afectar a los equipos más débiles. Hubo casos de equipos que compitieron con ocho jugadores y todavía lograron el empate, contra toda lógica futbolística.
Un aluvión de críticas incomodó a entrenadores y jugadores estrellas de los equipos normalmente ganadores, que repitieron los discursos habituales, ambiguos y de escasa autocrítica.
Las opiniones de los entrenadores y jugadores de los equipos tradicionalmente perdedores no importaron mucho. Con todo, algunos medios deportivos recogieron las declaraciones del presidente del club colero, que había acumulado dos victorias, dos empates y veintidós derrotas en las veintiséis jornadas de la liga española. «Hay un nuevo espíritu, una nueva actitud en el club. Estamos atacando, persistiendo, acercándonos al área de los equipos rivales, no damos por perdido el partido hasta que no sucede, estamos motivados y ahora sabemos que podemos sorprender a no importa qué rival».
La imposibilidad de ganar exacerbó la imaginación de los cracks. No hubo truco que no practicaran para burlar las defensas: regates rapidísimos, pasar la pierna derecha por detrás de la izquierda, o viceversa, para esconder el balón; arrastrar el balón ante el defensa y cambiar de dirección sin despegarlo del suelo con un súbito giro de cadera; pasar el balón de un pie al otro y girar el cuerpo para llevarse la pelota. Los especialistas en chutar a puerta a balón parado se entrenaron para hacerlo con diferentes tipos de efecto, incluyendo el más espectacular: un invento brasileño en el que el balón se frenaba en el aire y caía entonces como una hoja seca. Empujados por la desesperación, muchos jugadores olvidaron el jogo bonito y las canchas se plagaron de caídas teatrales, codazos y patadas inmisericordes y una ausencia generalizada de deportividad.
A mediados de abril, tras un mes de improbables empates, una suerte de fatalismo se adueñó de los vestuarios de los grandes clubes. «Lo hemos intentado todo, estamos jugando como siempre, y todavía nos empatan», lamentó el pichichi de la liga española en una entrevista.
La hinchada, iracunda, la emprendió con los defensas. Reconociendo esa debilidad, los entrenadores de los grandes equipos modificaron su estrategia y, con el marcador a favor, intentaron dormir el partido apelando al catenaccio, el modelo italiano de replegarse, defenderse y atacar de contragolpe. Otros, en cambio, convencidos de que su zaga era siempre permeable, optaron por un fútbol de ida y vuelta, con transiciones de defensa y ataque a cargo de sus mejores jugadores. El tiki-taka, estilo atribuido al holandés Cruyff, encontró nuevos adeptos. Pero muy pocos equipos fueron capaces de mantener la posesión de la pelota con pases cortos, y en ocasiones el público, exasperado, gritaba toda clase de improperios a los jugadores, empeñados en un dale que dale al balón sin decidirse a atacar la portería contraria.
Cierta crítica especializada aventuró que los empates se debían a «factores circunstanciales», sin dejar de reconocer «un tardío, pero espectacular progreso de los equipos más débiles gracias a nuevos sistemas de entrenamiento que mejoraban sustancialmente los estilos de juego y la efectividad en la cancha». «Hay una mejor repartición de tareas defensivas y ofensivas, y mayor eficiencia en los pases, y con eso han multiplicado la habilidad para generar ocasiones de gol», aseveró un comentarista de la Bundesliga. Las explicaciones no convencieron a nadie. ¿Es qué ahora el talento no hace la diferencia?, preguntaban los hinchas.
A la postre, lo más terrible no fueron los empates, sino las interminables tandas de penaltis que tampoco decretaron ganadores y vencidos. Hubo sesiones de once, veintidós penaltis, todos fallidos. Además de numerosos disparos por fuera del larguero, los porteros realizaban paradas prodigiosas, convirtiéndose en los nuevos iconos del deporte. Varios guardametas repitieron con éxito el escorpión, la célebre parada que llevaba el cuño de un portero colombiano y que nadie había repetido desde 1995. Consistía en despejar el balón impulsando los pies hacia atrás y golpearlo en el aire con los tacones, por encima de la espalda. Otros rescataron del archivo la zamorana, la atrevida maniobra con la cual se detenía el balón con el codo o el antebrazo. Y todos, sin excepción, con menor o mayor eficiencia, adivinaban la dirección del disparo y evitaban el gol.
Un comentarista deportivo francés, estudiante en Nanterre cuando las jornadas de mayo del ’68, adornó su crónica con una olvidada consigna que alguien había pintado en los muros del Metro Censier de París: En el fútbol, como en la vida, es necesario explorar sistemáticamente el azar. Su artículo generó un debate que rebasó el ámbito futbolístico e implicó a un filósofo de moda que citó a Demócrito como punto de partida de su exposición: «Todo lo que existe en el Universo es fruto de la casualidad y la necesidad». A lo que otro filósofo, de una escuela rival, respondió citando a Valery: «El hombre ha llamado al azar la causa de todas las sorpresas, la deidad sin rostro que preside todas las tontas esperanzas, todos los temores sin medida, que frustra los cálculos más cuidadosos, que cambia las imprudencias en decisiones felices, los mejores hombres en los juguetes, los dados y las monedas en los oráculos».
La docta porfía no tuvo mayor eco en el mundo futbolístico.
*
El lunes siguiente a aquel cuarto domingo de empates, Adriana Ribeiro, una periodista deportiva del carioca Correio da Manhâ, escuchó que un sacerdote radicado en Campinas estaba ofreciendo una explicación religiosa del fenómeno. Adriana, hermana de un mediocampista del Botafogo, sabía que en Brasil el fútbol es una manera de vivir, y que ello incluía la rogativa a los poderes divinos, los extremos de emoción y una cierta dosis de locura. Desde años recientes, los futbolistas brasileños se apoyaban cada vez más en sus creencias religiosas para soportar la tensión de los encuentros. Muchos levantaban los brazos y apuntaban el dedo índice hacia el cielo cuando cruzaban la línea blanca, y no era extraño verlos en el terreno formando un círculo de oración, antes y después de los partidos. Por eso, tras consultar a su jefe, telefoneó al desconocido sacerdote y le arrancó una entrevista. Tomó el vuelo de Azul Linhas Aéreas Brasileiras de las 15:00 horas y cincuenta minutos después aterrizaba en el aeropuerto internacional de Viracopos.
Se hospedó en un hotel a diez minutos en auto del aeropuerto. A las ocho, con la puntualidad de un suizo, el sacerdote apareció en el lobby. Paulo Barroso Pereira rondaba los cincuenta y conservaba un aspecto apuesto y juvenil. Estaba bien afeitado y olía a colonia cara, y el grisáceo y corto cabello destacaba sus verticales y refinadas orejas. Se acomodaron en una salita contigua al lobby, habilitada con una mesa redonda, unas pocas sillas y un teléfono. Barroso aceptó un café y ella lo acompañó. Se presentó como sacerdote dominico y confesó, sonriente, que era hincha del Coringão, uno de los apelativos del Corinthians Paulista. «No por razones religiosas, aunque el nombre es muy significativo», añadió, y le regaló otra hermosa sonrisa. Adriana se la devolvió y colocó la mini grabadora en el centro de la mesa.
Barroso bebió un sorbo de su café y se adentró en el tema sin preámbulos.
—Adriana, le cuento lo que ya le he dicho a otras personas de mi parroquia, y a otros sacerdotes de la congregación. Yo pienso que esos resultados son fruto de las plegarias. Dios está contestando las oraciones de fe de los futbolistas y de la torcida. Entiendo que a usted le parezca extraño, o incluso absurdo.
Adriana reprimió un gesto que se hubiese podido interpretar como una burla. El cura había hablado con convicción y naturalidad, pero lo que decía era tan desatinado como divertido. Aspiró profundamente para disimular su sonrisa y encontrar una réplica adecuada.
—Supongamos que usted tiene razón, padre, y que Dios está respondiendo a las plegarias de los jugadores. ¿Por qué ahora y no antes? Estoy segura de que, desde que empezó el fútbol en el siglo diecinueve, ha habido gente rezando para que Dios le conceda la victoria a su equipo.
Barroso terminó su café, la miró fijamente.
—Mis ideas no son como las de ustedes, y mi manera de actuar no es como la suya. Así como el cielo está por encima de la tierra, también mis ideas y mi manera de actuar están por encima de las de ustedes. Eso afirma el Señor. Es una cita de Isaías, un hombre que profetizó hace dos mil ochocientos años. Supongo que algo de razón debe de tener, porque en esa época los profetas hablaban directamente con Dios.
Adriana no quedó satisfecha.
—Eso me parece bien, pero no responde mi pregunta. ¿Por qué ahora y no antes? Parece que Dios es un poco caprichoso, o que se acaba de enterar de que hay mucha gente rezándole por sus equipos.
El sacerdote movió la cabeza y volvió a sonreír. Adriana sintió que esa sonrisa estaba reservada especialmente para ella.
—Ya le dije que los caminos del Señor son inescrutables para los humanos. Yo tengo algunas ideas, pero puedo estar completamente equivocado. Usted habrá notado que, en los últimos tiempos, cada vez son más los jugadores que oran y elevan sus brazos al cielo en los estadios.
Adriana se movió inquieta en la silla y reprimió el deseo de fumar.
—A mí me parece un poco chocante —repuso—. En un tiempo asistí a una iglesia evangélica y el pastor decía que la oración debe ser algo íntimo, que Jesús criticaba a los fariseos porque acostumbraban a ponerse en pie y orar en las sinagogas y en las esquinas de las calles, para ser vistos por los demás.
—Sí, Adriana, pero es verdad que algunos de esos jugadores quieren expresar su devoción públicamente, quieren que la gente sepa de su fidelidad a Jesucristo. Un Dios justo e imparcial tiene que responder de la misma manera a los que le adoran y le rezan con la misma fe y el mismo propósito. No puede favorecer a unos y no a otros, ¿entiende? Así que, si le rezan jugadores de clubes contrarios, los resultados son empates y más empates. ¿Me puede pedir otro café, por favor?
Marcó el número de servicio de habitaciones y pidió café y una caipiriña.
—¿Le molesta que fume?
—No si me invita —respondió Barroso.
Adriana extrajo un cigarrillo y le ofreció la cajetilla. Él buscó su encendedor y le dio fuego. Fumaron unos minutos en silencio, sin mirarse. El humo azul grisáceo formó una tenue bruma sobre sus cabezas.
—Ahora, también tengo otra idea sobre este asunto. Las apuestas. ¿Sabe cuánto dinero se mueve en las apuestas al juego en este país? Más de dos mil millones de reales al año. Eso apenas en las apuestas online, en casas de apuestas internacionales. Pero eso no es lo peor. Lo peor son esas loterías clandestinas, las apuestas callejeras, como «Jogo do Bicho». Los que apuestan, si ganan, no tienen garantías de que recibirán su premio. Eso provoca pleitos, a veces muy violentos, hasta asesinatos.
Ella inclinó la cabeza hacia atrás y exhaló una bocanada de humo.
—Adriana, el juego es uno de los vicios humanos más insidiosos. Le presenta a la persona la ilusión del dinero fácil y, en muchos casos, lo que hace es arruinarles la economía… y la vida. Es un vicio que crea adicción, como las drogas. Y una vez que uno se envicia, es difícil romper el ciclo. No se imagina cuántas personas vienen a confesarse cada semana, todas con síntomas de ansiedad y depresión, e incluso con pensamientos y tendencias suicidas por causa del juego.
El camarero apareció con el café y la caipiriña. Adriana firmó el vale y lo despidió con una sonrisa y una insignificante propina. El cura le dio una última chupada al cigarrillo, lo aplastó en el cenicero y se inclinó hacia adelante. Olfateó la taza y, satisfecho, bebió el primer sorbo. Adriana agitó los trocitos de hielo de su trago con el removedor que tenía forma de palo de golf.
—Padre, no veo cómo los empates van a terminar en apuestas. Usted sabe que se puede apostar a quién golea primero o último, al resultado final y en el medio tiempo, a la cantidad de goles, si habrá una tarjeta roja o un hat-trick, si habrá penaltis, y cuántos, y hasta a la cantidad de saques de esquina. Un amigo de mi hermano apuesta que habrá una tarjeta amarilla en los primeros quince minutos cuando juegan el Coritiba, el Vasco de Gama y el Atlético Mineiro; en cambio, sabe que eso casi nunca ocurre con el Sao Paulo o el Gremio.
—Eso es verdad. Es difícil que la gente deje de apostar… Pero, fíjese, tengo otra idea. ¿Ha visto cómo se ha comercializado el fútbol? ¿Qué equipos ganan las ligas nacionales, año tras año? Desde el 2003, el Real Madrid y el Barça se reparten el primero y el segundo puesto, excepto esa liga del 2013, que ganó el Atlético. En Italia, la Juventus lleva seis años consecutivos ganando, y en los últimos doce años, la Juventus y el Inter se repartieron el título, menos en el 2011, cuando ganó el Milan. En Portugal, el Porto y el Benfica se han repartido el primer puesto en las últimas quince ligas; y en los últimos treinta y cinco años, solo hubo otros dos ganadores, el Sporting de Lisboa, dos veces, y una vez el Boavista. El Bayern Múnich ganó nueve de las últimas diez en la Bundesliga. En Holanda, el PSV Eindhoven y el Ajax han sido dominantes por décadas. En Francia, el París Saint German gastó más de mil millones de dólares y ahora gana la liga desde el 2013. La brecha de riqueza entre los clubes más ricos y los más pobres sigue agrandándose.
El rostro del sacerdote había adquirido una insospechada severidad. Adriana bebió un trago de su caipiriña y lo observó por encima del borde del vaso.
—¿Sabe cuánto vale el Leganés, un equipo que este año se va a segunda categoría en la liga española? Cincuenta millones. ¿Y el Atlético, que seguro gana el segundo lugar? Casi ochocientos millones. Aquí los dos clubes más ricos, el Corinthians, mi equipo, y el Palmeiras son los que tienen más títulos. Cuando el dinero no era tan decisivo, el Santos era de los más ganadores. Pero hace trece años que no gana el torneo de primera división. Ahora el Corinthians vale quinientos setenta millones, y cuatrocientos sesenta el Palmeiras. Pero el Santos no pasa de cincuenta. No estamos lejos del momento en que los intereses comerciales tomen el lugar del club, e incluso del juego mismo. Si estuviera en mis manos, si yo fuera Dios, haría que ganaran los clubes más pobres, para acabar con esa mercantilización obscena del juego más lindo del mundo. Al menos están consiguiendo empatar, ya eso es algo.
Barroso colocó los codos sobre la mesa, entrecruzó los dedos y apoyó su mentón contra los pulgares, que le levantaron el labio inferior. La miró fijamente a través de sus lentes. Adriana pensó que el sacerdote tenía un parecido notable con un carismático presentador de la Rede Record.
—Le comento algo más, Adriana, aunque estoy seguro de que usted, como periodista deportiva, lo sabe mejor que yo. Hay una red de delincuentes, muy cercana al narcotráfico, que está comprando árbitros, controlando clubes, amañando partidos y manipulando los resultados. Es un asunto muy sucio. Pero si se supiera que los partidos van a terminar en empate, al margen de lo que hagan esos árbitros y esos jugadores comprados, también se acabarían las estafas, los pleitos y los suicidios, y las mafias tendrían que abandonar el campo.
Esa noche, Adriana soñó que hacía el amor con el sacerdote Barroso en el centro del campo de juego del Maracaná, ante la mirada lujuriosa y los aplausos y gritos exaltados de ochenta mil espectadores.
*
«Deus está por trás dos empates», la entrevista al cura Barroso, apareció ese martes en titulares a todo lo ancho de la página. La tirada especial de doscientos mil ejemplares se agotó en menos tres horas. Al día siguiente, gracias a la versión divulgada por grandes cadenas de televisión y medios de prensa, la entrevista se hizo viral en el mundo de habla hispana, superando a la del joven que salvó a una ardilla, que se había electrocutado con unos cables de alta tensión, practicándole una reanimación cardiopulmonar; la del niño que se quedó trabado en el interior de una lavadora; la de la leona que cuidaba a una cría de antílope tras perder sus cachorros; y la del perro que murió protegiendo a su familia del ataque de un oso. El jueves, traducida a varios idiomas y distribuida en los grandes conglomerados de comunicación, la estrafalaria hipótesis del sacerdote paulista dio la vuelta al planeta.1
Nadie pareció tomar en serio la hipótesis de la «imparcial intervención divina», como la bautizaron algunos comentaristas descreídos. Caricaturas de un ser divino ataviado con camisetas de distintos clubes aparecieron en la tela. «Ya Dios no es solo brasileño», fue el ocurrente tuit de un argentino que pronto alcanzó los sesenta mil seguidores.
Pero en la moderna sede de la ACF, la Asociación China de Fútbol, muy próxima al venerable Templo del Cielo, en el distrito de Chongwen, Zhang Xiuquan leyó y releyó con interés la entrevista en la versión abreviada de Xinhua. Zhang Xiuquan era el director de la Comisión de Leyes y Reglamentos de la ACF. Contemplando el perfil redondo y azulado del templo de Oración por la Buena Cosecha, recordó que, a lo largo de cinco siglos, los emperadores de las dinastías Ming y Qing habían acudido a ese oratorio a implorar por una mies abundante, conscientes de que los años de malas cosechas provocaban hambrunas y rebeliones. La hambruna de los años 1630-1631 en el noroeste de China había sido una de las causas de la caída de la dinastía Ming en 1644. La subsiguiente dinastía Qing había enfrentado otra hambruna en el norte del país, entre 1876 y 1879, en la que murieron entre nueve y trece millones de personas. Después, entre 1958 y 1961, una hambruna generalizada provocó entre diez y veinte millones de muertos. El Partido había tardado veinte años en aceptar el papel determinante de las colectivizaciones forzadas y las voluntariosas políticas del Gran Salto Adelante en el desastre. Espoleado por sus reflexiones sobre oraciones y hambrunas, Zhang Xiuquan decidió que la hipótesis era tan buena como cualquier otra, y elevó el asunto al Ministerio de Deportes.
Liao Fangzhuo, el secretario para el fútbol del Ministerio de Deportes, acusó recibo de la petición y le aseguró que discutiría la idea con sus superiores. Una semana después, Fangzhuo recibió una carta recordándole que la libertad de manifestar la religión o la creencia estaba sujeta únicamente a las limitaciones que prescribía la ley, para proteger la seguridad pública. Si se trataba de un asunto de seguridad pública, atestaba el documento, Fangzhuo tenía luz verde para autorizar a la asociación para que tomara las medidas necesarias.
Liao Fangzhuo era un discreto seguidor del taoísmo que practicaba la contemplación y la frugalidad, y no veía con buenos ojos los arrebatos religiosos de algunos jugadores en los campos de fútbol chinos, especialmente los brasileños. Había ciento setenta y seis brasileños en los clubes de primera división, y todos, sin excepción, se persignaban, oraban y levantaban los brazos al cielo antes de cada partido. Cuando marcaban un gol, elevaban el brazo y el índice al cielo, en señal de agradecimiento a su dios. Los casi ciento treinta futbolistas de una veintena de países africanos no iban a la zaga. Dubitativo, sopesó las posibles consecuencias de su decisión. Convertir el país en una potencia futbolística mundial era una cuestión de Estado. Estaban en marcha diferentes planes para lograr que cincuenta millones de chinos jugaran al fútbol regularmente en 2025, planes facilitados por una mayor inversión pública y privada.
Lo convenció una conversación con el mismo Zhang Xiuquan en la salita privada de una casa de té, rodeada de rumorosos manantiales y árboles centenarios, ubicada en el interior de un templo budista del siglo XI, en el distrito Haidian, al oeste de Pekín. Zhang Xiuquan le aseguró que la asociación iba a reducir de cuatro a tres por equipo el número de jugadores extranjeros autorizados a jugar en cada partido, una medida que buscaba impulsar el desarrollo de los jugadores locales y promover el equipo nacional.
Las medidas fueron anunciadas ese jueves, en víspera de los partidos del fin de semana. El decreto fue traducido a más de veinte idiomas, y entregado personalmente a cada jugador extranjero mediante un sobre que contenía, a guisa de reparación, una invitación lujosamente impresa para la Ópera de Beijing. Los jugadores que expresaran públicamente sus creencias religiosas, antes, durante o después de los partidos, serían multados con doscientos mil yuanes. La segunda vez, la falta se sancionaría con la prohibición de jugar tres partidos. En caso de reincidencia, sus contratos serían rescindidos sin posibilidad de reclamación, su visado cancelado y deportados sin más trámite.
Las multas y la eventual anulación de los jugosos contratos pesaron más que la mística de los jugadores. Ese fin de semana, el sexto desde el inicio de la racha de empates, en los estadios chinos no hubo expresiones visibles de adoración ni agradecimiento al dios cristiano. Pero los empates se repitieron, excepto en el partido entre el Shenzhen, que tenía en el campo a un colombiano y dos cameruneses, y el Tianjin Quanjian, cuyo jugador brasileño no salió al campo de juego por una lesión. El partido terminó con la victoria del primero por tres goles a uno.
Zhang Xiuquan y Liao Fangzhuo se reunieron esa noche en la misma casa de té. «¡No podemos impedir que le oren a su dios en silencio!», exclamó Liao Fangzhuo. «Si el Tianjin Quanjian hubiera tenido a su brasileño, ese señor oraba y a lo mejor conseguían empatar», admitió Zhang Xiuquan.
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En Madrid, Carranco imprimió la entrevista al cura Barroso y el decreto de la Asociación China de Fútbol, y se los pasó a Ayuso.
—¡Venga, hombre! Ahora resulta que Dios tiene que ver con los empates —se burló su superior.
—Espera, espera, Pedro. No hay empates en Corea del Norte, y hubo ganadores en algunos partidos en Corea del Sur y en Japón.
—¿Y eso que significa, sesudo?
—Pues, verás… Busqué las plantillas de los equipos que han ganado y perdido en las dos Coreas y en Japón, y todos tienen algo en común. ¿Adivina?
Ayuso miró a Carranco con cara de fastidio.
—No hay jugadores extranjeros en Corea del Norte, y en esos equipos de Japón y Corea del Sur que ganaron y perdieron, tampoco hay futbolistas de otros países.
—Joder, Carranco, acaba de ir al grano.
—Pedro, en Corea del Norte no es fácil practicar la religión, ¿de acuerdo? Hay una cosa llamada cheondoísmo que tiene más de ideología que de religión. Los budistas no llegan al cinco por ciento, y los cristianos son menos del dos por ciento. Todos están sometidos al riguroso control del Gran Hermano. Sospecho que los jugadores de fútbol son más bien fruto de una esmerada educación en el pensamiento Juche. Ya sabes lo que dice el Juche: el hombre y la mujer son responsables de sus destinos. No más salvadores supremos, ni César, ni burgués, ni Dios. ¿Tú conoces la letra de la Internacional, Pedro?
Ayuso asintió y se rascó la tupida barba.
—Pedro, esos jugadores norcoreanos no le rezan a ningún dios, ni a sus ancestros, si acaso al venerado Gran Líder y presidente Eterno de la República. Son jugadores que se sienten personalmente responsables de sus resultados en la cancha. En Corea del Norte, los futbolistas no rezan y los partidos no terminan en empate. En Japón, ni el sintoísmo ni el budismo tienen una deidad única, ni mencionan la creencia en un dios creador, ni tienen reglas establecidas para la oración. En Corea del Sur, los equipos que ganaron y perdieron no tienen jugadores extranjeros en sus plantillas, o si tienen, no jugaron esos días. Estoy empezando a creer que ese cura brasileño no está tan loco como dicen…
—¿Estás de coña?
—Puede que sea una casualidad, Pedro, pero lo cierto es que, cuando no hay oraciones de uno y otro lado, los partidos no terminan empatados.
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Don Fabio Carvalho, el obispo de la diócesis, se enteró de la entrevista del cura Barroso leyendo el Diário do Povo de Campinas. La habían reproducido ciento nueve de los ciento veintiséis diarios del país, y varias cadenas de televisión asediaban al sacerdote, que, prudentemente, se negaba a conceder nuevas audiencias. La lectura le confirmó al obispo lo que ya era un rumor inquietante en el seno de la congregación: el sacerdote Barroso estaba de vuelta con sus irreverencias. Un tema recurrente en las obcecaciones de Barroso era cómo demostrar la existencia de Dios, más allá de cualquier duda razonable. «Tiene que haber una manera de probar su existencia que sea fácil de entender y de aceptar hasta para el más ignorante, y que derrote todos los argumentos de los filósofos y científicos ateos», había dicho en la última reunión de los sacerdotes de la diócesis, convocada para tratar la corrupción de los políticos y las deficiencias del sistema de salud. Intranquilo por las posibles repercusiones de la entrevista, envió a uno de sus acólitos a buscar al cura díscolo y traerlo a su residencia. No era la primera vez que lo llamaba a capítulo.
Cuando Barroso se personó, con sotana y alzacuello y una sonrisa beatífica iluminándole el rostro, las persianas de la residencia episcopal estaban entornadas, atenuando el resplandor en retroceso del atardecer. A Barroso le gustaba el ambiente de la oficina episcopal con sus estanterías de nogal, cuadros con fotografías de eminencias cardenalicias y del Papa, butacas tapizadas con damasco amarillo en torno a una mesa redonda y, en el fondo, un escritorio que soportaba pilas de documentos en precario equilibrio. Un lugar ideal para una plática pausada sobre temas trascendentes y unas Brahmas heladas.
Don Fabio colocó dos cervezas sobre la mesa, al alcance de Barroso, que las vertió lentamente en las jarras de cristal. El obispo se aclaró la garganta y bebió un largo sorbo. Su rostro regordete tenía un aspecto tristón, como si cinco décadas de escuchar confesiones lo hubieran atiborrado con toneladas de culpas ajenas. Solo a los papas y a los prelados de la Congregación para la Doctrina de la Fe les atormentaban las herejías y los atentados a la sana doctrina. Él y sus sacerdotes tenían preocupaciones más terrenales. Excepto el padre Barroso.
—Don Fabio, si podemos demostrar que esos empates son fruto de las oraciones de los futbolistas, tendremos una prueba irrefutable de que Dios existe. ¿Se imagina lo que eso significa para nuestra gente, para toda la humanidad?
Don Fabio se acercó a la ventana para mirar a través de los listones de las persianas. En el amplio y llano terreno entre la residencia y el templo, el jardinero había plantado hibiscos y prímulas en torno a la fuente; florecerían ese invierno. Una transnacional farmacéutica estaba produciendo un medicamento a base de extractos de hibiscos que anunciaban como el remedio ideal para bajar de peso. Él había perdido la fe en los remedios contra la obesidad. En realidad, había perdido la fe en muchas cosas. El crepúsculo era su hora favorita del día para pasear por los senderos empedrados del jardín y sumirse en vagas meditaciones. Y ahora tenía que transgredir el cotidiano ritual para poner en su sitio al padre Barroso.
Se alejó de la ventana y permaneció de pie, cargando la jarra de cerveza y apoyando la mano libre en el respaldo de una butaca.
—Padre Barroso, seguramente recuerda lo que aprendió en el seminario y lo que dice el Catecismo: el conocimiento de la existencia de Dios es la luz natural de la razón humana. A todos debería bastarnos reconocer, con toda humildad, los testimonios de millones y millones de personas sencillas, de todo el mundo, que han experimentado la realidad de Dios en sus vidas.
Bebió otro sorbo de su Brahma y colocó la jarra sobre la mesa. Acomodó su corpulenta humanidad en la butaca y resopló.
—Si ese argumento no le parece suficiente, acepte que la fe en la existencia de Dios no es susceptible de demostración o de refutación, porque descansa solo en la fe.
Esa noche, después de una copiosa cena, el obispo se encerró en su oficina a considerar la original idea de Barroso. Entonces tomó la pluma y escribió una breve y muy ambigua carta a su superior en Roma.
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Al cabo de un mes de improbables empates, las federaciones nacionales y la propia FIFA decidieron intervenir. Los árbitros recibieron instrucciones de cantar penaltis ante cualquier jugada dudosa, ser más rigurosos con las faltas y no titubear en sacar la segunda tarjeta amarilla. Los jueces de línea fueron advertidos de no ser excesivamente estrictos con los offside, y alguien recordó que en 1925 la liga profesional inglesa había debilitado la regla clásica del fuera de juego para promover un fútbol de más goles. Otro funcionario mostró un estudio científico realizado ocho años atrás, cuya lapidaria conclusión era que el ojo humano no estaba capacitado para detectar un fuera de juego. «Igual, incluso si no se equivocan, los perjudicados siempre dicen que la decisión fue errónea», apuntó otro.
La mayoría de las agencias de juegos en línea adquirieron los últimos y más sofisticados programas para detectar fraudes digitales, y un grupo de propietarios de grandes clubes, desconfiando de la capacidad de la policía para penetrar en las mafias del fútbol, acordó crear un fondo extraordinario para costear las investigaciones privadas sobre supuestos casos de corrupción.
La idea de que los empates pudieran afectar a la afición, y que decayera drásticamente el interés por el fútbol, fue ampliamente debatida en diferentes foros. Los psicólogos se preguntaron —sin llegar a conclusiones definitivas— por qué los fanáticos eran fieles a un club, incluso si su equipo no era de los ganadores. «Es que pertenecer es más importante que ganar. Uno es hincha no solo por el rendimiento ganador de su equipo. Todo el mundo sabe que su equipo puede perder. Hay otros beneficios sociales y emocionales. Apoyar a un club en particular no es un acto individual; hay muchos otros con sentimientos y emociones similares. Ser hincha ofrece una oportunidad de sentirse parte en un grupo mayor, de tener un sentido de pertenencia y, lo más importante, de crear una identidad social», aseveró uno de los gurús más cotizados. «Seamos realistas: a nadie le gusta perder. Los hinchas de los equipos más ganadores lo son por el rendimiento de sus clubes. Cada hincha ve en el éxito de su equipo un éxito personal; con cada victoria, el hincha eleva su autoestima», comentó otro especialista.
Un hincha de Las Palmas, entrevistado después de los cuatro improbables y sucesivos empates de su club, ofreció una perspectiva matizada: «Mire, a nadie le gusta perder, la gente le huye al fracaso. Pero cuando Las Palmas pierde, incluso si eso ocurre con demasiada frecuencia para mi gusto, no por eso dejo de ser hincha, porque para mí es una cuestión de lealtad al club, a su historia y sus jugadores: lealtad también a mis amigos del barrio y a todos los hinchas en mi ciudad y en el país. Si los hinchas no fuéramos capaces de hacer frente a las derrotas de los clubes, créanme, no habría hinchas, ni de fútbol, ni de ningún otro deporte. Y además está la historia, los momentos de gloria que un buen hincha nunca olvida. Alcanzamos el subcampeonato de liga en 1968-69, y otro en la Copa del Rey de 1978». ¿No le importa que su equipo solo logre empatar?, le preguntó la simpática y un tanto despistada periodista. «Claro que me importa. Pero, fíjese, antes de esos empates, habíamos ganado cinco partidos con veintitrés derrotas, y teníamos una cuenta de cuarenta y cinco goles en contra. Entonces, empatar con cuatro equipos que están en los primeros nueve puestos de la tabla es como ganar, ¿me explico? Vale, que nos ha salido de cojones».
Consultado sobre el probable papel de los sentimientos religiosos en los partidos, un especialista aportó un juicio que luego fue citado por muchos medios: «Desde siempre, las supersticiones han sido una parte integral del fútbol y de otros deportes; es otro mecanismo para que los hinchas asimilen las altas y bajas en el rendimiento de sus clubes. Aunque les haya funcionado una sola vez, no son pocos los hinchas realmente convencidos de que su participación en un ritual supersticioso, o religioso, influye en el resultado de un partido».
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La carta del obispo Carvalho, enviada en la valija diplomática, demoró seis días en taladrar la opaca burocracia vaticana hasta reposar en el escritorio del Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. El prefecto era un cardenal alemán sexagenario que, en su juventud, había jugado dos temporadas como mediocampista en el Arminia Bielefeld. Cinco años después de su retirada del mundo seglar, cuando estudiaba teología en Tubinga, le provocó un profundo desencanto el escándalo del Arminia Bielefeld, involucrado en el amaño de varios partidos en su primer año en la Bundesliga.
Ahora, leyendo la misiva del prelado brasileño, pensó en los orígenes de la Congregación que presidía, fundada a mediados del siglo dieciséis por el papa Pablo III para defender a la Iglesia de las herejías. Las batallas contra los infieles y contra el fraude no parecían tener fin. A él le correspondía bregar con la apostasía y la pérdida de fe del clero, las tentaciones filosóficas y éticas de la postmodernidad, los intentos de negar el misticismo y la sobrenaturalidad, y todo aquello que promoviera el escepticismo donde antes hubo fe.
«Por alguna rendija se ha introducido el humo de Satanás en el templo de Dios». ¿De quién era la frase?, se preguntó. Se rascó el mentón, preocupado por los cada vez más frecuentes lapsus de su memoria. Sí, era una frase de Paulo VI. Desde entonces, en los cuarenta años que siguieron a la dura advertencia del pontífice, los escándalos no daban tregua al maltrecho prestigio de la Iglesia: lavado de dinero y vínculos del Instituto de Obras Religiosas con la Mafia, ocultamiento del abuso sexual a menores, monjas robando bebés en la España franquista, red de prostitución masculina de sacerdotes y seminaristas organizada por un asistente cercano al Papa…
Releyó la misiva de Carvalho y una chispa de travesura brilló en sus ojos. Lo que el cura Barroso pretendía, con la cautelosa aprobación de su obispo, era aportar una prueba definitiva de la existencia de Dios por el expediente de su intervención en los resultados de los partidos de fútbol. Dios está respondiendo a las peticiones de sus fieles. Como es un Dios justo, su respuesta solo puede ser imparcial. Ningún equipo gana, pero tampoco pierde y, así, todos ganan de alguna manera, al no experimentar la derrota. Eso había escrito el obispo Carvalho, que recomendaba una observación cuidadosa del fenómeno y, quizás, un cónclave para discutir el procedimiento más adecuado si la hipótesis resultaba ser correcta. En un reflejo de último minuto para salvar los muebles, el obispo advertía del altísimo riesgo en caso de un discernimiento inapropiado de la voluntad y la acción divina.
Colocó la carta a un lado y leyó la síntesis biográfica que había solicitado a la Congregación de los Obispos. Cuando terminó la lectura, supo que el obispo Carvalho era un juicioso tradicionalista que había llegado al obispado por su virtud de no apuntarse a posturas extremas dentro del heterogéneo y a menudo discrepante clero brasileño.
Cerró la carpeta y redactó su respuesta entre un sorbo y otro de su Chianti clásico, un tinto Castello di Ama de la cosecha del ochenta y ocho.
Si bien en la perspectiva religiosa tradicional Dios es omnipotente, providencial e intervencionista, los hechos de la realidad hacen que no resulte del todo claro cómo, cuándo y por qué Dios interviene, escribió. Por otro lado, la creencia en un Dios intervencionista conduce a algunos fieles a ver la acción divina cuando las cosas les salen bien, o a perder la fe cuando les ocurre una desgracia y, lo que es también muy preocupante, a la resignación y al fatalismo, porque todo lo que ocurre es la voluntad de Dios.
Eran verdades obvias, pero sintió la necesidad de refrescárselas al obispo. Dejó la pluma en suspenso y miró el volumen de Las Confesiones de San Agustín que solía releer en sus ratos de ocio. Ya en pleno arrebato erudito, escribió:
Mi querido obispo: como usted sabe, el intervencionismo divino es una aporía; cuando se razona, surgen contradicciones y paradojas irresolubles. Dios no es solo un Misterio en Sí Mismo, sino también El que actúa misteriosamente dentro de la creación. Cuando una persona habla de la experiencia de la presencia de Dios en su propia vida, esa explicación por sí misma nunca revelará ni comprenderá el carácter misterioso del origen divino de dicha experiencia. La absoluta intimidad de la intervención de Dios implica que las circunstancias de su ocurrencia finalmente permanecen inmensurables o empíricamente no verificables para los seres humanos.
No creyó necesario añadir que la propuesta del padre Barroso era una soberana tontería.
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La racha de empates continúa hasta hoy, excepto en Corea del Norte. Las casas de apuestas han modificado su menú: qué equipo anota el primer gol, el resultado final y en el medio tiempo, la cantidad de goles y de tarjetas amarillas, cuántos tiros de esquina y cuántos penaltis. Cada vez son menos los que apuestan a la victoria de cualquier equipo. Un número creciente de hinchas ha dejado de asistir a los estadios y algunas cadenas de televisión están considerando dejar de transmitir en vivo los partidos ante la alarmante disminución de la teleaudiencia. La FIFA y las federaciones nacionales prohibieron las oraciones públicas de brazos y rostros elevados al cielo y, contra la opinión de los agnósticos y ateos más recalcitrantes de su directiva, exhortaron a los jugadores a limitar el contenido de sus súplicas a asuntos estrictamente personales, como, por ejemplo, no sufrir contusiones serias durante el partido. Nada de pedir la victoria del equipo. En el secreto de sus corazones, los jugadores siguen orando por ganar. Y consiguiendo empates.
Este mes de agosto se ha convocado un cónclave en el Vaticano para discutir el tema “fútbol y religión”. El obispo Carvalho es uno de los invitados especiales. Bruno Carranco y Adriana Ribeiro se cuentan entre los mil doscientos periodistas acreditados para el evento.
En Campinas, el padre Barroso goza de la altísima estima de su obispo y se rumorea que podría sucederle en la silla episcopal.
NOTA
1. La difusión sin precedentes de la entrevista le valió a Adriana Ribeiro el premio Arthur Friedenreich, el más alto galardón que concede el Círculo de Periodistas Deportivos de Brasil.