Durante el crecimiento de los niños, existen tres preguntas que una madre siempre va a esperar y temer con la misma intensidad. La primera indica la pérdida de la inocencia, y la segunda anuncia el desarrollo psicológico hacia la madurez sexual. Pero la tercera, la que aguardaba Miriam, es la más difícil de responder y la más intimidante.
Como toda madre soltera, cuya vida gira alrededor de su hijo, a Miriam le gustaría que no terminara de crecer, que siempre fuera igual, esa pequeña criatura necesitada del calor materno. Claro, sabía que sus deseos nunca podrían hacerse realidad, pero ¿qué le costaba soñar? Después de todo, su niño solo tenía once años. Aún le faltaba mucho por crecer. Eso era lo que ella se decía diariamente. A veces, con menos confianza de la deseada.
Maikel llegó de la escuela, cabizbajo y silencioso. Miriam lo recibió como todos los días, con un beso y un abrazo cariñoso, pero el niño no le correspondió en la misma medida. La madre tuvo que ahogar un lamento involuntario, su hijo tenía la misma actitud que cuando hizo las primeras dos. Miriam no necesitaba otros indicios. Estaba segura que esa noche, al igual que en las otras ocasiones, justo a la hora de acostarse, Maikel le haría la última pregunta.
No le fue difícil rememorar las dos veces anteriores. El día en que el niño la acusó de mentirosa después de interrogarla sobre los Reyes Magos. Fue un duro golpe para ella. Comprendía que Maikel comenzaba a transitar el camino de la madurez, pero a la vez le dolía verlo perder esa inocencia que tantos adultos envidian y desearían volver a tener.
Durante la segunda, su hijo no la culpó, ni la criticó, pero luego de la conversación, Miriam se ocultó en su cuarto y lloró más que en la primera ocasión. ¿Cómo nacemos? Esa había sido la pregunta para la cual ella, no estaba del todo preparada. La interrogante tenía decenas de ramificaciones, todas sexuales y cada una, hacía sentir a Miriam más cercano el momento en que su niño la abandonaría por alguna mujerzuela, que nunca le podría dar un amor y un cariño igual al de su madre.
Pero si esas dos fueron experiencias traumáticas, la que tocaba en esta oportunidad hacía parecer a aquellas como simples dudas infantiles.
El resto de la tarde lo pasó inquieta y nerviosa. Antes de comer, mientras Maikel miraba la programación infantil, se volteó de repente en su asiento y la llamó. Miriam dejó caer un plato que se hizo añicos a sus pies y lanzó un chillido. Sin importarle lo sucedido, Maikel continuaba gritándole desde la sala.
—¡Mamá! ¡Mamá! Ven un momento.
—¡Ahora no puedo! —dijo ella, agachándose a recoger los pedazos rotos—. Después te atiendo, sigue con los muñequitos.
Maikel no volvió a hablarle durante todo el resto de la noche. Fue una cena triste. Miriam tenía tanto miedo de que saliera el tema, que ni siquiera se atrevió a preguntarle a su hijo por el día en la escuela o por los exámenes cercanos. Al terminar, recogió la vajilla y apresuró el fregado. El niño regresó al televisor, pero ella ya no aguantaba más la situación. Sentía que la tensión la iba a matar.
—Maikel, a dormir —dijo con voz temblorosa.
—Pero, mamá, todavía no son las nueve. Yo quiero ver el programa cómico.
La protesta del niño la irritó y le dio fuerzas para imponerse. Ella era la madre y él tenía que hacer lo que ella quisiera.
—¡Dije, a dormir! ¡Y no quiero más quejas!
—Está bien, mamá —respondió Maikel resignado, mientras se levantaba a apagar la televisión—. ¿Me vas a acompañar al cuarto?
Aquello la desarmó por completo.
—Sí, nene —dijo de manera mecánica—, yo voy contigo.
El pasillo hacia las habitaciones nunca le había parecido tan grande y sobrecogedor. Al final de aquel camino la aguardaba su mayor temor.
Llegaron al cuarto, ella lo vio acostarse y luego lo ayudó a arroparse con la colcha. Justo cuando se disponía a volver a la sala, Maikel la llamó:
—¡Mamá! ¿Puedo preguntarte una cosa?
—Sí —respondió ella resignada, mientras regresaba a la cama para sentarse cerca de su hijo.
—Mamá, ¿es verdad que no somos humanos?
Ahí estaba. Y ahora, ¿qué le iba decir? ¿La verdad? ¿O iba a tratar de mantenerlo engañado?
—¿Quién te dijo eso? —preguntó, intentando darle vueltas al tema mientras decidía que responder.
—Un niño de octavo, en la escuela.
—¿Y qué más te dijo ese muchacho?
—Que somos robots —el niño se detuvo a pensar la siguiente palabra—, an-dro-i-des, con IA. Yo no sabía que era una IA, entonces, él me contó que es como un programa de computadora, hecho para que se parezca a la gente normal. Dice que todo es parte de una cosa psi-co-so-ci-al, o algo así, de los verdaderos humanos para probar a los adultos. ¿Es verd…?
—¿Y tú le creíste? —se apresuró a interrumpirlo Miriam.
Todavía no había analizado todas las opciones posibles y sus aristas. Aún no estaba lista para responder la pregunta.
—No sé —dijo Maikel luego de pensarlo un poco—. Primero no, pero después él siguió hablando y me puso un ejemplo: dice que Luisito, el niño que lleva tres años en sexto grado, no es porque sea bruto, es porque sus padres no han podido pasar la prueba que le ponen los humanos de verdad. ¿Cuál es esa prueba, mamá?
Miriam ya no podía seguir dándole vueltas al asunto. De hecho, la mente de Maikel ya había tomado como ciertos los comentarios escuchados y ahora comenzaba a centrarse en otras tangentes del problema. ¿Por qué tienen que crecer tan rápido?
—Mamá, ¿cuál es esa prueba? —insistió Maikel.
—Ninguna, mi niñito, ninguna —respondió ella acariciándole la cara y, mientras lo hacía, presionó ligeramente con el dedo índice el oído de su hijo.
Al momento, un escáner dentro de la cavidad auditiva se activó y al reconocer las huellas dactilares de Miriam, desconectó los controles principales de Maikel. El niño se quedó congelado y sus ojos pasaron del común color verde a un rojo titilante. La madre se mantuvo por un rato acariciándolo mientras lo observaba con ternura.
—Lo siento, Maikel, pero no he podido pasar la prueba —le dijo en voz baja, al tiempo que iba recibiendo en sus receptores internos las nuevas directrices del proyecto—. Aún no estoy lista para verte crecer. Tal vez nunca lo esté.
Miriam dejó de mimar al niño y se concentró en los informes que le enviaban desde el Centro de Población Mundial. Sí, su caso se sumaba al número de “Madres Solteras” que se negaban al crecimiento de sus hijos, ¿y qué? A ella no le importaba que las “Parejas Disfuncionales” tuvieran mejores porcientos, a pesar de producir menores con problemas de adaptación social. A ella le importaba Maikel. Comparado con él, ¿qué interés podía tener el experimento? ¿Los “especialistas” del Centro, realmente pensaba que a una madre, incluso siendo una IA, le preocupaba cuál sector social era el más capacitado para tener niños? A una madre solo le preocupa su hijo, eso lo sabe cualquiera.
Tras desconectarse de la red, consideró sus opciones. Acababa de suspender la prueba de “Madurez Psicológica en Adultos”. Se había negado al desarrollo del menor y por su culpa Maikel iba a ser llevado a mantenimiento. Luego de borrarle sus últimos recuerdos, el niño repetiría el curso escolar para que Miriam pudiera demostrar ser una madre competente. Eso le daba un año más con su pequeño. Si fracasaba por segunda vez, ella también iría a mantenimiento, y cuando no encontraran fallas en su programación, le darían una última oportunidad. Lo cual significaba: otro año al lado de Maikel.
¿Entonces? Dos años, veinticuatro meses, setecientos treinta días junto a su niñito. ¡Claro que no era suficiente! Pero no podía pedir más, por el momento. ¿Quién sabe? Quizás en ese tiempo consiguiera reprogramarse y huir con Maikel. ¿A dónde? No importaba, siempre que él estuviera con ella. Tal vez a un lugar en el cual no existieran las preguntas, un sitio donde una madre pudiera vivir sabiendo que su hijo nunca iba a crecer, un mundo perfecto.