INTRODUCCIÓN
La revista comenzó siendo un proyecto ingenuo. Estábamos en la Facultad de Letras y había allí un grupo literario un poco esnobista, un poco nihilista y postmoderno, que decía que no era posible hacer una publicación en esa facultad porque existían no sé cuántos problemas. Entonces nosotros, un grupo perdido en lo profundo de la facultad, hicimos ese primer número para demostrar que sí se podía. Pero ya hacer ese número, preparar esa primera edición de Jácara, fue una gran fiesta, sobre todo porque fue un monográfico dedicado a Martí y supuso volver los ojos a una tradición de la cual consideramos que somos parte, de la que somos continuadores.
Entonces empezamos a tomar conciencia de que la revista comenzaba a ser algo necesario para nosotros como jóvenes escritores, para trascender ese grupo nihilista de la facultad y para empezar a ser literatura propiamente, proponer un nuevo discurso en la literatura cubana. El segundo número lo dedicamos a Eliseo Diego, que había acabado de recibir el Premio Juan Rulfo. Entendimos que no era un poeta suficientemente validado, suficientemente reconocido y nos pareció una ocasión idónea esta del premio para hacer un número en su homenaje y para hacer ver a todos el valor de Eliseo más allá del Grupo Orígenes1 y más allá de la poética de José Lezama Lima, sobre todo para hacer notar el valor de su poética en nuestra generación. Ese fue el segundo número de la revista, un número que nos regaló la amistad con la viuda de Eliseo, con su hija Fefé, y nos regaló la amistad también de Cintio Vitier y Fina García Marruz. Esto fue fundamental para Jácara porque si antes teníamos un vínculo, una empatía hacia Orígenes desde el punto de vista literario, comenzamos a tenerlo también desde el punto de vista humano.
Luego nos ganamos, por obra y gracia de esa amistad con los origenistas y esa filiación con los origenistas, la enemistad de “los ciclonistas”.2 Esto resultó un fenómeno interesante porque apreciamos ciertas turbulencias del discurso artístico literario cubano similares a las presentes en la evolución de las literaturas en el mundo. Sin embargo, este rechazo sobre todo nos motivó más en nuestra senda. Así que en vez de desilusionarnos cuando ciertos críticos comenzaron a hablar de las revistas de jóvenes y no mencionaron nunca a Jácara, conociéndola porque se la habíamos enviado y sabíamos que la habían leído, pues decidimos hacer un número, ya que el grupo cumplía un año, dedicado a nosotros. Un autohomenaje. En este caso hicimos un número un poco dadá, un poco surrealista. Sacamos una foto del grupo y después de hacerle muchas fotocopias las recortamos y las pegamos en los emplanes, es decir, ilustramos con pedazos de nuestras fotos las páginas. Uno de los miembros del grupo, el poeta y pintor Larry Javier González, rellenó con algunos dibujos los márgenes. La revista ya empezaba a tener la estructura por la que sería conocida y más apreciada en su acabado artístico. A partir de ese número Jácara iba a salir siempre manuscrita e ilustrada con viñetas, a línea, de pintores. Aquí explicitamos nuestra estética y nuestras preocupaciones culturales y literarias. Hicimos notar, esencialmente, la madurez del grupo en cuanto a la unidad de pensamiento que había, de aspiraciones y, sobre todo, a la estética que estábamos manejando con ciertas afinidades, aun dentro del gran abanico de diferencias que debe haber dentro de cualquier grupo para que sea genuino.
Nosotros fuimos un grupo, más que rupturista, de continuidad. La generación de Jácara tiene el gran aserto de retomar la tradición de la literatura insular e hispanoamericana, de reconocerse parte de una tradición nacional no negadora, de la tradición prometeica iniciada con el modernismo martiano, anunciada en textos fundadores de las letras cubanas. Nosotros estudiamos esa tradición y tratamos de darle continuidad desde la modestia de nuestras obras, en la década de 1990 aún incipiente, porque pocos teníamos libros publicados entonces y algunos ni siquiera habían sido recogidos en antologías o revistas antes de que Jácara los hiciera autores éditos.
Esta generación es propiciada en gran medida por la existencia aglutinadora de la revista Jácara, donde toma rostro nuevo en sus diferentes ediciones y especialmente en el número 5 de 1997, edición especial que presentó una antología de los jóvenes poetas, precedida por un prólogo y acompañada por un epílogo, textos donde se defendía la nueva estética y se legitimaba su entrada en la tradición literaria cubana desde postulados que la hacían una generación distinta, una generación nueva, heredera de las fuentes primarias de la literatura universal, de la gran tradición literaria española y de la gran tradición hispanoamericana. Más inmediatamente de la literatura de José Martí, de sus aspiraciones literarias y de ese replanteamiento del modernismo que se produce en la generación de Orígenes y que deseamos continuar y encauzar a partir de la época finisecular en que surgimos, una etapa de debate entre dos líneas, la posmodernista y la neomodernista.
NEOMODERNISMO VS. POSMODERNISMO
Ha sido Federico de Onís uno de los primeros ensayistas en proponer una periodización contemporánea y abierta del modernismo. Apreciaba una primera etapa estampada por la transición del romanticismo al modernismo (1882-1896) y por la vida y la obra de Martí, Nájera, Casal, entre otros autores de su primera generación. Con el influjo de Darío y sus viajes a Europa, el momento de triunfo de la nueva estética, más allá de las fronteras hispánicas (1896-1905), etapa en que se sumarían Unamuno, Manuel y Antonio Machado, Pérez de Ayala, etc. El tercer momento tendría como figura central a Juan Ramón Jiménez y el llamado “postmodernismo” (1905-1914), caracterizado por el regreso al primer modernismo ya que supuso un retorno a la sencillez lírica, el intimismo y el prosaísmo. Una cuarta transformación daría lugar al ultramodernismo o transición al ultraísmo…
Sin embargo, presagió Juan Ramón Jiménez un “siglo modernista” y desde este hoy el ayer no resulta fragmentario sino dialéctico, inmerso en una trayectoria espiral. Apreciamos que desde la década de 1880 hasta la década de 1980, el modernismo hispanoamericano evoluciona, se transforma, asciende. Iniciado con las crónicas de Martí y su libro Ismaelillo de 1882, hallará continuación en Darío y la literatura de fines del siglo XIX y las primeras décadas del XX. Aparentemente difunto durante el auge de las vanguardias, en realidad extrema su vertiente formalista (y narcisista) hasta el hastío y rápido regreso, en la posvanguardia, a la significación y al prometeico compromiso. Entre la década de 1940 y la de 1980, se produce una nueva interiorización, caracterizada por el intimismo, el retorno a modos del romanticismo, el barroco, el parnasianismo, el surrealismo, el realismo y a la literatura social o política.
La conquista de la Modernidad, la búsqueda de un lenguaje coloquial, contemporáneo, sugerente y sugestivo, desde diferentes posturas ideoestéticas, continúan siendo ideales para el arte. Se da cuerpo a una identidad hispánica, común e ideal, al tiempo que se desandan los senderos del versolibrismo y el prosaísmo, los viejos moldes, la prosa realista existencial, costumbrista o universalista, la fantástica que deriva en subgéneros como la ciencia-ficción. Pero al cabo de tanto sueño esgrimido por el arte, no será hasta fines del XX que se imponga la frustración ideológica, la conciencia de que las utopías parecen inalcanzables, la desjerarquización de la cultura y la certeza de un nuevo vacío, de una soledad y un desvalimiento, que recapitulan el pensamiento medieval y su anulación del artista.
A fines del pasado milenio, se produce un cambio ideológico significativo por primera vez en el pensamiento intelectual y en la proyección del arte. Los escritores sucumben a la frustración, la utopía del desarrollo industrial deja de ser una lejana y difícil meta en una región ininteresante, desdeñada por pertenecer a un futuro muy lejano en tiempos de presentismo. Parece entonces que se reniega de la utopía de la Modernidad, sin que se agote su proyecto. Los escritores del llamado Tercer Mundo, sabiéndose sumidos en el subdesarrollo, llegando siempre tarde o en desventaja, reniegan de la Modernidad como ideal. Las metas sociales se alejan o hacen inalcanzables. Las sociedades de Hispanoamérica continúan atrasadas, raquíticas, submodernas. De ahí que hablar de Posmodernidad en Hispanoamérica haya sido, y sea, un sinsentido, incluso en el terreno artístico. Pasada la catarsis y el decaimiento, sobrevendrá, en cambio, la esperanza en el futuro, no de la máquina, la tecnología y el confort sino de la solidaridad, de construir, al cabo de obstáculos que parecían insalvables, un mundo más digno y justiciero. La nueva etapa, de la “Neohistoria” o la “Neomodernidad”, estará marcada por una conciencia de que la Modernidad necesita adecuaciones a las realidades de cada latitud y adaptaciones a los nuevos tiempos globales. La Neomodernidad será la “segunda Modernidad”, o la reedición y crítica de la Modernidad en un periodo marcado por la globalización.
En el caso literario, la aspiración de Modernidad conquistó una cima gracias al fenómeno conocido como el boom de la narrativa hispana a mediados del XX, un momento glorioso en que las obras de los autores de Hispanoamérica fueron capaces de incidir en el mundo cultural de Occidente como en la etapa inicial de modernismo. Hijo del modernismo y de su esfuerzo renovador y asimilador de influjos, el boom hace palpable la universalidad de la cultura hispánica. Gabriela Mistral, primera escritora latinoamericana a quien se concedió el importante Premio Nobel de Literatura se reconoció heredera directa de José Martí. Las obras de Pablo Neruda, Miguel Ángel Asturias, Augusto Roa Bastos, Alejo Carpentier, Gabriel García Márquez, incluso de Jorge Luis Borges y Octavio Paz, son un producto del redimensionamiento artístico inserto en la revolución modernista, ya que insisten en la construcción del imaginario y de la identidad regional hispana y en la aspiración de asumir la Modernidad en, y desde, el arte.
Será en la década de 1980, luego de un siglo de comunión espiritual y estética, de idealismo social, que la Modernidad, y su forma artística que preferimos llamar modernismo, necesite una reformulación, revisión y replanteo. No se trata del fin del arte y de la literatura que pretenden algunos autoproclamados “posmodernos” sino del cuestionamiento del valor mesiánico del artista, de la crisis de la utopía del futuro mejor y de la ciencia como respuesta a las necesidades humanas. La nueva era, superadora de la industrial o moderna, que algunos historiadores y sociólogos han denominado “posindustrial” y que se caracteriza por la producción de conocimientos productivos, privilegia la ciencia y la técnica a la espiritualidad. El individuo desaparece; el artista vuelve a ser anónimo. Es la sociedad del discurso presentista, en la que la política no pretende la construcción de un futuro próspero sino de un presente que sabemos efímero, condenado por el acabamiento y la muerte. Dice Paz, quien atisba la crisis de la Modernidad ya en la década de 1970: “El ahora nos reconcilia con nuestra realidad: somos mortales. Solo ante la muerte nuestra vida es realmente vida. En el ahora nuestra muerte no está separada de nuestra vida: son la misma realidad, el mismo futuro.”3 La revolución modernista parecería agotar su cimiente de esperanza, su deseo de hacer luz desde el arte, de influir en la sociedad y de participar en el futuro, solo a partir de los cambios sociopolíticos que se producen en la década de 1980. El enflaquecimiento de los géneros literarios en su relación con el mercado, posibilitan un redimensionamiento temático y estilístico que si bien hereda los presupuestos básicos de la Modernidad ya no confía en sus ideales utópicos o los adapta al nuevo contexto global del mundo.
En la Modernidad la necesidad de creer en una utopía hace que los intelectuales corporeicen en su imaginario las naciones de futuro, ideales o bárbaras. Primero lo serán los Estados Unidos de América y más tarde (para los de filiación comunista o la izquierda) la Unión Soviética. Según Paz: “La visión de Baudelaire será la de Mallarmé y sus descendientes: Poe es el mito del hermano perdido, no en país extraño y hostil, sino en la historia moderna. Para todos estos poetas los Estados Unidos no son un país: son el futuro.”4 El ensayista mexicano describe en su libro Los hijos del limo que, en su opinión, hacia 1945 la poesía de nuestra lengua se repartía en dos academias: la del “realismo socialista” y la de “los vanguardistas arrepentidos”. Pero se quiebra la “pretensión de objetividad”. “Todo comienza —recomienza— con un libro de José Lezama Lima: La fijeza (1944). Un poco después (no tengo más remedio que citarme) Libertad bajo palabra (1949) y ¿Águila y sol? (1950). En Buenos Aires, Enrique Molina: Costumbres errantes o la redondez de la tierra (1951). Casi en los mismos años, los primeros libros de Nicanor Parra, Alberto Girri, Jaime Sabines, Cintio Vitier, Roberto Juanrroz, Álvaro Mutis… Estos nombres y estos libros no son toda la poesía hispanoamericana contemporánea: son su comienzo”. En ellos ve un regreso a la vanguardia, una “vanguardia otra, crítica de sí misma y en rebelión solitaria contra la academia en que se había convertido la primera vanguardia”. Tal como sucedía con los postmodernistas de inicios del siglo XX, estos posvanguardistas estaban, sin embargo, volviendo a la vertiente prometeica del modernismo desde una preocupación que no era “estética” porque “para aquellos jóvenes el lenguaje era, simultánea y contradictoriamente, un destino y una elección. Algo dado y algo que hacemos. Algo que nos hace”.5 Según el ensayista y poeta mejicano: “Fue una generación que aceptó la marginalidad y que hizo de ella su verdadera patria”.6 De ahí que tampoco sea superadora del modernismo sino una continuación, un regreso a “su actitud”, que magníficamente definió en la primera mitad del siglo XX el poeta Juan Ramón Jiménez.
Si el capitalismo creó una filosofía del “yo” sin el “nosotros” y el socialismo real pretendió imponer un modelo del “nosotros” sin el “yo”, el neomodernismo intenta resolver el dilema mediante la conciliación y se apropia de las herramientas del mundo global para difundir su nueva utopía. Y es que la Neomodernidad no renuncia a los postulados de la Modernidad sino que trata de superarlos, adaptándolos a las nuevas situaciones globales. Toma conciencia de la fragilidad del universo, de la necesidad de proteger al mundo de la depredación mercantilista. Busca un nuevo pluralismo universal, una nueva democracia, más libertad individual y solidaridad. Se opone al individualismo consumista y egoísta de la Posmodernidad. Desea hallar respuestas más allá de la ciencia y del culto a lo espiritual, desde diversos caminos que incluyen las prácticas esotéricas hasta un nuevo auge de la religión o la exploración de corrientes espiritualistas orientales y cósmicas. El arte también supone un conocimiento, es un vehículo de aprehensión del mundo.
En la Neomodernidad hay mayor conciencia ecológica y un deseo de conservación de la naturaleza incluso a costa del crecimiento económico. Se revalorizan la cultura regional, las identidades locales y las minorías étnicas. Los partidos y las autoridades políticas, así como las jerarquías cimentadas por la injusta distribución social, pierden legitimidad. El hombre se siente más que nunca “ciudadano del mundo” y el mundo parece “aldea planetaria”. La cultura se proyecta de forma trasnacional y dinamita los nacionalismos y fanatismos del pasado. Plantea el poeta cubano José Kozer que el siglo XX puede evaluarse de formas disímiles. Para él ha sido maravilloso porque en solo cien años “se han ventilado muchas basuras” y “ha conseguido mucho, muchísimo”, por eso le parece “venerable”, “pese a sus Hitlers, pese a sus Stalins, a sus guerras, a su porquería”. ¿Por qué? Ha sido el período en que saltaron los límites, que desmontó la pirámide de las jerarquías, “ha enfrentado por primera vez y dentro de la casa a un hombre con una mujer, a un padre con un hijo, a un heterosexual con un homosexual, a un pobre con un rico”.7
Los medios de comunicación que la globalización puso al servicio de su dominio neocolonial serán usados por el neomodernista para crear redes alternativas de flujo informativo y artístico. Internet ofrece un canal de enlace entre la gente interesada en ir más allá de las visiones oficiales de los monopolios informativos. Los blogs permiten publicar y exponer un arte disímil al que se desea imponer, desinteresado de los patrones que asigna la “industria cultural” a escala planetaria. Los mismos medios que inducen a la alienación y a la masificación cultural, se convierten entonces en plataformas para el intercambio, en arma para la denuncia, para el mensaje alternativo y el arte de la protesta. Frente al debilitamiento del poder del Estado moderno, emerge el nuevo poder de la sociedad civil neomoderna, creadora de vínculos múltiples buscando aliados en todos los rincones del planeta. Resurge la conciencia de lucha por el “bien común” y como señala el teólogo progresista Gregorio Iriarte: “Frente al desprestigio de los partidos políticos y del sindicalismo como instancias mediadoras de participación ciudadana, se hace necesaria una nueva forma de participación en la política”.8
En la entrevista de 2001 declaraba Kozer, autor inserto de lleno en la Neomodernidad, que la nueva perspectiva abierta para el arte está aún filtrada por concepciones del pasado pero sin el lastre de los arquetipos:
“[…] hay otro fenómeno que cada vez participa más de la Modernidad y es que las vacas sagradas van desapareciendo porque el mundo deja de ser un mundo aristocrático, y a medida que el mundo se democratiza […]. Al ocurrir esto, por primera vez en la historia de la literatura veo yo un fenómeno importantísimo. Es que —en lugar de monstruos o vacas sagradas, grandes cabezas, grandes figuras a las que estamos acostumbrados desde siempre y que convertimos en el canon— encontramos ahora por primera vez una serie de escritores que son uno inter pares, que son personas trabajando en un sistema democratizado, donde lo que fundamenta ese sistema es la igualdad, y no hay ya carreras de caballos de si fulano es mejor que mengano o mengana es mejor que fulano”.9
Estos “inter pares” son los artistas neomodernos, a veces cómplices y marginales. En la Neomodernidad el escritor vuelve a la actitud testamentaria, individual, ajena a mercados y mecenazgos, evadida de la lectura y lectora ante todo —relectora de nuestro devenir. Los paradigmas y los cánones desaparecen o se relativizan. La Academia y el Mercado, en franca contradicción, desentienden el devenir del arte, que retorna a su raíz mística y elitista, enajenada de los medios de comunicación y promoción financiados por la clase dominante, desdeñosa de la cultura. La búsqueda del escritor ya no está encaminada a un ideal sino al valor genésico de la palabra y a sus evocaciones significantes, en su prometeica misión de comunicar, de iluminar a los demás mediante el fuego de la inteligencia y la belleza.
El artista, desarraigado en un mundo cada vez más global y ajeno, desconfía de su existencia misma y se aferra al idioma, nexo con la realidad, que desandamos provisoriamente. El escritor desangra la vida en cada texto, desustanciándose y singularizándose, en su intento de comprender el mundo y de traducirlo a la materia idiomática, llama de ocultos significados. Esta será la marca del fecundo resurgimiento del modernismo en la literatura hispanoamericana, superada su tábula de oro y convertido el poeta en un enajenado cualquiera, a quien desdeñan los poderosos y a veces también la masa que no le comprende, aunque sus palabras la salven y la expresen.
En fecha tan temprana como el año 1907 escribió Rubén Darío en El canto errante un texto dedicado “A los nuevos poetas de las Españas” donde prevé un panorama de enfrentamientos por motivos estéticos ajenos al público, a los no iniciados, y auguraba una pervivencia de hermandad de poetas creada por el modernismo:
“Quedamos, pues, en que la hermandad de los poetas no ha decaído, y aun pudiera renovar algún trecenazgo. Asuntos estéticos acaloran las simpatías y las antipatías. Las violencias o las injusticias provocan naturales reacciones. Los más absurdos propósitos se confunden con generosas campañas de ideas. Mucha parte del público no sabe de lo que se trata, pues los encargados de informarla no desean, en su mayoría, informarse a sí mismos. El diletantismo de otros es poco eficaz en la mediocracia pensante. Una afligente audacia confunde mal aprendidos nombres y mal escuchadas nociones del vivir de tales o cuales centros intelectuales extranjeros. Los nuevos maestros se dedican, más que a luchar en compañía de las nuevas falanges, al cultivo de lo que los teólogos llaman appetitus inordinatus propriae excellentiae”.10
Si durante los siglos XIX y XX en Occidente vivimos la confrontación “entre Parménides y Heráclito”, “la Metafísica del Ser y la Dialéctica del Devenir”, “la Piedra y el Río”, la “Inmovilidad (del Eterno Retorno) y la Historia”,11 en el siglo XXI se intenta entronizar la idea del fin de la historia y fin del socialismo, como utopías articuladas en el discurso dialéctico del progreso humano. Desde el punto de vista de las ciencias sociales, Alfonso Sastre propone llamar al nuevo período la “neohistoria, precursora de nuevos y grandes acontecimientos” que se enfrenta a “la Piedra” filosófica de la llamada “posmodernidad”.12 El futuro de la humanidad depende de la superación lógica del período llamado “posmoderno”, que vale en tanto “época de reflexión y autocracia” al período histórico de la “neohistoria”, “época de nuevas creaciones y de grandes acontecimientos”.13 Al respecto, al final de su ensayo Seis tesis y media a modo de una filosofía válida para el año que viene por lo menos (Algo sobre los nuevos horizontes históricos), leído en Caracas en 2005, el filósofo marxista se pregunta con ironía y revelando sus esperanzas de cambio al contexto de restricciones con que abre el siglo XXI:
“Nos gustaría saber, pues somos muy ignorantes en esta materia, sobre todo en economía, si estamos viviendo en una crisis grave del neoliberalismo, que fuera ya nuncio de un final no muy lejano de su hegemonía mundial (o sea, de sus alcances planetarios), y si entonces estamos al fin pisando el alba —o cerca de ella— de una democracia participativa de alcances así mismo planetarios, capaz de conducir a la humanidad por esperanzadores caminos que nos lleve a lo que Kant llamó la paz perpetua, que, claro está, no será la pacificación tan postulada aún por gentes que se dicen y creen progresistas, y que es en suma la paz de que gozan los muertos en los cementerios, sino que se establecerá sobre las bases de la justicia, es decir, en un mundo otro por el que siempre se batieron las mejores armas y las mejores letras”.14
La nueva alianza de “armas” y de “letras” comienza a vislumbrarse ya en la lucha emprendida tanto por miembros de la sociedad civil, políticos, intelectuales y artistas en general, en pos de la paz y la justicia, de un mundo mejor, de un planeta habitable y un universo de convivencia. Los cambios que se esbozan están siendo anunciados por un arte que retoma las búsquedas modernas y las adapta al contexto actual. Nuevamente el arte se anticipa. Si el modernismo martiano enarboló la cultura propia frente a modelos coloniales y extranjeros, y Rubén Darío manifestó su deseo de que los hispanos continuáramos hablando español frente a la avalancha neocolonizadora de la cultura norteamericana, que nos haría “callar” y “llorar”, el neomodernismo surge como reacción al mundo global mercantilizado y “desustanciador” de la realidad, donde el individuo y el arte mismo quedan relegados a entes pasivos o participantes en la juerga económica.
Humanizar la globalización es un reto para el mundo de hoy, de ahí que existan diferentes movimientos mundiales que se planteen la exploración de soluciones, que van desde la llamada “Alternativa de la Tercera Vía”, que no se cuestiona al capitalismo como sistema pero pretende hacerlo menos “salvaje” hasta la “Alternativa Post-Capitalista”, que propone “organizar la economía sobre bases diferentes al capitalismo y a la economía de libre mercado”.15
De nuevo surge el debate entre los dos modelos de Modernidad: la interesada en el bienestar de unos pocos, desinteresada de la justicia; y la Modernidad que se plantea la utopía de un mundo más humano equitativo, equilibrado y digno. Pero la etapa histórica es diferente, ya que entre el final del siglo XX y el inicio del XXI la opinión pública toma conciencia cada vez más de que debe devolverse al Estado su poder para luchar por el control democrático, contra la pobreza, la corrupción, etc., y regular la sociedad, al tiempo que asumir el papel de garante de los objetivos sociales y ecológicos. Los enormes gastos en compra de armamento, tanto de países pobres como de potencias mundiales, deben ser destinados a la lucha contra el hambre y para la erradicación de las desigualdades. Por eso, la resistencia más patente a la “globalización” y sus modelos surge desde la cultura, en la defensa de la identidad propia, mediante el rechazo a quienes pretenden convertirla en una mercancía, desconociendo sus valores ligados a la belleza y a la expresión de sentimientos sublimes y trascendentes.
La cultura del individualismo, donde la apariencia vale más que la esencia, vinculada al éxito, a la rentabilidad y la competitividad, desustanciadora y sin identidad, que promueve la postmodernidad es expresión de la globalización neoliberal y a sus principios se enfrenta la cultura de la Neomodernidad, propuesta por los artistas e intelectuales que no desean participar del juego mercantilista y que no renuncian a la construcción de utopías de futuro. Martí señaló a fines del siglo XIX que debía lucharse por “equilibrar” al mundo y hoy su mensaje es vigente. La necesidad del rescate de la ética, la solidaridad y la justicia, resulta clave para el porvenir. El debate es entre la bestia y el ser humano, las ambiciones más egoístas, antihumanas y antisolidarias, y la caridad, la justicia y la solidaridad.
Porque con la globalización entran al ruedo social nuevos valores, sin raíz pero con frutos tentadores, la música, la moda, los modelos impuestos por una sociedad de consumo y aparente bienestar. Las aspiraciones de los jóvenes para las que no hay respuesta en la sociedad, parecen solo realizables fuera de la política. Cambiar el contexto deja de ser interesante. Con la pérdida de valores y el rechazo a la identidad nacional en pos de una globalización desustanciadora y falsa se impone la renuncia de los artistas a participar del juego político. El compromiso del arte, aunque sea con el nacionalismo, es evadido. Hastiados de la manipulación y desengañados por la “desustanciación” de la cultura, cada vez más dominada por el mercado, los artistas se refugian en el ensimismamiento, en una cultura que desea hablar al futuro, ya que el presente solo aplaude su implementación laudatoria, creaciones efímeras y que sean capaces de venderse con éxito y rentabilizarse en la bolsa.
Frente al nihilismo, la desesperanza, el individualismo, la intolerancia y el fanatismo, el individuo neomodernista se replantea la modernización, la sociedad y el futuro, con el deseo de aferrarse al sueño prometeico de un porvenir más digno y equitativo, de un mundo “equilibrado” y unas sociedades justas, con las mínimas desigualdades posibles. Luego del impase que provocó la crisis de la izquierda y la aceptación del discurso esterilizando de la posmodernidad, hay un resurgimiento de la esperanza. Arde de nuevo el fuego de la entrega, deslumbran la llama de la solidaridad.
ENSAYO Y CRÍTICA LITERARIA EN LA DÉCADA DE 1990
Si bien a lo largo del siglo XX el ensayo y la crítica literaria cubana se debaten en la articulación de un discurso descolonizador e identitario, durante la década de 1970 el influjo del estructuralismo y demás ismos academicistas, minan su calidad y hacen que los textos pierdan eficacia artística, vuelo literario. Ya en la década de 1980 comienza un cambio, el ensayo y la crítica se hacen más exquisitos en su elaboración y comienzan a dar la espalda a los discursos de la narratología, la semiología y el estructuralismo retornando, sobre todo en la década de 1990, al ensayismo más personal, ecléctico o de “intuición poética”, que también cultivaron grandes de nuestras letras, como Martí, Carpentier, Lezama o Eliseo Diego.
Cuando la globalización, con sus pros y contras, intenta dinamitar y superponer valores culturales y sociales, ante las identidades nacionales y regionales, resurge con fuerza un pensamiento reflexivo sobre lo típicamente cubano, lo cambiante de lo cubano y su relación con lo hispanoamericano y la cultura marginal de aquellos países que siguen soñando —o se derrumban en el desengaño— con la Modernidad que todavía a fines del XIX parecía posible y apetecible.
La nación cubana, isla en el mar Caribe —ajiaco cultural— y puente de la hispanidad, a través de sus pensadores e intelectuales ha conformado un imaginario en explícita comunidad con Nuestra América y en contraposición a la América otra, a la cultura del consumo y el dominio mundial. Paradójicamente, nace de autores exiliados como Heredia, Varela, Saco, Varona y Martí, quienes reedifican y evocan, en el desfoque de la distancia, un país que tiene más de mar (espumoso y aéreo) que de tierra firme. Esta herencia será continuada por los pensadores cubanos de la república, ante el dilema de su presente y el anhelo de un mejor futuro.
En la década de 1990, rebasado el intento de implementar la política desde la literatura, y sobre todo desde la crítica literaria y el ensayo, los jóvenes autores vuelven a cuestiones estrictamente literarias, a reflexionar sobre el arte y a buscar respuestas vitales en los textos, haciéndose de nuevo palpable la contradicción entre la aspiración moderna, ilustrada, de una intelectualidad del primer mundo; y la realidad frustrante, engañosa, de un país lleno de problemas y viciado por el coloniaje. El ensayo, en su tópica libertad, mejor que otros géneros, nos permite vislumbrar una novela en que sus autores y lectores resultan los protagonistas (o “agonistas”) comprometidos y comprometedores.
LA NARRATIVA EN LA DÉCADA DE 1990
Rebasado el gran hiato de la década de 1970, nuestra narrativa vuelve al debate entre sus dos líneas fundamentales, la criollista y la universalista —en que se inscriben, de un modo u otro, las demás líneas (ciencia ficción, policial, literatura social, el fantástico). Temas que fueron tabú para la narrativa, aparecen con total desnudez a fines de la década de 1980. Las contradicciones sociales, el mundo de los marginales, el sexo, la crisis de valores, la angustia existencial, la violencia de la vida cotidiana, el homosexualismo, el racismo, las transformaciones sociales que se producen con la caída del socialismo en Europa y la despenalización del dólar en Cuba, las relaciones con el poder, la prostitución, el proxenetismo, “el camello”, los hippies, el turismo, la guerra en África, son asuntos que van incorporándose a nuestra cuentística.
En el prólogo a su antología El submarino amarillo, Leonardo Padura, un narrador surgido en la generación de los 80 y que va a alcanzar notoriedad en los 90 por su popular saga de novelas detectivescas, advertía:
“Como conjunto, esta narrativa se tipifica por obsesiones tan disímiles y a la vez recurrentes como los conflictos de las parejas en estos tiempos de fin de siglo —testimonio de ello es la excelente antología Hacer el amor, editada en 1986 por el poeta Alex Fleites con textos de siete autores de este grupo; el análisis ético de la circunstancia cubana actual, nada homogénea, nada idílica, con lo que han surgido, por primera vez en nuestra narrativa y al parecer para quedarse, tipos tales como el oportunista, el ‘dirigente’, el fraudulento, los ‘jineteros’ —cazadores de dólares— o el siempre difícil personaje del homosexual; una visión desprejuiciada y descamada de lo que significó a nivel individual la presencia internacionalista de Cuba en diversas partes del mundo, especialmente en África; una nueva valoración, mucho más intimista y humana del drama del exilio cubano, con sus desarraigos, equivocaciones y dolores; y, por supuesto, el asunto que, quizás, haya dominado por encima de cualquier otro: el mundo de los jóvenes y adolescentes que fueron y son estos escritores vistos en su ámbito estudiantil, amoroso, laboral y familiar, sin tintes bucólicos ni complacientes. Alrededor de estos tópicos gira entonces el vórtice de esta cuentística de lo cotidiano”.16
El canon de estos años está conformado fundamentalmente por libros como El niño aquel (1980), de Senel Paz; El jardín de las flores silvestres (1982), de Miguel Mejides; Las llamas en el cielo (1983), de Félix Luis Viera; Descubrimiento del azul (1987), de Francisco López Sacha; Sin perder la ternura (1987), de Luis Manuel García; y Se permuta esta casa (1988), de Guillermo Vidal. En cambio, a diferencia de los autores de los años 70 que se mantienen estancados en un tipo de literatura realista y dura, varios de los narradores de los 80 logran evolucionar hacia nuevas temáticas y hacia un abordaje diferente de los conflictos.
Acerca de los cambios y el agotamiento de la cuentística cubana de los 80, escribió en el prólogo a su antología Aire de Luz, el crítico y también narrador Alberto Garrandés:
“La nueva cuentística hizo un aporte notable al panorama del género: la reivindicación del estatuto del personaje literario en congruencia con un tipo de estructura favorecedora de la progresión dramática emotiva. En este sentido, los denominados cuentistas de los ochenta llamaron la atención sobre el empleo del lenguaje y el cultivo de ciertos estilos dramatúrgicos. Esto, que constituyó entonces un fenómeno de primera magnitud, devino luego, sin embargo, una retórica con su correspondiente mundo de referencias”.17
Los inicios de la década de 1990 están dominados por los narradores de la generación del 80, quienes trascendieron sus discursos preciosistas y lingüísticos, hasta “dramatúrgicos” como dice Garrandés, y comenzaron a producir cuentos carentes de retoricismos, centrados en conflictos que si bien tienen un punto de vista en la realidad nacional, logran superarla y hacerse universales. Un paradigma lo ofrece Senel Paz, quien con su “El lobo, el bosque y el hombre nuevo”, gana en 1989 el Premio Juan Rulfo de Radio Francia Internacional y abre una saga de cuentos sobre homosexuales, tema hasta entonces tabú para nuestra literatura y que poco antes había abordado Roberto Urías en un relato que se publicó en la revista Letras Cubanas en 1988 bajo el título “Por qué llora Leslie Carol”. Basada sobre el cuento de Senel se hace la película Fresa y chocolate, dirigida por Tomás Gutiérrez Alea, que estuvo nominada al Óscar, lo que contribuyó a la difusión de la temática, al punto que en los inicios de los 90 hubo una epidemia de relatos sobre homosexuales y se hicieron hasta antologías y estudios literarios y sociológicos que legitimaban tales textos.
Intento de canonización de una nueva cuentística, la compilación Los últimos serán los primeros (1993), del ensayista y profesor universitario Salvador Redonet, presenta nombres desconocidos, autores que en su mayoría estaban inéditos, pero que tenían en común la rebeldía, la novedad formal, el desdén por la técnica tradicional y el abordaje de temas provocadores. Los textos aparecidos en este libro son de calidades notoriamente dispares y muestran la inmadurez propia de jóvenes que participan de la búsqueda de un estilo y un espacio dentro de la narrativa nacional. Algunos nombres no pasaron de ser promesas, otros han logrado desarrollar una obra significativa entre fines de los 90 y lo que va del siglo XXI. Entre los que trascendieron la propuesta de Redonet, sobresalen: Ronaldo Menéndez, Ángel Santiesteban, Ena Lucía Portela, José Miguel Sánchez (Yoss) y Raúl Aguiar. A estos se suman nuevas voces, de diferente tendencia, como Eduardo del Llano, Jorge Luis Arzola, Jesús David Curbelo, José Antonio Martínez Coronel, José Manuel Prieto, Atilio Caballero, Waldo Pérez Cino, Karla Suárez, Antonio José Ponte, Anna Lidia Vega, Alberto Garrido, Alberto Guerra…
Autor de la generación anterior, que mantiene estrechos vínculos con esta de los noventa por haber dirigido talleres literarios contra los que los nuevos narradores toman posición, Francisco López Sacha, en su ensayo citado más arriba ofrece una visión de conjunto sobre tendencias y nombres que van conduciendo al cuento cubano hacia otros derroteros:
“La consideración del cuento como escritura, en los iconoclastas más agresivos —Rolando Sánchez Mejías, Alberto Garrandés, Enrique del Risco, Roberto Urías, Ena Lucía Portela, Jorge Ángel Pérez, Daniel Díaz Mantilla—, o la consideración, al otro extremo, del cuento como fábula en los aparentemente más conservadores —Eduardo del Llano, Luis Felipe Calvo, Radamés Molina, Ernesto Santana—, que deja en el centro a la facción más equilibrada —José Manuel Prieto, Ángel Santiesteban, Mylene Fernández, Alexis Díaz Pimienta, David Mitrani, Adelaida Fernández de Juan, José Miguel Sánchez, Marcial Gala, Raúl Aguiar, Alejandro Aguilar— y aún en puntos imprecisos a ciertos electrones sueltos que andan puteando de un extremo a otro (ya saben que lo digo con cariño) —Alberto Garrido, Ronaldo Menéndez, Alberto Guerra, Jesús David Curbelo, Anna Lidia Vega Serova, Pedro de Jesús—, sostiene, sin lugar a dudas, esa ilación imprescindible entre un suceso, un personaje o una situación y un nivel de sentido. (…) El cuento cubano sale al fin de la cárcel del conflicto polar, de la progresión dramática, del choque de opuestos, para ingresar en otra modernidad que privilegia, sobre todo, el valor del nivel de sentido conseguido por cualquier vía posible”.18
En los años de 1990 tanto las temáticas como los abordajes se hacen disímiles. Los autores parecen interesados en tener un sello diferente en cada caso, una marca más allá de tendencias. Alberto Garrandés notaba en su ensayo que “Incluso en la vertiente más realista de los novísimos no existe una pauta linguoestilística, ni una directriz compositiva”.19 Entre los inclinados al realismo, que abordan el mundo marginal, del sexo, el rock, la droga, destacan Raúl Aguiar (La hora fantasma de cada cual, 1995); José Miguel Sánchez —Yoss— (W, 1997) y Michel Perdomo (Los amantes de Konarak, 1997). De tendencia esteticista, de experimentación y juego formal, de cierta búsqueda de universalidad, Ronaldo Menéndez (El derecho al pataleo de los ahorcados, 1997); José Antonio Martínez Coronel (Los hijos del silencio, 1996); Alberto Garrido (El muro de las lamentaciones, 1996) y Jorge Luis Arzola (Prisionero en el círculo del horizonte, 1994).
Vistos en la distancia crítica, también estos autores pueden englobarse entre una línea realista o de crítica social y otra de mayor trascendencia o universalidad, que tiende al absurdo y al fantástico o se desinteresa de su contexto histórico. La avidez de editores extranjeros por publicar textos en que se reflejen las contradicciones y conflictos de la sociedad cubana, que no son tocados por las agencias de noticias, conllevan entonces a una mayor promoción de la cuentística realista y crítica de la Cuba de fines del XX, cuando los ideales de la revolución parecen frustrados y se agudiza la crisis de valores en una sociedad que pretendía ser monolítica.
En su afán de conquistar el mercado externo, de publicar en las grandes editoriales fundamentalmente españolas, varios de estos narradores se circunscriben a temáticas costumbristas y abandonan poco a poco el género para dedicarse a la escritura de novelas, por exigencias del mercado. Coyunturas políticas y de difusión de la cultura cubana, validan libros y textos de escaso mérito literario que, sin embargo, abren espacios internacionales para la publicación de autores nacionales. Después del boom de la narrativa hispanoamericana y cubana de los años 60, en los 90 hubo un nuevo boom, de menor escala y a diferencia de aquel sujeto a un mercado en que el libro resulta sobre todo una mercancía y menos producto intelectual.
En estos años, particularmente los textos que se insertan en la tendencia del neopolicial o literatura negra, tienen una favorable acogida. Autores como Leonardo Padura, Amir Valle, Daniel Chavarría, José Latour, Justo Vasco, escriben y publican una decena de obras en que, con el pretexto consabido de resolver casos delictivos, se revelan los vicios y las contradicciones de la sociedad cubana contemporánea. Otros como Eduardo del Llano, Jorge Ángel Hernández Pérez y Reinaldo Cañizares, abordan esa misma problemática desde la perspectiva de la novela negra de humor paródico, la novela de aventuras tipificada en escenarios cubanos y la novela negra simbólica, a partir de la adaptación a la cotidianidad nuestra de símbolos de la cultura universal. En este momento surgen imitadores y nuevas voces. Existe un público ávido por el policiaco y un mercado editorial conquistado. En cambio el mayor reto para esta tendencia literaria seguirá siendo su criticismo, molesto para el poder. El escritor de novelas negras o de obras policíacas contemporáneas (neopolicial, también, para algunos autores) se reconoce como continuador de una tradición de literatura realista y social en que el reflejo de su época resulta elemento clave. Muchos de los títulos que hoy alcanzan premios o tiradas millonarias quedarán en el olvido irremediablemente; otros muchos también contribuirán al desarrollo de nuestra literatura, no por la originalidad en el abordaje de temáticas policiales sino por constituir reflejos directos y descarnados testimonios de una época en que los límites entre la ley y los delincuentes se difuminan. La nueva narrativa policial o narrativa negra de Hispanoamérica tiene el mérito de cuestionarse su tiempo y de, con el consabido pretexto detectivesco, interrogar a la sociedad sobre su presente y su futuro. En algún caso podría resultar incómoda, deleitosa de lo peor de nuestra época, pero continuadora de nuestra tradición de literatura realista y de indudable valor y trascendencia.
La otra narrativa, evasiva de la realidad, narrativa del absurdo, del fantástico, de pretensiones acontextuales y atemporales, quedó relegada a una difusión exclusivamente nacional, ya que solo pequeñas editoriales de fuera de la Isla se interesan en textos donde lo pintoresco de la sociedad cubana no aparece directamente reflejado. En los inicios del presente siglo, cuando empieza a notarse cierto agotamiento de temática realista, ganan relevancia textos de mayor universalidad, que intentan el diálogo con la literatura contemporánea hispanoamericana como continuadores de un arte moderno en que los conflictos del ser ocupan el centro de la atención, sin que importe el trasfondo en que son gestados y sin que Cuba sea un escenario particularmente interesante.
En la década de 1990 la literatura infantil cubana logra conquistar espacios internacionales y sale del costumbrismo haciéndose universal y más abierta a temas conflictivos y a abordajes fantásticos. Diversos serán también los asuntos que aborden los cuentos de la literatura cubana finisecular, desde conflictos familiares, confrontaciones entre el ser individual y las exigencias sociales, hasta obsesiones metafísicas. La individualidad, la libertad de elegir el camino, inquietudes de orden íntimo, social o estético, preocupaciones históricas y filosóficas, sintetizan la diversidad, donde además se tiende a cierta difuminación del género, de metaliteralización del cuento, para transmitir una poética y unas ideas en concordancia con las expresadas por la narrativa contemporánea de fuera de Cuba, alternativa a lo comercial e indagadora de la condición humana.
LA POESÍA CUBANA EN LA DÉCADA DE 1990
El triunfo de la Revolución cubana en 1959 conllevó no solo transformaciones sociales sino también en el canon literario. Si antes la poesía cubana se había debatido entre tres líneas fundamentales: hermética, social e intimista, en la década de 1960 se impone la antipoesía y el coloquialismo, el sujeto poético se torna plural, el canto coral y los autores se preocupan por que sus textos sean entendidos por la masa y reflejen los cambios sociales que acaecen. El conversacionalismo en América Latina tiene entre sus exponentes fundamentales a Benedetti, Gelman, Roque Dalton, autores de izquierda que se identifican con los exponentes cubanos, interesados en reflejar los sentimientos del lector en un poema más abierto y épico: Roberto Fernández Retamar, Fayad Jamís, Rafal Alcides, Luis Suardíaz, Rolando Escardó, entre otros. Cuando el tono conversacional se manifiesta, los poetas están tratando de reflejar el habla de su tiempo. Habrá un acercamiento entre poesía y prosa, y especialmente entre poesía y conversación. La tropología, el tono y el lenguaje se simplifican, los asuntos y temas se ligan al ambiente social y la lírica pasa a dar testimonio de una época en que interesa primordialmente la vivencia colectiva. Una de las principales ganancias de esta poesía es la colectivización del canto, con el empleo del “nosotros” o de un “yo plural”, el humor, el optimismo y cierto prosaísmo que entroniza el poema en prosa y el versolibrismo.
Sin embargo, en la década de 1970, la repetición de esta fórmula y el calco de la poesía social, especialmente la cultivada por Nicolás Guillén, agotarán estas búsqueda y ya en la década de 1980 la lírica cubana retorna el intimismo, se vuelve más hermética y recobra el ensimismamiento de antes, pasando también a reflejar situaciones y conflictos menos épicos y más líricos. José Kozer, Luis Rogelio Nogueras, Lina de Feria, Reina María Rodríguez, Raúl Hernández Novás, Ángel Escobar, et. all., expresan en su poesía de la década del 80 un cambio que continúa los caminos del coloquialismo pero desde una voz más espiritual, evadiendo la épica colectiva y centrándose en la hipersensibilidad del artista que, tal como sucedió a inicios del siglo XIX, vuelve a sentirse al margen de la historia y se desinhibe en sus versos.
Pero será la generación de 1990 la que profundice en esta metamorfosis iniciada por la generación de 1980, ya que no solo se interesa por el cambio tonal y el trabajo tropológico (volviendo a los modelos de la poesía trascendentalista de Orígenes) sino que también emprende un nuevo camino de experimentación formal, la vuelta a la métrica y la versificación. En los 90 las temáticas se amplifican, el tono pasa a ser intimista aunque no monologar, el “yo” vuelve a su ensimismamiento e individualidad, sin embargo refleja en su “caso” situaciones que pueden sentir otros individuos en igual situación, ya que el poeta refleja la crisis de su tiempo y sus contradicciones. Señala un artículo de la enciclopedia Wikipedia:
“En la década de 1990 surge una nueva corriente en la lírica cubana que rompe con el coloquialismo de la generación anterior y explora formas estróficas tradicionales y el verso libre en sus posibilidades rítmicas y expresivas, en concordancia con la obra de autores anteriores como José Kozer. El canon de la nueva poesía aparece en la revista independiente Jácara [2], en particular en un número de 1995 que hace una antología de la generación. Son numerosos los jóvenes autores que participan de la renovación de las letras cubanas, apartándose de la política y ensayando una lírica más diáfana y universal. Entre otros, destacan: Luis Rafael, Celio Luis Acosta, Larry J. González, José Luis Fariñas, Ásley L. Mármol, Aymara Aymerich, David León, Arlén Regueiro, Liudmila Quincoses y Diusmel Machado”.20
Esta nueva lírica supera el coloquialismo con la plasmación de un verso de mayor intensidad lírica, con la experimentación formal del verso, la métrica y el ritmo, plasmando una poesía nueva a través de la cual se reflejan contradicciones sociales y conflictos del ser que toman protagonismo en el nuevo contexto epocal. La nostalgia, el arte, la metaliteratura, la frustración, el exilio, el extrañamiento, la muerte, la condición insular de Cuba, reflexiones sobre la deriva de la historia, se convierten en motivos reiterados en esta nueva poesía, cuyo despegue podemos encontrar en las páginas de la revista Jácara a partir de 1995.
EJEMPLOS POÉTICOS DE LA GENERACIÓN DE 1990 (NACIDOS A PARTIR DE 1970)
Celio Luis Acosta (La Habana, 1976)
ENCARNACIÓN
Si nostálgicos polvo y aguacero
arman de golpe un sitio en la memoria
el agua convencida de la noria
detiene su ejercicio plañidero.
El mundo vuelve al fin por el sendero
de la imagen al verbo sometida
y como criatura que en la huida
deja jirones de su cuerpo en otro,
así el verso inasible entre nosotros
los despojos levanta hacia la vida.
Aymara Aymerich Carrasco (La Habana, 1976)
el día después
es tierno y no nos pertenece
el día después es tan nuestro
como sepamos provocarlo
él y tú se han susurrado. son
dos pautas de sudor ajenas a lo ajeno
él y tú
se pertenecen.
Ásley Mármol (La Habana, 1977)
LA LUZ Y LA MEMORIA
La luz y la memoria
acuden disipando
la precisa holgura de aquello
que me hace vislumbrar mis manos exactas.
Me conozco gracias a esta honda precisión;
distancia entre la luz y lo eterno
calma de la falaz esencia humana.
Como dudosa eternidad
se adscribe un silencio en mi costado
sonido quedo
cual la memoria de los muertos
hechos ya barro y luz inaprensible.
Retomo aquellas manos exactas
rescatadas del olvido.
Se consuelan al moldear
un breve huesecillo del viento,
una recia paz
divina en la penumbra.
Luego hablar de todo
del agua,
de la tierra y sus fermentos,
hablar, en fin,
hablar de Dios.
David León Alcalde (La Habana, 1980)
ISLA
Isla que vive
la luz renovada
Isla que dicta
las horas del polvo
¿Dónde callarás última
el deseo fugaz de tu memoria?
Las ruinas y el cíclope
zozobran tras el sueño
El gato araña la brisa
Descorre en su lento siseo
el pabellón antiguo de los labios.
NOTAS
1. El Grupo Orígenes estuvo conformado por los autores que hicieron posible la revista de igual nombre. Orígenes. Revista de arte y literatura. Editó 42 números, con una tirada aproximada de 300 ejemplares. Sus directores fueron José Lezama Lima y José Rodríguez Feo. Además de publicar textos del grupo de Orígenes, colaboraron en sus páginas escritores como Aleixandre, Auden, Aragón, Bloy, Callois, Camus, Carpentier, Borges, Catulo, Cernuda, Cesaire, Chaudel, Chejov, Chesterton, Eliot, Eluard, Macedonio, Fuentes, Gombrowicz, J. Guillén, Heidegger, Huerta, H. James, Juan Ramón, H. Levin, Mallarmé, Michaux, G. Mistral, Anais Nin, Paz, Perse, Reyes, Salinas, Santayana, W. Stevens, D. Thomas, Valéry, Simone Weil, W.C. Wiliams, V. Woolf, M. Zambrano, entre otros. Véase: Índice de las revistas cubanas, tomo 1. Contiene el índice de Verbum, Espuela de Plata, Nadie Parecía, Poeta, Clavileño, Orígenes y Ciclón. Ed. Biblioteca Nacional José Martí / Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1969. También: Orígenes. Revista de arte y literatura. La Habana. 1944-1956, edición facsimilar, VII volúmenes, Ediciones del Equilibrista, México, 1989.
2. “Ciclonistas” se les llama a los autores de la generación del 1950 que comenzaron a publicar en la revista Ciclón, antítesis de la revista Orígenes. Ciclón editó 15 números, con una tirada de 400 ejemplares. Su director fue José Rodríguez Feo y su secretario Virgilio Piñera. Colaboraron, entre otros, los cubanos Luis Marré, Severo Sarduy, Antón Arrufat, Luis Suardíaz, César López, Fayad Jamís, Pablo Armando Fernández, Guillermo Cabrera Infante y otro grupo de jóvenes que pasarían a integrar el grupo de Lunes de Revolución (1959-1961).
3. Ibídem, pp. 204-205.
4. Ibídem, p. 161.
5. Ibídem, p. 192.
6. Ibídem, ob. cit., p. 193.
7. Declaraciones de José Kozer en una entrevista realizada por la profesora española Asunción Horno-Delgado en Hallandale Florida, el 14 de agosto de 2001.
8. Gregorio Iriarte, La globalización, el neo-liberalismo y la post-Modernidad, ob.cit., p. 111.
9. Declaraciones de José Kozer en una entrevista realizada por la profesora española Asunción Horno-Delgado en Hallandale Florida, el 14 de agosto de 2001.
10. Rubén Darío, El Canto errante (1907), O.C, ob. cit., p. 76.
11. Alfonso Sastre, De la posmodernidad…, ob. cit., p. 72.
12. Ibídem, p. 73.
13. Ibídem, p. 73.
14. Ibídem, p. 169.
15. Gregorio Iriarte, La globalización, el neo-liberalismo y la post-modernidad, ob.cit., pp. 29-31.
16. Padura, Leonardo: El submarino amarillo (antología), Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1990, p.7.
17. Garrandés, Alberto: Ob. Cit., p. 12.
18. López Sacha, Francisco: Ob. Cit.
19. Garrandés, Alberto: Ob. Cit., p. 13.
20. http://es.wikipedia.org/wiki/Literatura_cubana