El ámbito de lo citadino, de lo urbano, en la narrativa cubana de los últimos veinte años, cambia totalmente de esencia a partir de la publicación de las novelas que integran la tetralogía “Las cuatro estaciones”, de Leonardo Padura.
Otra vez, desde la perspectiva del género conocido internacionalmente como novela negra (aún cuando este término no sea totalmente reconocido y utilizado por los críticos cubanos), se remueven los cimientos fundacionales de esa mirada específica que sobre el concepto “ciudad” ha existido en nuestras letras desde que el clásico Ramón Meza la realzara en su novela Mi tío el empleado.
Puede hablarse aquí de un reencuentro, de un giro completo de la rueca, de una vuelta a los orígenes. Y es que dicho concepto, que aparece ya en las novelas de Cirilo Villaverde (1812-1894: Cecilia Valdés y La joven de la flecha de oro) y Emilio Bacardí (1844-1922: Vía Crucis y Doña Guiomar), aunque en forma aislada y esporádica, alcanza su plenitud fenoménica en los relatos y la novela de Ramón Meza, y en algunas piezas ya clásicas de la novelística y la cuentística de Miguel de Carrión (Las honradas y Las impuras), Carlos Loveira (Los inmorales y Juan Criollo), para terminar de alzarse en ese monumento de la nueva ciudad vista desde la cárcel que es Hombres sin mujer, de Carlos Montenegro.
En un homenaje al escritor brasileño Rubem Fonseca (alguien que renovó también, pero para América toda, el concepto ciudad del boom y el postboom) escribí: “En varios eventos sobre el género hoy conocido como novela negra se ha hablado del cambio esencial del concepto ciudad en nuestras letras. Se ha hablado de ser el género que por excelencia mejor refleja esa complejidad social que los sociólogos llaman “realidad latinoamericana” y Paco Ignacio Taibo II llegaría a decir: “algo queda claro: al igual que para entender la Francia del siglo xix había que leer las obras de Balzac, quien pretenda hoy conocer la sociedad latinoamericana, no debe leer los periódicos, ni consultar los libros de historia; debe leer la novela negra que se escribe en cada uno de nuestros países”.
En todos esos eventos se habla de la narrativa de Rubem Fonseca como el gran rescatador de esa ciudad que existió siempre, pero alejada de los escenarios ficcionados de la novela latinoamericana.
Explico mejor: los sociólogos hablan de una pirámide social. Arriba, en lo estrecho, en la punta, están los ricos, los que rigen los destinos. Abajo, en la amplia base, están los pobres, los dueños de los destinos que han de ser regidos. En el borde inferior de esa pirámide, en el rincón más invisible, el más oscuro, está la sociedad marginal. Se ha dicho que es una tesis opresiva, esgrimida por el poder, desde el poder, para mantener su estatus.
Hay otra tesis que suele ser más real: la pirámide invertida. Arriba, en lo ancho, en su rincón solo en apariencia invisible la marginalidad rige. Al centro, la marginalidad rige. En la punta, donde los ricos siguen rigiendo los destinos ajenos, la marginalidad es asqueante.
No estamos hablando ya de ese bajo mundo, de esa entidad universal llamada bajo mundo, perfectamente localizable antes en nuestras sociedades, donde se mantuvo viva generando sus propios códigos de honor, sus reglas de convivencia, su lenguaje evasivo, sus historias. Decimos más: ese bajo mundo se ha extendido a toda la sociedad. La nueva ciudad latinoamericana real, entonces, es una sociedad marginal: los ricos y los políticos, con sus vicios y su doble moral, son marginales; eso que llaman “pueblo”, por su necesidad de sobrevivir bajo toda circunstancia es marginal; el aire que se respira, viciado con los vicios que tradicionalmente destinamos a la marginalidad, es también marginal. Todos somos marginales bajo ese concepto.
En simples palabras: en esas novelas de finales del siglo xix y principios del xx comienza la actuación de una ciudad sumergida, marginal no por elección sino por consecuencia, por fatalismo; una ciudad que discurre en los mismos marcos temporales de esa otra ciudad mucho más novelada que habla de la gran sociedad, los grandes problemas de la alta realeza y de un modo más englobador e histórico. Asistimos a la ciudad que habitan los perdedores, esos que el mexicano Mariano Azuela llamaría “los de abajo”; una ciudad con leyes propias, con caminos oscuros, y un mundo novelable cargado de bajas pasiones y conflictos humanos terribles, inimaginables, que nada envidia a la ciudad francesa que Victor Hugo recreó en esa majestuosa obra que es todavía Los miserables.
Ciudad abandonada (en tratamiento literario y calidad del tratamiento literario), salvo ilustres excepciones (algunos cuentos de Lino Novás Calvo, de Antonio Benítez Rojo y la novela Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante) para priorizar un acercamiento historizador al concepto “ciudad”, básicamente influenciado este cambio por la fuerza conceptual que este término (en contraposición a la narrativa indigenista y rural latinoamericana) adquirió durante el florecimiento del boom: la ciudad era, también, una bestia histórica que habría de ficcionarse desde una perspectiva que encerrara el fenómeno social de una época más que esos pequeños estadíos de algún modo marginales para ese gran entorno socio-histórico; cuando aparecían (recuérdese, por ejemplo, algunos sectores de Conversación en la Catedral, de Vargas Llosa; La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes o El beso de la mujer araña, de Manuel Puig) debían hacerlo insertados como piezas dentro del rompecabezas social (y representativo de los estratos sociales) armado por el autor en cada obra, buscando lo que se conoció como “Novela Mundo” o“Novela Total”.
El llamado postboom, salvo la inserción en el cuerpo novelado de técnicas, procedimientos y recursos expresivos de los lenguajes del fenómeno conocido como postmodernidad y del resquebrajamiento de la idea de “Novela Total” hacia la recreación novelada de universos independientes, mantuvo inalterable (pues los cambios no resultan significativos) este concepto.
Es la llamada “Narrativa latinoamericana de los 90”, que comenzó a dibujarse estéticamente en las antologías de cuentos MC Ondo (1996), compiladas por los narradores chilenos Alberto Fuguet y Sergio Gómez; y Líneas Aéreas (1999), publicada por la editorial española Lengua de Trapo, la que entroniza dentro del discurso narrativo latinoamericano un nuevo concepto de ciudad:
enfrentan el ámbito alucinatorio de Macondo a un McOndo para ellos igualmente sugerente y rico donde reinan los McDonalds, los condominios y los ordenadores Macintosh; frente a los alucinantes Buendía, el no menos alucinante dúo musical Pimpinela, el Chapulín Colorado y los culebrones televisivos; frente a la naturaleza indómita, los gigantescos malls y el smog de las grandes urbes. […] La diversidad de América Latina, y de su narrativa, hace explicables las voces que incluso niegan el propio concepto de literatura latinoamericana por falsamente homogeneizador. […] tras los dorados sesenta, la fragmentación de la imagen global de la literatura hispanoamericana en sus respectivas tradiciones nacionales constituye un hecho destacado frecuentemente […] Su rechazo a las etiquetas homogeneizadoras es conciencia de la falta de principios aglutinadores de lo americano, de marcas históricas y referentes generacionales de carácter global; como consecuencia de esta fragmentación del imaginario narrativo, se facilita el viaje hacia el individuo, hacia una experiencia del mundo que se asume desde el comienzo como parcial: es excepcional ver en la nueva narrativa un intento por lograr la representación simbólica de su país y mucho menos la de su continente.
Y es esta ciudad el escenario donde los protagonistas no pertenecen a esos seres que habitan (y hacen) la historia, sino a esos otros que la padecen y agonizan bajo sus oleadas usualmente devastadoras, según el hálito destructor de los nuevos tiempos. Prostitutas, asesinos, ladrones, pobres sin esperanza, jóvenes drogadictos y desilusionados de sus países y sociedades; habitantes, en fin, de los mundos oscuros de la perdición marginal, se convierten en los protagonistas de las historias literarias del presente de los años 90 y hasta hoy.
A esa ciudad se circunscribe toda la novelística de Leonardo Padura. Su irreverencia nace de una mirada distinta al concepto ciudad de toda la novela policial cubana que le antecedió, aún cuando haya ciertos matices del cambio que sobrevendría en las novelas del binomio Justo Vasco y Daniel Chavarría, específicamente en la apropiación que hacen, para el lenguaje literario y para la construcción de tipologías humanas de la marginalidad, del léxico marginal característico en el mundo marginal de la Cuba socialista; una terminología enriquecida por la mixturización de los cubanismos típicos de los humildes con la adopción de códigos extraídos de las lenguas autóctonas africanas de las religiones afrocubanas y con la jugada magistral que significa el empleo del humor y el gracejo lingüístico en función del humor, también característico de la idiosincrasia del cubano.
Según el crítico y periodista colombiano Arturo Daniel Asunción en su ensayo “La ciudad marginada, marginal y la personificación de la marginalidad cubana” (Revista D’Arte, año 3, agosto-septiembre 2003, Colombia) “Si bien en Chavarría se anexa a la historia narrada un mundo en el cual las entes de la marginalia cubana aparecen como de trasfondo, y en Padura, con una prosa muy marcada por el atisbo sociológico de un Vázquez Montalbán, se visualizan claramente intenciones de observar la marginalidad a través de la psiquis sui generis de su Mario Conde, en Amir Valle la marginalidad se personifica y hace que el elenco restante se mueva como sombras en ese entorno marginalizado, en una ciudad marginada, preterida”; condición esta última (añadiría yo) compartida por el narrador Lorenzo Lunar en su serie de novelas negras.
Lo interesante de este planteamiento es que, de no existir Padura ni sus novelas protagonizadas por Mario Conde, el camino de la actual novela negra cubana hubiera tenido que someterse a una ruptura dramática con el canon establecido en los setenta para el género, pues no de otro modo llegaría a los presentes niveles de configuración de un universo novelado típico, distintivo, redefinidor de toda la novelística cubana de los 90 y fin de siglo XX.
Padura es, esencialmente, la puerta y el puente.
Esencialmente Puerta, en tanto el entramado socio-político y cultural cubano de la isla se vio conmovido por la nueva propuesta genérica de Padura para la novela policial (anteriormente signada por los estereotipos y los esquemas ideologizantes que alimentaron la literatura cubana proveniente del realismo socialista como tendencia creativa impuesta por los ideólogos culturales de la Revolución). Aún cuando este modelo ya había dado pruebas de su fracaso e inicio de fenecimiento en el momento en que Padura publica la primera novela de la serie, no puede nadie negar que sus planteamientos y su incisión crítica en asuntos de primera envergadura en la sociedad cubana de los 90 fue un hachazo demoledor a los viejos conceptos: por un lado, demostró que podía escribirse sobre ciertos temas espinosos sin habitar una disidencia política; y por otro lado, puso sobre el tapete de la crítica cubana la demostración de que ciertos temas escabrosos (usualmente considerados gastados y tan mediatos que no permitían la suficiente distancia literaria para la escritura) podían ser esgrimidos en una obra, siempre y cuando se hiciera desde una perspectiva estética donde la lectura crítica del arte sobre lo narrado no fuera el objeto sino una derivación (tal vez última) de este.
Esencialmente Puente, ya que con la publicación del resto de las novelas (donde el sistema analítico de la sociedad y la ciudad real empezaba a crecer y a incluir nuevos estratos, temas, tipologías) terminó por cimentar una explanada donde comenzarían a eclosionar (en un franco proceso de reatrolimentación de Padura con otros autores y de estos entre sí) la novelística de quienes hoy encabezan el llamado por Paco Ignacio Taibo II “Neopolicial cubano”: Daniel Chavarría, Justo Vasco, José Latour, Lorenzo Lunar y (con perdón de los lectores y críticos) quien escribe estas reflexiones.
¿Dónde puede encontrarse la apoyatura, las columnas de este puente y esta puerta abierta por Padura a la nueva ciudad que muestra a sus colegas generacionales y las siguientes y venideras generaciones de narradores del género?
Puede encontrarse en la ausencia del libre albedrío social dentro de esa ciudad. Es más que una tesis, sin que ninguna de sus novelas se plantee ser una novela de tesis: las vibraciones de la ciudad son iguales para todos aún cuando la percepción dependa del estrato social en el cual se respire. Sus personajes, todos, sin distinción, están condenados a sufrir esas vibraciones que son, en esencia, la de una ciudad con todos sus eslabones en crisis. Y la trasmisión de esa crisis a sus propias vidas es parte del entorno psicológico de los personajes.
Puede encontrarse en algo presente en la narrativa de Rubem Fonseca, Manuel Vázquez Montalbán, Ricardo Piglia, Paco Ignacio Taibo II, Juan Madrid, y muchos otros: la marginalización de lo humano, algo típico y ya autóctono en la ciudad moderna (y recuerden que La Habana de Mario Conde lo es); un trauma social, como expliqué para el caso de Rubem Fonseca en la conferencia antes citada en este trabajo mediante “el cual el ser humano regresa al animal, a la brutalidad del animal, a la lucha por la supervivencia del animal, a las trampas y las costumbres irracionales del animal”.
Puede encontrarse (como derivación de lo anterior) en la “animalia” que pueblan las páginas de sus libros: un mar de personajes muy cubanos (y muy cubanizados por sus incidencias en la realidad real de la Cuba de hoy) que no ofrecen más alternativa al lector que la de sus propios fracasos, en lo que considero una de las más profundas reflexiones sobre las pérdidas de valores humanos y sociales en la actual sociedad cubana. Nada tienen que perder, como tampoco nada tienen que aportar, porque ya han sido condenados. Incluso el más libre y rebelde (Mario Conde) es condenado a una cárcel personal, íntima, frustrante, por el hábito y la costumbre, a la cual se suma, como fuerza mayor, la indecisión típica del cubano, la conciencia de la nulidad de cualquier esfuerzo que ingresó en la psiquis de la cubanidad a partir de los fracasos políticos de los años 70.
Puede encontrarse (y he aquí otra de las tesis de la novela que da fe del nuevo concepto de ciudad dentro de las letras) en que, a partir de esos personajes y de sus conflictos más íntimos, muestra el eterno pero invisible batallar entre la megahistoria corruptora contra la microhistoria más insignificante del hombre en la sociedad moderna; enseña (como sucede en otras grandes novelas y otros grandes autores) que los momentos de crisis más terribles de la sociedad pueden ser observados mejor desde la particularidad de una vida.
La ciudad otra novelada por Padura; esa Habana otra ficcionada por Padura, será siempre una ciudad a la cual el canon literario y la oficialidad cultural y política mirarán con ojeriza. No se trata ya de la ciudad rítmica y folclórica de Cabrera Infante; ni es ya la ciudad mítica y mitológica de Lezama; y mucho menos (pues la destrucción arquitectónica así lo marca) se trata ya de la Ciudad de las Columnas de Carpentier. Hay una ciudad, una Habana de la destrucción, los barrios marginales, los solares y las aguas albañales; una ciudad donde la superpoblación conlleva los males de siempre; una ciudad donde se pierden valores arquitéctónicos y morales; una ciudad donde crece la fauna de la marginalidad por el simple hecho de que vivir es cada vez más un acto marginal de supervivencia.
Es la misma ciudad recreada en las novelas que he escrito, en la serie de Centro Habana de Pedro Juan Gutiérrez, en las novelas publicadas por Lorenzo Lunar Cardedo, en los cuentos de Jorge Alberto Aguiar, David Mitrani, Alberto Guerra y Lázaro Zamora, por solo citar los más reincidentes. Una Habana que late en sus miserias, en sus miedos, en sus podredumbres crecientes. Una Habana que no existiera si alguna vez el periodista que fue Padura no hubiera decidido ceder un espacio en las letras al novelista de Pasado perfecto, Vientos de cuaresma, Paisaje de otoño y Máscaras.
Una ciudad distinta a la ciudad de las postales y los políticos. Pero real ciudad, habitada por esos seres reales que Padura novela.
La Habana, diciembre 2004