NOTA SOBRE CUADERNOS CARCELARIOS
Con selección y edición de Jorge Carpio, imagen de cubierta de Ángel Hernández e ilustraciones interiores del artista plástico Luis Trápaga, Cuadernos carcelarios inaugura la colección Arte Impossible, una iniciativa conjunta de la editorial Hurón Azul y el área de RSC de Possible Lab. El volumen incluye trece relatos: once de ellos escritos por reclusos cubanos que son miembros de un taller literario de un municipio habanero; y los dos restantes tienen la autoría de Carlos Montenegro, pionero en el abordaje de este asunto en la literatura cubana con Hombres sin mujer (1937); y de Ángel Santiesteban, ganador en 2006 del Premio Casa de las Américas con Dichosos los que lloran, libro de cuentos que abordaba esta temática.
Según la nota de prensa que promueve a esta recopilación: “Los textos de Cuadernos carcelarios muestran un lenguaje directo y siempre descarnado, sobre una realidad que se torna insoportable, aunque en algunos casos destellan chispas de humor como válvula de escape, ante una situación límite”.
LA NOCHE
Ambos somos locos. Eminentemente locos. Él tiene una cicatriz en el rostro. Hace mucho tiempo, cuando en una riña del pasillo le arrebató la chaveta al flaco de la esquina. Mi rara marca en la parte izquierda del pecho viene de una calentura, con mi prima del campo durante mi adolescencia.
No puedo decir que tenemos el alma ni la mente dulces, algo horrible que nos aleja de la belleza. Tanto los suyos como los míos son ojos llenos de rabia y resignación. Eso nos ha unido por largos años de encierro. Quizás por el desprecio que sentimos el uno al otro por nosotros mismos.
Nos conocimos una mañana en el patio solar, mientras hacíamos ejercicios para avivar el cuerpo y moretear un poco la piel. Nos examinamos sin gracia, pero con rara curiosidad; allí nos dimos la primera ojeada, nuestras respectivas miradas de complicidad.
En las celdas todos estaban de a seis. Otras eran de nueve y las más grandes para treinta y seis reclusos. Las literas de tres camas de hierro parecían toda la noche un vaivén sobre el piso de granito. Eran auténticas parejas de viejos presidiarios que se amaban como locos, entre la angustia, el amor y el desamor tras las rejas; esposos, novios, amantes transgresores de la ley. Atados de la mano a la deriva del tiempo. Solo Ángel y yo teníamos las manos sueltas, crispadas a la cintura sin soltarnos.
Nos miramos con detenimiento, sin reparo. Recorrí la hendidura de sus pompas con el enorme desparpajo que daba mi lengua desaparecida en sus adentros. Él, sonrojado, mugía como una gata en celo.
Me gustó que fuera dura, dijo. Has inspeccionado mis entrañas cual hojarasca en bosque ajeno. Me gusta tu barba, cómplice de subversiones policiales.
Llegada la hora, entramos donde más queríamos. Él se retorcía ante los bombardeos continuos de mi bomba presidiaria.
A la mañana siguiente nos sentamos en mesas distintas. Las aulas del Combinado del Este eran destinadas a los más jóvenes. Para sopesar la situación aprobaron que los de más años se unieran a nosotros como ejemplo de perseverancia. Un viejo sentado al lado de un joven. Solo eso nos separaba un par de horas al día, dos veces por semana. Él no podía mirarme. Le daba celos verme sentado con otro, pero yo, aun en la penumbra del local y la oscuridad del día lluvioso, rozaba de reojo su negra cabellera encrespada, su oreja colorada ante la mirada penetrante de su amado. Era la mirada de su lado virginal.
Durante dos horas admiramos las respectivas bellezas de cada uno. Un guardia, vestido de verde, uniforme ajustado y bastón enarbolado, descubrió como la complicidad del entorno.
Oye tú, interno. Póngase de pie. ¿Cuál es su insistente mirar al interno de la fila dos?
A usted le importa, o quiere que lo mire a usted, le dije.
Sentí el duro golpear de mi cabeza contra el piso de granito. Ahora en una cama del Hospital, la cabeza vendada y doce puntadas en el rostro. Veo al guardia de pie frente a mi cama en espera de que me recupere para arremeter nuevamente su embestida brutal. El guardia se soba el paquete a cada instante mostrando su hombría ante un pervertido encarcelado.
Yo te voy a dar miradas furtivas a los demás, cabrón. No te imaginas lo que te espera. Un 47 es poco para maricones como tú.
¿Qué cojones voy a hacer yo en el 47? Ahí debes ir tú, por abusador. Te luces porque estás vestido de verde, pero deja que salga y te coja en la calle, cabronzón. Tú vas a saber lo que es dar bastonazos a un indefenso. Lo que tienes es envidia porque no eres capaz de admirar lo bello y lo prohibido como nosotros, que aun perdiendo la libertad no hemos perdido el gusto y el amor. Que aunque lo tengamos prohibido nada nos lo impide porque ya no tenemos más nada que perder.
Cállate.
Oyee…
Que te calles he dicho.
Ja ja ja ja ja ja ja. Yo gozo con tu sufrimiento. Estás loco por cogerme el tolete y no tienes más que conformarte con el bastoncito negro ese en la mano, le dije.
El guardia se abalanzó sobre la cama y me arrancó de un solo tajo parte de la venda. La herida comenzó a sangrar.
Una enfermera corrió a socorrerme.
¡Firme, soldado! Salga inmediatamente de la sala. ¡Salga!, gritó ella.
Pártelo en dos, enfermera. Pártesela. Sin tener piedad, que él no la tuvo conmigo.
Me pregunto qué suerte habrías corrido si yo no estuviera de guardia en la sala. Normalmente la jefa de turno, que le tocaba hoy, es su novia, pero es tan perra como él. No se dan tiempo ni para ellos mismos.
¡Ah!, ahora entiendo su carácter lacónico y pervertido.
Luego la enfermera me dijo que debía ir para la sala. La esperé a la salida de la consulta. Caminé unos metros a su lado. En un momento ella se detuvo y me miró. Tuve la impresión de que me vacilaba. La invité a que charláramos en la enfermería, y aceptó.
La sala estaba llena, pero en ese momento se desocupó una cama. A medida
que pasábamos entre los guardias y reclusos de conduce, quedaban a nuestras espaldas las rejas, las miradas y comentarios chismosos.
Conozco la curiosidad enfermiza de guardias y presos, ese bruto sadismo que llevan en el rostro. Escucho murmullos, comentarios, risitas y falsas carrasperas. Es como para pegarle un manotazo en la cara, pero no vale la pena. Es mejor ignorarlos, me digo.
Nos sentamos al pie de la cama que me correspondía, mientras me trajeran el pijama de paciente. También pedimos firmar el libro de entrada, si no es como si nunca hubieras estado allí, y lo mismo pueden matarte que desaparecerte sin que nadie sepa de uno. Te dan por fugado de la prisión, o apareces ultimado junto a una cerca acusado por intento de fuga.
Prométame no tomarme como un loco.
Jamás pensaría eso. ¿Y tu novio?, preguntó ella.
Míralo al espejo. Está a mi lado, dije y reí. Hay mucha posibilidad de meternos en la noche. En nuestra noche. Sí, hacerla nuestra en la total oscuridad del silencio. ¿Me entiendes?
Eso intento. Te preguntaba por el chico de las miradas. Lo leí en tu historia clínica.
¡Tienes que entenderme! No es que sea mi novio. Es mi amante amigo. Aquí, si no lo tienes, se te encoge el rabo y la mente. Son veinte años que estaré preso perdiendo toda la vida y la juventud, dije y sonreí.
La enfermera se puso roja. Las mejillas se volvieron más oscuras que una manzana madura.
Vivo solo, tengo el apartamento cerrado. Mis padres se fueron del país antes de yo caer en prisión. Si te casas conmigo, me portaré bien y haré todo por salir pronto.
Me miró a los ojos, de la forma que me gusta a mí, y dijo:
Nosotros no podemos tener relaciones con los reclusos. Eso está en el reglamento.
Pero… ¿y la parte humana?
No, no es eso, mi santo. Yo quisiera, pero no puedo. Es como dice la canción de Los Van Van: me gustas pero no puede ser. Te ayudaré en lo que te haga falta, pero más no puedo hacer, por favor.
Hice un gesto insinuando una caída al piso y al intentar agarrarme por el brazo, sin darse cuenta, tomé sus labios con los míos. Lo más dulce que he sentido en toda mi vida.
Pero luego no supe más de la enfermera. En aquel instante un guardia entraba por la puerta. Todos los golpes siempre van a mi cabeza, su bastón no fue la excepción. Todavía me duele, más que el golpe, saber que a la enfermera trasladaron de centro por mi causa. Mis ojos se apagan como luces en la noche. Mi amigo Ángel, a mi lado, cuida mis heridas como un gran enfermero. Este es el lugar más oscuro del alma.
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