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La noche que te regalé París

La noche que te regalé París

La noche que te regalé París

Capítulo 18. LA NOCHE QUE TE REGALÉ PARÍS

Barry estaba fascinado mientras contemplaba a Chantal, espléndida, en medio de la sala. Había estado esperando con ansias en su cuarto un mensaje de la muchacha, que finalmente llegó: ella le preguntaba si no iría esa noche a ayudarla a limpiar la suite del último piso. Era una invitación cargada de sugerencias, después de lo ocurrido la noche anterior y del mensaje de texto que ella le envió al conocer que había salido sano y salvo de la mansión de Lonewolf. 

Ante el sofá, en el centro de la sala a media luz, se hallaba Chantal vestida con una bata de baño blanca y con el cabello recogido. Se sintió orgulloso de sí mismo, pero a la vez intimidado. Olvidó que era unos meses mayor que ella y se preguntaba por qué, siendo solo un muchacho, Chantal se había fijado en él, cuando ella tomó dos copas de una mesa y una botella de champán de una cubeta con hielo.

—La dejó la pareja que se hospedó aquí.

Chantal sirvió champán y alargó una copa hacia Barry, quien trataba de ocultar que su corazón latía muy de prisa. El muchacho tomó la copa, pero no bebió.

—No tengo edad para el alcohol —le explicó.

La mirada de Chantal fue casi despiadada cuando le dijo:

—Mis compañeros de escuela tampoco tenían edad para ser despedazados por un bombardeo en Siria: murieron sin haber probado ni bebida ni la vida. Karim tampoco tenía edad para morir. Pero ocurrió… por mi culpa. Bebe tu champán. —Barry probó un sorbo—. Está bien, chico lindo. Disculpa si fui brusca contigo: no lo mereces. —Chantal lo tomó de la mano, fue con él hacia una puerta, abrió, pasaron al dormitorio y ella lo llevó hasta un cortinaje—. Te tengo dos sorpresas. —Apartó una tela de tul, luego unas cortinas pesadas y quedó ante ellos un ventanal abierto que daba paso a un balcón—. Te regalo París.

A ellos llegaron los sonidos de la calle desde el estrecho balcón que prometía una singular vista de la ciudad. Chantal oprimió la mano de Barry, pero no intentó salir al balcón. Barry supo que ella se esforzaba para complacerlo con la visión de la noche parisiense. La tomó por la cintura y le dio un beso en la mejilla.

—Ven conmigo.

Ella se dejó guiar y, vacilante, salió al balcón, pero se estrechó contra él. Barry respiró hondo y se embriagó con la fragancia del cabello de Chantal. Ante él se extendían los techos de la Ciudad Luz. A su izquierda, el Arco de Triunfo servía de colofón a la avenida Kléber, y a su derecha, por encima de los edificios sobresalía la Torre Eiffel con sus destellantes lucecillas. ¡Dios mío, estaba en París, abrazado a una muchacha de inusual belleza! Alzó el rostro de la chica y la besó. Ella le respondió al beso, pero no separó su cara del pecho de Barry. Él se habría quedado allí toda la noche, disfrutando del calor del cuerpo de Chantal y de esa vista panorámica de la ciudad.

—Somos los dueños de París —dijo.

Pero ella se separó suavemente.

—Vamos adentro.

Después de echar una última mirada hacia la noche, Barry entró con la muchacha a la habitación y cerró solo la cortina de tul, para recibir algo de la ciudad a través de la transparencia de la tela. Luego se volvió hacia Chantal.

—Eres la primera chica que me regala una ciudad… Y nada menos que París.

Chantal sonrió, y con cierta timidez que Barry no conocía en ella, dijo:

—Lo mereces: me tratas diferente… con una suavidad que haces que Chantal olvide.

Barry se alarmó: ¿“diferente” a quién o a quiénes? 

Chantal se apartó de él y se soltó el cabello que, largo y negro, cayó sobre la bata blanca.

—Ahora te regalo a Chantal. 

Barry percibió que la muchacha dijo “Chantal” como si hablara de otra, como si la verdadera esencia de ella, la Shaina que fue, se acabara de ir de allí, dejándole de regalo a la mujer que en ese momento se despojaba de la bata y abría los brazos. Barry se sintió impactado por emociones contradictorias. El corazón le latía descontrolado: ante sí tenía a esa joven, que esperaba por él. Pero lo cohibía la absurda dualidad que ella había establecido entre Shaina y Chantal. Barry se debatía entre tratar de comprender las razones de la muchacha o apartar de una vez cualquier consideración capaz de demorar un abrazo que, lo sabía de antemano, le produciría una conmoción imborrable.

—Ven, bonito —le dijo Chantal y, al verlo titubear, fue a acercarse a él.

El viento batió la puerta de cristal que llevaba al balcón y justo en ese momento se escuchó un fuerte ruido en la calle.

—¡Karim! ¡Los aviones! —gritó Chantal y se tiró al suelo.

Barry fue hacia ella y la abrazó.

—Fue solo un camión en la calle —le explicó, recogió la bata, la puso sobre los hombros de la muchacha y la ayudó a ponerse en pie—. No pasa nada —le dijo y, después de cerciorarse de que ella podía sostenerse sola, fue hasta la ventana, la cerró y corrió la cortina de tela gruesa. Cuando comprobó que se habían apagado los ruidos de la calle, se volvió a la chica. Chantal se había metido en la cama y se había tapado hasta la cabeza con la sábana. Barry fue a su lado.

—Abrázame bien fuerte —le pidió ella. Barry la ciñó—. Más fuerte. —Él la obedeció. 

—¿No te hago daño?

—No importa. Haz que me sienta protegida y me olvide de todo, por favor.

Lo sorprendió la fragilidad de una muchacha a quien había creído atrevida y en ocasiones indiferente, y lo invadió una oleada de ternura que lo llevó a ceñirla con todo su cuerpo, como creando una coraza protectora en la que ella, encogiéndose, se dejó envolver. Barry, recibiendo su tibio aliento, sintió una emoción inédita.

—Shaina… —le susurró—. Te amo. 

Como un resorte, ella estiró sus brazos y lo apartó con violencia.

—No, no, no. Shaina era de Karim y murió con él en Alepo. —Y casi colérica, le advirtió—: ¡Jamás me llames así! 

Al ver que Barry había quedado atónito, la muchacha calmó su ímpetu.

—No te asustes —lo tomó de la mano y lo atrajo hacia ella—. Estamos en París y soy tu Chantal. 

—Chantal —repitió Barry y comprendió que las heridas emocionales de la chica durarían quizás para siempre, pero eso le hizo quererla aún más. 

—Bésame —dijo ella.

El muchacho intentó alargar cada segundo, acalló cualquier urgencia y comenzó a besarla en todo el rostro con paciencia, sin prisa alguna, hasta que alcanzó la comisura de los labios. 

—Chantal —le dijo, ella sonrió, y él le besó la sonrisa.

—Ven a mí —dijo la chica y, con destreza, acomodó su cuerpo al de él.

El calor de la piel de Chantal, su olor y el sabor de sus labios, lo elevaron al éxtasis. Ella se estremeció, su rostro adquirió una belleza exultante, suspiró y su cuerpo pareció desmayarse. Pero abrió los ojos, miró a Barry con expresión desolada, y le preguntó en un susurro:

—¿Cómo puedes ser tan tierno conmigo?

No alcanzó a esperar la respuesta y rompió a llorar. Barry, sintiéndose culpable, soltó su abrazo, pero no se separó de ella.

—¿Te hice daño? —le preguntó. 

—No, mi chico lindo. Lloro porque hace un momento pretendí que estaba viva. Nunca podrás hacerme daño. Ya estoy dañada. Nada vale la pena. Pero, por favor, no te vayas ahora. A Barry ni le había pasado por la mente alejarse de allí. Para él no existía mejor sitio en todo el universo que allí junto a ella.

—Si quieres, me quedo —dijo.

—Cada noche, tengo horror a estar sola. Quédate a dormir junto a mí, te lo ruego.

Barry tomó su móvil y le envió un mensaje a Wambo para que no se preocupara. Luego se tendió junto a Chantal y la estrechó entre sus brazos. Ella cerró los ojos y su rostro se serenó. Minutos después, se quedó dormida. Pero continuaba intranquila: en medio de su sueño, murmuraba incoherencias y hacía movimientos bruscos, hasta que esos espasmos se fueron amortiguando y finalmente se sosegó. Barry no supo por qué, pero fue justo en ese momento, mientras velaba el sueño de Chantal, que comprendió que se iba haciendo un adulto. Se sintió seguro, y con esa sensación de bienestar, se durmió.

Lo despertó un grito, dio un salto en la cama, y vio a Chantal sentada a su lado, llorando, horrorizada. En medio de su aturdimiento, lo primero que hizo Barry fue comprobar que no los acechaba peligro alguno, y entonces abrazó a la muchacha, que no cesaba de llorar.

—¿Qué sucede? —le preguntó con suavidad.

—¡Las bombas! —dijo ella en medio de sollozos—. Eran tres muchachos que compraban frutas al lado mío en un mercado callejero ante un edificio derruido. Me sonrieron y yo sonreí para mis adentros. Cuando pagué y me alejé media cuadra cayeron dos bombas sobre el mercado. Me volví y dos de ellos estaban destrozados y el tercero se desangraba porque había perdido los brazos. Y yo acababa de estar allí, junto a ellos.

—Eso ocurrió en Alepo —le recordó Barry—, y estamos en París.

—Pero ni en París esas pesadillas me dejan en paz. ¡Quiero morirme ya!

—No, no, cálmate —le suplicó Barry—. Voy a quedarme despierto para que puedas dormir protegida toda esta noche. Recuéstate a mí.

La muchacha se abandonó a los brazos de Barry. Él la echó hacia atrás en la cama, se tendió junto a ella, la apretó contra sí y, con el dorso de su mano, le acarició el rostro.

—Cierra los ojos. Voy a cuidarte —le dijo. 

—Sólo quiero dormir, dormir muchos días… o meses.

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