En el año 1989 los lectores cubanos recibieron un libro de cuentos, más bien breve, encuadernado en cartulina rústica y con un diseño de cubierta cuyo dibujo reafirmaba la intención lúdica del escritor con el clásico de Los Beatles: La noche de un día difícil.
La prueba de las obras notables es el tiempo. Hoy aquel cuaderno de relatos, único libro publicado por Sergio Cevedo, es un texto imprescindible a la hora de valorizar la narrativa cubana de los últimos cincuenta años; su autor, para muchos, un escritor de culto.
“Me parece muy halagador ser considerado un ‘escritor de culto’, pero, la verdad, y sin falsas modestias, no me es fácil creérmelo. Así, sin interés de contrariar a tan entrañable grupo de lectores, trataré de explicar algunas cosas al respecto en la medida en que me aparto de estimación tan tentadora.
“Excluyendo Anglóstica —impreso en separata del Premio Internacional de Cuento Fernando González, Medellín 1996, y que no circuló en Cuba— puedo, en efecto, convenir en que por el momento soy un autor de un solo libro. Con independencia de su contenido, sospecho algunas circunstancias que debieron contribuir a su proyección. Le otorgaba ya un poco de notoriedad el simple hecho de haberse acicalado con el Premio David, en un momento en que tal galardón —que gozaba de un prestigio, cuotas de significación y hasta de un aura inconcebible en estos tiempos—, era todo un espaldarazo.
“Me imagino una ojeada a las nomenclaturas concursantes de aquella belle époque; serían reveladoras para entender qué consideraciones implicaba como dispositivo de legitimación. Que el galardón fuera a parar a manos de un desconocido sin relaciones ni amistades en lo denso del gremio creó, según supe después, su poquitico de albo belle époque roto.
“El libro vino a publicarse en 1989, tras par de años de procesamiento editorial, ágil según las pautas de una época que no consideraba la gestión por computadora y que en el ámbito doméstico se avizoraba, por un lado, muestra de la mayor bonanza en lo económico y las mejores acumulaciones, mientras que por el otro se insinuaba repleto de irresoluciones y de malos presagios. Ya para aquella época este autor por lo menos había acumulado algunas otras distinciones, entre ellas el premio de El Caimán Barbudo con una noveleta que nunca se publicó.
“Creo que La Costa o Rapsodia Bohemia tuvo una recepción bastante desafortunada. Se prefirió atender al ‘potencial subversivo’ (por cierto y sin comillas, una categoría literaria en uso por algunos estudiosos contemporáneos en su sentido más abarcador) antes que reparar en los aspectos expresivos y humanos, según una hermenéutica más o menos pedestre y al amparo de un término quizás retrotraído de los manuales de Afanasiev o de Konstantinov antes que de algún Gramsci o algún Lukács, para cubrir propuestas desbordadas, un poco heterodoxas. La verdad es que después, más bien poco después, se publicaron cosas mucho más ‘hipercríticas’ —el término del cual tratábamos— sin represalias ni reprobaciones, sin ni siquiera merecer una etiqueta tan conspicua, como si a los censores les hubiesen untado las bisagras del alma con vaselina de la buena, no de la comercializada por el CAME (Consejo de Ayuda Mutua Económica), sino de aquella de las ‘sociedades’ (decíase) ‘de consumo’: de alguna marca prestigiosa. Quizás haya sido el precio de llegar muy temprano; pienso en Máximo Gómez, su conocida observación según la cual ‘el cubano o no llega o se pasa’ y en la no menos filosófica admonición de Robin Hood en aquel animado: ‘a la escuela hay que llegar puntual’.
“De todas formas, por lo visto, el manuscrito circuló como samizdat; algunas paranoias institucionales, algunos paniquillos y amplificaciones (y no quiero tratar sobre las buenas intenciones) llegaron a agenciarle a su autor algo así como un rótulo de ‘escritor maldito’, con todas las ambivalencias y connotaciones, inconvenientes y atractivos, simpatías y exclusiones esperables del caso. Supongo que avatares de esta índole sirvieron para llamar la atención sobre La noche… el libro entonces publicado.
“En el momento de su aparición, tuvo varias reseñas laudatorias y una que, divergente, me dio bastante en qué pensar. Los argumentos parecían más dirigidos a considerar las deficiencias del escriba que las de su escritura y mira que había tela por donde cortar. Justo por ignorar nombres y méritos, tomé el discurso menos favorable por el más objetivo. Mucho después, por puro azar, supe que otro participante de aquella entrega del David mantenía y mantiene relaciones tupidas, íntimas y sentimentales con el autor de aquella crítica. Sospecho que ambos por lo pronto, escritor y comentarista, nos estrenábamos un poco bajo el pecado de incipientes, o sea, más fervientes que conocedores.
“Ciertos lectores, de algún modo, han convenido en rescatar al librito de marras de una zona repleta de confusión e invisibilidad a la que fueron a parar —y en la que continúan todavía la mayor parte de las producciones de los llamados ‘novísimos’—, todo un succès en nuestras letras al margen de sus gastos más coyunturales; fenómeno, por otra parte, que no ha alcanzado, en mi opinión, a comprenderse cabalmente debido a:
1) miradas sobrevalorantes o enmarcadas en ángulos más sociológicos que literarios;
2) valoraciones académicas, aquiescentes tan solo ante ‘una literatura prefigurada por una crítica cegada por sus propias expectativas’, a decir de Zaida Capote, aun cuando extrapolándola hacia atrás; y
3) perspectivas no exentas de tendenciosidad por parte de unos ‘estudiosos’ —críticos y escritores de ficción al mismo tiempo— que se han constituido juez y parte desde poéticas muy personales visitando la jerga, poco el instrumental, enmascarándose con las palabras y no con el espíritu de la labor de especialista de ambas instituciones: la escritura y la crítica.
“Pero aquí una curiosidad: hace unos seis o siete años alcancé a ver a un muchacho leyendo La noche de un día difícil. Parecía tener de 20 a 25 años y para nada tipo ‘intelectual’ o de ‘farandulero’. Lo hacía con concentración. La verdad es que la guagua estaba demasiado llena y se bajó antes de que hubiera conseguido acercármele. Me sentí emocionado en grado suficiente como para buscar un ejemplar en mis estantes, releerlo y rescatarlo de aquella especie de descalificación en que lo había mantenido yo mismo todo el tiempo.
“Desde mi concepción actual no es un libro maduro, pero quizás aun aprehensible en toda su sinceridad y en una cuerda que vibró, según algunas consideraciones, como propuesta estimulante para algunos lectores (Gumersindo Pacheco, Mylene Fernández Pintado, Raúl Flores, entre ellos) devenidos cuentistas bien conocidos y reconocidos dentro de nuestro panorama literario. Eso puede explicar que haya tenido algún impacto en ‘una amplia zona del público lector cubano’ tal y como tú dices.
“Imperfecciones aparte, creo que tuvo el mérito de ser, si no el primero, al menos ubicarse dentro de los primeros en su manera de asumir y de ensayar ciertas temáticas con absoluta libertad de espíritu y sin el menor compromiso con los enfoques y registros del discurso oficial, creando acaso una retórica que terminó por saturarse tras los efectos, entre otras cosas, de una excesiva concurrencia.
“Libro repleto de candor, pero salvando las distancias, también de un aire tomasino en el espíritu de intentar una conciliación entre, por una parte historias concebidas en torno a la vivencia y, por la otra, ciertos credos, cierta fe, en un proceso siempre asumido como superior a fuerza de idealizaciones y de una propaganda perseverante y aguerrida, aunque artísticamente inexpresiva.
“Y cuenta la leyenda que el libro a fin de cuentas no fue tomado en cuenta: ninguno de los cuentos a cuentas de un autor que hubo nacido en los sin-cuenta, es decir antes del cin-cuenta-y-nueve”.
Sergio Cevedo Sosa carga siempre con su guitarra. Toca y canta “Hard day’s night”, “Bohemian Rhapsody”, “No sugar tonight”… Y luego de su garganta resucitan Miguel Matamoros, José Antonio Méndez, José Tejedor… Bebe alcohol y canta; como si fueran estos los esquiroles del no escribir cuentos y novelas como oficio diario. La música, especialmente el rock & roll, te acompaña desde los títulos de tus libros hasta tu propia vida íntima. ¿Algo personal o generacional? ¿Una necesidad o un recurso?
“Nada de marginalidad, pero la mayoría de los adolescentes de un barrio humilde de La Habana —alrededor de los 70— asumía posiciones en un espectro cuyos polos parecían presentarse en dos corrientes muy bien definidas: o los ‘pepillos’ o el ‘ambiente’. Al menos algo así era la percepción de un quinceañero extremo y que se decidió por el pelo largo (se decía ‘la melena’) luego de su debut con el ‘flectó’, (¿se escribe así?). No me consta, no sé, se pronunciaba parecido. Era un pelado geométrico, con cortes hechos a la máquina; más de uno hoy por hoy lo tildaría de ‘étnico’, aunque nada que ver con el ‘speddrum’ (que tampoco sé cómo se escribe). Lo cierto es que era distintivo del tipo ‘ambientoso’.
“Frente a la exuberancia melódica, la eclosión tímbrica y armónica de lo que nos llegaba de ultramar había muy poco ritmo o poesía que oponer. Al menos es lo que sentía. Hoy soy conciente del valor de las innovaciones, los hallazgos en las propuestas de conjuntos como Los Van Van o trovadores como Silvio Rodríguez, pero eso no sustituye el gusto ni el placer ni el saldo emocional que experimento frente el rock & roll y me refiero al ‘clásico’. Y también ayudaba… no entender inglés.
“Como recurso lo ensayé de manera consciente buscando más la perspectiva de connotar una lectura que denotar un referente; de todas formas creo que ambas cuestiones resultan muy interconectadas. Por otra parte, dentro de las publicaciones nacionales ya hubo títulos de tal índole: Nosotros, los que vivimos en el submarino amarillo de Pepe Fajardo, libro hasta donde sé bastante olvidado —también injustamente olvidado, me atrevería a decir—, supongo entre otras cosas que porque el autor resulta, como yo, ‘autor de un solo libro’ o vaya usted a saber cuál es el paradigma o el rasero de riesgo de los críticos. Cierto que no todos los meses viene a nacer un Rulfo”.
Pepillos devenidos en rockeros. Más que una manera de asumir la bohemia juvenil, una estética literaria. Un bautismo provocador y subversivo: El Establo.
“No sé si el arrepentimiento tenga que ver con la justicia o si el esquema contrapuesto pueda ser sustentable, pero lo cierto es que una vez en uno de esos foros iconoclastas y faranduleros, y sólo con el ánimo de demostrar alguna especie de ingeniosidad, llegué a afirmar casi textualmente que El Establo no era sino un ‘constructo salvador para las redonancias de un adlátere en su tesis de grado’. Quizás ahora tenga la opción de revisar un poco tal aserto.
“Creo que fue Daína Chaviano quien hizo circular la novela del guatemalteco Arturo Arias entre algunos de los miembros de su taller de entonces, el Oscar Hurtado, entre 1985 y 1986. Raulito y Estrada quedaron deslumbrados con la lectura de Itzam Ná. Luego yo, entre otros tantos. Sus jóvenes protagonistas, hippies y drogos y andariegos y protoliberales e izquierdosos denominaba a su grupo pues nada menos que El Establo.
“Según supongo a Raulito (a estas alturas, Raúl Aguiar) debe corresponder el mérito de haber etiquetado con rótulo tan fascinante a una caterva de muchachos, alumnos de la Lenin; o aun más, de nuclearlos, gracias a su incansable vena pedagógica, en un grupo con intereses culturales multidisciplinarios, pero que en breve lapso se decantó por el cultivo de las letras.
“Las primeras etapas se inscribieron en tópicos muy adolescentes; puede juzgarse cuánto a partir de esta muestra: Ejército desnudo de sombras sin alojo, título de un periódico a golpe de mimeógrafo que les servía como órgano expresivo. Después vino un período de mayor madurez, de aprendizaje sistemático que asentó y ajustó las bases de las promisorias carreras literarias de los ya bien reconocidos a nivel nacional como Raúl Aguiar, Ricardo Arrieta, Yoss o hasta un poquito más allá: Ena Lucía Portela y Ronaldo Menéndez.
“A propósito de su graduación, y bajo la tutoría de Salvador Redonet, Ronaldo defendió una tesis acerca de El Establo. Tengo que reconocer que nunca la leí, pero sí asistí a la defensa. De tal experiencia nació el aserto, esa aseveración que esbozaba al principio, quizá justificada en que si bien la mayoría de los integrantes del grupo supo ganarse determinados reconocimientos —el premio David, digamos— con producciones realizadas dentro del intervalo de vida de El Establo, creo que, tal y como sucede con mi libro, al final, como saldo, la mayor parte de esas producciones resultan todavía de contextura algo bisoña y sin la madurez de las propuestas de estos mismos autores con posterioridad, cuando ya no quedaba ni el menor rastro del grupo.
“Por otra parte —y sin pretender arrojar sombra sobre una figura a quien le tuve fuerte estimación—, creo que Redonet sabía apostar por el talento, pero se precipitaba en la inversión de las ganancias. Fuera de un entusiasmo bíblico en términos de efecto cultural, no existía razón por la que suponer que ‘los últimos habrían de convertirse en los primeros’.
“Mis relaciones con el grupo fueron de índole más amistosa que literaria, más de ‘papá’ que de ‘hermanito’; no hablo por supuesto de las que he mantenido con los ex–integrantes. En aquella época y a la luz más o menos de sus miradas post–adolescentes, yo podía figurar como beneficiario de una envidiable canonjía: hábitos de escritor, prestigio de las disciplinas, monje reconocido y publicado de una flamante vocación. Más que consejos literarios, creo que se beneficiaron de la figuración de compartir las interioridades de un ‘literato hecho y derecho’ (aunque no fuera cierto) que los tomaba siempre en serio, con mucha simpatía, casi de igual a igual y sin discriminarlos.
“En cuanto a mí, ¿qué saqué de El Establo? Quitando los afectos, cierta disposición contaminada de un entusiasmo juvenil, cosmovisiones más actualizadas y algo más importante: las posibilidades de entrenarme, de readecuarme, de instruirme y de rediseñarme ante las exigencias del intercambio intergeneracional”.
La pedagogía parece ser un remanso a la altura de los cincuenta años de vida. Sergio Cevedo es hoy uno de los profesores del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. ¿Incentivo para un retorno editorial? ¿Otro motivo que extiende la cadena de años de cierto ostracismo?
“Ser parte del colectivo (suena un poco administrativo) del Onelio, desborda el simple aspecto de la creación y se inserta en un marco mucho más amplio de contactos humanos: gentes con sensibilidad y algunos ¡hasta con ternura!; y paralelo a todo esto, el ámbito de los estudiantes con su nutrida gama de incentivos. No sé, si alguna vez llegara a creerme ‘maestro’ (me costó mucho esfuerzo creerme ‘escritor’). Onelio tendría en ello tremendísimo peso.
“La responsabilidad, la obligación de preparar clases cada año, que puedan satisfacer en alguna medida las expectativas de dos treintenas de escritores (así consideramos a nuestros estudiantes mientras no se demuestre lo contrario) te incentiva a estudiar de manera constante y de ello se desprende una ganancia de índole personal: tu propio perfeccionamiento.
“Es en este sentido que considero la experiencia del Onelio en relación con mis propuestas creativas. Pero quizás hay otro aspecto de rasgos menos obvios: el intercambio fortuito —y no por ello intrascendente— de ciertos circulantes en términos de ideas y de información. Por ósmosis, diría algún físico.
“Por último, algo que también vale destacar son las facilidades materiales que el Centro te proporciona para que puedas viabilizar tus proyectos de libro. En mi caso específico, reconozco que, sin ellas, no habría podido enviar trabajos a concursos. Tal posibilidad resulta inapreciable. En fin, sigo escribiendo cuentos. Tengo un libro que me gustaría ver publicado más temprano que tarde. Mientras, como casi todos, me desenvuelvo en la rutina cotidiana —trabajosa y rupestre, casi como la de un hombre primitivo— de asegurarme el sustento.”