A Marianao, la patria chica de mi padre.
1
El dependiente de bar llega a conocer la condición humana tanto como el mejor de los filósofos. El duro bregar entre tragos y tufos convierte al mozo de mostrador en un observador agudo del comportamiento de los hombres cuando estos, por efecto del alcohol, llegan a un grado de sinceramiento y transparencia imposible de manifestarse en estado de sobriedad. Cosme Ochoa, dueño del bar El Washington, tenía además el don de identificar a sus comensales por los olores que quedaban adheridos al mostrador y las mesas de su establecimiento. El Washington ocupaba el número 128 de la Calzada Real de Marianao, frente al cine Principal, y era un sitio de los más frecuentados por los parroquianos municipales porque tenía victrola, mesa de billar y la radio, en los meses de invierno, sintonizaba siempre la emisora deportiva que transmitía los partidos de la Liga Profesional de Béisbol.
En aquellos días finales de 1946, era de comentario obligado en la barriada la salida de la cárcel del tuerto Alonso, famoso pandillero a quien Cosme Ochoa había identificado, cuatro años atrás, como asesino del periodista Escolástico Pardo, facilitando su encarcelamiento al servir de testigo en la investigación policial. Parapetados detrás de una humeante fabada asturiana o de una copa de Fundador, los clientes del bar rumoraban sobre la represalia inminente; mientras el desdichado asturiano, atrapado por el miedo, esperaba la entrada feroz del gánster.
―Pobre Cosme, terminar sus días así.
―Todo por querer ayudar a la justicia.
Los jugadores de billar también le profesaban lástima y, cada vez que terminaban una jugada con el taco, se compadecían del hombrecillo calvo y cincuentón, de anatomía breve y ancha, embutida en un pantalón de paño y una humilde camisa a rayas, bajo la cual se ocultaban unos brazos de labrador aldeano y el revolver U calibre 22, que de vez en vez Cosme palpaba, y con el cual pretendía enfrentar al hombre que en cualquier momento podía atravesar la puerta de vaivén para consumar la venganza.
Genoveva, la esposa de Cosme, había pedido amparo en la estación de policía; y una gris tarde de lunes entró al bar el teniente Esteban Paulovich, de la Policía Secreta.
―Vine por lo de la solicitud, don Cosme ―dijo el teniente.
Era alto, pelirrojo y tenía la cara salpicada de pecas color cedro.
―Cosas de mi mujer, teniente.
―¿No tiene miedo?
―No quiero morir a la mitad de mi vida ―Cosme se palpó el revólver y agregó: ―Pero no necesito guardaespaldas.
―Vamos a colocarte un vigilante, asturiano.
―No soy tan pendejo para aceptarlo, teniente —respondió el asturiano con un gesto de desaprobación. Aun tembloroso, hizo un resumen de su vida al militar: desde que era mozo de La Flor de Gijón en su pueblo natal o cuando era dueño del bar España en Quivicán, siempre se había bastado solo.
—Teniente Paulovich, lo que pasa es que a uno siempre lo traicionan los nervios y la muerte asusta a cualquier humano. Temblaba porque sí, miedo a morir antes de tiempo, señor teniente.
2
Detrás del mostrador, Cosme Ochoa ordenaba el regimiento de botellas de whisky, coñac y vermut en las repisas, comentando lo aburrido del día con Mario el Guajirito, uno de sus empleados. Pero el miedo seguía ahí, usurpándole las esquinas del alma.
―¿Vendrá alguien, Mario?
―Creo que nos iremos en blanco, jefe.
―Mala cosa.
En el otro extremo de la barra, el vasco Iturriaga perseguía moscas con un trapo cuando, de repente, las alas de la puerta se abrieron de par en par y entraron dos hombres de raro aspecto. Uno era negro y espigado, de pelo pasa abundante y rebelde, con los ojos enrojecidos; el otro era más bajito y fortachón, de tez muy blanca y pelo engominado. Escogieron una de las mesas del centro y el vasco se acercó para tomarles la orden.
―Una Polar para mí y un coñac para el amigo ―dijo el negro.
―¿Fundador? ―quiso saber el empleado y el del pelo engominado asintió.
Cosme observaba tras el mostrador con ojos de perplejidad. Mario recogió el pedido de manos del vasco y fue hasta la nevera de cuatro puertas, exhumó la botella parda con un gigantesco oso blanco en la etiqueta y la puso en la bandeja. Tomó después la botella de coñac de la repisa y vertió el líquido en una copa panzuda. Iturriaga volvió a la mesa con el pedido, colocó una base de cartón delante de cada cliente, dejó el coñac encima de la del hombre de pelo engominado y, sobre la otra, en una copa cónica con letras rojas que rezaban “Polar, la cerveza marianense”, dispensó un poco de cerveza.
―Buen provecho ―dijo el vasco. Pero el hombre moreno lo tomó de un brazo y lo miró desafiante.
―¿Conoces al tuerto Alonso?
―Soy nuevo en el bar, señor, solo lo conozco por los periódicos.
―Tu patrón sí lo conoce bien, ¿verdad?
El de pelo engominado sonrió con malicia. Cosme titiritaba de pánico; disimuló eliminando los charcos del mostrador con una franela roja pero con el rabillo de su ojo izquierdo atisbaba todo alrededor y presagiaba un universo de enigmas, los hechos que oscurecían cada vez más su futuro, un futuro de mierda que me amenaza, carajo, se dijo. Cuando el vasco se reincorporó a su sitio, le susurró al oído: seguramente son la avanzada, Iturriaga. Poco prudente, el vasco respondió que era lo más probable, los ojos de ese hombre matan.
― Estoy sentenciado, Iturriaga ―se lamentó Cosme.
Los hombres consumieron las bebidas y el del pelo engominado se paró a liquidar la cuenta.
―Quédense el vuelto ―dijo, mirando al patrón del bar con no menos desafío que su amigo.
―Gracias ―dijo el asturiano, vacilante.
Los tipos raros se marcharon, dejando atrás la incertidumbre que vomitaban los ojos de Cosme y los empleados. Papita, chofer de alquiler de la barriada, venció la partida de billar contra el sirio Bakhos, vendedor de billetes. Ambos consumieron sus tragos y abandonaron el bar. Mario enjuagó copas y vasos, ensartándolos en el platero. Después se acercó al patrón.
―Usted debe aceptar ese vigilante, jefe ―sugirió Mario.
―No lo necesito ―reiteró Cosme.
―¿Cree que podrá defenderse con esa pistolita?
―La he usado más de una vez.
―Esos son sicarios del tuerto, jefe.
―No debí declarar aquel maldito día. Me siento como un vulgar soplón.
―¿Cómo es el tipo, jefe?
―¿No has visto sus fotos en los periódicos?
―No leo periódicos, jefe. Son pura mentira.
―Es alto, con la cara llena de cicatrices y un ojo con un parche negro.
―Un monstruo, ¿no?
―Un monstruo ―repitió Cosme Ochoa con nerviosismo.
―¿Echamos una partidita de cubilete, jefe?
―Está bien, chaval, así olvido mi calvario.
Mario el Guajirito colocó el tablero sobre el mostrador y tiró los dados. Cosme nunca había sido muy aventajado en ese juego y, además, estaba enfocado en el peligro; sus ojos se desviaban de los dados a la portilla de El Washington.
―Le gané fácil, jefe. Se ve que no piensa en otra cosa que no sea ese tuerto.
Cosme miró su reloj. Las nueve, carajo, y hay frío, ya no vendrá nadie.
―Vámonos, Mario, aquí no entran ni las moscas.
El Guajirito se embutió chaqueta y sombrero y se ofreció para acompañarle. No soy tan pendejo, chavalillo, no me pasará nada. Soplaba afuera un viento frío y la noche invadía el cielo con la voracidad de un águila gigante. Caminaron unos pasos juntos, por la acera constelada de toldos y lumínicos. Cosme despidió a Mario frente a la bodega La Cantabria y el dueño, un gallego calvo y enorme, lo saludó con clemencia: que se cuidara mucho, paisano. El asturiano continuó desfilando por los portales sembrados de tiendas, bares, cafés, restaurantes, joyerías y cinematógrafos hasta alcanzar la esquina de Santa Lucía y Real. Entró al café de Raoul para comprar una caja de dulces finos.
―Va por la casa ―dijo el patrón y soltó después la frase previsible: ―Cuídese del tuerto, Ochoa, los gánsteres son los verdaderos dueños de esta Isla.
Pero los consejos provocaban la resurrección del miedo y la inseguridad se hincaba en el alma como un tumor irrevocable. Esperó que desfilara el tranvía que hacía ruta hasta La Lisa y cruzó la calzada. Presintió que alguien lo seguía y alcanzó a distinguir a un hombre de bigote lineal y pelo duro y rizo. De una ojeada percibió que el perseguidor usaba una camisa beige con mangas remangadas hasta los codos. Vaya si tenía secuaces este tuerto hijo de puta, pensó Cosme y dobló por la calle San Antonio con paso redoblado. Miró hacia atrás nuevamente; no vio al hombre, pero el temblor se acrecentaba, rebajando su condición de ser humano hasta la de floja marioneta manejada por un titiritero. Llegó a la calle Ángeles, avanzó unos pasos y alcanzó, por fin, el viejo caserón de madera dónde vivía con su esposa, sin hijos ni mascotas, solos él y doña Genoveva, porque el hijo había marchado a Estados Unidos hacía cinco años y apenas sí sabían de él.
―¿Qué te pasa, viejo? ―dijo su mujer, bajita y rechoncha, de cabellos color nieve y recogidos en un moño―. Te tiembla todo el cuerpo.
―Por lo mismo, mujé ―Cosme le obsequió la caja de dulces y ella la agarró con indiferencia y siguió al marido hasta el patio.
―¿El tuerto Alonso? ―Doña Genoveva fabricó una risita compasiva y lo alentó: ―La policía se encargará de él, viejo.
―¿La policía? ―dijo Cosme, escéptico―. Ni te imagines que voy a aceptar su ayuda.
Ella hizo silencio y preparó la ropa del baño. Cosme se introdujo en la ancha bañera semejante a una canoa de porcelana. La ducha fría le proporcionó cierta tranquilidad. Ese era, quizás, uno de sus pocos arranques de audacia: bañarse con agua helada en pleno diciembre. Aquel diciembre extrañamente glacial de 1946. Salió de la bañera, se secó con una toalla de felpas grises, se colocó el pijama y salió. Su esposa le esperaba afuera.
―¿Por qué no aceptas un vigilante?
―Nunca he aceptado esas gilipolleces. Si me van a matar, pues que lo hagan, coño… Pero morir de todas maneras, custodiado por un policía, es una gilipollez.
Cosme Ochoa aceptó la rutina del tazón de leche con cocoa que le ofrecía su mujer antes de irse a la cama. Ella prosiguió con su verborrea de esposa asustada.
―¿Y Mario no te acompañó?
―No dejé que lo hiciera.
―Ni amigos tienes, Cosme. Esas maneras tuyas…
Él le devolvió una mirada brusca, como la del hombre que odia la sinceridad de su hermana menor. Puso la taza en el fregadero y siguió hacia el cuarto. Tendido en la cama, tras fugaces segundos, comenzó a bramar, con tanto estruendo como la sirena del barco que avisa a sus pasajeros la cercanía del puerto.
3
El arroyo de agua sucia arrastraba oleadas de excrementos y otras inmundicias y se introducía en el cuarto, ensuciándolo todo a su paso. Cosme despertó aterrado y al descubrir la tranquilidad matutina —eran las seis y treinta de la mañana—, interrumpida por el canto entusiasta de los primeros gallos, comprendió que había sido prisionero de una pesadilla.
―¿Qué te pasa, viejo?
―Debo prepararme para la muerte, mujé, tuve un sueño horrible.
―Ve a ver a la mujer del armenio Pilikian, para que te lo traduzca.
―No hay que traducir mucho, mujé ―dijo él―. Un sueño con mierda debe ser bien malo.
La mujer cocinó un revoltillo de bacon y sirvió jugo de naranja. Cosme se lavó la boca con pasta Gravi y después se afeitó con disciplina. Vistió con camisa de mangas largas, tirantes, pantalón de batahola y zapatos de dos tonos. Desayunó sin ganas, se encasquetó el sombrero de pajilla, y besando a Genoveva, abrió la puerta para encontrarse con una mañana herida de nubes y frío. Por el camino dedicó saludos cordiales a los vecinos que lo miraban con misericordia: pobre gaito, al final a los buenos les toca la mala suerte. Ganó la Calzada Real y avanzó una cuadra, deteniéndose en Los Tres Villalobos, el pequeño kiosco de madera de la esquina.
―Ponme un Partagás, Hilarión.
El dependiente lo saludó con ademanes piadosos.
―Hace unos minutos dos hombres me preguntaron si lo había visto pasar, señor Cosme.
Un calor sorpresivo le incendió el rostro.
―¿Cómo eran, chico?
―En mi vida los había visto, señor Cosme. Uno de ellos tenía cara de turco.
―Eso no me dice nada, chaval, el barrio está lleno de turcos.
―Y de chinos y japoneses y armenios, y polacos, jamaiquinos y sirios y griegos. Este país se parece a la Babel bíblica, señor Cosme.
―Solo que en Babel no había gánsteres ―dijo apesadumbrado Cosme Ochoa―. Gracias por el tabaco, chico.
―No se fíe de nadie, señor.
Continuó su rumbo por la calzada que se despertaba al mundo. Los hombres abrían sus negocios en medio del estallido sangriento del alba: mercerías, bodegas, fondas, cafés, figones, restaurantes, barberías, quincallas, retaceras, carnicerías, gasolineras, talleres de autos, dulcerías, poncheras, puestos de loterías, cines, trenes de lavado, escuelas privadas y públicas, bares, farmacias y otro racimo de comercios, alegrando aquel pedazo del barrio que ahora Cosme Ochoa recorría sumido en un lúgubre desasosiego. Miró su reloj de pulsera: rediez, apenas las siete y veintiocho de la mañana. Volteó la mirada y allí estaba ese maldito chaval de cada día. ¿Sería uno de los que indagó por él en Los Tres Villalobos? Apuró el paso para dejar que entre su perseguidor y él se interpusieran otros transeúntes rutinarios, de esos que se dejaban abrazar por la costumbre de ganar el pan nuestro de cada día o asistir a misa de ocho en cualquier iglesia de Los Pocitos, Redención, Coco Solo o Los Quemados. Se detuvo frente al cine Principal y miró la cartelera con desgano: Reto a la policía, con Carole Landis y William Gargan. Al lado estaba el café Montmartre, donde cada mañana el chino Hap lo esperaba con un delicioso café-express: la ceremonia que precedía al inicio de las jornadas de Cosme Ochoa.
―¿Le gusta café, señol? ―dijo el chino buscando la aprobación del asturiano―. Pol cielto, pol aquí anduvo Boniatillo.
―¿Y quién es ese que tiene nombre de dulce, chino? ―Cosme saboreaba el café, pero con la taza temblando entre sus manos, como si fuese un bailarín de tap delante de un escenario repleto.
―¿Usted no sabel? ―Los ojos horizontales del chino se convirtieron en dos circunferencias palpitantes―. Es un sicalio del tuelto Alonso.
―Ah, el dichoso tuerto ―dijo Cosme, disimulando el miedo―. Cosas pasadas, chino.
―¿Pasadas? ―dijo Hap―. Yo le lecomiendo que acepte selvicio de vigilante.
―Con vigilante o sin él me van a matar ―dijo el asturiano y cruzó la calzada, atribulado.
La muerte había que aceptarla de la forma en que se presentara, razonaba Cosme. ¿Qué será de la pobre de Genoveva sin mí?, ¿quién la ayudaría ahora? Cruzar un océano y batallar tantos años para morir así. Hubiera sido mejor volver a la aldea montañosa y mísera de los mil demonios, aunque allí nos derrote el frío y la soledad.
Cuatro años atrás, el dueño de El Washington había cooperado con su testimonio para que atraparan al tuerto Alonso por el homicidio de Escolástico Pardo. Fue un sensacional caso policiaco del municipio marianense, que inicialmente se había catalogado como un crimen pasional (Pardo había raptado a Esperancita Sarkis, la hija del turco Jacobo, cuando esta abandonó el compromiso utilitario con su primo, conocido como el polaco Nellar). En realidad, la vida del periodista se cobraba por su labor honesta y crítica en el combate contra el gansterismo que sembraba de sangre las calles de la ciudad.
Una vez conocida la declaración de Cosme, los periódicos explotaron el caso hasta el cansancio: “Era un ajuste de cuentas y no una reyerta de turcos bisuteros el móvil del homicidio de Escolástico Pardo”, dijo El Sol de Marianao en su crónica roja. Mientras, Prensa Libre reseñó que “una venganza del gánster Crisanto Alonso acabó con la vida del periodista Escolástico Pardo”. Sin embargo, el diario El Suceso fue el que puso en evidencia el papel definitorio jugado por el señor Cosme Ochoa Pérez con su alegato ante el Juez de Instrucción de Marianao. “Supo identificar los olores de la bebida consumida por el asesino”, decía un artículo del referido diario, dedicado exclusivamente a las noticias policiales.
Era verdad: el error de Crisanto Alonso, alias El Tuerto, lo que había destruido su coartada, fue haber consumido minutos antes de ejecutar el crimen, una bebida que solo él pedía en el bar El Washington: El coñac Saints Juice. Cosme Ochoa tenía la esotérica virtud de reconocer a todos sus clientes por el olor de la bebida consumida. El Tuerto Alonso había pedido su bebida tradicional en el bar y ajustó cuentas con el periodista disparándole tres tiros certeros con su temible 38. Los tribunales lo condenaron a veinte años de prisión después de comprobada su entera culpabilidad, pero los gánsteres utilizaron sus influencias en las sucias esferas de la política. Estas circunstancias y el buen comportamiento en la cárcel devolvieron a Crisanto Alonso a la libertad, con la condición de que mantuviese una conducta apropiada en la jungla de asfalto. Pero la venganza tiene sus propios códigos; y Cosme lo sabía.
4
La voz nasal de Cuco Conde anunciaba el inicio del juego de pelota entre los clubes Almendares y Marianao. Mario el Guajirito cifraba sus ilusiones en el pitcher Vinagre Mizell. Mientras encestaba en las cajas las botellas vacías de cerveza, tenía su cerebro sintonizado en cada jugada y sus anhelos se depositaban en las letales curvas que disparaba desde el montículo el pitcher del equipo marianense. Cosme estaba a unos pasos de él, ocultando con su gruesa anatomía un anuncio de la Coca Cola. El pánico lo corroía y había un gran motivo: las mesas ocupadas esa tarde glacial…
En la más cercana a la puerta había tres hombres. Uno de ellos era el mismo negro de ojos encendidos del día anterior. Ahora no repetía el del pelo engominado, pero había dos que parecían hermanos, aunque uno era más alto y de facciones más bendecidas que el otro. Apostaban al cubilete; el hombre moreno pidió tres Polar y no le quitaba la vista al patrón del bar.
En la mesa más cercana al billar había dos individuos igual de intrigantes: uno trigueño, vestido con un humilde pullover a rayas y aspecto de ayudante de estibador del puerto; el otro era rubio, leía en voz alta una noticia de El País: “Arremete Grau contra los peligros del comunismo en un acto de la Central de Trabajadores”; y al terminar formuló su opinión: Grau se pelea con los comunistas y Batista los acepta. Cosme admitió el comentario con un silencio incómodo.
A las ocho de la noche entraron el sirio Bakhos y Papita.
―¿Cómo se siente ostié hoy, don Cosmo? ―lo saludó el sirio con su negligente castellano―. Deme los tacos bara el billar.
Papita pidió dos cervezas y deslizó el rumor de moda:
―Ayer vieron al tuerto en un cabaret de La Playa.
―¿Qué le hace, hombre? —El sirio comenzó a beber a pico de botella. Era alto, corpulento y tenía una nariz enorme y picuda, como de buitre. ―No sea ostié testarudo, don Cosmo. Acepte vigilante a la Secreta.
―El amigo Ochoa es muy terco, sirio ―dijo Papita.
―Olviden el asunto, amigos ―dijo Cosme y se dirigió al sirio, alcanzándole un billete de a cinco pesos: ―Dame el 2, el 5, el 7 y el 8.
―Bara mí, mejor, don Cosme, bero ostié no tiene suerte bara el juego.
Cosme entornó los ojos y contrajo sus anchos pómulos. De repente, Mario el Guajirito reventó de júbilo: el narrador había anunciado un jonrón con bases llenas de Orestes Miñoso. Juego empatado. En la mesa donde se jugaba cubilete el negro mandó a callar al Guajirito y le dejó ver, como al desgaire, una potente 45. Cosme se amilanó de espanto. El sirio y Papita iniciaron la partida. El hombre que leía el periódico en la mesa cercana hizo un gesto raro, acompañándolo de la lectura en voz alta de un titular de la página policial: “El tuerto Alonso hace declaraciones alarmantes a la prensa”. Todos lo escucharon en silencio. Cosme se alarmó al escuchar que una mujer lo llamaba Boniatillo. Su suerte, su esquelética suerte de hombre infeliz, estaba echada.
―A cinco pesos la partida, sirio.
―Ta bien, mi hermano, a cinco besos ―dijo Bakhos, omitiendo la letra p por causas atávicas.
―¿Aceptas los cinco besos, Papita? ―jaraneó Mario, con la cabeza pegada al aparato Philco―. Ni que fueras cundango tú.
―Vete al diablo, Guajirito.
Cosme presiente que los hombres que juegan al cubilete lo vigilan y le clavan miradas con la pujanza de una daga homicida. ¿Ellos?
En ese instante volvieron todos los ojos hacia la puerta: una mujer había entrado. Mulata, alta como una grulla y con el pelo enracimado alcanzándole la cintura; llevaba un vestido corto de floripondios y unos tacones altísimos, que hacían que cualquier parroquiano adivinara su oficio. Se sentó junto al del pullover a rayas.
―Ahora sí estamos completos ―susurró Papita al sirio―. Es Concha la Remediana, la puta del tuerto Alonso.
El pánico colmó a Ochoa, por pura rutina pasó la franela por el mostrador, la muerte ya estaba muy cerca, el tuerto Alonso llegaría en cualquier momento…
El hombre que leía el periódico se acercó a Mario:
―Fabadas, arroz con plátano frito, cerdo empanado y Salutaris para tres, varón.
El hombre regresó lentamente a su silla y volvió a leer el diario. Concha la Remediana y el otro susurraban, avivando el enigma. Desde la barra, Cosme observó, parado en la puerta del cine Principal, al mismo hombre que lo perseguía. Lo vio caminar hacia el bar. Vestía un traje selecto, como de gánster americano.
―Ese tipo me va a matar, Guajirito.
―Tranquilo, jefe.
El perseguidor entró en el bar y se acercó al mostrador. Mario subió el volumen de la radio. El Marianao se había ido arriba con un jonrón de Claro Duany.
―Un medianoche y una Cristal ―dijo el hombre, sentándose en una de las banquetas. Encendió un Regalías el Cuño y preguntó por la situación del juego. Después hizo una apuesta con Mario:
―Una carrera y media al Almendares, amigo.
―Ya va por el séptimo, señor.
―En el noveno ganamos, amigo.
―Voy por Marianao hasta que muera.
―En la Liga debieran existir solo dos equipos: el Almendares y el Habana.
El hombre moreno se levantó, pasó por el lado del que leía el periódico y fue hasta los servicios sanitarios. En esas entraron dos tipos al bar, desenfundaron sus pistolas y arrojaron fuego contra la barra. Las botellas recibían el impacto de las ráfagas, cascadas de alcohol y cerveza caían desde las estanterías y las repisas y la escena tomó rasgos de espectáculo para cinéfilos.
El hombre moreno encañonó al del periódico y el que vestía de traje silenció con repetidos disparos a los dos recién llegados. Los gritos de Concha la Remediana apagaban el sonido de los balazos. El par que parecían hermanos inmovilizó a la mujer y al hombre del pullover a rayas. El moreno los esposó. Dos perseguidoras llegaron al instante y de una de ellas descendió el teniente Paulovich. Por detrás del mostrador, lentamente, como un resorte oxidado, se fue irguiendo Cosme Ochoa.
―Ya ve, asturiano, mi persecución no fue en vano ―dijo el del traje y le mostró una chapa reluciente, de forma ovalada, que rezaba sobre fondo azul: “Buró de Homicidios. Detective”. Luego le extendió el brazo:
―Me llamo Marcelo Gorayeb.
―Es un baisano mío, don Cosmo ―dijo el sirio Bakhos.
El teniente Paulovich caminó a tramos cortos y se disculpó con el patrón. Ya les arreglaremos los daños causados, don, lo importante es que está vivo. Cosme Ochoa, atenazado por el susto, silabeó las gracias. Cerca de la entrada del bar El Washington, yacían los dos cuerpos liquidados por el detective Gorayeb. Uno de ellos tenía el ojo izquierdo cubierto por un parche negro.
―Ahí tienes al famoso tuerto ―dijo el teniente―. Y pensar que necesitaba de un montón de hombres para liquidar a un pobre asturiano.
―Yo también necesité un pelotón de amigos para que me defendiera, mi teniente.
El detective Gorayeb introdujo su comentario:
―Eso no le hace, don Cosme. Es mejor ser muchos para salvar una vida que para matar a un hombre decente.
Poco a poco, mientras los policías recogían los cadáveres, empezaban a llegar los ávidos buscadores de noticias. Ya el establecimiento se colmaba de periodistas cuando Mario apagó la radio para anunciar que el juego había terminado con victoria de 7 x 4 a favor del Marianao.
―Perdió su apuesta, Gorayeb ―dijo Mario.
―Peor esos dos gánsteres y esa mujer ―dijo señalando a la mesa que habían estado ocupando minutos antes los cómplices del tuerto Alonso―. Perdieron sus apetitosos manjares.
―Y la libertad ―dijo el sirio Bakhos.
El detective iba a salir del bar, pero Cosme Ochoa le detuvo.
―Tiene buena puntería ―le dijo―. Pensé que usted era de los malos de esta película.
―Yo no era el malo ―dijo Gorayeb―. El negro Mancebo tampoco.
―La mirada de ese me asustaba.
―Hay miradas así ―dijo Gorayeb, y abandonó el establecimiento para confundirse con el anonimato del hormiguero humano que se disponía para un día habitual.