Eres cómplice de lo que te sucede,
la desgracia entra por la puerta
que le has abierto.
Alejandro Jodorowsky
La encontré aquella tarde y, sin pensarlo, cuando estuve lo suficiente cerca, acaricié sus cabellos. No imaginé que su reacción fuera casi imperceptible, así que la próxima vez, con menos temblor en las manos, enredé mis dedos en la espesura capilar que cubría el escote en su espalda. Volteó el rostro y, al mirarme a los ojos, dejó fluir su voz y escuché frases incoherentes, palabras inconexas. Su mirada tenue no había cambiado nada en lo más mínimo. La tez pálida arremolinaba mis recuerdos. ¡Era ella, seguía siendo ella! El rostro inexpresivo, los labios morados por el tóxico del cigarro, el redondel negruzco que bordeaba sus ojos y aquel aliento gélido que avizoraba la caducidad de una vida. ¿Quién sino Leyla?
Estaba más delgada de lo habitual, las clavículas asomaban exageradamente sobre sus pechos aún firmes y pequeños bajo la camiseta gris con el letrero de siempre, this is my fucking world. El cuello largo y esposado por collares dejó entrever una marca que agarró de súbito mi atención.
Se había formado una aureola parduzca ligeramente ampliada hacia un costado. Intenté acercar la mano para frotarla y cerciorarme de que no fuese una mancha de mugre, o tal vez restos de pintura labial, pero ella me detuvo y mencionó mi nombre. Fue la única palabra coherente que comprendí a lo largo del balbuceo incesante que soltó después. Al contacto de nuestras manos me di cuenta que estaba hirviendo. La fiebre altísima la hacía delirar. Fue lo que pensé.
A nuestro alrededor todo parecía estar calmado. Ya era casi mediodía y el sol comenzaba a ponerse molesto. Me dispuse a sostenerla entre mis brazos hasta decidir dónde llevarla. Caminé unas cuadras y entramos a una cafetería, la senté despacio y pedí luego dos cafés bien concentrados. Estaba más calmada, por lo que aproveché para acercarme y estudiar mejor la marca en su cuello. Descubrí entonces que se había hecho más grande, y continuaba haciéndose enorme hasta que no pude creer lo que observaba. Cerré los ojos y los apreté muy fuerte, como queriendo borrar aquella imagen, pero al abrirlos aún estaba ahí. Reparé una vez más en Leyla al borde del desmayo y su mirada daba la idea de haber dejado de existir.
Mencionó mi nombre otra vez, acercando sus manos a mi rostro. Esforzó una sonrisa, que solo quedó en el intento pero transmitió más de lo necesario para saber que agradecía mi presencia. Tocó luego la herida en su cuello y sus ojos se nublaron de lágrimas. Quise abrazarla, preguntarle un millón de cosas. “¿Dónde había estado todo este tiempo? ¿Qué había sido de su vida? ¿Cómo llegó eso a su cuello, de dónde salió?”. Pero el nudo en mi garganta impidió que emitiera sonido alguno.
Ella siempre estuvo sola, no había forma de saber a quién acudir para buscar ayuda. No tiene familia, no sabía si con los años tuvo la suerte de encontrar a alguien con quien formar una vida estable, pero todo indicaba que no. Continuaba siendo tan desdichada como siempre. Su aspecto revelaba alguna información más que obvia: drogas en exceso, hambre voraz, noches sin dormir. “¿De dónde saliste, Leyla? ¿Por qué no aceptaste ser feliz a mi lado?”
Pasamos horas las dos en aquella mesa: yo observándola, ella devorando todo cuanto pedí para saciar su apetito. Mientras masticaba, detallé cada movimiento de su mandíbula y, al tragar, el núcleo de la marca se ensanchaba mostrando un relieve espeluznante. La gente comenzó a darse cuenta y señalaban el cuello descubierto de Leyla, quien no parecía inmutarse ante el suceso. Saqué de mi bolso un pañuelo y lo amarré cuidadosamente a su escote cubriendo lo que ya se había vuelto una herida. Intenté a toda costa no rozarla, me daba pavor sentir su textura cualquiera que fuese.
—Beca —me dijo—, sácame de aquí.
La voz sonaba un poco más firme, pero su mirada seguía tan perdida como antes. Le coloqué el brazo derecho por encima de mi cuello y salimos de la cafetería aún sin definir rumbo.
—Esta es Leyla, una amiga. No se encuentra muy bien así que la he traído a casa para que descanse —dije a Esteban, quien enseguida al ver su estado la tomó en brazos llevándola al cuarto de huéspedes.
Anduve dando vueltas de un lado a otro, evitando la mirada inquisidora de mi marido. Calenté un poco de agua para darle un baño a Leyla, esperanzada de que se recuperaría lo suficiente como para contarme qué había pasado. Él observaba mis pasos desde el sofá, fingiendo estar concentrado en su lectura, pero poco bastó para que perforase mis labios en busca de una explicación coherente ante todo aquello, “¿quién era esa supuesta amiga que él no conocía? ¿Por qué traerla a casa en vez de llevarla a un hospital?”
Lo cierto es que ni yo misma sabía el porqué de no acudir al médico. Esa marca convertida en herida de forma tan súbita me llenaba de incertidumbres, no parecía una infección común, algo lúgubre se escondía tras todo eso.
—No debes tenerme aquí, Beca —dijo mientras frotaba su espalda—. Llévame lejos cuanto antes, mientras más anochezca la marca se hará mayor y…
—¿Pero de qué hablas, Leyla? Explícame mejor todo este absurdo.
Me miró fijo a los ojos y volvió a sumirse en un silencio impenetrable; yo preferí no insistir, de cierto modo sentía pánico ante aquella historia. Luego de vestida la regresé a la cama, donde se quedó dormida de inmediato. Quise irme tan pronto como dio el último parpadeo, pero los recuerdos me atacaron y fue inevitable permanecer observándola mientras dormía, tal como en aquellos tiempos sabáticos, destinados únicamente a estar en la habitación y olvidarnos del mundo.
Un ruido estrepitoso me despertó a las tres de la madrugada. Esteban no se inmutó, solo volteó en la cama y continuó roncando, así que decidí salir y ver qué ocurría. Caminé en puntillas de pies por toda la casa con la esperanza de que el viento hubiese tumbado algún jarrón, o tal vez un cuadro; no supe bien diferenciar qué tipo de ruido había sido. Llegué hasta la cocina, y para mi asombro, Leyla devoraba sobre la mesa un plato lleno de carne cruda. En el suelo yacían varias vasijas con comida y latas de cereales. Su rostro no parecía el mismo, sin duda se había transformado en algo tétrico, que desvanecía todo lo humano que pudiese quedar de su persona. La marca en el cuello se había extendido de forma tal que ya cubría todo su rostro. Las manos comenzaban a tornarse parduzcas y largas en la medida que devoraba la carne.
Estuve petrificada por unos minutos, observando el inesperado espectáculo y sin saber cómo moverme para no causar el más mínimo ruido. No hacía sinapsis ante todo aquello, pero de algún modo era como si hubiese estado esperando que algo sombrío ocurriese esa noche, una sensación extraña que la lógica no lograba controlar. Leyla levantó la vista entornando sus ojos grises hacia mí. Al verme, se alzó de golpe aún con un trozo de carne entre los dientes. Tropezó con la puerta del frío cerrándola por completo y dejando la cocina en total oscuridad. Todo se sumió en un profundo silencio. Estuve quieta en la esquina del salón, cuidando de no atraer la atención de aquel monstruo. Pasaron algunos minutos que parecieron eternos y, justo cuando intenté moverme, la respiración de aquel ente se acercó hasta mí. La agitación en mi pecho se fue haciendo cada vez mayor, los labios me temblaban y todo el cuerpo comenzó a sudarme desenfrenadamente. Ella apartó el pelo de mi rostro, sus manos deformes y gélidas apretaron mis mejillas. El desplome fue total.
Serían las cinco de la mañana cuando desperté. Aún continuaba tumbada en el suelo y la cabeza me pesaba. Logré incorporarme de a poco y, una vez estable, recogí el desorden que inundaba la cocina. Por suerte, Esteban seguía inmerso en sus sueños y no fue partícipe de lo ocurrido. Rememoré cada escena de la madrugada y aún no lograba concientizarlas, preferí entonces dejar de pensar en ello por unos minutos y dedicarme a las tareas hogareñas de cada mañana para no levantar más sospechas ante él. Un rato más tarde sujetaba mi cintura mientras yo preparaba el café. Me dio los buenos días con el mismo fulgor de siempre, tal como si hubiese olvidado la presencia de Leyla. En todo el transcurso de las gimnasias matutinas y el desayuno no mencionamos el tema de nuestra huésped, y ayudó el hecho de que no apareciera de súbito por allí. No fue hasta la despedida cuando Esteban, con tono afable y cariñoso, me pidió que conversáramos en la tarde acerca de mi vieja amiga.
Deambulé de un lado a otro por la casa, evitando pasar por el cuarto de huéspedes. Intranquila, no lograba concentrarme en otra cosa. Las imágenes de la madrugada anterior me invadían imposibilitando el descanso. Busqué el modo de recordar paso a paso los sucesos e intentar comprenderlos, pero ¡era todo tan absurdo! Leyla parecía dormida volteada de espaldas a la puerta. Al entrar, me acerqué despacio y percibí las sábanas empapadas en sudor, su cuerpo hervía. Quise tocarla, cerciorarme de que era realmente ella y no el monstruo casi amorfo que unas horas atrás había destrozado mi cocina, pero las manos me temblaron al pretender hacerlo y retrocedí. La observé una vez más antes de marcharme y, por unos segundos, olvidé aquella situación incómoda recordando momentos juntas en el pasado: nuestras noches de cine, los poemas de Poe que tanto le gustaban, sus reproches a mis gustos literarios “tan sensacionalistas”, como los llamaba.
—Beca —dijo—, acércate.
Interrumpió mis memorias de pronto mientras extendía su mano izquierda. Su mano delgada y blanca de siempre. El rostro expresaba una leve sonrisa de agradecimiento y, aunque continuaba pálida, su semblante mostraba esta vez una Leyla diferente. Me acerqué despacio mientras ella se incorporaba.
—¿Hace cuánto no nos veíamos? ¡Te he extrañado tanto! —Diciendo esto acarició mis mejillas con el dorso de sus dedos. En su frente se acumulaban las gotas de sudor, consecuencia de la fiebre; y las pupilas ligeramente dilatadas mostraban más intenso el amarillo de sus ojos.
—Estás ardiendo, Leyla —dije intentando recostarla, pero sus manos se aferraron a mis brazos atrayéndome hacia sí. El temor en mi rostro se hizo evidente.
—Jamás te haría daño, Beca, lo sabes.
Sin embargo, la marca del agarre había quedado incrustada en mis brazos, como queriendo sostenerme para siempre. Una lágrima corrió por su cara mientras cerraba los ojos.
—Explícame, qué es todo esto, Leyla —dije sentándome a su lado. Ella bajó la cabeza respondiendo.
—No lo sé, varias noches al mes sucede. No tengo una explicación para mis mutaciones, Beca, he intentado absurdamente relacionarlo con la luna, sus estadios, ¡qué se yo! Pero cada vez es en un ciclo diferente. Hasta ahora no creo haber lastimado a nadie. Cuando voy sintiendo los primeros síntomas de la marca en el cuello, me aíslo de la ciudad rumbo a la periferia, pero esta vez tenía algo importante que no debía dejar, por eso me encontraste en medio de la transición.
Yo la observaba a la espera de un comentario que aclarase de alguna forma las mutaciones de su cuerpo, pero era obvio que ni ella misma podía explicarlo. Recordé entonces con mayor claridad algunas escenas de la madrugada y estaba casi segura de que las transformaciones daban la apariencia de que se estuviese virando al revés. Los músculos, rodeados de alguna secreción repugnante, quedaban al descubierto en la medida que la marca en el cuello expandía su núcleo. Las extremidades adoptaban una forma más larga y delgada. La boca se deformaba haciéndose en extremo más grande, parecía que pudiera extenderse hasta devorar lo que quisiera sin importar su tamaño.
A las cinco y media de la tarde, Esteban regresó a casa y, tal y como me había dicho antes de irse, enseguida fue en mi búsqueda para conversar acerca de Leyla. Yo estaba en la habitación a espera de su llegada, planeando respuestas para sus preguntas.
—Y bien, ¿cómo está tu amiga? —preguntó tras saludarme con un beso.
—Está mejor —contesté. Pero él se quedó observando a la espera de algún otro comentario. Decidí contarle parte de la historia real y hacer de cuenta que era una antigua amiga, nadie especial, que simplemente la había encontrado convaleciente en medio de la calle y con necesidad de cuidados. Aunque fui lo más convincente posible, pude notar que no había quedado del todo satisfecho, pero bastó de momento.
Para la cena esperaba poder presentarlos y, por suerte, Leyla se sentía mejor, así que lo planeado fluyó sin contratiempos.
—Esteban, esta es Leyla. Leyla, él es Esteban, mi esposo.
—Encantada —respondió ella.
—Es un placer —dijo Esteban mientras le extendía la mano para corresponder al saludo.
—Bien, pues, comamos que se enfría —dije para romper el hielo una vez más.
Leyla estaba repuesta, hasta parecía otra persona. La marca en el cuello estaba haciéndose pequeña, pude notarlo por los lados de la bufanda que la dejaban ligeramente al descubierto. Según afirmó en una conversación, ya solas otra vez después de terminada la cena, con el paso de los días iría aclarándose hasta desaparecer totalmente.
—Y bien, pues cuéntame qué ha sido de ti —preguntó—. ¿Cómo has logrado hacer tu vida con un hombre después de lo nuestro?
—No ha sido cosa de un día o dos, Leyla, debo admitirlo, pero tampoco es tan complicado. A Esteban lo quiero mucho, ha hecho cosas grandiosas por mí y merece que sea esta mujer que soy hoy.
—¿O sea, que has cambiado por él?
—He cambiado porque desde hace cinco años descubrí que la vida no es el paraíso rosa que creíamos, que este mundo está lleno de personas infelices y que no era mi meta convertirme en una más de ellas.
—¿Entonces, eres feliz?
—Lo soy.
Por más que intentaba sacar a la luz el tema de sus sobrehumanas mutaciones, nunca lograba obtener respuestas convincentes y eso comenzaba a desesperarme. Dos días después de esa última conversación, la cual concluyó bruscamente tras una interrupción de Esteban, Leyla ya estaba recuperada.
—Me voy —dijo un viernes en la tarde.
—¿Pero a dónde irás? Me has dicho que tu alquiler ha caducado y que no tienes dónde estar hasta que reúnas el dinero.
—He conseguido trabajo en la Universidad como profesora de letras y tal vez con el tiempo me convierta en editora de la revista académica. Sé que no es lo que imaginaba hace unos años, pero cuando aquello éramos muy jóvenes y veíamos la vida mucho más sencilla, los sueños iban y venían con una facilidad increíble. Me quedaré en el piso de los profes hasta que consiga algo.
Estaba maravillada con el giro tan brusco que habían dado las cosas desde hacía cinco días, cuando la recogí en la calle casi muerta. Era como si, apartando ese momento en que mutaba, el resto del tiempo llevase una vida común y corriente y olvidara por completo sus transformaciones.
—Leyla, espera —dije sujetando su brazo—, me parece que le estás restando importancia a algunos asuntos. Lo que te sucede es completamente antinatural, no comprendo cómo puedes actuar de forma tan fría ante todo eso.
—Beca, a veces en la vida es mejor no buscarle explicación a todo, mientras más cosas ignores, más feliz serás, puedo asegurártelo.
Quedamos en silencio unos minutos y una nostalgia enorme se apoderó de mí.
—Quédate, —le pedí—, no tienes necesidad de vivir en una pensión. Aquí podrás estar el tiempo que necesites.
Los días transcurrieron y curiosamente la relación de Esteban y Leyla mejoró mucho. Al llegar del trabajo, ambos se sentaban a ver la tele y discutían acerca de política, ella siempre adoró esos temas. De vez en cuando me ayudaba en la cocina y todo parecía llevar un curso tan natural que apenas tocábamos el asunto de las mutaciones. Evitaba el comentario mostrándose hermética ante la situación, así que decidí no mencionarlo más; en cambio, me había trazado la estrategia de mantenerla en casa hasta el mes próximo para volver a presenciar aquello. Acumulaba las fuerzas para poder afrontarlo con otra actitud. No estaba segura de cómo reaccionaría una vez llegado el momento, pero necesitaba descubrir qué ocurría con Leyla.
A pesar de que nuestra amistad no había vuelto a ser la misma, pudimos conectar y pasar el tiempo lo más ameno posible. Algunas veces la sorprendía mirándome de forma diferente, como deseando estar más tiempo a solas conmigo. Sus ojos transmitían un brillo muy distinto al que ya conocía, expresaban una mezcla rara de sentires que lograba asustarme más de lo que ya estaba. Semanas después de haberle pedido que se quedara, Esteban tuvo que hacer un viaje de negocios y tocó quedarme a solas con ella, no puedo evitar admitir que sentí un pánico horrible, pero logré disimular lo mejor que pude.
—Esta noche estrenan una de Spielberg, ¿quieres ir a verla? —le pregunté con la esperanza de pasar el menor tiempo posible a solas en casa.
—Está bien —contestó sin mucho ánimo—, aunque quizás pudiéramos quedarnos y poner una de nuestras favoritas en DVD. Hoy no tengo muchos deseos de salir, Beca —concluyó.
Eligió Sophie’s Choice y estuvimos acurrucadas en el sofá de la sala con los ojos llorosos hasta que terminó el filme.
—No me canso de verla —dijo— ¿Qué harías si te encontraras en una situación así? ¿Realmente entregarías uno de tus hijos sabiendo el futuro que le espera?
—Imagino que no —contesté—, pero solo cuando nos vemos en circunstancias difíciles es que sabemos de cuánto somos capaces.
Ella me observó desde muy cerca y acto seguido me besó. Quedé tranquila, en silencio, como si estuviese esperando a que ocurriese en algún momento. No lo deseaba, pero una vez que sus labios rozaron los míos, los recuerdos se arremolinaron de forma tan brusca y placentera que no pude evitar responder a sus caricias. Esa noche no dormí en mi habitación.
A la mañana siguiente desperté temprano pero ya ella no estaba. La busqué por toda la casa sin encontrarla. No quise pensar lo peor, así que me dediqué a los quehaceres de siempre mientras el día levantaba. Era domingo, jornada de limpieza general. Tras unas horas, que apenas noté pasar, sentí la puerta abrirse y corrí con la esperanza de encontrarme a Leyla. Al llegar, Esteban dejaba el equipaje recostado a la pared para ir a mi encuentro.
—Hola, preciosa —dijo y me abrazó. Por un momento el desaliento fue tanto que ni me inmuté al verlo, al contrario, la sonrisa se apagó de mi rostro por completo. El subconsciente me traicionaba, pero pude darme cuenta antes que él y actuar con naturalidad.
—¿Me extrañaste?
—Claro, mi amor, mucho —mentí—. ¿Qué tal el viaje?
—Ha ido bien, la empresa inversionista aceptó el proyecto, la próxima semana comenzaremos los arreglos para el convenio —dijo mirando hacia los lados—. Eh, ¿y Leyla?
—Al parecer ha salido esta mañana, cuando desperté ya no estaba.
—Pues, que bien. —Me atrajo hacia sí pasando sus brazos a través de mi cintura. —Aprovechemos la soledad para demostrarte cuánto te he extrañado —y diciendo esto comenzó a besarme, sin pausa.
—Hola —dijo Leyla de repente, mientras Esteban y yo cenábamos.
—Hola —le contestó él, afable.
—¿Qué tal ha ido el viaje?
—Bastante bien —respondió. Yo hice ademán de ponerme de pie con la idea de ubicar un plato más en la mesa.
—No, Beca, no te molestes, ya he cenado algo en casa de unos colegas, gracias. Voy a darme un baño. Los veo luego.
Había aparentado estar de lo más normal, pero sabía que algo en ella no iba bien. Supuse que tal vez sería la presencia de Esteban después de lo sucedido, pues yo también me sentía rara.
Luego de esa noche los días pasaron sin contratiempos, y aunque Leyla intentaba ignorarme, llegando tarde a casa y pasando cerca el menor tiempo posible, yo comenzaba a extrañarla y en una ocasión se lo hice saber. Esperé a que Esteban estuviera bien dormido y me fui hasta su habitación. Cuando abrí la puerta, ella aún estaba despierta leyendo.
—¿Por qué me evitas? —pregunté.
—No lo hago, solo intento no traerte problemas.
—¡Lo dices tan fácil después de lo que sucedió!
—¿Y qué quieres que haga? Piensas que no siento deseos de estar cerca de ti todo el tiempo, de poder tenerte cuando quiera —cerró el libro y se acercó a mí—. Vamos conmigo —volvió a decir acariciándome el rostro, luego me besó y estuvimos el resto de la noche rememorando hechos de nuestro pasado juntas. Pero cerca del amanecer, cuando ya estaba dormida, la observé y vi cómo reaparecía la silueta de la marca en su cuello. Pensé en despertarla, pero sentí un pánico tremendo de repente y corrí a la cocina a preparar el desayuno, ya pronto Esteban estaría en pie.
Cuando Leyla despertó yo alistaba las últimas cosas para hacer unas compras en el supermercado. Vestía un jean de mezclilla y un suéter de cuello alto, supongo que ya para ese entonces había notado la marca en su cuello y comenzaría a usar las ropas que le compré para la ocasión. Nos saludamos, intenté ocultar mi temor y mostrar afecto, así que me abalancé a besarla en los labios, pero volteó el rostro. Besó mi frente y con un seco: “Adiós, que se me hace tarde”, se despidió. El resto del día lo pasé pensando en esa despedida tan seca después de la noche que habíamos tenido y llenándome de fuerzas para afrontar las próximas jornadas. No quería perderle pie ni pisada en esta ocasión.
Aunque ya lo había hecho otras veces, decidí buscar en Google más información acerca de las mutaciones en Leyla. Todo lo encontrado hacía referencia a cosas sobrenaturales, vampirismo, licantropía, magia oscura y demonios que hacen de puente entre la vida y la muerte, nada lógico que explicase aquel hecho.
Las fotos más creíbles trataban acerca de una enfermedad fúngica. Explicaba que las células muertas de la capa más externa de la piel entraban en tal ciclo degenerativo capaz de putrefactar y dejar, al caer, el músculo en descubierto. Decía además que era una de las enfermedades más raras del mundo. Que su aparición casi siempre iba acompañada de trastornos sicológicos que comenzaban a afectar al paciente una vez que la enfermedad había avanzado un 25 %. Por una parte, los cambios en la piel podrían explicarse con eso, pero no las deformaciones de sus extremidades y rostro. Fue justo ahí cuando comencé a sentirme aturdida, mi subconsciente había trabajado de forma muy pasiva durante todo ese mes.
—¿Qué haces? —me sorprendió Esteban.
—Nada —reaccioné enseguida—, pasando el rato. ¿Y eso tú aquí tan temprano?
—Pues no lo sé, he comenzado a sentir agotamiento repentino y un dolor muy extraño en este lado del cuello, mira, aquí —dijo, apartándose la camisa—. ¿Qué pasa? Tu rostro se ha puesto pálido.
—Nada… solo ha sido un mareo, debe ser la cervical —disimulé moviendo el cuello de un lado a otro—. Quizá deba pasar menos tiempo frente al ordenador. Ven, recuéstate en el sofá, te daré unas pastillas y jugo para que refresques.
No puede ser, ¿será posible que lo de Leyla pueda pegarse? Minutos más tarde, cuando regresé a la sala, Esteban estaba dormido y no quise despertarlo. Me arrimé a su cuello y ya comenzaba a tornarse rojiza la parte donde sentía molestia. No había marcas de picaduras de algún insecto, ni de golpe o arañazo. Simplemente nada, solo el morado de la piel.
Él aún dormía cuando llegó Leyla. La noté distraída. Pasó por mi lado y ni siquiera saludó. Siguió rumbo a su cuarto y al entrar lo cerró con llave. Pensé unos minutos respecto a todo lo que acababa de pasar, luego la seguí hasta allí, toqué, pero no hubo respuesta, entones pegué mi oído y la sentí. Balbuceaba algo en un dialecto raro que nunca antes había escuchado. Entre frases soltaba gruñidos, sonidos como el ronroneo de un gato. Volví a tocar, aunque lo que en realidad deseaba era salir corriendo lo más rápido posible. Pero ante el miedo se impuso la curiosidad y los deseos de ayudar a Leyla, fuese lo que fuese. Un estruendo se escuchó en la habitación y seguido a eso un chillido. Dejé de tocar, me alejé de la puerta dispuesta a darle una patada y derribarla; pero en ese preciso momento el picaporte giró y, al abrirse, Leyla estaba desnuda, sentada en la cama frente a la pared, de espaldas a mí. Supe que no estábamos solas en la habitación. Caminé muy despacio. Parecía mucho más delgada. Sus vértebras asomaban exageradamente a lo largo de toda su columna y los omóplatos parecían protuberancias externas.
—Leyla —la llamé—, Leyla, soy yo, dime qué pasa. ¿Estás bien?
No hubo respuesta, en cambio, el balbuceo que había escuchado detrás de la puerta había vuelto a comenzar. Pero no provenía de ella. Un escalofrío me erizó la piel. Por unos segundos estuve estática y luego, con un pavor inmenso ligado a la curiosidad, reuní fuerzas para seguir caminando hasta quedar completamente frente a ella. Lo que vi me petrificó por completo. Era Leyla, pero había sufrido una metamorfosis horrible, diferente a la vez anterior. El pelo negro y largo le caía sobre el rostro. Los huesudos brazos se apretaban contra su pecho y temblaba, como si estuviese haciendo mucho frío. Pasaron unos minutos mientras la miraba, atónita, luego me acerqué más y con esfuerzo logré tocarla. Estaba gélida. No reaccionó ante mi presencia, se mantuvo quieta y en silencio hasta que, de pronto, comenzó a hablar en la misma jerga extraña que había escuchado desde el pasillo. Se puso de pie y caminó hasta el closet. En su interior una aureola en forma de agujero negro comenzó a expandirse como si cobrase vida. Leyla metió las manos a través de él. Era como si siguiera las órdenes de esa voz. Comprendí que estaba ante una especie de transición en la cual ella solo hacía de puente para cumplir los deseos de alguien más. Sacó sus brazos del agujero y consigo trajo una criatura con aspecto muy similar al suyo.
Era de ahí desde donde provenían los sonidos raros y la lengua extraña en la que Leyla hablaba. La cosa se arrastró por el suelo hasta cerca de mis pies. Era una mujer, o al menos en otra vida lo había sido, el pelo mojado caía sobre su espalda, dejando al descubierto unos enormes ojos negros, por nariz solo dos pequeños agujeros y una boca inmensa y deforme. Sus huesos sonaban estrepitosamente cada vez que hacía algún movimiento, era como si se quebraran. Se incorporó cuando estuvo a unos centímetros y casi rozó su rostro al mío, yo temblaba inerte en el mismo sitio. Aquello me parecía estarlo viendo desde fuera, como si le estuviese pasando a alguien más y yo solo fuese una espectadora. Su aliento hedía, abrió la boca y los labios se expandieron ante mi cara, como si fuese a tragarme. Por suerte, algo dentro de mí dejó de estar en shock y atiné a correr hasta la puerta para salir, pero, la casa había dejado de ser lo que era. Todo oscuro, de las paredes brotaba lodo. El miedo que sentía me atontaba, grité sin escuchar mi propia voz. Era como si estuviera encerrada dentro de una pesadilla y, aunque me pellizcara hasta sacarme sangre, no iba a despertar nunca. Aquel espectro siguió persiguiéndome, pero de pronto, al voltearme, estuve de nuevo en el mismo sitio, arrinconada en la habitación de Leyla. Todo era tan absurdo, que comencé a golpearme la cabeza contra la pared para hacer desaparecer aquella mierda.
Al abrir los ojos la tenía una vez más pegada a mí, llenándome de su peste y rozando su cuerpo al mío. Me haló por los brazos arrastrándome hasta el agujero del closet. Para mi asombro, Leyla se interpuso en su camino y luchó para que me dejase. Todo lo demás que puedo recordar sucedió muy rápido. Leyla quedó en desventaja y yacía bajo la tensión del espectro sobre su cuello. Con dificultad, logró decirme que lo terminase, que acabara de una vez con todo aquello.
—Empújame —balbuceó.
Lloré como nunca pensé hacerlo, decía que no con la cabeza, con los ojos, con las manos, con la vida.
—No, no lo haré, no voy a empujarte. —Hacerlo significaba enviar al enemigo al mismo sitio del cual había salido, pero también perder a Leyla.
—Hazlo —gritó. No quedaba tiempo—. Hazlo, Beca, libérame.
Me llené de valor y con ambas manos, dado el impulso que la rabia proporcionaba, las lancé al interior del agujero y el closet cerró. Desaparecieron también la oscuridad, el hedor y todo cuanto rodeaba aquella atmósfera tétrica. Caí de rodillas, estupefacta, y cerré los ojos. Creo que estuve así durante algunas horas.
Cuando desperté, Esteban me observaba sentado al frente, en una silla. Yo descansaba sobre el sofá. Traté de incorporarme, vino y besó mi frente.
—Te has desmayado —dijo—. Te encontré en la habitación de huéspedes después de escuchar un ruido bastante raro. Cuando llegué, estabas en el piso.
Enseguida comprendí que no se había enterado de nada de lo ocurrido. ¿Habría ocurrido? Sin embargo, no sé por qué, algo parecía aún fuera de lugar. Pasaron minutos en los que mantuve total silencio. Finalmente, estaba comprendiendo la similitud entre la marca de Leyla y el agujero en el closet. Él fue hasta la cocina y trajo una taza de té. Cuando fui a cogerla, sus manos eran otras, y en su cuello la cosa se expandía.
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