1
—Un castigo de Dios —dijo la mujer, irónica, resignada, sentada en el cuarto de madera al fondo del solar—. Al menos de los dioses de la literatura.
Era la única testigo, y yo el periodista de guardia que había acudido a llenar con argumentos creíbles aquella noticia que ya tenía el título adelantado por mi jefe de redacción. Él, un bromista impredecible, casi no me había dejado opción desde su llamada telefónica, a la casa, poco antes de las siete de la mañana.
—¿Conoces la casa de 3ª y O?
—¿La mansión verde? —le respondí esperando su chiste, recordando la novela del peruano.
—Desapareció totalmente anoche.
Estuve seguro de que me había despertado por otra razón, cubrir un acto en Transporte, tomar opiniones en la calle sobre la democracia en la ONU. Se lo dije. Pero solo logré que asumiera un tono más formal y jerárquico.
—Es en serio. Se esfumó anoche, hijo. Sí, paredes, techo, todo. Llégate allá, anda.
Lo obedecí todavía desconfiado, ya una vez me había hecho una broma similar.
Pero no era este el caso. Media hora después, luego de traspasar casi a empujones un cordón de curiosos de cincuenta metros de espesor, yo tenía a aquella mujer delante de mí, ella misma alarmada. Y apenas con unas palabras acababa de arrancarle una importante confesión, un poco mística, inservible para circular oficialmente por el país, pero importante sin dudas para esclarecer lo ocurrido. “Un castigo de Dios”, había vuelto a decir ella, sabiendo que me dejaba boquiabierto, pasando al hablar sus manos sobre la mesa para sacudir los granos de arroz pegado al nailon azul.
Ahora, tras verme sacar el bloc de notas, reparar en mi credencial de periodista, estaba más calmada. Se había sentado nuevamente, tenía los codos apoyados en la mesa y parecía no importarle la presencia creciente de los curiosos, los policías que entraban y salían, tomando fotos, buscando huellas, algún rastro delator en la tierra devuelta esa noche a su virginidad.
2
—Oye, Eduardo, es solo para una pregunta, caballo. ¿Tú llevaste por fin las ventanas? Si me dices que no entonces es que yo me estoy volviendo loco pa’l carajo. Escucha. De las cuarenta y ocho, ¿te acuerdas?, te resolví seis, debían quedar cuarenta y dos y esta mañana viene el almacenero corriendo, asustado, a decirme que están las cuarenta y ocho. ¿Tú…?
—Sí, yo las cargué como quedamos, aprovechando que… Mira, Justo, lo que pasa es que… bueno, es extraño. ¿Cómo van a estar las cuarenta y ocho?
—No, chico, no me lo digas. Llevo años en esto, lo que pasa es lo que pasa. Yo lo sé. A uno le mandan un almacenero bobo, bobo, compadre. Cuenta con los dedos, como los niños, pero se fija en todo, mete la nariz en todo. Preso, embarcado para uno con gente así…
3
—Él se reía tanto de ese cuento —dijo ella alzando muchísimo las cejas, desnudándose los ojos almendrados—. Los escritores son del carajo, me decía. Oye esto, no te lo pierdas. Una casa que se desbarata sola, que anda hacia atrás en el tiempo. Con tantas otras cosas que hay que contar. Robos, agresiones del norte, jineteras. No, los escritores siempre están más allá, en las nubes, viendo musarañas y la gente riéndose de ellos, o creyéndolos unos genios.
Me interesaba más la actitud que habían asumido ahora. Le pregunté por qué no habían denunciado oportunamente el robo de las ventanas.
—Mantuvimos las apariencias colocando unas cortinas. Nadie se dio cuenta. No había signos de violencia, siquiera polvo en el piso —trataba de señalar, le era difícil acostumbrarse al vacío circundante—. Cosas como esas podían ocultarse. Inventamos otras respuestas porque la casa se nos iba vaciando día a día. La rotura sin arreglo del televisor, que el juego de sala se lo habíamos regalado a su madre por el cumpleaños. Lo más complicado hasta anoche fue lo que nos ocurrió con la pintura.
—¿También la pintura? —recordé el color verde, el aire de confort de la mansión. Quedaba en mi trayecto hasta el periódico.
—Ocurrió a los cincuenta días justos de haberse pintado. Fue él quien se dio cuenta. Dijimos a los vecinos que habíamos raspado las paredes durante la noche para pintarlas de nuevo, con otro color más apropiado. No se lo creyeron mucho, era una buena pintura la que tenía. Estábamos preocupados y tensos. Las desapariciones se estaban produciendo ya a un ritmo muy rápido.
—No lo informaron tampoco a la policía.
—¿A la policía? ¿Para qué a la policía? —sacudió la cabeza—. ¿Qué podía hacer la policía a nuestro favor?
4
— ¿Más pintura, Eduardo?
—No, chico. Lo que yo necesito es que me la guardes y me la resuelvas otra vez, cuando te lo pida. La misma, no otra. Revisa tu almacén, verás que están ahí los seis galones de color verde. Ya me pasó con las ventanas. ¿Entiendes? No, no puedes entender.
— ¿La misma? ¿Cómo me explicas eso?
—De ningún modo, pero sé que va a pasar, Abigail. Mañana tampoco me quedará un herraje en la casa. Le avisaré a Ñico, el de CIDITMA, para que les dé alta a las tuberías, no vaya a ser que le cojan un sobrante, descuadrado el almacén en la auditoria semanal…
5
Salimos al patio. ¿Salir? Un eufemismo, quería tomar algún testimonio y hacer una descripción detallada. Ella saludó a unos vecinos que trataban de preguntarle algo por sobre el cordón. Reconocí entre los recién llegados al teniente Gálvez, de la Policía Económica, vi detrás de él su vieja moto con sidecar.
Estaba con las manos en los bolsillos, pensando, mirando un marco de puerta que se levantaba en medio del solar, como un objeto huérfano, arqueológico. Era aquel marco todo cuanto quedaba de la hermosa mansión. Yo no había reparado en que se me acercaba.
Alguien llamó a la mujer para preguntarle si había escuchado ruido de grúas, de camiones, esa noche y ella repitió más tranquila la versión que ya me había dado.
—Te han mandado a un buen lugar —sonrió el teniente Gálvez. Nos conocíamos de otros casos.
Le devolví el saludo. Me caía bien, uno de los pocos de la Económica que me caía bien. Le pregunté cómo explicaba él, un viejo zorro, aquel marco de puerta resistiendo la destrucción.
En lugar de responder, el teniente Gálvez me mostró una planilla que guardaba en la carpeta. No pude leer a esa distancia pero vi que eran visibles su cuño y su fecha.
—Lo compró con su dinero contante y sonante, en una feria de materiales de la construcción. Ella lo recuerda todo detalladamente.
Miré hacia el cuarto de madera, aprecié que encajaba perfectamente en aquel paisaje original. Oí a un grupo de muchachos preguntándole a los policías si ya podían pasar al solar para jugar fútbol. Tenían la esperanza de que los autorizaran. Los muchachos viven a ajenos a las desapariciones, solo piensan en su bello mundo de juegos. El marco de madera, enhiesto, con el ancho de esas puertas grandes, como de las catedrales, podía ser una buena portería común.
6
—No, ya se distribuyeron por núcleos. Pero, oye, ¿para qué quieres tú un farol, hermano? ¿Te vas de pesca?
—Mañana nos quedaremos a oscuras.
—Coño. ¿Dónde vives? ¿No puedes resistir cuatro o cinco horas de tinieblas? ¿No te has acostumbrado todavía al apagón?
—Todo ese cable eléctrico me lo consiguieron en un taller en Holguín. Mañana hace cincuenta días. Va a desaparecer, sí, también… Dime, ¿revisaste de nuevo las ventanas?
— ¿Las ventanas? Cuarenta y ocho, no hay error, hermano. El almacenero no sabe contar, lo examiné. Su diploma de preuniversitario era falso. Le cerramos el contrato. Ha armado un gran barullo, hecho una reclamación, pero es lo único que lo explica. No vamos a cambiar de opinión aunque intervenga el sindicato. Cuando te digo, un tipo bobo, compadre….
7
Me esperaban en la redacción a las doce. Ya a las once tenía en mi agenda casi todo lo necesario para la noticia. Paso a paso. La mujer, no obstante esto, seguía hablando. Otra en vez de hablar habría dicho: “Esperen a que mi esposo venga de México”. Otra se hubiera puesto a temblar asustada. Ella, en un alarde de vigor, de autocontrol, hablaba mirándome abiertamente a los ojos.
—¿Quiere saberlo? La marcha de los mosaicos sí me sorprendió. Supe ya que no confiaba en mí, nunca había confiado. Me había dicho una mentira, que le costaron dos mil pesos por allá por Caibarién. Me enseñó incluso los papeles acuñados para tranquilizarme. Sí, esta es una zona muy baja, sin el piso fue horrible la inundación con el aguacero del domingo.
Aventó con un trozo de periódico las brasas en el fogón. Se quedó mirando la olla que había acabado de poner al fuego. Soplaba el aire desde el norte y trataba de contenerlo con un pedazo de cartón. No intentaba ocultar su desamparo.
El teniente Gálvez nos interrumpió con su habitual delicadeza. Necesitaba precisar algunos detalles sobre el marco solitario, ajeno, acusador, obstinado en resistir solo aquella contraofensiva del tiempo.
Le dijo a la mujer:
—Nos vamos. Mañana vendremos otra vez. Es un caso delicado. Necesitaremos tomar algunas muestras, precisar lugares de procedencia, almacenes, talleres, escuchar su declaración detallada.
La mujer me miró nuevamente a los ojos, apelando a todo su poder de persuasión. “Mañana hace cincuenta días que dejé la casa de mis padres y vine con él, teniente. Mi padre no quería”.
El teniente Gálvez tardó en darse cuenta. Pero luego se rió bajito, socarrón y acomodó los papeles en el portafolio.
—Los viejos tenemos ese olfato. Deme la dirección de su padre.
Le concedí la razón al teniente Gálvez. Le agradecí su ofrecimiento de adelantarme en la moto. Lo esperaban en el puerto, no paraban, día y noche, otro asunto muy complicado, de tres contenedores procedentes del Japón.
Acompañé al teniente Gálvez hasta la calle. Cuando me volví, vi por entre el marco de madera, mudo testigo, que ella ya no nos miraba, que había empezado a doblar cuidadosamente su ropa, a colocarla junto al maletín abierto.