De todas, la más gorda, patética y necesaria de las
mentiras es aquella con la que disfrazamos
lo insignificante de nuestra existencia.
Juan Jacinto Muñoz Rengel
A mis amigos Félix Ruiz y Bienvenido C. Tabío, por el fervor común
Dejó de escribir aquella mañana, cuando sintió vértigo al ver la columna de una fabulosa Mandrágora en el semicírculo de letras de la máquina de escribir. Súbitamente retiró los dedos del fierro lustroso, y con guantes de material sintético la llevó a la intemperie, dejándola en medio del patio colonial. Después de documentarse supo que había hecho bien, empezó a rociar la pequeña Mandrágora con grasa de cerdo y al concluir cada ciclo lunar, derramaba bolsas de sangre humana entre las raíces. Así, ignorada por todos, fue creciendo la Mandrágora, y cuando era una verdad evidente su naturaleza ajena, se vio en la obligación de agrandar las tapias del patio, para impedir ojos paganos.
También detuvo el paso de las pocas visitas hasta el recibidor. Los del grupo literario se intrigaron con sus ausencias a los encuentros mensuales, y sospecharon una evasión a la batalla literaria. Nunca desmintió aquella suposición, la planta necesitaba un inmenso acerbo de grasa y sangre para perder el tiempo combatiendo rumores. Poco a poco, debido al tráfico de estos productos más el costo al sobornar a operarios del banco de sangre, la casa fue vaciada. Solo quedaron una tinaja de barro de cuando los ingleses irrumpieron en la bahía habanera y la capital vivió el más próspero comercio de su historia, y una cama angulosa, decorada con libidinosos ángeles en posiciones obscenas, heredada del caudal familiar, y de los libros —salvo los de mitología, zoología, botánica, más los de Plinio, Lucio Columena, Dioscórides y los recientes manuales ilustrados para criar Mandrágoras, de un argentino desconocido llamado Borges o Vorgues, amante de ellas y de los laberintos mentales— todos fueron rematados en el comercio de la Catedral para extranjeros. Carteándose con el argentino, que también hacía sus primeros pasos en las letras, le cambió todas las ideas que proyectaba para un libro que este fraguaba despacio, sopesando las palabras como un orfebre chino.
Tan agradecido quedó Borges, así se llamaba el argentino, que le envió un pequeño minotauro junto con las pruebas de galera de Ficciones, el libro que, según aseguraba en la amplia dedicatoria, ambos escribieron imbuidos en el espíritu universal de que ningún argumento es propiedad del hombre en singular, sino del genérico. Él, alborozado por tan inaudito regalo, alimentó al minotauro con pacas de tabaco del Hoyo de Manicaragua, según indicación expresa de Borges, y agua de pozo con miel de abeja de la tierra. El minotauro, amante de los espacios abiertos por una acentuada claustrofobia ancestral, logró salir de la casa y se adentró, con artificio de animal mitológico, según se enteró después, en un sopón colectivo en homenaje del natalicio del Héroe Nacional. Él lloró tres días de corrido, pero al cuarto, la luna pálida y ahuecada le recordó la sangre que la Mandrágora demandaba y salió a buscarla.
Después olvidó al minotauro, albergando la incertidumbre de satisfacer la alimentación de la planta, y lo hizo con el afán de un sacerdote del templo de Quetzalcóatl. Así transcurrieron tres años, y la planta de raíces rojas, tallo azul y hojas blancas e inmaculadas por el intenso aroma de muerte, alejaba, despavoridas, a las abejas, y los colibríes caían en las losetas del mármol veteado, sumidos en cataplexias lastimosas. Él los recogía y los aptos para volar, después de mojarles las extremidades, eran liberados en la puerta de la casa desde la rampa de su mano. Los otros, maltratados por el impacto, eran sacrificados lanzándolos a las raíces rojas para ser deglutidos, poco a poco, por la planta. La Mandrágora se retorcía gozosa con las minúsculas aves. En el grupo literario, intrigados por tal soledad, se corría la voz de que ese ascetismo era la entrega a la escritura de una obra inmortal, que Joyce no diría la última palabra con el Ulises y que este pueblo clamaba a gritos una obra grandiosa por simple justicia histórica. Y nadie sacrificaría un patrimonio tan regio, heredado desde el Marqués de Santa Rita, por un simple capricho. No, no era momento para retirarle la confianza, y todos juntos, al amanecer del día siguiente, se presentaron en la casona, como si fueran a acordar una ayuda internacional. Él resistió negando las cercanías y solo persistieron unos pocos, que en cortas visitas fueron amedrentando las reticencias para por fin ser asiduos al espacioso recibidor. Le traían novedades del mundillo de las letras; que Alfredo había hecho un dineral con leones famélicos y Haydee resistía sus asechanzas de reconciliación, o Mario persistía con el fervor obsesivo a lo oscuro, o Castell, emponzoñado después de publicar un libro, reanudaba ataques a las instituciones por merecimientos atrasados y que él, mártir seguro, demandaba en vida. A Fidelio Ponce de la Cruz le restaba una sola falda en el Sectorial de Cultura para cumplir la meta de semental indomable; y Ernesto Martí, aún con Alberto Rodríguez recolectando manzanas en España, perseguía el tropo perfecto. Eran noticias que él escuchaba sin inmutarse y cambiaba el tema para hablar sobre Borges y las intrigas de Sur, que éste mandaba antes de publicar cada número, permitido por la directora como capricho de genio precoz.
Le inquietaba el lento crecimiento de la Mandrágora y los sollozos de ésta, semejantes a apareamientos felinos, cada noche cerrada desde que rompió la cuaresma. No supo a quién recurrir y se leyó todos los tomos indicados por el sentido común. Consultado Borges, respondió que Plinio, en una carta no incluida en sus tomos por no estar completa, relataba diferentes padecimientos del espécimen y que solo un sabio o un criptógrafo aventurero podían completar las letras ausentes en el documento. Agregaba el argentino el flamante éxito de Ficciones y mandaba dinero para colaborar en el mantenimiento de la Mandrágora. Borges, en una postdata lastimosa, imploraba el envío de ideas para su nuevo libro en colaboración con Bioy Casares, y que este ofrecía el segundo tomo del Arte Poética de Aristóteles: necesitaban ideas para crear una antología del cuento fantástico. Él le envió sin previo aviso la verdadera relación del descubrimiento de América —escrita por Fray Ramón Pané y que nunca salió íntegra a la luz, por temor al patíbulo de la Inquisición— donde se relatan las visitas anteriores a estas islas, narradas por indios de Cuba, La Española y las vivencias del fraile en sus dos años de convivencia con los indios; relatos fantásticos de estos, más una relación detallada de métodos de adoración a un dios conocido por Tonatlio, por su cabellera y barba dorada como el sol. La poética llegó sin anuncio y adjuntada al pliego de papiros un Ave Fénix que murió para siempre sin posibilidad de resurrección, por la cólera de su obstinado emperramiento después de escuchar los lamentos de la Mandrágora. La poética narraba, olvidada de roles, catarsis y para asombro de eruditos, las peripecias de un helénico ciego, pastor de ovejas, llamado Homero, dedicado por treinta y tres años al cuidado de una Mandrágora Cantora, que sin olvidar un hexámetro recitaba la historia de Troya y Odiseo. Él estudió con fervor las interpretaciones de los legendarios poemas épicos del segundo tomo de El Arte Poética y entregó el cuerpo del Ave Fénix desintegrándose a las raíces bermejas de la planta. La Mandrágora, de gozo, liberó de su cuerpo miles de libélulas trasparentes que se marcharon en un cardumen vigoroso rumbo al este y comenzó a mecerse al compás de los alisios por diez días íntegros. La sangre humana cobró nuevos precios por prédicas anticorruptivas derivadas de una campaña gubernamental, la grasa de cerdo igual, y él se vio en la obligación de recurrir a sacrificios en pos de mantener los ciclos de alimentación de la Mandrágora. Alquiló el recibidor en las noches, siempre custodiando la entrada al patio colonial, a parejas conocidas y a rameras de clientela internacional, también reescribió novelas y noveletas por encargo de aprendices de escritor, amparado por ser egresado de un curso postal de técnico medio en reparación de novelas, dictado por una universidad sudamericana, cuyas sólidas bases fueron diseñadas por Leopoldo Marechal, Alfonso Reyes y Macedonio Fernández. Así, mientras por el día amputaba sin compasión cuartillas y frases, por la noche era testigo del negocio más prospero del país, sufriendo los clamores amorosos y amparando la lasitud de los cuerpos, vendiéndoles refresco instantáneo —a sobreprecio por ser elaborado en aquella tinaja de tiempos del ataque inglés a la capital— que los turistas compraban con la efusión de beber mililitros de historia. Las prédicas anticorruptivas asustaron a los turistas y prefirieron otro país tropical para desfogarse, y a él no le quedó más alternativa que mantenerse con los aprendices de novelas y el alquiler de Sur, que Borges mandaba junto a una mesada. El poeta Ernesto Martí, hastiado de desplantes y surcos agrícolas, se presentó cotidianamente para leer cada uno de los ejemplares de Sur, a los que siguieron manuales para criar Mandrágoras, a falta de literatura fantástica. Al concluir la lectura de las trescientas treinta y ocho páginas de la Antología de la Literatura Fantástica de Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo, Ernesto Martí quedó tan asombrado de la intimidad con que Borges carteaba y de la cercana visita de este al país, que imploró la posibilidad de quedarse a vivir en la casona como bracero, siempre que tuviera el tiempo para escribir poesía. Él, necesitado de un ayudante y sabiéndolo diestro en el trabajo físico, lo aceptó, mostrándole la Mandrágora en el patio colonial. Ernesto Martí se dedicó a trabajar en las mañanas en el matadero de cerdos a cambio de obtener los intestinos y un galón de grasa por cada puerco que sacrificara. Fue un trato justo que él agradecía. La Mandrágora, al terminar la cuaresma, comenzó a recitar hexámetros en una lengua desconocida. Informado Borges, anunció que apresuraría la visita al país. Ellos no hicieron más que deleitarse escuchando el sonido meloso e imaginando sus significados, como si estuvieran postrados ante el oráculo de Delfos. Borges anunciaba la segura consagración a quien descifrara el significado de los cantos, justificaba la idea con la afirmación de que Jesucristo también cuidó a una Mandrágora. Ernesto, sumado a descifrar cada palabra, cada entonación, cada sollozo, cayó de bruces una tarde de sol aplomado. Se levantó al tercer día con la prisa de escribir los versos delirantes que escapaban por los poros de su cuerpo y así estuvo hasta que llegó Borges con Silvina Ocampo. Él, sospechando la relación íntima de la Ocampo con Borges, les cedió la cama coronada con ángeles libidinosos, pero Borges rehusó las cercanías y se adentró en el patio colonial. Ella, con un ademán indiferente, se acostó pretextando cansancio del viaje. El argentino se sumió en una adoración completa, postrándose en las losetas de mármoles veteados del patio colonial. Abría y cerraba los ojos repetidamente y negábase a alimentarse o a conversar. Estuvo postrado diez días justos. Silvina Ocampo, despechada, recorrió la isla y quedó cautivada por la Torre de Manaca Iznaga, pero más aún con la espalda y labios de Ernesto Martí, que ella hizo recorrer por su cuerpo, como si fueran las letras de cada hexámetro cantado por la Mandrágora. Borges se levantó ciego y sólo permitió que Silvina Ocampo le lavara los pies con agua de sábila. Se marcharon los argentinos esa noche, Borges dejó una nota, les explicaba, en francés, lengua que no conocían ellos dos, la causa del canto de la Mandrágora. La planta, al tercer día de irse los argentinos, se agitó con gritos dolorosos y ellos, sin saber qué hacer, se postraron en el patio. Él se abrazó al tallo azul y fue succionado con un leve desplazamiento de la corteza. Ernesto, asustado, aún cuenta la historia a los otros miembros del grupo literario y muestra los ejemplares de Sur, los de Plinio refiriéndose a las Mandrágoras, los escritos de Lucio Columena, pero nadie le cree: donde Ernesto ve una Mandrágora, ellos ven una Palma Real.