La mancha negra
PREFACIO
Hay recuerdos que palpitan con un fulgor especial en nuestra memoria, indemnes, a salvo del paso del tiempo, como ilusiones vivas a las que es imposible renunciar. Uno de los que conservo con mayor ternura es el del verano en que, por primera vez en sus vidas, mis padres decidieron tomarse unas cortas vacaciones. Y alguien les sugirió visitar un pueblo costero donde en agosto el clima resultaba agradable, el alojamiento barato y los paisajes muy diferentes a los de nuestra abrupta Sierra do Courel. Fueron ésas las inolvidables vacaciones de mi infancia, las que comenzaran estimuladas por el estreno del Seat de ocasión que nos llevó a conocer el mar. Una verdadera aventura para un niño de once años.
Corrían los primeros años de la democracia en nuestro país. Camelle era, según comentara papá, un pequeño pueblo de pescadores acostumbrados a digerir la miseria apelando a todos los medios posibles. Por esa razón, tal vez, sus habitantes acogían con campechana cortesía a los escasos visitantes y no dudaban en compartir con ellos los bienes que poseían. Para mis padres estaba bien: se trataba de un lugar donde el tan ansiado descanso vivía al alcance de la mano y el aire marino ayudaría a superar los ataques de asma que por ese entonces hacían de mí el chico más débil de la clase. De más está el decir que la maldita asma se quedó en la escuela y el paraíso se sentó a conversar conmigo a la orilla del mar.
Camelle era el violento encontronazo del océano contra unos arrecifes donde los percebeiros se jugaban la vida entre las rocas, el cambiante azul de la estrecha ría rematada en una playa que la marea baja estiraba como un acordeón, la multitud de descaradas gaviotas escoltando las barcas que regresaban de faenar, la bandada de chiquillos correteando libres por la costa, el yodado olor de las algas, las pacientes palilleras trabajando a las puertas de sus casas, la aglomeración de pequeñas fincas separadas por altos muros de piedra. Y Camelle también era, tras el puzzle de fincas, los montes que atenazaban al pueblo, coronados por peñascos cuyas formas sugerían enigmáticos castillos, siluetas cambiantes con el paso del sol, sombras y escoltas del atardecer.
En el pequeño pueblo viví experiencias insospechadas para alguien que sólo había visto el mar en películas. Sorprendido ante la inmensidad de un océano cuyo rugir, ola tras ola, parecía la respiración de un gigantesco ser vivo. Absorto en la búsqueda durante la marea baja de los animalillos atrapados en las pozas que salpicaban la costa. Intrigado por los misterios ocultos en los escarpados montes que cercaban la aldea y descendían casi en picado hasta desaparecer en el abismo. Libre, al fin, para incursionar en lo desconocido tan lejos como mi valor lo permitiera.
Curioseando por el litoral descubrí cómo la naturaleza se repetía a escalas diferentes, de menor a mayor. Una piedra semejaba la versión reducida de una montaña; un charco lo era de un lago, y también del mar. Lo que para una hormiga podía resultar enorme, para mí resultaba insignificante; y yo lo era con relación al firmamento repleto de estrellas. Todo en la naturaleza parecía diseñado con los mismos patrones, pero en diferentes proporciones. Y en cada nivel de la escala vivían multitud de plantas y animales a los que, paso a paso, fui descubriendo.
A los pocos días de poner los pies en la aldea ya estaba integrado en la pandilla de chiquillos que improvisaban acalorados partidos de fútbol en la explanada aledaña a la playa de Area do Bote, cerca del recién construido muelle. Incluso había disfrutado de un emocionante paseo hasta el cercano vecindario de Arou, superando el oculto temor a montar en barco. Vista desde el agua, la tierra de todos los días parecía un nuevo mundo por conocer.
Pero si algo le dio un definitivo toque de magia a la estancia en Camelle fue el encuentro con un personaje insólito, que colmó mis fantasías con una mezcla de admiración y temor. Caminábamos una tarde por el flamante muelle, abarrotado de nasas y aparejos, cuando un individuo con el cuerpo apenas cubierto por un minúsculo taparrabos pasó entre nosotros. Corría de una manera extraña, levantando demasiado las piernas, y no parecieron importarle nuestras asombradas miradas.
—¿Quién es ese hombre, papá?
—Un loco. Ni se te ocurra acercarte a él.
—¡Calla tú! —terció mamá—. Es el alemán que vive frente a la Piedra del Puerto, en las afueras del pueblo. Una de las palilleras me habló de él.
Mi padre, con su peculiar sentido del humor, largó una sonora carcajada.
—Un tío en pelotas es un loco de atar. ¡Por muy alemán que sea!
A la mañana siguiente le pregunté a uno de los chavales del pueblo sobre el personaje.
—Ése es Man —dijo el chiquillo—. ¿Quieres conocer su casa?
La pandilla de Camelle parecía entenderse bien con él y, amparando mi miedo en su compañía, llegué a la caseta donde vivía “el alemán”, construida sobre las rocas de la costa, a cierta distancia de las últimas casas del pueblo. La construcción parecía demasiado pequeña para servir de vivienda a un adulto; además, tenía parte del techo de cristal y le rodeaban decenas de esculturas construidas con piedras pegadas entre sí con una especie de cemento gris. Multitud de círculos blancos y negros salpicaban la zona. Incluso, en plena ría, la llamada Piedra del Puerto exhibía un círculo blanco que le daba al islote la apariencia de un gran pez emergiendo de las profundidades.
La estrecha puerta de la caseta se abrió y apareció el hombre: alto, delgado, portando larga barba y melena, vestido con el taparrabos a lo Tarzán. Su aspecto recordaba, así de golpe, al Cristo triste y lacerado que pocos años atrás presidiera mi primera comunión en la colegiata de Villafranca del Bierzo. Se acercó al grupo con un puñado de pequeñas libretas y bolígrafos en las manos. Los chavales corearon:
—Outra vez, Man? Outra vez hemos de debuxar ó teu museo?
El hombre ignoró las bromas y me entregó una libretita y un bolígrafo. Pedazos de papel de calcar reposaban entre las hojas de la libreta.
—Dibujar el museo, por favor.
—Debúxao, chaval! –rió uno de los chicos—. Debuxa ó alemán e ó seu museo!
Con temerosa curiosidad miré la cara del hombre. No era joven, aunque para un niño de once años cualquier persona mayor de treinta podía considerarse “viejo”. Sus ojos reflejaban un verde grisáceo, el pelo y la barba eran casi rubios, la nariz prominente, y la blanca piel se notaba endurecida por la intemperie. Con inseguros trazos intenté reproducir su figura. Fue un desastre de dibujo, pero él pareció satisfecho.
—Poner tu nombre y fecha de nacimiento. Y lugar donde vives.
Hablaba con extraño acento, valiéndose a veces de los verbos en infinitivo. Le devolví la libreta, arrancó la copia del retrato y me la entregó.
—¿Por qué le pides dibujos a la gente? —pregunté con espontánea curiosidad.
—El museo es un árbol, cada libreta un tronco del árbol y cada dibujo un fruto del árbol. Ahora tú también formar parte del museo —respondió.
Entonces, un caramelo apareció en su mano. Los niños se agolparon a nuestro alrededor.
—¡Caramelos, Man, caramelos!
Una tenue sonrisa iluminó su rostro y más golosinas surgieron de sus dedos. Al marchar de allí, junto a los ruidosos chavales, observé, intrigado, que el hombre anotaba algo al dorso del dibujo que yo hiciera.
Nada le conté a mis padres acerca del encuentro con el alemán. Para ellos se trataba de un loco o un excéntrico que se escondía en aquel apartado lugar, quizás huyendo de un delito inconfesable, y bajo ningún concepto me permitirían vínculos con él.
De esta manera, a espaldas de mis progenitores, un día sí y el siguiente también, a veces solo y otras en compañía de la pandilla, volví al refugio del alemán. A veces le hallaba caminando descalzo por las afiladas piedras del litoral, o pensativo frente al mar. Una mañana lo divisé nadando en la ría. Avanzaba con lentitud, girando todo el cuerpo y sacando aparatosamente los brazos fuera del agua; pero atravesó sin aparente dificultad un tramo de varios cientos de metros, a pesar del oleaje que invadía la cala y de la lancha que casi le atropella.
Al caer la noche la incógnita del alemán se transformaba en misterio. De las ventanas y del techo de cristal de su caseta brotaban luces rojas, verdes, azules y doradas. Sólo lo sobrenatural podía explicar el portento y lo extraño era que, al parecer, nadie en Camelle se asombraba de ello.
Un día logré entrar en su intimidad. Él salía de la ría, luego del baño matinal, y yo jugaba a perseguir los pequeños lagartos que vivían entre las esculturas de su museo. Pasó por mi lado y entró en la caseta, dejando la puerta entreabierta. Sigiloso como un gato, ansioso como quien está a punto de descubrir un gran tesoro, nervioso como el que se juega la vida a una única carta, asomé la nariz dentro del recinto: el alemán sacaba libros del subsuelo, a través de una trampilla de madera abierta en el piso. Tropecé con un cubo colocado a la entrada y el hombre se volteó, disgustado.
—¿Qué hacer aquí?
El corazón se me subió a la garganta.
—Nada… ¡Pintar! ¡Quiero dibujar su casa!
—Pasa. Tú entrar en otro mundo —dijo al colocar los libros sobre un estrecho camastro vestido con sábanas negras.
Puso de nuevo en mis manos libreta y bolígrafos. Eché una nerviosa ojeada al lugar, en procura del dibujo prometido. De la cubierta de la habitación, atados con finas cuerdas, colgaban conchas marinas y esqueletos de peces. Varias revistas, lienzos y dibujos reposaban junto a un montón de ciruelas amarillas. Por el techo de cristal penetraban los rayos del sol, mezclándose con la colorida atmósfera que parecía danzar dentro de la caseta. Olía a frutas maduras, a salitre y a luz. El alemán, ajeno a mi presencia, ojeaba un libro. Observándole de perfil comprobé que, a pesar de su delgadez, tenía el físico de un atleta y el asombroso parecido con un Cristo escapado de la cruz resultó más evidente, a mis ojos, que en nuestro primer encuentro.
Impulsado por una infantil audacia caminé por la habitación, descubriendo los cristales diseminados por las paredes, cual ventanas abiertas al mundo. Los vidrios estaban cubiertos por finas hojas de papel de diversos colores. Me acerqué a uno de ellos y desde él pude ver el mar teñido de rojo; a su lado otro cristal permitía admirar el mismo panorama, ahora empapado en verde. La claridad del exterior penetraba en la caseta a través de los cristales tintados, reflejándose en un espejo cóncavo colgado del techo que al moverse lanzaba destellos, ráfagas de color que por una fracción de segundo bailaban dentro de la estancia. De día, desde el interior, cada ventanita mostraba el paisaje de una tonalidad diferente; de noche, al encender el alemán su luz, ésta se filtraba a través de los vidrios como si se tratara de un proyector de rayos multicolores. Entrar en aquella caseta equivalía a sumergirse en una dimensión diferente, en un universo de irrepetibles tonalidades construido con la luz del sol y finas hojas de papel. Man encerraba dentro de su triste aspecto a un mundo de infinitos colores.
—¿Te gusta el museo? —preguntó tras cerrar el libro que leía.
—Si —respondí—. Pero soy incapaz de pintarlo.
Sonrió con la mirada puesta en el suelo.
—Regresar cuando quieras.
Le devolví la libreta y los bolígrafos.
—Gracias. Volveré.
Al día siguiente retornamos a casa, a la vida real. La noche del regreso de mis primeras vacaciones junto al mar lloré hasta caer rendido, y aún continué llorando en sueños. Durante un tiempo guardé entre las hojas del libro de geografía la copia del dibujo que le hiciera al alemán y a menudo mi imaginación volaba lejos, recordando al mágico personaje que jamás volvería a ver.
1
El glamour no es, precisamente, algo que caracterice a los after hours del madrileño barrio de Canillejas. Antes de entrar, le eché una rápida ojeada al recinto. Varios porreros discutían en voz alta, una pareja se morreaba de pie en un rincón y el pálido empleado de turno trajinaba con desgana tras la barra. Nadie más flotaba en el ambiente, excepto Thomas, asido a la máquina tragaperras.
—¿Qué gilipollez te traes ahora entre manos? —dije al colocarme a su lado, con la puerta del tugurio bien a la vista.
Alzó la cabeza. Los vidriosos ojos miraban a ninguna parte.
—Vienes de paisano —agradeció.
Sonreí sin ganas.
—Vamos, desembucha que no tengo todo el día.
Puso cara de dolor de muelas. La luz de la máquina tragaperras coloreaba su rostro, dándole un aspecto de payaso fracasado.
—Ya amarré con el sudaca la compra de los veinte pollos que me dijiste. La entrega me la va a hacer mañana a las dos en la Tapia del Metro.
—Vaya, al fin una buena noticia.
—El tipo es el que te mostré los otros días, el del coche americano tuneado.
Recordaba bien al joven. Moreno y regordete, con la melena recogida en una coleta, vestido a lo hip hop. Además, con el Dodge Viper que ostentaba resultaba difícil olvidarlo.
—¿Tienes idea de cuántos pueden acompañarle?
—Ése siempre anda solo… Estoy acojonao, tío —susurró el chivato—. Los otros días me pilló en un renuncio y creo que sospecha.
—Aquí cada cual aguanta su vela. ¿Está claro? —respondí, acentuando lo de “¿Está claro?”
Rompió a lagrimear.
—Yo siempre he colaborao con vosotros.
Exageraba, como siempre, aunque en esta ocasión sus miedos podían tener una base real. Los narcotraficantes sudamericanos estaban asumiendo con brutal rapidez el control de la droga en el barrio, desplazando a los tradicionales como Thomas. Y el individuo que el informante me servía en bandeja era el principal suministrador de los camellos que deambulaban por los alrededores del colegio de San Blas, incitando a los estudiantes a consumir.
—Tú tranquilo. Sacaré al tío de circulación sin hacer ruido —dije tras pensarlo un instante—. Y recuerda que te estoy salvando la vida, una vez más.
—También yo te ayudo a buscarte la vida. ¿Verdad, Ángel? —Thomas sonrió con una pícara mueca, más patética que cómplice y, tras limpiarse los mocos con el dorso de la mano, largó el inevitable sablazo—. ¿Puedes prestarme unos duros pa fumarme un chino?… es pal papel albal.
—¿Y para la pasta? –largué ríspido.
Asumió una postura de fingida seriedad, de esas que no engañan a nadie.
—Claro, joer. ¿No ves que tengo que tener la mente entretenía?
Abrió la boca para decir algo más, exponiendo al aire los cuatro dientes que aún se aferraban a sus negras mandíbulas. Atajé el discurso con un gesto.
—Si un poco de caballo te hace feliz —concluí, dejando caer tres billetes de a veinte en sus manos—. Recuerda, viejo pardillo, que nadie paga tus informaciones. Bastante tienes con que no te decomise la mercancía, ¿vale?
La integridad de Thomas constituía una de mis preocupaciones laborales, y también es cierto que desde hacía bastante tiempo nuestras relaciones rebasaban con creces los límites de lo estrictamente profesional. Tras varios años encontrándote un par de veces al mes con tu confidente particular, escuchando sus más íntimos agobios, aconsejándole en sus reiteradas indecisiones, perdonándole pequeños delitos a cambio de la información que te ayudará a hacer bien tu trabajo, el confidente pasa, en cierto sentido, a formar parte de tu vida y tú de la suya; como primos segundos criados en el mismo barrio. Cuando le conocí ya llevaba demasiado tiempo enganchado, sin recuperación posible. “Soy heroinómano. Entro y salgo de la cárcel, ése es mi oficio” decía a menudo. Thomas no era feliz ni infeliz, simplemente existía. Pasaba por la vida como quien vive un sueño ajeno y, a esas alturas del partido, suprimirle la “medicina” sólo hubiera servido para empujarle a delinquir de nuevo. De esta manera, llegamos a establecer una relación ventajosa para ambos: yo le protegía en sus frecuentes percances y, a cambio, él vomitaba lo que sabía (o quería) acerca de los distribuidores del barrio, los mayores responsables del tráfico. Así funcionaba nuestra atípica amistad, hasta ese momento con bastante lealtad por ambas partes.
Llegué a nuestro piso sobre las ocho de la noche, tras una agotadora jornada con varias salidas urgentes desde la Comisaría. Cristina aún no había regresado, lo habitual en los últimos meses. Pocas veces coincidíamos despiertos en casa, pues mi horario de policía nacional y el suyo de abogada de un prestigioso bufete resultaban cada día menos compatibles, fines de semana incluidos. Entré en la cocina, abrí la despensa, atrapé una botella de whisky, bebí un largo trago y me dejé caer en el sofá, mientras encendía la tele dispuesto a afrontar el final de un telediario fabricado con las mismas malas noticias de siempre. Tres cuartos de botella más tarde decidí tomar una ducha fría antes de cenar cualquier cosa enlatada y aterrizar en la cama.
Terminaba de afeitarme cuando ella irrumpió en la habitación.
—¿Tú por aquí, a estas horas? —dije con fingida sorpresa.
—Vengo del yoga. ¿Has olvidado que los miércoles tengo yoga? Estoy hecha polvo, estos últimos días han sido terribles en el curro.
—Nos pasa a todos.
Colocó el abrigo en el armario, prendió un cigarrillo, se dejó caer boca arriba en la cama, estiró las piernas como lo haría una gata en celo y largó una lenta bocanada de humo. Cristina es hermosa, casi perfecta, con un cuerpo que ella ha sabido cuidar con esmero. Un cuerpo que llevaba cinco años compartiendo con mis ganas pero que, por varias razones difíciles de explicar, ya no me apetecía como antes.
—¿Te falta mucho, cari?
Se levantó de la cama, entró en el baño y me abrazó por la espalda. Le eché un vistazo a través del espejo del lavamanos: el deseo de seducir brillaba en sus pupilas. Aspiré el inconfundible olor de su Channel, mezclado con la nicotina del cigarrillo.
—Me los voy a operar —dijo ella desde mi espalda y mirándose en el espejo.
—¿Los qué?
—Los pechos.
Tragué una bocanada de aire.
—El año pasado la tomaste con los labios y todavía lo estamos pagando.
Dejó caer el cigarrillo en el lavamanos y el espejo me devolvió unos ojos verdes en los que el deseo de seducir había desaparecido.
—Án-gel —recalcó cada sílaba—. ¿Por qué siempre he de hacer lo que a ti te da la gana? Me los voy a agrandar te guste o no. Si puedo mejorar mi cuerpo, ¿por qué no hacerlo?
—Porque ayer comenzaste con el botox, hoy vas a por la silicona y mañana querrás cambiarte la nariz o los dedos de los pies…
Ella arrugó la nariz.
—¿Tú eres tonto? Una buena imagen es imprescindible en mi trabajo. ¡En este mundo no basta con ser universitaria!
Cristina dio un leve respingo y retrocedió un paso.
—¿Cuánto tiempo hace que no hacemos el amor?
Andaba ella, de nuevo, buscando camorra. Pensé explicarle que acababa de tener un día agotador y todas esas cosas, pero el alcohol y la impotencia me susurraron al oído que aquel era un buen momento para asestar una estocada trapera.
—Se hace el amor, entre otras cosas, cariño, para perpetuar la especie —dije con ligero sarcasmo—. Y a ti te interesa demasiado conservar esa barriguita sin estrías. ¿Para qué perder el tiempo entonces?
Acusó el golpe con una aviesa mirada. Sus labios parecían el culo de un pollo desplumado, o quizá se trataba de mi creciente fobia a todo lo artificial.
—¿Borracho? —preguntó sin dirigirse a nadie en particular.
—Más lúcido que nunca —respondí al salir del baño, dejando medio hombro empotrado en el marco de la puerta.
Ella siguió parloteando con el espejo del lavamanos.
—Quiero disfrutar de la maternidad, bien lo sabes, pero no a cualquier precio. Tú estabas de acuerdo en esperar hasta que tuviéramos una buena posición económica, ¿por qué cambias tanto de opinión? Incluso, si algún día nos apeteciera, hasta podríamos adoptar un niño, o mejor una niña.
Le dije que quería un hijo nuestro y que lo quería ya. Cristina sonrió, a lo Mona Lisa.
—¿Pretendes que llegue a los cuarenta desempleada y con un par de chavales? Tener un embarazo en estos momentos significaría el fin de mi carrera.
—Y el fin de tu barriguita plana, y el de esos pechitos que miran al cielo.
—Eres un egoísta y un maltratador. ¿Lo sabes?
Viendo el cariz que tomaba la conversación decidí asumirla con la filosofía de un monje tibetano; o sea, salí de la habitación, recuperé la botella whisky y le bajé un buen trago. Un portazo me dejó tirado en la sala.
Así andaba nuestro matrimonio, inaugurado cuatro años atrás con una maravillosa boda de cien invitados e hipotecado de inmediato entre un piso de cuarenta y cinco millones de pesetas, mi Renault Laguna, un Audi A3 rojo para ella, varios electrodomésticos de última generación, una absoluta dedicación a nuestros trabajos, la paulatina muerte del amor y el crecimiento de una mutua aversión. Además, desde hacía bastante tiempo nuestra relación se resentía por su negativa a buscar un embarazo que para ella constituía un serio escollo en su ascendente vida profesional y para mí una necesidad impostergable.
Un buen rato después de la discusión abandoné el whisky y retorné a la habitación. Cristina roncaba como una motosierra oxidada. Sentado en el borde de nuestra cama, acosado por el insomnio, tuve tiempo suficiente para observarla al detalle, como si aún no le conociera lo suficientemente bien. Ella necesitaba, para sentirse vital, que las demás mujeres le envidiaran y los hombres la desearan, aunque sólo fuera con los ojos y el pensamiento. Por eso se hizo ese innecesario agrandamiento de labios, dedicaba demasiadas horas al yoga y hacía lo indecible por destacar en su trabajo. Nada que objetar; pero yo necesitaba una pareja con algo más que un look atractivo, altas dosis de stress y grandes ambiciones personales.
En el fondo quizá ella tuviera razón y mi egoísmo fuera exagerado. En una pareja, resulta del todo injusto el satisfacer los deseos de uno a costa de los intereses del otro, por muy razonable que parezca la idea. El error de ambos, confirmé esa noche, consistió en dejarnos arrastrar por la pasión sin darle su tiempo a la convivencia. Así, tras el deslumbramiento inicial, la explosión de hormonas y el apresurado matrimonio un buen día descubrí que Cristina y yo apenas teníamos en común un puñado de bienes materiales, ciertas deudas con el banco y variantes crecientes toneladas de resentimiento. Respirábamos en el mismo tiempo y espacio, pero habitábamos galaxias diferentes.
Website: http://novelamanchanegra.blogspot.com/
Manuel Sánchez Dalama. Santa Clara, Cuba, 1951.
Estudió Licenciatura en Economía, profesión que combina con la creación literaria. Desde el año 2000 comparte su tiempo entre las ciudades de Vigo y Santa Clara. Ha publicado las siguientes novelas: Peces rojos en la lluvia (Editorial Noroeste, España, 2004), Hasta el fin del mundo (autoedición, 2009; reeditada en 2017 por la editorial cubana Sed de Belleza), La mancha negra (Ganadora del Premio Ciudad de Badajoz 2010, Editorial Algaida, España, 2011), Solo el amor construye (Editorial Distrito 93, España, 2020), Nada es para siempre (Editorial Capiro, Cuba, 2020). En el medio audiovisual ha realizado la asistencia de producción del documental germano—español El alemán de Camelle (2007) y la coproducción en Estados Unidos del CD Carmina Benguría. Una voz universal (2012). Página web: www.sanchezdalamas.blogspot.com