La maldición de Atreo
“Arroja sobre mi asesino tu ensangrentado aliento; que el fuego que arde en tus entrañas le abrase y le consuma. Persíguele; que él se sienta morir al ver a su perseguidor segunda vez sobre sus huellas”.
Esquilo, La Orestíada.
Con extraordinario vigor Clitemnestra se irguió retadora ante el coro, y aferrándose a su amante expresó resuelta:
—No hagas caso de esos vanos ladridos. ¡Tú y yo somos los amos de este palacio, y lo pondremos todo en orden!
Quedaron congelados. Invadió el espacio una música de cierre, al tiempo que bajaban las luces y caía lentamente el telón. El público, entusiasmado, ovacionó la representación.
Tras los calurosos saludos y felicitaciones, Fernando Estévez corrió al camerino satisfecho por partida doble. Como director de la puesta había apreciado un ritmo y organicidad en las escenas que permitían calificar a este último montaje como algo fuera de serie y, por otro lado, se sintió a sus anchas en el personaje de Agamenón, con una fuerza que en pocas ocasiones en su carrera de actor había disfrutado tanto. Quizás para mañana podría remarcar un poco más las intenciones en su diálogo con Clitemnestra, y acentuar también…
—¡Permiso, don Fernando! —interrumpió el asistente asomándose a la puerta— Un señor quiere pasar a saludarlo.
Cambió de inmediato su semblante. Si algo detestaba era el acoso de periodistas, cazadores de autógrafos y personajes faranduleros. Pero enseguida recordó que éstos constituían una especie de epidemia profesional imposible de evadir. Respiró profundo.
—¡Está bien! ¡Sólo cinco minutos! ¡Dígale que venga!
Mientras se enfrascaba en la meticulosa tarea de retirar el maquillaje, pudo distinguir por el espejo la figura de un señor entrado en años que titubeaba en la puerta del camerino.
—¡Pase y siéntese! —dijo Fernando sin volverse— Enseguida estoy con usted.
Se lavó la cara poniendo especial cuidado alrededor de los ojos para evitar que se le irritaran. El agua fría y la olorosa toalla le restituyeron el buen estado de ánimo y, dispuesto a despachar lo antes posible al inesperado visitante, lo enfrentó por fin.
Tenía ante sí a un anciano de una edad algo difícil de definir, el pelo blanco y rizado, y vestido de forma modesta. Sin embargo, eran los ojos del inoportuno viejo los que le daban un aire muy especial.
—¡Perdone que le robe parte de su precioso tiempo! —comenzó el anciano— Pero hacía años que no disfrutaba de un espectáculo coherente, tan bien armado y rigurosamente respetuoso con la obra original.
—¡Muchas gracias, amigo! —dijo Fernando, que comenzaba a notarlo menos viejo y menos inoportuno— Me ha parecido una buena función, pero es lógico que mi criterio sea tendencioso. Siempre me he acogido a la máxima de que es el público quien tiene la última palabra.
—Pues en este caso, esa palabra ha sido muy favorable a la representación. Pude palparlo desde mi butaca. Y quiero que sepa que no soy un espectador común. He vivido el teatro y puedo asegurarle que esto es algo bien hecho.
—Le reitero mi agradecimiento, señor —dijo Fernando, muy halagado—. Y ya que hablo con un especialista sería muy útil alguna sugerencia, elementos a mejorar…
El anciano se quedó meditando unos instantes.
—De veras, me parece muy buen montaje. Solo que… ¡Es una lástima!
—¡No tenga pena en decirme lo que piensa! —lo estimuló Fernando muy interesado— Estamos abiertos a todos los criterios.
—Me refiero a que… ¡Es tan molesto que las cosas no se expresen como realmente debieran ser!
—¡No entiendo! Hemos sido rigurosos con el libreto. ¡Usted mismo lo señaló!
—No es su problema como director, amigo. Es algo que está mucho más allá, en el comienzo… ¡Es una lástima que no fuera así!
—¡Óigame, señor! —atajó Fernando— Por favor, no vaya a asumir la postura de esos críticos que siempre están proponiendo cambios hacia la obra que ellos quisieran y que nunca serían capaces de realizar.
—¡No es nada de eso! —apuntó el anciano— El problema viene de la raíz, es un mal de origen.
—Pero si usted mismo dijo…
—Que habían respetado el texto. Pero esa historia no es totalmente cierta, muchacho. El asunto es mucho más complicado de lo que aparece ahí.
Fernando quedó desconcertado. El anciano acercó su rostro y abriendo de forma significativa sus expresivos ojos le confesó:
—Puedes creerme. ¡Yo soy Esquilo!
Como tú debes conocer he sido un hombre de acción y de ideas. Luché en Maratón y en Salamina y puedes preguntar a mis compañeros de batalla que, estoy seguro, todos confirmarán que he sido un soldado muy valiente y dispuesto al combate. De eso siempre me he sentido orgulloso. Sin embargo, lo que más ha quedado de mis hechos son las tragedias que escribí, y a las que he dedicado también parte de la vida. Para la gran mayoría, Esquilo, el hijo de Euforión, es sólo el creador de Prometeo encadenado, de Siete contra Tebas y sobre todo de La Orestíada.
No te voy a negar que me halaga muchísimo ver que mis obras perduran en la escena y saber que el pueblo asimila, de una forma u otra, ideas sobre el hombre y la sociedad que traté siempre de llevar a mis tragedias. Cada una de ellas me ocupó algún tiempo de preparación, pero me he dado cuenta que realmente tenía talento innato para escribir textos dramáticos y no me costaba mucho esfuerzo apoyarme en alguno de nuestros tantos temas mitológicos, o en los poemas homéricos, y crear una obra. En un encuentro en el ágora una vez dije a modo de chanza que yo “vivía de las migajas de Homero” y la frase se quedó pegada a mí para siempre. Lo que quiero hacerte entender, y tú como buen artista que eres lo comprenderás, es que, en materia de creación, con talento y un poco de constancia se puede llegar lejos. No obstante, hay momentos en que las cosas no son coser y cantar, y fue precisamente lo que me ocurrió con Agamenón.
Recuerdo que en la misma reunión del ágora donde dije la frase de marras, alguien preguntó sobre lo próximo que iba a escribir y expliqué que estaba preparando una trilogía que se iniciaba con el regreso victorioso del rey Agamenón y su muerte a manos de la adúltera Clitemnestra. Me extendí hablando de las circunstancias en que había ocurrido el asesinato, pues me llamaba la atención que el gran héroe de la guerra de Troya, líder indiscutible de los griegos durante tantos años, viniera a morir de una forma tan simple y tonta en el palacio de Argos. Se formó una polémica acerca de mi planteamiento, pero después la discusión se fue dispersando hacia las relaciones de Agamenón con Aquiles y su implicación en el final de este último.
Días más tarde, cuando había olvidado aquel encuentro, llegué a la casa y la doméstica me entregó una nota que le había dado para mí “una señora de edad muy avanzada y que nunca había visto”. En apenas tres líneas y con rasgos apresurados la desconocida mujer me suplicaba que continuara indagando sobre los acontecimientos relacionados con la muerte del rey de Micenas, pues había cosas ocultas que sería bueno que salieran a la luz pública, aunque hubieran pasado tantos años. ¿Quién podría ser aquella dama misteriosa? ¿Cómo y por qué había llegado hasta mí?
Estimulado por ese acontecimiento, de inmediato puse manos a la obra y dediqué varias jornadas a visitar uno de los más importantes archivos de Atenas, donde mi amigo Polidentes era todo un experto en reconocer y analizar documentos interesantes e historias familiares.
Hubo una tarde en que entusiasmado con la lectura de aquellos legajos me demoré más de lo acostumbrado. Oscurecía ya cuando salía del archivo y, metido en mis pensamientos, no me percaté de dos vigorosos hombres que me cerraban el paso. Instintivamente traté de evadirlos, pero un puñetazo me lo impidió.
—¿A dónde crees que vas, degenerado? —gritó uno de mis agresores.
—¿Pero qué…? —dije sorprendido, en el momento en que la rodilla del otro atacante se encajaba en mi estómago.
La lógica reacción fue doblarme adolorido hacia adelante pero, como diestro luchador, me levanté de repente pegando con mi cabeza al mentón del primer hombre que retrocedió aturdido. Poco duró mi ventaja. Al instante el otro me derribó de un fuerte golpe en la espalda. Se disponían a iniciar la clásica pateadura cuando apareció alguien con quien ellos no contaban.
—¿Qué es lo que pasa aquí? —exclamó Polidentes desde la entrada del archivo.
Sorprendidos en el acto, los desgraciados tuvieron tiempo de darme un par de puntapiés, al tiempo que me decían amenazadores:
—¡Deja a los muertos en paz! ¡No sigas, que te va a pesar!
Al ver que mi amigo se acercaba subieron a un carro y salieron huyendo.
—¡Esquilo! ¡Esquilo! —gritaba Polidentes.
—¡Pronto! —le dije, incorporándome algo recuperado— ¡Vamos tras ellos! Hay que alcanzarlos.
Subimos a mi carro. Polidentes azuzó los caballos y nos lanzamos en rápida carrera tras aquellos rufianes, pero las habilidades de mi amigo eran sólo para el archivo. Nuestro carruaje oscilaba de un lado a otro y perdía velocidad. Tomé las riendas, les grité cuatro obscenidades a los caballos y poco a poco comenzamos a ganar terreno.
Es posible que la persecución por toda la ciudad haya sido la primera en la historia humana y puedo asegurarte que fue muy movida y emocionante. Pero de lo que sí estoy convencido es de que no se diferenció en nada de las miles que supongo hayas visto a lo largo de tu vida: Derribando tarimas de comerciantes, con cambios bruscos de dirección, esquivando obstáculos y atropellando a todo el que se atravesara en el camino.
La ventaja que nos llevaban los bandidos disminuía considerablemente, hasta que descubrieron una estrecha callejuela por donde se metieron. Y en ese instante se interpuso una carreta cargada de esclavos fenicios que nos obligó a detenernos.
—¡Suficiente, Esquilo, suficiente! ¡Basta ya! —exclamó Polidentes al borde de un ataque de nervios.
—¡No te asustes, hombre! Esta historia apenas comienza.
—¿Vas a seguir en esto? —preguntó mi alterado amigo— ¡Es muy peligroso, Esquilo! Esa gente es muy violenta.
—¡Por favor, Polidentes! Ellos lo que quieren es precisamente eso. ¡Y no voy a ceder! ¡Éste es mi problema! ¿Está claro? Y lo tuyo es ayudarme ¿Tienes ya alguna idea de por dónde debo comenzar?
—Bueno… sí… ¡Aquí están sus señas!
Y me entregó un pliego con algunos apuntes que leí ansioso. Lo que me imaginaba: Una mujer.
Era uno de los barrios más apartados de Atenas, abarrotado de comerciantes, artesanos y, sobre todo, de gente relacionada con negocios oscuros. Un barrio tenebroso. Y en medio de éste se destacaba su casa. De una blancura impecable y con pequeños adornos en la fachada, aquella casa era un rayo de luz fuera de lugar. Toqué a la puerta y me respondió una cálida voz.
—¿Qué desea tan temprano?
—¡Discúlpeme, señora! —trataba de ser muy dulce y respetuoso— Estoy buscando a La Troyana.
—¿Para qué la quiere? —volvió la voz tras la puerta.
—Me gustaría conocerla y… conversar un poco.
—¿Sólo conversar? —inquirió dudosa.
—¡Y pagar! —dije rápidamente— ¡Pagaré lo que me pida!
El inconfundible sonido me indicó que se descorrían los cerrojos. La puerta se abrió despacio y en su lugar quedó una de las figuras más atractivas que he visto en mi vida. Bien podía pasar de los treinta y cinco o incluso tener algo más de cuarenta años. Era imposible definir su edad, pero eso en realidad no era nada importante. El rostro perfecto, rematado por un cabello abundante y sedoso, máxima aspiración de los fabricantes de ungüentos para el pelo; y debajo del fino peplo se insinuaba un cuerpo espectacular, con proporciones similares a las de cualquiera de las Miss Atenas de aquellos años. Esa era La Troyana.
—¡Por Zeus! —exclamé congelado.
—¡Pero no te quedes ahí! —dijo con una sonrisa que derretía cualquier cosa, comenzando por mí— ¡Pasa, ven conmigo!
Prácticamente me arrastró hacia el interior de una de sus habitaciones. Yo sentía un calor sofocante y unas ganas inmensas de abrazarla. Sus manos se enlazaron con las mías y pronto comenzó el reconocimiento mutuo de nuestros cuerpos. Como un idiota lo único que hacía era repetir: “¡Qué maravilla! ¡Qué maravilla!”.
—¡Está bien! —dijo ella con picardía— Juguemos a las maravillas.
Se me arrojó encima, puso al descubierto mi tórax y mientras lo palpaba me susurró:
—¡Qué fuerte! Eres… ¡la estatua de Zeus en Olimpia!
Dejó correr su peplo y me vi acorralado por dos vigorosos y consistentes pechos que no dejaban lugar a dudas.
—¡Las pirámides de Egipto! —exclamé exaltado.
Sonrió complacida y sus dedos juguetones se movieron diestros por entre mis piernas…
—¡Ahh! ¡Los jardines colgantes de Babilonia!
Se lanzó en busca de aquello que tanto anhelaba y poniéndolo al descubierto gritó:
—¡El falo de Alejandría!
A partir de ese momento las acciones se tornaron intensas y precipitadas. Mientras la penetraba, pensando en el mausoleo de Halicarnaso, tratando de evitar lo inevitable, ella se volvió hacia mí y sin perder el entusiasmo musitó:
—¡Son trescientas dracmas, mi Coloso de Rodas!
Ya me lo habían advertido. La Troyana era una hetaira muy cara.
—Así que quieres que te cuente cosas de mi pasado —dijo ella, apartándose de mí algo recelosa.
—Soy escritor —intenté explicarme—, y lo que estoy preparando tiene que ver con la historia de nuestro pueblo. Eso es algo importante. Además, ya dije que te pagaría.
—¿Otras trescientas dracmas?
—¡De acuerdo! —acepté sonriendo por dentro— Ella nunca entendería que para mí sus informaciones podían tener mucho más valor que su cuerpo.
—¿Qué te interesa en particular? —preguntó La Troyana.
—Lo que conozcas sobre el rey Agamenón.
—¿Agamenón? Pues sí que estás buscando en el pasado —meditó unos instantes y comenzó—: Yo era apenas una adolescente cuando tuve verdadera noción de su existencia. Fue por los últimos años del sitio de Troya. En la ciudad se había conocido con rapidez la noticia de la afrenta que él le había hecho a Aquiles al quitarle a la esclava Briseida. Y esto ocurrió porque el sacerdote Crises había implorado a los aqueos para que liberaran a su hija Criseida, pero el rey Agamenón se negó rotundamente. Fue entonces que el Pelida Aquiles montó en cólera…
—¡Un momento, por favor! —la interrumpí asustado— No necesito que me cuentes la Ilíada, ya la conozco bastante bien. Dime, ¿cuándo fue que viste a Agamenón por primera vez?
—Desde las murallas me lo habían enseñado en algunas ocasiones. Pero a esa distancia no podía tener una clara idea de su persona. El día fatal en que los griegos tomaron la ciudad, en medio de aquel caos de muerte y saqueo, uno de esos salvajes me encontró escondida debajo de una escalera y sin yo pedírselo intentó darme un curso acelerado de iniciación sexual. Como no me mostraba muy dispuesta empezó un forcejeo que interrumpió la llegada de un guerrero de voz tronante y gestos autoritarios: era el rey Agamenón.
Increpó con severidad a mi agresor por su conducta inadecuada, se acercó a mí, puso su enorme mano sobre mi cabeza, me atrajo con suavidad y de inmediato le demostró al soldado cómo se hacía correctamente una violación. Ese fue nuestro primer encuentro.
—¿Y a partir de ese momento cómo fueron sus relaciones contigo?
—No cambiaron mucho, salvo en un detalle: nunca volvió a atraerme con suavidad. Yo era parte de sus trofeos de guerra, menos valiosa que los talentos de oro o que los bellos corceles que obtuvo cuando arrasaron la ciudad. Aunque hasta cierto punto fue una verdadera suerte que el Atrida me reservara sólo para él. Aquel montón de griegos no hacía más que celebrar, emborracharse, acostarse con cuanta mujer encontraran, y con algún que otro troyano. El exceso de vino y los gustos logran cosas que para mí siempre han sido inadmisibles. Después llegó el momento de partir. Alejarme de las ruinas de lo que había sido Troya fue algo muy doloroso, pero pronto el mal tiempo se apoderó de las cóncavas naves, y mis pensamientos fueron para invocar a Poseidón y clamar por mi vida.
Ningún indicio interesante aparecía en la historia que me estaba contando La Troyana por lo que decidí ser más directo e incisivo en las preguntas.
—¿Pudiste apreciar alguna rencilla o porfía entre Agamenón y los otros jefes griegos?
—No. Todos estaban siempre muy contentos, y muy borrachos. A la hora de zarpar Agamenón se despidió de ellos como de grandes amigos.
—¿Y durante la travesía por mar alguna vez lo notaste preocupado por algo?
—Se preocupaba cuando se le acababa el vino, el cordero no estaba bien cocido, o yo no me ponía como él quería. Sólo eso.
Aparte de los detalles de su visión personal, según lo que ella me había dicho, nada contradecía en esencia la versión oficial que existía hasta ese momento, y nada aportaba a lo que estaba averiguando. Le pedí entonces que me hablara de la llegada a Argos.
—En el palacio fuimos recibidos por la reina. Agamenón me presentó como la hija de un pariente que había rescatado en Troya, pero Clitemnestra casi ni me miró. Estaba eufórica con el regreso de su esposo. Apenas tuvo tiempo para mandar a los esclavos a que me prepararan un aposento y se fueron a sus habitaciones. Sin embargo, a media noche me despertó una gran discusión. Por lo que pude oír Agamenón le pedía a su mujer que le explicara sobre unas sospechosas cartas o prendas que había encontrado debajo del lecho. Clitemnestra dio argumentos que al esposo no le resultaron convincentes. Agamenón continuaba acusándola y acosándola con insistencia. Ella no pudo soportar más y explotó clamando por la igualdad de derechos de la mujer. Le gritó que si él traía parientes al palacio por qué ella no iba a hacerlo. Y mencionó a Egisto, primo del rey Agamenón.
Cuando me asomé al lugar, aquello había dejado de ser una simple discusión conyugal. Algo exaltados, los esposos habían acudido a relucientes armas que movían de forma amenazadora. De repente entró en la habitación el referido Egisto, que al parecer estaba un poco molesto con su primo, pues sin ningún tipo de preámbulo le envasó al rey una espada en el vientre.
Al correr la sangre tuve la impresión de que Clitemnestra se puso bastante nerviosa, ya que tomó un hacha y sin saber qué hacer con ella la dejó caer sobre la cabeza de su marido, que quedó muerto en el acto.
—¡Ah, fue así que mataron a Agamenón! ¿Y qué ocurrió entonces?
—Después de haber hecho aquello se percataron de mi presencia y, como no querían que hubiera testigos del “accidente”, se abalanzaron sobre mí y me golpearon hasta que perdí el sentido. Más tarde supe que, creyéndome muerta y con claras intenciones de deshacerse de mi cuerpo, me depositaron en un cofre de madera que lanzaron al río. Arrastrado por la corriente, el cofre fue a la deriva hasta una llanura donde unos pastores lo sacaron del agua y me llevaron a una cabaña en la que recobré el conocimiento. Estuve muchos días moribunda y tardé buen tiempo en recuperarme. Los propios pastores, a quienes agradezco mi salvación, me propusieron que cambiara de identidad para evitar futuras agresiones. Logré transformarme físicamente y partí a la ciudad dispuesta a cumplir lo que el destino tuviera decretado para mí.
—Bien, Troyana, ¿recuerdas a alguien, en particular a alguna mujer, que se hubiera sentido muy afectada con la muerte de Agamenón?
—Desde que me llevaron de Troya nunca volví a saber ni de mi familia ni de ninguna de mis amigas. Supongo que los que hayan sobrevivido a la destrucción de nuestra ciudad, si conocieron el final del Atrida, se hayan sentido muy complacidos. Él fue el jefe principal en el angustioso asedio, en la implacable carnicería y, por tanto, el gran responsable de nuestras desgracias a partir de entonces. Era muy justo que pagara por eso. Y si existió alguien que sufriera su muerte no es de los míos.
—Sólo me queda hacerte una última pregunta. Pura curiosidad. ¿Tienes algún inconveniente en decirme tu verdadero nombre?
—No. Hace tanto tiempo que ya no puede traerme ningún problema —me dijo sonriendo—. Me llamo Casandra.
–¡¿Casandra?!
Entonces, por supuesto, no le creí nada de lo que me había estado contando.
Se acercaba la media mañana, momento en que el ágora se llenaba de gente. La llamada hora de la plétora reunía en el lugar a multitud de atenienses que concurrían, unos en busca de lo más elemental para la subsistencia, otros tras los artículos que complicaban la subsistencia, y una gran parte que iba a tertulias, asambleas y otras formas de vida social. Llegaban también muchos extranjeros atraídos por objetos de cerámica o artesanía, prueba palpable de la estancia en la ciudad.
El sitio, como todo comercio que se respete, se convertía en un peculiar laberinto de tiendas y tarimas de las más diversas formas, donde se ofrecía lo inimaginable. Según mi amigo Polidentes, en ese lugar se podía encontrar “desde raciones de ambrosía hasta huevos del ave Fénix”.
Hacia allí dirigía mi carro después de tres días del encuentro con Casandra. Iba rodeado de personas que podían venir del Cerámico, de la Acrópolis o de El Pireo, pero a nadie prestaba atención, pensando en los puntos que necesitaba esclarecer, y algo preocupado por el ambiente de vigilancia que se había formado a mi alrededor desde el momento en que decidí indagar sobre la muerte del Atrida.
La doméstica me comentó que en dos o tres ocasiones había visto pasar a la anciana que trajo la nota, mirando insistentemente hacia mi casa y con intenciones de acercarse. Pero nunca se decidió.
Es posible que hubiera adelantado mucho en mis averiguaciones si aquella enigmática señora se hubiera presentado otra vez en la casa. Y supongo que también hubiera avanzado más si Polidentes llega a estar en el archivo en esos días. Pero asustado por la presencia de hombres que le recordaban a mis atacantes, el muy cobarde apareció por el lugar a la tercera mañana, tomando miles de precauciones.
Mi pobre amigo estaba tan nervioso que decidí no recriminarlo por haberme hecho perder el tiempo con Casandra. A duras penas logré tranquilizarlo para reflexionar acerca de otros posibles informantes y llegó a conclusiones muy atinadas sobre a quién era necesario encontrar, pero se negó de plano a acompañarme.
Los caballos se detuvieron de pronto sacándome de mis meditaciones. Estaba a pocos pasos del ágora. Descendí, entregué las riendas al esclavo encargado de llevar el carro a la zona de estacionamiento y me interné en la enmarañada multitud.
Estoy convencido de que los dioses me guiaron en medio de aquel caos de pregoneros, cestas, caminantes y perros callejeros, porque de otra forma no hubiera podido llegar al hombre que andaba buscando. Me encontraba parado frente a la tienda de un artista que pintaba a los visitantes junto a Hércules, Teseo o cualquier otro héroe favorito, cuando cambié la vista y lo descubrí exaltado delante de su puesto de venta. La descripción que de él me había hecho Polidentes coincidía en su totalidad: un vejestorio enclenque, deforme y bastante repulsivo. Para completar su carencia de atractivos tenía un estridente timbre de voz con el que trataba infructuosamente de atrapar a algún comprador.
—¡Vengan, vengan! Aquí encontrarán lo que tanto desean. Lleven las piezas más valiosas: broches de la armadura de Paris, madera del caballo de Troya, piedras de la muralla. ¡Compra un recuerdo de los tiempos gloriosos de los aqueos!
Me acerqué, observándolo con disimulo y dispuesto a aprovechar el momento adecuado para abordarlo. Pero él mismo lo propició. Apenas se dio cuenta de mi presencia me llamó gesticulando con exageración.
—¡Llegue, lléguese hasta aquí, amigo mío! Compre alguno de estos objetos históricos y ayudará a un pobre anciano en sus últimos años.
Revisé sin interés el muestrario del viejo, tomé al azar una vasija y le pregunté:
—¿De dónde salió esto?
—¡Ah, ahh! —exclamó, resonando en mis oídos su voz desagradable— Esa es… la crátera con que Andrómaca sirvió rojo licor a su esposo, Héctor Priámida, antes de que éste fuera a la batalla por última vez.
—Pero se conserva muy bien. ¿No le parece? —señalé retador.
—¿Qué está insinuando? —protestó indignado— ¡Yo no soy ningún estafador! ¿Oyó? ¡Voy a llamar ahora mismo a las autoridades!
—¡Usted no va a llamar a nadie! —le dije enérgico, al tiempo que lo llevaba hasta el fondo de su tienda— A no ser que quieras divulgar que no pagas impuestos y que casi todas las piezas que tienes aquí son falsificaciones.
—¡Nada de eso es cierto! —se defendió el anciano— ¿Quién es usted para acusarme y atropellarme de esa forma?
—Hace rato que te venimos siguiendo los pasos, viejo zorro. En el Consejo del Areópago no hacemos más que discutir tu situación.
—¿De verdad? —exclamó alarmado.
Ya lo tenía casi a punto.
—Y casos como el tuyo tarde o temprano terminan despeñados por el Báratro.
—¡Piedad! ¡Tengan piedad de un hombre que apenas puede valerse!
Temblaba de pies a cabeza. Hizo una mueca que volvió su rostro más desagradable aún y empezó a llorar como un muchacho.
Lo calmé diciéndole que todo podía tener arreglo, que yo era un miembro del Consejo que estaba haciendo una investigación muy secreta, relacionada con una herencia, y si él colaboraba pasaríamos por alto sus ilegalidades y podría continuar en el negocio sin ninguna dificultad.
Al instante se recompuso, jurándome por los olímpicos que estaba dispuesto a ayudar en lo que hiciera falta. Le aclaré con la mayor severidad posible que a la primera mentira suspendería la conversación, y comencé el interrogatorio.
—Todos aquí te conocen por Tersites. ¿Es ese tu verdadero nombre?
—Sí, me lo puso mi padre Agrio cuando nací, y siempre me he sentido orgulloso de tenerlo.
—¿Y eres tú el Tersites que participó en la guerra de Troya?
Contrajo su cara de una forma que pensé que de nuevo se iba a echar a llorar. No llegó a hacerlo, pero su voz adquirió un tono amargo.
—¡La maldita guerra! De esa sí que nunca me he sentido orgulloso. Diez años arriesgando el pellejo para que reyes y príncipes se llenaran de riquezas y de gloria. Y los miserables soldados, que fuimos los que más peleamos, regresamos, los que estábamos destinados a regresar, muy jodidos del cuerpo y del alma, para vivir esta vida que no se la deseo ni a esos perros vagabundos.
—Bien, Tersites, entonces espero que tengas ideas bastante claras sobre lo que estamos indagando —estaba preparando el terreno para la pregunta que me abriría el camino— ¿Qué supiste de la muerte del rey Agamenón?
—¡Ah, ahh! —exclamó reanimado— ¡Ya caigo! ¡La herencia que están buscando es la de los Atridas!
—¡Ahórrate los comentarios! —le dije impositivo— ¡Ya te expliqué que esto es un secreto del Consejo! Y si no quieres contestar me voy ahora mismo, y ya sabes…
—¡No, no! ¡De ninguna manera! ¡Por favor, yo le digo lo que haga falta! —suplicó temeroso— ¡Ya le cuento! Terminó la guerra y nos disponíamos a regresar, pero Poseidón se ensañó con nosotros y destrozó las naves. Yo fui de los pocos náufragos que a duras penas pudo llegar a tierra. Recuerdo que en el camino de regreso a mi pueblo me encontré con unos juglares que me dieron la noticia. Con las exageraciones propias de esos cantores hablaron de la muerte del Rey, asesinado por la esposa y su amante. La historia más disparatada que he oído en mi vida, cargada de los detalles típicos de nuestras tragedias.
—¿No crees que ellos lo hayan matado?
—Agamenón era un viejo zorro que no iba a dejarse atrapar mansamente por la histérica Clitemnestra y su galán de palacio. No dudo que hayan sido la mano, pero la cabeza, el plan de cómo hacerlo, vino de otra parte.
—¿De los troyanos?
—¡No, hombre, no! En Troya no quedó nadie en condiciones de preparar nada de eso. Todos los grupos de seguridad y redes de inteligencia fueron desbaratados. Está claro que quien organizó el golpe era de los nuestros.
—¿Tú estás seguro de lo que estás diciendo, Tersites?
—Mire, señor, a mí no me gusta hablar mal de nadie, y mucho menos de los muertos, pero el rey Agamenón tenía grandes defectos que le habían buscado incontables enemigos. El poder corrompe, y casi siempre cuando alguien asume el mando, como en este caso, brotan los males que tiene adentro y que en el hombre común no se llegan a ver. Agamenón era codicioso, soberbio, autoritario, injusto, abusador. Todo eso lo llevó a cometer muchos errores, a que muchos soldados, entre los que me cuento, lo odiaran y llegaran en algún momento a desearle la muerte. Porque mientras él gozaba en su tienda de bellas mujeres, acaparaba oro y comía tiernos corderos, nosotros estábamos muy jodidos a la intemperie y en la primera línea de batalla.
—Entonces, sugieres que algún soldado…
—¡Un momento, no es nada de eso! Lo que le he dicho es para que tenga claro hasta qué punto andaban mal las cosas. Los soldados somos leales, fieles a la causa. Por muy molestos que estuviéramos con los jefes, estábamos convencidos de que había que aplastar a los degenerados troyanos, y el rencor que se acumuló durante años pudo haber quedado más allá del fin de la guerra, pero no ha pasado de ser eso, un resentimiento por las malas acciones de los que mandaban. Los soldados, aunque matamos, no somos asesinos.
—En ese caso, Tersites, nos quedan los reyes y héroes que rodeaban a Agamenón.
—Estoy seguro que por ahí está lo que andan buscando. Sin ir muy lejos, el propio Aquiles estuvo dispuesto a matarlo cuando intercedió por el sacerdote Crises para que Agamenón le devolviera a su hija Criseida, y el Atrida, indignado, le arrebató la esclava Briseida al Pelida. Entonces Aquiles montó en cólera…
—¡Tú y yo sabemos que Aquiles no lo hizo! —interrumpí, evitando un nuevo intento de contarme la Ilíada. Era una costumbre muy arraigada en los griegos de esa época.
—¡De acuerdo! —siguió Tersites— Se trata sólo de un ejemplo de las pugnas en el alto mando del ejército. Y aunque ya le dije que no me gusta hablar mal de nadie, puedo señalarle otros casos. Cuando la disputa de Odiseo y Áyax por la armadura del difunto Pelida, Agamenón favoreció de una manera vergonzosa al rey de Ítaca, porque sentía un odio enfermizo hacia todos los descendientes de Éaco, y logró de ese modo que el sentimiento se hiciera recíproco por parte de Áyax Telamonio.
Por otro lado, el joven Diomedes, que tanto se esforzó en las batallas y llegó hasta herir al fiero Ares, fue blanco de la envidia del rey Agamenón. El Atrida comentó en una ocasión que el hijo de Tideo quizás peleaba con ese ánimo para demostrar que también él podía ser el jefe máximo de las fuerzas griegas. Esas palabras llegaron a los oídos de Diomedes y, aunque nada dijo, su rostro se ensombreció y quién sabe lo que quedó dentro de su cabeza.
Incluso, qué decir del otro Atrida, que aparte de la renombrada fama de cornudo real, tuvo un papel bastante gris en los combates gracias a que su gran hermano se desvivía por hacerlo sentirse inferior. Y esas acciones, por acumulación, van calentando la sangre y nadie sabe cuándo ni cómo pueden reventar.
—Me parece que estás especulando más de la cuenta, Tersites. No olvides que fue Agamenón el primero que se levantó iracundo cuando la ofensa de Paris al rey Menelao, que fue él quien se dispuso a pelear al frente de los aqueos, y hasta sacrificó a Ifigenia para que los vientos les fueran propicios en la travesía hasta Troya.
—Ya le dije que Agamenón era soberbio, ambicioso y hombre de pocos escrúpulos. Por sentirse poderoso, dueño y señor absoluto de tantos griegos, era capaz de inmolar a su hija y de poner en ridículo al hermano. ¡No digo yo! Es que hasta con el ladino Odiseo, su querido amigo, tuvo un choque violento a puertas cerradas cuando Agamenón intentó asumir como suya la treta del caballo de madera. Ellos siguieron tratándose como si nada hubiera ocurrido, pero los pocos que supimos de la discusión nos dimos cuenta del ambiente de rechazo que existía entre ambos reyes. Pudiera mencionar más si no le son suficientes.
—¡Mira, Tersites, ya va siendo hora de que concretes las ideas! Veo muchos motivos posibles, pero lo que necesitamos es llegar a quién o quiénes tuvieron participación en esa muerte.
—¡Oiga! ¿Por quién me toma usted? —dijo poniéndose a la defensiva— ¿Cómo podría decirle yo, así como así, éste o aquél preparó el plan para matarlo? Ya le he contado de sus relaciones, problemas entre ellos, pero no puedo hacer más. Después de tantos años, asegurar que alguien es un asesino es algo muy fuerte, sobre todo para mí, que como usted sabe, no me gusta hablar mal de nadie. La mayoría de esos príncipes y héroes ya están muertos, pero alcanzaron fama y fortuna. Sin embargo ¿yo qué gané con la dichosa guerra? Una vejez miserable. ¿Qué ganaría ahora con manchar de esa forma a uno de esos grandes nombres? Nada, o quizás nuevas desgracias sobre mí. ¿Se da cuenta?
Era evidente que el viejo había llegado al límite. Por mucho que lo siguiera presionando nada nuevo me diría. Lo mejor que podía hacer era irme ya.
—¡Está bien! Me has dicho cosas muy importantes, Tersites Y te recuerdo el carácter confidencial de lo que hemos hablado. ¡Ni una palabra a nadie! ¿Está claro?
Me volví para retirarme, pero pensé que no estaría de más tener un gesto de buena voluntad con el anciano. Revisé lo que tenía en exhibición y me decidí por una pequeña escultura de Afrodita.
—¿Cuánto? —le pregunté.
—¡Ah, ahh! —dijo entusiasmado— Tiene usted un gusto muy fino. Esa figura es valiosísima. Mejor que cualquiera de los trabajos del escultorcillo ese, el llamado Fidias, que vaya usted a saber por qué le dan tanta fama. ¡Se la dejo en sólo trescientas dracmas!
—¡¿Cómo?! —exclamé boquiabierto.
—Pero si se la estoy regalando. Está hecha con un mármol especial y de una solidez que la hacen prácticamente irrompible, eso para no hablar de sus valores históricos. Fue encontrada en Helesponto por uno de los argonautas…
Pagué y salí de la tienda dejando a Tersites, que encantando con la venta, continuaba enumerando las cualidades de la pieza.
El encuentro había sido muy provechoso, pues pude confirmar la idea de que la muerte del Atrida había sido calculada de forma detallada por alguna de las principales figuras del ejército griego. Y aunque descartara la mitad de lo que me había contado aquel viejo parlanchín, tenía ante mí un sinnúmero de posibilidades y variantes para analizar. En este sentido los razonamientos de Polidentes resultaban muy útiles. Así que al otro día bien temprano iría al archivo para verlo. Estaba seguro que cuando le contara sobre los posibles implicados, después de mucho meditar, Polidentes se decidiría por… ¡Maldición! Iba tan concentrado en el análisis que al subir a mi carro di un traspié y la famosa escultura cayó al suelo. Cuando la recogí pude comprobar perplejo que acababa de botar trescientas dracmas. La bella Afrodita, a pesar de ser “prácticamente irrompible”, había perdido los brazos. Este Tersites era un viejo zorro.
—¡Pronto, señor Esquilo! ¡Venga, venga rápido, señor!
Los gritos de mi doméstica me hicieron saltar asustado del lecho. Tenía que ser algo grave porque ella jamás usaba un tono alto para llamarme. La encontré en la puerta de entrada señalando hacia un carro que se perdía al final de la calle.
Cuando pude calmarla me contó que se había levantado a primera hora para dejar bien limpia la casa y escuchó entonces unos suaves toques en la puerta. Extrañada por aquella forma de llamar tan temprano, acudió a abrir y se encontró nada menos que con la señora mayor que días atrás había llevado la nota, pero esta vez muy pálida y nerviosa. Le suplicó a la doméstica que me llamara, que tenía necesidad urgente de hablar conmigo. Por supuesto que mi doméstica la había invitado a pasar al interior, pero cuando la anciana iba a hacerlo aparecieron dos hombres, como caídos del cielo, que en un abrir y cerrar de ojos la levantaron en peso y se la llevaron en aquel carruaje.
La doméstica, llorosa, me pidió que la perdonara, que sólo había tenido tiempo para gritar. Volví a calmarla mientras me vestía y le ordenaba que no le abriera la puerta a nadie. La situación se estaba poniendo cada vez más tensa, y de pronto recordé que aparte de la mujer secuestrada y de mí, alguien más corría peligro: mi amigo Polidentes. Preocupado salí corriendo hacia el archivo.
El exterior del edificio donde estaba ubicado el archivo no revelaba cambio ni alteración alguna. La puerta principal se mantenía sólidamente cerrada, como pude comprobar lanzándome varias veces contra ella. Pero me llamó la atención que, a pesar del ruido que hice, no se activó el sistema de protección y alarma que tenía preparado Polidentes. Me asome por un lateral y descubrí que, en efecto, los perros de mi amigo no podían responder a ninguna irregularidad que ocurriera. Estaban muertos.
En la parte trasera el archivo tenía una discreta entrada de emergencia que conocíamos Polidentes, yo, y más de la mitad de Atenas, según indicaba la cantidad de huellas que allí había. Entré con mucha precaución, pendiente del más mínimo sonido o movimiento para evitar sorpresas. Iba dispuesto a encontrarme con el caos de muebles destrozados, antorchas tiradas por el piso y documentos hechos pedazos. Para mi sorpresa todo parecía estar debidamente organizado, hasta que llegué a la habitación que utilizábamos mi amigo y yo. Allí también las cosas estaban intactas, excepto en algo básico: faltaban los materiales con que estábamos trabajando en esos días y que teníamos apartados. En su lugar habían dejado una nota que explicaba su desaparición: “Los documentos que buscan han sido reclasificados por órdenes superiores”.
¿Qué disparate era ese? ¿A quién se le había ocurrido considerar confidenciales y secretas aquellas historias familiares, árboles genealógicos y apuntes del pasado, que hasta el momento sólo habían interesado a ratones de archivo como Polidentes?
¿¡Polidentes!? ¡Oh, dioses! Con la revisión del local me había olvidado del pobre hombre. Por suerte vivía muy cerca de allí. ¿Vivía?
Frente a la casa de mi amigo había parado un carro donde alguien, al parecer su conductor, se empeñaba en llenarlo de bultos. Cuando me acerqué tuve la sensación de que lo conocía de alguna parte. Se volvió hacia mí y sentí un escalofrío. Aquel rostro amoratado y lleno de contusiones era el de Polidentes.
—¿Vienes a despedirme? —preguntó sin dejar su labor de estiba.
—¡Vamos, muchacho! —intenté animarlo— Que la cosa no es para tanto.
Abandonó lo que estaba haciendo y me enfrentó.
—¡Esquilo, esto que ves no es una de las máscaras que usan en tus tragedias! ¡Es mi cara! ¡Y muy duro que me la golpearon!
—¡Ya le ajustaremos las cuentas a esos degenerados, Polidentes! ¡Te lo prometo! Ven conmigo, y estarás más protegido en mi casa. ¿Sabes que se metieron en el archivo y robaron los documentos que estábamos utilizando?
—¡No me importa nada relacionado con esa historia!
—¿Cómo vas a decirme eso? Tú, que siempre has jurado que el archivo y todo lo que hay dentro son la razón de tu existencia.
—Sí, pero da la casualidad que mi existencia está amenazada de muerte si continúo ayudándote. Ya regresaré cuando tú acabes, o acaben contigo.
Revisó los aparejos de los caballos, terminó de acomodar la carga y se dispuso a asegurarla pasándole varias vueltas de cuerda. Hice un nuevo intento.
—Ayer fue muy productiva la conversación con Tersites. Según dijo, varios de los héroes que pelearon junto a Agamenón tenían motivos para desear su fin. ¡Estamos a unos pasos de conocer quién se decidió a eliminarlo! ¿Te imaginas lo que eso significa?
Polidentes seguía inmutable en su tarea, o al menos eso aparentaba. Volví a insistir.
—Una revelación que dejará pasmado a todos. Una verdad que cambiará algunas cosas que se tienen por válidas. Y no me negarás que ese será nuestro gran triunfo, seguro que el más importante en tu carrera como estudioso.
Ahí no se pudo contener.
—¡No me digas nada más, Esquilo! Sabes que conozco el valor de este trabajo, que estaba y estoy muy entusiasmado con sus resultados, pero siempre lo había visto como una incursión al pasado para disfrutar los enigmas de la historia. Y ya es mucho más que eso. Es evidente que lo que se descubra ahora puede afectar a alguien y no quieren que eso ocurra. Tú has sido soldado y estás preparado para enfrentar el riesgo, pero yo no. Soy tu amigo y de veras lo siento mucho, pero está decidido: no voy a ayudarte más.
Subió al carro dispuesto a partir. Intenté retenerlo por última vez.
—Para llegar al final necesito los documentos que se llevaron o tus brillantes análisis. ¡Sin eso estoy perdido!
Polidentes arreó los caballos con energía y me dijo a modo de despedida:
—¡Es tu problema! Busca al adivino Tiresias o a una buena pitonisa. ¡Que tengas mucha suerte!
El carro inició la marcha con las oscilaciones características de un conductor inexperto.
—Por lo menos dime a dónde vas.
—¡A casa de mi familia en Tebas! —gritó.
—¡Ten mucho cuidado! —le advertí— En Tebas también corres peligro. Allí los parientes tienen la costumbre de acostarse y matarse entre ellos… ¡y terminan sacándose los ojos!
No me oyó o no le hizo ninguna gracia mi recomendación, porque siguió andando sin volverse. Lo cierto es que había incumplido con su decisión de no ayudarme más. Sin proponérselo me había dado una idea que ya estaba cobrando forma en mi cabeza.
A un lado del camino que iba hacia El Pireo se hallaba una vieja cabaña que estuvo mucho tiempo abandonada. Desde hacía cerca de un año la había ocupado una mujer que llegó a la ciudad como parte de los emigrantes que a diario entraban en Atenas con el propósito de mejorar sus vidas.
Sus habilidades para curar males del cuerpo y del alma lograron que aquella hechicera fuera ganando poco a poco una fama que le permitió irse acomodando, decorar de manera muy singular su vivienda y recibir cada atardecer a numerosos clientes. En ocasiones había pasado por el sitio y siempre tuve la intención de visitarla para satisfacer mi curiosidad. Pero nunca imaginé que llegaría a ese lugar en busca de ayuda para esclarecer los sucesos ocurridos en el palacio de Argos. Era realmente una solución descabellada pero, con el estado de ánimo que tenía en aquel momento, fue la única que encontré factible.
Brillantes atributos de los olímpicos adornaban las paredes exteriores de la cabaña, y un sombrío manto resguardaba su entrada. Cuando pasé al interior me envolvió la oscuridad total. De repente un haz de luz que provenía de lo alto iluminó un cuerpo derramado sobre un trípode, al tiempo que se escuchaba una vibrante voz salida de quién sabe dónde: “He aquí la espectacular, insustituible, la hechicera más famosa de toda la Hélade. Ante ustedes ya… ¡Me…de…aaaa!”. Chorros de humo inundaron la habitación y se escuchó un ritmo acompasado y creciente. Sin lugar a dudas era ella, la legendaria Medea, toda pintorreteada, el pelo revuelto, y los ojos brillantes y alocados. Mientras masticaba hojas de laurel cayó al piso retorciéndose y comenzó a balbucear en lengua desconocida una canción cuyo estribillo nunca he olvidado: “Lucy in the sky with diamonds”. Sus convulsiones alcanzaron el clímax y quedó inmóvil. Se levantó de golpe y encimándoseme gritó:
—¡Oh, hijo de Euforión, glorioso entre los mortales! Serás uno de los grandes poetas trágicos, más allá de los tiempos. Tus obras llegarán a las multitudes en cualquier época y en cualquier sitio. Tendrás una vida heroica, insigne Esquilo, pero… ¡mucho cuidado con las tortugas! La relación con una de ellas se puede convertir en un dolor de cabeza para ti. Y recuerda, tu futuro será…
—¡No, no! ¡Un momento! —la interrumpí— Ahora no me interesa el futuro. Vengo buscando cosas del pasado.
Mis palabras hicieron que se desconcentrara y empezó a mascullar términos bastante incomprensibles como genoma humano, microprocesadores… Cuando se recuperó volvió a acercarse y me dijo:
—Para saber del pasado es mucho más difícil. ¡Te costará trescientas dracmas!
Quedaba demostrado que en esos días este precio se había fijado como único para todos los negocios en Atenas.
—Está bien, te pagaré esa cifra. Pero necesito conocer en detalles las circunstancias en que pereció el Atrida Agamenón.
—¡Ah, la maldición que pesaba sobre la casa de Atreo! Podrás llegar a una parte muy importante de las desgracias que padeció esa familia. Y vas a tener el privilegio de hacerlo por un camino que nace de la máxima del oráculo de Delfos: ¡Conócete a ti mismo! Pero que la gran Medea ha asumido con un estilo muy personal.
Mientras decía esto tomó un recipiente en el que preparó una pócima nauseabunda, la puso delante de mí y volvió a musitar en la lengua desconocida:
—¡Make it by yourself! ¡Make it by yourself!
Aunque no comprendía era evidente lo que proponía que hiciera. No obstante, me hice el desentendido hasta que ella perdió la paciencia, acercó la vasija a mi boca y ordenó:
—¡Bebe! ¡Si quieres alcanzar la verdad tienes que tomar esto! ¡Bebe!
El sabor de la pócima era peor que su fetidez, y al pasar por mi garganta sentí que se me inflamaba. Un ardor horrible llegó al estómago y de ahí pasó a todo el cuerpo como si fuera a reventarme desde adentro.
“¡Maldición! ¡Esta bruja de mierda era parte de los degenerados que estaban acosándome, y ahora acababa de envenenarme la muy desgraciada!”.
Quise gritar, levantarme y golpearla, pero caí al suelo que empezó a hundirse debajo de mí. ¡Por todos los dioses! Me moría, moría sin remedio alguno. Fui perdiendo las sensaciones dolorosas del cuerpo y sentí que me deslizaba por un agujero que crecía hasta ser una negra caverna. Mi cuerpo avanzaba sin rozar con nada, sólo me envolvía la oscuridad, durante un tiempo incalculable la oscuridad, que se fue haciendo menos densa hacia el final de la gruta, donde comenzaba a brillar una luz.
En la medida que me acercaba, la luz se iba definiendo como la llama de una colosal antorcha ubicada en un embarcadero. Allí me esperaba la siniestra figura en su barca. Y aquella huesuda mano extendida, pidiendo un óbolo para llevarme a la otra orilla. Era cierto. Estaba en el reino de Hades, en Atenas ya se sabe cuánto me hubiera costado el pasaje.
El cruce del río Aqueronte no fue nada tenebroso ni espeluznante. En la vida han sido tantas las descripciones y relatos que uno ha conocido sobre el mundo de los muertos que ver esos brazos salir de las oscuras aguas intentando agarrarme y los pálidos rostros dando gritos era simplemente molesto y aburrido.
Caronte logró atracar en medio de un revuelo de almas que acudían en busca de las últimas noticias ocurridas entre los vivos. Para algún mortal que acabara de llegar, aquella multitud desordenada podía resultar sorprendente, pero a un ateniense que ha transitado por el ágora en sus momentos de mayor congestión ese gentío le parecería algo natural, con la ventaja de poder pasar a través de ellos sin dificultad alguna.
Esquivé a unos cuantos que reconocí para no complicarme con relatos de las familias, y de paso evitar la embarazosa situación de encontrarnos después de un tiempo y no poder darles un abrazo o un buen apretón de manos. Deambulé sin rumbo fijo, al no tener noción precisa de lo que allí haría. Y de pronto comprendí a la hechicera Medea. Esta era la mejor forma de llegar a la verdad que buscaba. Lo entendí porque a pocos pasos se hallaba, aún majestuoso, el rey Agamenón.
Aquel encuentro había sido propiciado por los dioses, el destino, o era quizás una coincidencia como las que ocurren en tantas obras dramáticas, pero lo cierto era que así nos encontramos. Él tenía la palidez característica de las almas, pero con una indescriptible expresión de angustia que llamaba la atención de cualquier recién llegado, como era mi caso.
“Te saludo, ilustre poeta —resonó su voz en mi cabeza—. Has venido a tropezarte con uno de los seres más desdichados que ha existido en todos los tiempos. Considerado en vida un importante jefe de los aqueos, de noble linaje y gran poder, la maldición que pesa sobre mi estirpe se me ha revelado en el Averno de una manera terrible, como el cruel castigo que no ha padecido nadie. Muy conocido es el suplicio de mi antepasado Tántalo por su ofensa a los dioses, fuente de todas las desdichas para mi familia, incluyendo los sufrimientos de su hijo Pélope y los de mi padre Atreo. Sin embargo, ninguno es comparable con la suerte que el destino me ha deparado. ¿Por qué ensañarse conmigo de esa forma? ¿Por qué esa desgracia llevó a que se fraguara una traición tan grande contra mí? ¡Cuánto resentimiento pudo acumular ese miserable para maquinar de forma tan alevosa su venganza! ¡Sembrar el odio en el corazón de mi esposa, incitar a mi primo Egisto para que la sedujera y que juntos decidieran asesinarme! ¡Pero, oh, dioses, lo más terrible: influir sobre el adivino Calcas para que con su profecía me obligaran a sacrificar a mi inocente niña! ¡Oh, mi pobre Ifigenia! ¡Qué perversión la de ese desgraciado! ¡Qué tormento el mío, dioses! ¡Y que todo haya sido preparado por él, por ese infame!”.
La mirada acusadora del Atrida estaba clavada por encima de mis espaldas. Me volví y para mi sorpresa tropecé con una imagen distorsionada de Agamenón. Quedé desconcertado, pero al instante advertí la magnitud del hecho. ¡Que monstruoso! Sangre de su sangre. Menelao era su implacable enemigo.
“¡Por todos los dioses! —exclamé para dentro de mí— ¡Tersites tenía razón! El hermano de Agamenón se había sentido subvalorado en la guerra y había decidido vengarse. ¡Pero de qué forma!”.
“¡Te equivocas, poeta! —volvió Agamenón— No son asuntos de guerra los que motivaron su degenerado proceder. Hay una razón mucho más poderosa: ¡ella! ¡Ella, que prefirió huir con Paris para evitar el tormento de estar cerca de mí y no poder manifestar nuestra pasión! ¡Y cuando ese maldito lo supo decidió tomar venganza de forma tan minuciosa y cruel!”.
Pero… ¿de quién estaba hablando el rey Agamenón? ¿De Helena? ¡Eso era imposible! ¿Qué locura era aquella?
“Podrá parecer la mayor locura, poeta. Tú sabes que la flecha de Eros vuela a cualquier parte. Y así ocurrió. Helena vive aún, y lo que sí va a ser imposible es que nos separemos cuando venga hasta aquí”.
“¡Eso nunca lo permitiré, perro maldito!” —bramó Menelao.
“¡Desgraciado! ¿No estás satisfecho con el daño que has hecho? ¡Miserable!”.
“¡Nada compensa la traición de ustedes, degenerados!”.
“¿Y eres tú, malvado, quien habla de traición?”.
Aquellas dos almas condenadas al enfrentamiento eterno continuaron ofendiéndose con un rencor intenso, mientras que una densa niebla me fue separando poco a poco de ellos y llegó de nuevo la oscuridad.
Cuando desperté, la hechicera todavía estaba allí. No podía distinguirle el rostro pero su mano acercaba un recipiente a mi boca mientras decía afectuosa:
—¡Por favor! ¡Beba un poco de agua, señor! ¡Beba, que le hará bien!
No, no era la hechicera. Estaba acostado en mi lecho y la fiel doméstica intentaba reanimarme de todas las formas posibles. Logré incorporarme y ella me abrazó llorando.
La noche anterior yo no había regresado y la preocupación de que algo malo podía haberme pasado no la dejó dormir. Por la mañana me habían encontrado tirado cerca del Pnyx con síntomas evidentes de una gran borrachera. Alguien me reconoció y me trasladaron hasta la casa. Se asustó mucho pensando que había muerto, pero al ver que sólo estaba inconsciente buscó todos los remedios que conocía para que me recuperara.
La pobre comenzó a contarme en detalle cada paso que había dado pero yo, concentrado en mi última experiencia, no podía atenderla. ¿Qué había sido aquello en realidad? ¿Un sueño? ¿Hipnosis? ¡Pero lo había sentido tan real! ¿Cuánto habría de cierto en la traición de los Atridas? ¿Y la relación de Agamenón con Helena? ¡Helena! ¡Por todos dioses! ¡Helena vivía! ¡Estaba seguro! Tenía que encontrarla, esa sería mi carta de triunfo. Empecé a vestirme para salir cuando mi doméstica me detuvo en seco.
—Señor ¿Se va a ir sin leer la última nota que le dejaron?
—¿Cómo? —exclamé perplejo— ¿La anciana volvió por aquí?
—No. La trajo uno de los hombres extraños que se llevó a esa señora.
Estuve a punto de romper el pliego tratando de abrirlo. Respiré profundo para serenarme y comencé la lectura:
“Ilustre Esquilo:
Ante todo deseo expresarte la admiración que siento por ese talento creador que posees. Tus obras son una muestra de lo que es capaz de hacer un buen artista. Considero que puedes y debes seguir recreando nuestras historias, pero sin llegar más allá de lo permisible. Recuerda la máxima del oráculo de Delfos: ¡Nada en demasía!
Me he visto obligado a intervenir en las indagaciones que has estado haciendo y evitar males mayores. Recomendé a mis hombres que fueran severos en los encuentros contigo para obligarte a desistir, pero no tuve en cuenta tu espíritu guerrero y tu persistencia. Según veo nada te atemoriza. Y por suerte sólo hay que lamentar la muerte de los perros de tu amigo.
Como todo parece indicar, estás en el camino de desentrañar algunas cosas que no quisiera y por ello he decidido manifestarme. Creo que la maldición sobre la casa de Atreo ha estado cargada de desgracias más que suficientes y no sería saludable empañar la imagen de dos gloriosos reyes, fallecidos hace ya buen tiempo. Por otra parte, la belleza de Helena ha causado muchísimo daño y para nada serviría que salieran a la luz nuevas especulaciones sobre eso. En cuanto a ella no debes preocuparte, vive en un lugar apartado, muy bien protegida y es atendida como la reina que es.
Espero que el éxito siga iluminando tu carrera, Esquilo. Y para que no te queden dudas sobre el por qué de mi actitud voy a confesarte algo que en circunstancias normales nunca hubiera hecho: Yo soy un descendiente de Atreo.
Que los dioses te acompañen.
Homero.”
¡Por todos los dioses del Olimpo! ¿Cómo era posible aquello? ¡Mi maestro! ¡Sin proponérmelo estaba afectando al gran maestro! Y por mucho que lo lamentara, no podía continuar. Tuve que reprimirme y desistir de mis propósitos. La obra fue escrita como ha llegado hasta hoy, aunque siempre me quedó la inconformidad de no poder compartir aquellos hechos. Por eso ahora que han pasado cientos de años, he decidido contártelo, seguro de que ya no podrán enturbiar la figura de nuestro gran poeta, y así queda también mi conciencia en paz. Mucho de lo que te he dicho pudiera parecerte increíble, pero te juro que todo, absolutamente todo, es cierto y pongo por testigo al largovidente Zeus.
Y como para reafirmar las palabras del anciano un tronante rayo estremeció las paredes del teatro. La descarga eléctrica bajó al mínimo por unos instantes la intensidad de las luces. Cuando se restableció la iluminación, Fernando Estévez se percató de que estaba solo en el lugar. ¿Y el anciano? ¿Cómo había salido? ¿Cuánto tiempo había estado allí relatándole aquella extraña historia? Con una mezcla de desconcierto y preocupación cerró el camerino y avanzó por el pasillo. Por supuesto, ya no quedaba público en la sala y el personal del teatro también se había ido. Llegó a la entrada y saludó al custodio del edificio.
Afuera había comenzado a caer una fina llovizna. Fernando se detuvo frente a uno de los carteles que promocionaban la obra. Los cuerpos inanimados de Casandra y Agamenón aparecían en el fondo, Clitemnestra y Egisto se abrazaban satisfechos con el crimen, pero lo más llamativo era que el agua acababa de hacer una mancha detrás de la pareja homicida que a Fernando se le antojaba la silueta de un hombre. Miró al cielo, sonrió, y echó a andar pensativo bajo la lluvia.
Carlos Fundora Hernández. Quemado de Güines, 1961. Narrador, humorista y guionista de teatro, radio y televisión
Licenciado en Filología por la Universidad Central de Las Villas. Fundador del grupo La Leña del Humor de Santa Clara y miembro de la UNEAC y de la SGAE. Ha obtenido diversos Premios Aquelarre en décima, cuento y guión, así como en festivales nacionales de la radio por programas humorísticos. Ha publicado los libros: La última obra del bardo inmortal (Editorial Capiro, 1992, teatro); Plagio, luego existo (Editorial Sed de Belleza, 1995, cuentos); Nueve sobre diez (Sed de Belleza, 2000); Mitos y leyendas de la Antigua Grecia (Reina del Mar Editores, 2001, literatura humorística); Tres comedias en busca del autor (Capiro, 2001, teatro); Leña del árbol caído (Sed de Belleza, 2004); Comedias sin lente (Editorial Alarcos, 2006, teatro); Cuentos residuales (Reina del Mar Editores, 2006, cuentos) y Humor, plagio y otros vicios (Ediciones Liber, 2001, cuentos). Actualmente trabaja como asesor en la División de Programas Dramatizados de la Televisión Cubana.