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La madrugada

Habana de noche, por maharaj

Todavía es temprano, pero no puedo dormir. Termino por enderezarme en la cama y prender la lámpara. Ahí está el reloj, acechando desde la mesita de noche como un tigre en la maleza, dispuesto sacarme del sueño con su irritante alarma como todas las mañanas. Hoy me adelanté, hijo de puta.

A esta hora me vienen las ideas más estúpidas a la cabeza.

El reloj marca las doce, pero debe faltar poco para el amanecer. Afuera se oyen los ruidos habituales. Está fallando, tal vez por las baterías que son viejas. Las quito, las vuelvo a poner y el tictac se oye alto y claro. Salgo de la cama. Voy del cuarto a la cocina, al baño y a la sala pero no me detengo en ningún lugar. Una casa vacía, a esa hora, es algo que me asusta demasiado. No quiero pensar. A las ideas estúpidas les siguen los recuerdos y las ideas desagradables.

Me pongo ropa. Salgo al portal. Es la hora en que los obreros van al trabajo, la mujer de enfrente comienza a llenar la vitrina de dulces y caramelos (me saluda, bosteza, se sienta detrás de la vitrina a cabecear) y en casi todas las casas de la cuadra, aún cerradas, imagino a las madres despertando a sus hijos, los ayudan a vestir y preparan el desayuno. Los viejos no duermen mucho, así que me los imagino también despiertos. Son cosas que puedo ver y otras que no, pero van formando una atmósfera de ajetreo, de incómodo despertar y tranquilidad frustrada.

El hombre que barre la calle, flaco y menudo, me saluda y yo creo ver tristeza en sus ojos. O puede que sea otra de mis estupideces, porque está demasiado oscuro todavía. En cualquier caso, no debe ser más infeliz en su trabajo que yo en el mío. Es solo un trabajo, una oportunidad de levantarse de madrugada y pensar en sus problemas, mientras hace algo más. Yo no tengo nada que hacer hasta las siete. Le pregunto la hora. No tiene reloj, me dice. Se aleja  con el traqueteo del carrito que va empujando por la calle mientras tararea una canción. Me suena conocida. Es una canción triste, algo sobre un amor que se fue.

También es la hora de los juerguistas a destiempo. Tres muchachos pasan gritando el tipo de cosas que gritan los muchachos cuando tienen tragos y hormonas de más. Ocupan la calle entera, sobre todo porque les cuesta mantener la dirección. Dos muchachas van con ellos. Una de ellas con los zapatos en la mano y el vestido remangado hasta los muslos, me llama la atención. Uno de los borrachos me grita algo, yo reacciono como si me despertara y le pregunto la hora. “Maricón”, me dice. “¿Qué pinga tú haces mirando a mi jeva?” Le digo que me recuerda alguien, que es solo eso. Parece que no basta, sigue gritando, los demás lo aguantan y yo aprovecho para entrar y cerrar la puerta. No estoy asustado. Una piedra se estrella en mi puerta y el sonido retumba por la casa. En la cuadra se entreabren ventanas, alguien amenaza con llamar a la policía.

Ahora sí estoy asustado.

Me vuelvo a tirar en la cama y espero a que amanezca. Empiezo a sentirme más tranquilo, creo que el susto es una buena terapia. Depresión, estrés, alienación y toda esa mierda se van de un golpe. Solo hace falta que alguien arroje la piedra.

Y sigo pensando estupideces.

Escucho el tictac hasta que el sueño parece volver. Apago la lámpara. Puedo notar, medio dormido ya, una aguja que se mueve adelante y atrás, como si el tiempo se hubiera estancado en ese intervalo de un segundo.

Afuera amanece.

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