¿qué mujer no escucha
la voz dulce y sacrosanta
de Dios que al legarle un hijo
le dice —«eres madre, ama»—?
Catalina Rodríguez de Morales.
El escenario de la madre que padece por el encarcelamiento de su hijo es tan antiguo como los tiempos bíblicos. En las sagradas escrituras se narra el arresto, el enjuiciamiento, la prisión y la muerte por crucifixión de Jesucristo, así como el suplicio de María, que no pudo más que sollozar y soportar su inutilidad frente a la ley despótica que le arrebató a su unigénito. Ese escenario, aunque ha sufrido sustanciales cambios en las distintitas sociedades a lo largo de la historia, sigue siendo una realidad vigente, desgarradora y, por demás, traumatizante.
Cuando un hombre o una mujer son condenados a prisión, se produce una fractura de la dinámica de la familia. Esto es, se afectan los procesos vitales que son constitutivos de su objeto social como institución socializadora y de referencia. Toda sentencia de cárcel implica una incisión, un vacío que se instala y socava la armonía familiar.
A quien se encarcela, no solo es arrancado de su lugar físico dentro de la estructura parental, sino que, además, esto conlleva a que se lacere la esfera emocional, pues esa ausencia casi siempre devastadora y, por tanto, no deseada, anula la transmisión inmediata de apoyo, protección y amor, que son esencialmente las funciones cardinales de toda familia. Lo anterior se traduce y manifiesta en una crisis cuyo núcleo proteico son el dolor, la pérdida y la tristeza.
De todas las personas de la familia que pueden padecer el encarcelamiento de uno de sus miembros, quiero centrar mi argumento en la figura materna, es decir, en la madre del preso. Desde el punto de vista social, psicológico y afectivo, una madre juega un rol primordial en la vida de todo individuo. Ella es la primera educadora, la primera en transmitir afecto y establecer patrones de conducta, todo esto siempre en función de la norma social preponderante.
Justamente, es la sociedad quien, de forma asimétrica, ha estipulado que el padre es el proveedor y ella la procuradora de la casa y los hijos. Si bien esto ha ido cambiando en los últimos años pues la mujer ahora también es trabajadora y aporta a la economía del hogar, ella sigue llevando sobre los hombros esa labor sin cese y, por ende, en extremo demandante, que es ser la principal encargada de atender y preparar a sus hijos(as) para la vida futura. O sea, convertirlos en personas “correctas”, activos y productivos en y para el funcionamiento del engranaje social.
Ahora bien, cuando un hijo(a) es puesto en prisión, una madre no solo asume esta vivencia en términos de dolor y pérdida. También se emplaza un sentimiento de fracaso ante el fiasco de no haber podido evitar la conducta desviada. Es decir, por su incapacidad de no poder cumplir con la expectativa social, en tanto figura protectora, transmisora de valores y de enseñanza. Más allá de la percepción de culpabilidad o inocencia, esa noción de fracaso puede ser propia, nacida de su mismo reproche, y/o imputada por los demás. Relacionado con esto, la profesora y ensayista británica Jacqueline Rose comenta:
«Pero debido a que las madres son vistas como nuestra vía de entrada al mundo, nada es más fácil que hacer que el deterioro social parezca algo que las madres tienen el deber sagrado de evitar, una versión socialmente actualizada de la tendencia, en las familias contemporáneas, a desacreditar por todo a las madres. Esto las convierte en claras culpables, tanto de los males del mundo como de la rabia que provoca siempre la decepción inevitable de una nueva vida.»1
Sin dudas, la reclusión de una persona genera un estigma que no solo influye sobre la apreciación que de ella tiene la sociedad, sino también de su familia. De ahí la constante marginación y demérito que deben afrontar los reos y sus familiares, incluso cuando aquellos han cumplido su condena y no hayan vuelto a reincidir en la conducta desviada. Sobre esto, los investigadores Roqueme, Andrea, Vivero y Alexandra explican que:
« […] el núcleo familiar debe aprender a manejar las situaciones que podrían ser de estigmatización, exclusión social y rechazo, como si ellos también fueran considerados culpables por el hecho de tener un familiar cumpliendo condena. Pues vivimos en una sociedad que se podría considerar de cultura moralista, a pesar de la secularización, que reprocha y/o destruye lo que está fuera de la norma sin conocer el contexto.2
A pesar de esto, es casi siempre la madre del cautivo quien nunca lo abandonará a la aciaga suerte del penitenciario. El solo hecho de seguir firme en su afecto hacia él, de seguir apoyándolo, de ir a visitarlo hasta la cárcel aun siendo un criminal para llevarle la mínima ración que lo ayude a resistir dentro de ese ambiente hostil y abrumador, constituye no solo un acto legítimo de amor, sino también de disidencia. De ese modo ella desafía y contraviene la discriminación social y el incesante desprecio del poder carcelario.»
El poema La madre del preso de Lidia Meriño (Pinar del Río, 1968), resulta un ejemplo de lo anteriormente expuesto:
Vestida estrictamente pobre,
estrictamente pulcra,
llegó la madre del preso
cual dama que se acicala
para una cita de lujo.
Honorable en su pena
desató el envoltorio para la requisa.
Mostró a los guardias su paquete,
solo un poco de azúcar, una fruta
y la tenue sonrisa
de quien aprendió a racionar la miel
para tiempos de amargura.
No le vimos las comunes lágrimas
de las madres de los reos,
esas que dejan al dolor una brecha de acidez.
Solo trajo a su hijo
el dulzor necesario a los días de prisión.3
Con relación a lo delictuoso y las precariedades de tipo económico, psicológico, sociales, etcétera, los investigadores españoles Fanny T. Añaños y Francisco Jiménez comentan que:
«La delincuencia proviene de la voluntad de alguien de violar las normas sociales-legales e incluso morales establecidas. Esa responsabilidad existe y los distintos problemas (salud, drogodependencias, dificultades económicas, concepciones religiosas o políticas, etc.) no justifican la comisión de ilegalidades, injusticias o crímenes.»4
Al margen de esto, es dable destacar que, si las situaciones antes descritas “no justifican la comisión de ilegalidades”, sí resulta un hecho que constituyen una propensión a cometer infracciones de la norma. Detrás de esa “voluntad de alguien” para cometer un acto delictivo, muchas veces subyacen posiciones de desventajas donde el éxito y el equilibrio de todas las esferas de la vida resultan lejanas o difíciles de lograr para esos individuos.
Por otro lado, esas carencias o situaciones sociales de precariedad no solo inciden sobre las conductas de aquellos que delinquen. También vulneran a la familia, aumentando la pobreza que esta padece, puesto que el sujeto cautivo ya no podrá aportar económica ni espiritualmente en el hogar. Esto, a su vez, refuerza la responsabilidad financiera, moral y afectiva en el resto de los miembros.
Y, refiriéndome a la madre del preso, ella va a experimentar ese espectro de martirios, el cual deviene del encarcelamiento de su hijo y de las penurias que le impedirán proveerle mejores dádivas en el instante de la visita en el reformatorio, que es de los pocos beneficios legales que se les ofrece a las personas privadas de libertad. No obstante, esto no impedirá esa visita, ni será motivo de no ofrecer lo poco que se ha conseguido. Al contrario, la madre impone su presencia en la cárcel, lo cual implica un acto de desacato, de amor y coraje. Lo dicho se puede constatar allí donde se lee:
Vestida estrictamente pobre,
estrictamente pulcra,
llegó la madre del preso
cual dama que se acicala
para una cita de lujo.
Desde los primeros versos se pone en claro el contexto de carencias económicas de la madre que va a la cárcel para ver a su hijo recluso. No se trata aquí de una mujer pobre, hay que notar cómo se subraya esa pobreza con el adverbio “estrictamente”. O sea, se refiere a una pobreza rigurosa, extrema. Y esto, sin lugar a dudas, nos obliga a elaborar una representación mental de un escenario de dolor para esa madre ante su imposibilidad de ofrecer algo mejor.
Luego, como una forma de mantener dignidad ante esa pobreza, ella luce en extremo limpia. Con relación a su pulcritud también se ha utilizado el adverbio “estrictamente”, quizás porque de este modo el sujeto de quien se habla en estos versos puede sostenerse frente a su situación de desventaja económica. Esa manera de vestir «cual dama que se acicala / para una cita de lujo» es una vía de mantener cierta altivez ante las circunstancias. Después de todo, esta madre del poema solo puede ofrecer afecto y su propio decoro.
Pero esa dignidad que se proyecta o que se trata de mantener, no solo está relacionada con las carencias. Hay también una tentativa de resistir ante la vergüenza propia o la imputada por los otros (sociedad, cárcel, guardias). Esto se intuye donde dice:
Honorable en su pena
desató el envoltorio para la requisa.
Mostró a los guardias su paquete,
solo un poco de azúcar, una fruta
y la tenue sonrisa
Cuando el sujeto lírico expresa: «Honorable en su pena», vislumbro dos posibles semánticas. La primera, está vinculada justamente a la dignidad que se pretende ante la escasez de recursos. Una vez más se ha reforzado en los versos la penuria de esta madre: «solo un poco de azúcar», «una fruta», «y la tenue sonrisa». Esta enumeración es intencional, se busca reiterar las minucias que la madre ha podido llevar a la prisión, y del mismo modo se recalca su angustia ante tan mayúscula insolvencia. Pero al margen de todo esto, ella conserva su entereza.
La segunda la asocio a la valentía, a esa disidencia que representa el solo hecho de visitar, como madre de un criminal, la prisión. La madre del reo siempre ha de afrontar las miradas inquisidoras, los comentarios injuriosos y el recelo de los demás, debido al estigma de tener un hijo encarcelado. La sociedad no solo tiende a culparla por el delito de su hijo, también suele valorarla como fracasada ya que su trabajo como mentora ha resultado en un infortunio.
De ahí que Jacqueline Rose reafirme: «Las madres son las responsables últimas de nuestros fracasos personales, de todo lo que está mal en nuestra política y en nuestra sociedad y que, de alguna manera, ellas tienen la obligación de enmendar; una tarea, a todas luces, tan injusta como irrealizable».5 Pero la madre de este poema mantiene la frente en alto a pesar de su dolor y de la censura de los otros. Su rol de cuidadora, de productora de bienestar, no se destruye ante el descrédito ajeno.
Ya, en los versos finales, se intensifica el sentido de desacato en este texto:
de quien aprendió a racionar la miel
para tiempos de amargura.
Si la sociedad y la propia institución carcelaria como aparato que busca enmendar la conducta desviada de los reos esperan y desean para la madre del preso vergüenza, culpa, un constante sentimiento de autocensura, no es esto lo que el sujeto de este poema de Meriño proyecta. Ella es una madre altiva que se sobrepone ante las adversidades, y por encima de todo obstáculo ha aprendido «a racionar la miel / para tiempos de amargura». O sea, ha logrado reservar un poco de alegría, un gesto de bondad y amor para ese hijo cautivo y, por eso mismo, marginado. Esto implica disidencia, una contravención de las expectativas que de ella se tienen como madre “mala educadora” y “culpable” de que su hijo haya ido a parar al penitenciario.
Desde el punto de vista emocional, esto resulta realmente demoledor. Sin embargo, esa madre pondera su afecto y así mismo su propio dolor pasa a un segundo plano, ya solo importa ese pequeño momento junto a su hijo que se halla tras las rejas. Esto se constata donde dice:
No le vimos las comunes lágrimas
de las madres de los reos,
esas que dejan al dolor una brecha de acidez.
Solo trajo a su hijo
el dulzor necesario a los días de prisión.
Resulta notorio en estos versos que la madre del recluso sobre la que se discursa es comparada con otras madres de los presos. Entre ellas la diferencia esencial es que, la primera, contiene su llanto ante el hijo, sabe que él no necesita más desasosiegos ni lamentos. Esta comparación refuerza la imagen de la madre amorosa, digna, valiente.
Por otro lado, donde dice: «Solo trajo a su hijo / el dulzor necesario a los días de prisión», con esta acción no solo se perfila la imagen de una madre abnegada, que suprime su propio padecer para así poder mitigar el de su hijo en prisión. En estas líneas se evidencia una eleva carga de desacato, ya que ese acto de llevar “dulzor” a un convicto hasta la misma cárcel, subvierte el imaginario social y carcelario sobre el reo. Es decir, la sociedad y la cárcel en tanto aparato de sometimiento, estipulan que el preso solo merece segregación, desprecio, un trato cruel como vía de corregir su conducta delictiva y a modo de castigo por haber transgredido la norma social-moral establecida. La dignidad que esta madre sostiene, así como su sonrisa y ese “dulzor”, constituyen en este poema poderosos elementos de subversión.
El sujeto femenino de estos versos cumple con ciertos patrones de comportamiento que socialmente se le han asignado como madre y, por tanto, también como cuidadora y educadora, no puede deslindarse de ellos. Mucho antes de nacer, la sociedad ha depositado en sus manos la responsabilidad y, con ella, la culpa, de los hijos(as). Sobre esto, la antropóloga e investigadora mexicana Marcela Lagarde comenta que:
«[…] la mujer-madre es transmisora, defensora y custodia del orden imperante en la sociedad y en la cultura. Sin la concurrencia de la mujer-madre, no es posible la vida, pero tampoco la muerte, es decir, la sociedad y la cultura. Tanto los rituales domésticos o sociales, como los cuidados, están a cargo de las mujeres y forman parte de su condición histórica. Desde el menor hasta el mayor grado de participación personal, las mujeres están destinadas al cuidado de la vida de los otros.»6
No obstante, al cumplir con esos patrones sociales, la madre que se ha perfilado en este poema de Lidia Meriño también resulta una figura transgresora, digna, en cuyo acto de amor se derogan despóticos y falsos estereotipos sociales con relación al recluso como sujeto marginal y/o marginado. Del mismo modo se minimizan o anulan los estigmas que recaen sobre la familia cuando uno de sus miembros es puesto en la cárcel. De ahí que, desde el mismo título (La madre del preso), al exponer sin reparos su relación de amor y consanguinidad con el reo, se denote irreverencia y arrojo. Se trata, entonces, de un texto donde se ha querido reforzar el coraje de una madre ante las adversidades económicas, sociales, al tiempo que se sostiene frente al suplicio de tener un hijo encarcelado.
En otro sentido, cabe destacar que la mujer de estos versos rompe con el modelo que se ha construido alrededor de lo femenino, donde ella es siempre un sujeto débil, de llanto fácil ante situaciones devastadoras. Muy a pesar de las penurias, del dolor que implica tener un hijo en la cárcel, la madre que se ha expuesto ante los ojos de todos en este poema se sobrepone, se rebela conteniendo su llanto y sonriendo para su hijo, que es su manera más elevada de mitigar la soledad y el martirio de él dentro del reformatorio.
Toda madre, ante las conductas desacertadas de sus hijos, suelen preguntarse en qué se han equivocado. Ellas experimentan al menos un mínimo sentimiento de culpa cuando aquellos no responden o disienten con lo que se espera de su comportamiento desde el punto de vista moral-conductual. En cambio, Meriño nos ha legado un arquetipo de mujer y de madre que, anulando esa culpa y con un alto sentido de decoro, llega al penitenciario para llevar a su hijo afecto. De este modo se enaltece un paradigma de dignidad y desacato, que contraviene la mirada denigrante de la sociedad y de la cárcel hacia el recluso y su familia. Estos versos son, en definitiva, un noble gesto de aliento para todas esas madres que, quizás en este mismo instante, pueden estar padeciendo el mismo escenario desgarrador y que, probablemente, no tendrán otras armas para enfrentarlo que su propio amor, su coraje, su rebeldía.
NOTAS
1. Cfr. Jacqueline Rose: Madres: Un ensayo sobre la crueldad y el amor, Editorial Siruela, España, 2018, p. 24.
2. Cfr. Julio Roqueme, Paula Andrea, Yuleisy Vivero y Yurian Alexandra: Familia y privación de la libertad: “una condena familiar”, Repositorio Institucional, Universidad de Antioquía, 2022 (https://bibliotecadigital.udea.edu.co/handle/10495/30076).
3. Cfr. Milho Montenegro: Desde el redil bramo. Cartografía de la poesía cubana de tema carcelario. Siglos XVI-XXI, Editorial Primigenios, Estados Unidos, p. 219.
4. Cfr. Fanny T. Añaños y Francisco Jiménez: Población y contextos sociales vulnerables: la prisión y el género al descubierto, Revista Papeles de población, vol.22, no.87, ene./mar., México, 2016, p. 65.
5. Cfr. Ibídem, p. 2.6. Cfr. Marcela Lagarde: Los cautiverios de las mujeres: madresposas, monjas, putas, presas y locas, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2005, p. 377.