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“La literatura cubana es como un pueblo que tiene casas dispersas donde llueve mucho”

Sábado 13 de octubre de 2018 ...En el marco de la XVIII Feria Internacional del Libro en el Zócalo de la CDMX, en el Foro Movimiento del 68, se realizó la presentación del libro "El mercenario que coleccionaba arte", de Wendy Guerra de Editorial Alfaguara, el evento contó con la presencia de la autora y Julio Patán....Fotografía: Raúl Sagala/ Secretaría de Cultura CDMX.

Esta es la segunda vez en mi vida que puedo hablar, largo, con Wendy Guerra. La primera vez fue hace quince años. Nos conocimos en un cumpleaños en La Habana. No sabíamos quiénes éramos. Esto facilitó la conversación. Años después nos encontramos en una feria del libro en Lima. Ya había publicado Todos se van, su primera novela. Yo había sido invitado a hacer una exposición de libros de Gabriel García Márquez. Eso fue en el 2008. No habíamos vuelto a cruzarnos hasta hoy 28 de abril del 2019, durante la Feria del Libro de Bogotá, gracias a la gentileza de John Cáceres. He leído todos sus libros en orden de aparición. Tengo muchos reparos a su obra y a su escritura. Más no por eso deja de inquietarme un personaje tan complejo y polémico como ella. Si el territorio de la literatura es de la ambigüedad nada más interesante que conversar con la escritora cubana como Wendy Guerra.

— Empecé leyéndote, Wendy, como poeta. Hace muchos años encontré, en un timbiriche en Línea y H, tu primer libro: Cabeza rapada. Tenías 26 años. ¿Cómo fueron tus inicios en la poesía?

—Mi mamá era una gran poeta. Alrededor de mi casa estaba Sigfredo Ariel, Antonio José Ponte, Omar Pérez, Atilio Caballero (mi padrastro). Había un movimiento poético. Estos son como aproximaciones a la luna porque ellos ya tenían un universo poético denso. Y yo no me creía, vamos a decir, capaz de escribir a esa altura, pero hacía lo que podía. Yo creo que ese libro es el resultado de un diálogo, quizás, con mi madre. De yo también puedo. Venía de un mundo donde eran grandes los poetas. Mi mamá era muy amiga de Eliseo Diego también. Y yo fui muy amiga de Lichi. Era difícil escribir y creer que uno podía ser un gran poeta.

—¿Qué poetas leías en ese momento?

—Bueno, a Eliseo lo leo siempre. Lezama me encanta. Sigfredo me gusta muchísimo. Yo creo que en la Nueva Trova hay mucha poesía. La obra de Silvio. Ponte es un poeta que yo recito mucho. Ahora que empiezan los apagones recuerdo ese poema suyo que dice: “Se apaga un municipio para que exista otro/Ya mi vida está hecha de materia prestada”. Sigfredo tiene un humor y desparpajo. Pero Eliseo es mi Dios. Me guía siempre. Y Reina María Rodríguez, que para mí es canónica. No puedo dejar de nombrarla.

—Cuando nos conocimos en el 2004, en casa de Silvio, me hablaste con muchísimo cariño de Lichi. ¿Qué representó él para ti?

—Un maestro. Familia. El amor por Lichi no es ni siquiera mío. Es un amor que tengo que compartir con mucha gente. Nos abrió, con otros escritores que salieron de Cuba, el camino, el mercado. La posibilidad de contar en Cuba a través de la literatura. Le abrió el camino para que los de mi generación pudieran ir adelante. Con Caracol Beach puso, indiscutiblemente, el nombre de la literatura cubana en un lugar que no lo tenía. Fue uno de los grandes premios de la literatura cubana.

—¿Cómo fue ese paso de presentar un programa infantil en la televisión, publicar el poemario y empezar a estudiar dirección de cine?

—La educación en Cuba, en el mundo del arte, es interdisciplinaria. Pasamos por muchos procesos. Cuba no es un lugar donde hay cines de estreno, películas americanas, acceso a internet… Los jóvenes (yo ya no soy tan joven) leen, pintan, bailan, cantan y yo fui aprovechando todas las posibilidades. Hay un dicho de mi madre: “En Cuba las escuelas están abiertas de la ocho de la mañana a las once de la noche”. Yo aproveché todo eso. Eso está a la hora de interpretar y encarnar los personajes de mis novelas. Es como si tú hubieses bailado en cuerpo de baile toda tu vida y puedes ir a proscenio a interpretar Giselle, sabes cómo se está moviendo todo a tu alrededor. Y si además fuiste luminotécnico de teatro sabes cómo se ilumina todo. Y si estudiaste piano sabes cómo la orquesta va a caer y que no te puedes demorar… Entonces yo creo que mientras más capacidad técnica tú tengas menos lagunas ve el lector en ti y más seguridad y certeza le das a la hora de contar los personajes. De escribir.

—Hace unos años salió en Cuba La habitación más tibia, una recopilación de poemas de tu mamá, prologada por Sigfredo Ariel. ¿Cómo era la poesía de Albis Torres?

—Todo esto empezó porque la Universidad de Monterrey, en la persona de José Garza, me pidió un libro de mi mamá. Le pedí a Sigfredo que buscara y que buscara. Lo antologó para Cuba y para México lo hizo William Navarrete. Juntos llegamos a recuperar porque mi mamá todo lo que hacía lo botaba. Lo deshacía.

—¿Nunca publicó un libro en vida?

—No. Y además porque en Cuba a nadie le interesaba publicarla. Sabe Dios por qué razones. Nunca he querido ahondar, porque en Cuba lo mismo hay mucha envidia, muchos problemas políticos, mucha desidia y mucha vagancia para darse cuenta de quiénes son las personas que hay que publicar. Muy arbitrario. Es como cuando uno cuela café y se te acaba de un paquete y coges otro. Y ya no sabes ni a qué sabe el café, pero necesitas tomártelo. Entonces bébetelo bien, como diría Sindo Garay. Creo que ese libro resume lo que era mi madre. Tenía su corazón en La Habana, en Banes, en Cienfuegos, Matanzas, Santiago y también en el exilio, porque la mitad de sus afectos los tenía fuera. También participó en el libro Atilio recuperando su obra dispersa. Estuvo como una cúpula tratando de ejercer su luminosidad. Mi mamá era una poeta esencial que no se andaba con muchos rodeos. Con un humor terrible. Recuerdo este poema: “¿Y si llegara un hombre verde o azul en una nave/ qué dirían de mí?/ Tan despeinada/ ¿Qué dirían todos por mi culpa?”. Ella pertenecía a una generación que estaba ya de vuelta de todo y que veía con humor todas sus derrotas. Hay una película que se llama La grande Bellezza en la que un protagonista dice: “Deberemos reconocer todos nuestros desencantos, nuestras mediocridades, nuestra incapacidad para poder torear con la realidad, para entonces jugar a lo que nunca jugamos”. Ella escribía, botaba lo que escribía, era como un proceso fisiológico. Y en esa colada he encontrado un lenguaje que yo, de fresca y atrevida, rescaté. Yo no sé si ella estaría muy de acuerdo con que fuera publicada. Ella era una performista de la literatura. No le interesaba retenerlo sino reciclarlo dentro de ella. Compartirlo con los amigos.

—Has llevado un diario durante casi toda tu vida. ¿Cómo fue ese proceso de transformación de lo íntimo a lo público? ¿Del diario a la novela Todos se van?

—Por esto de lo interdisciplinario. Yo vengo, también, de una obsesión por las artes visuales. No tanto por coleccionar sino por comprenderlas. Yo creo en este proceso de Ana Mendieta de internarse en la tierra, de meter su cuerpo en un lugar del que fue expulsada. Yo me siento muy Ana Mendieta en ese sentido, literariamente. Y el asentamiento de poner en un diario lo que me pasa en un país donde me han expulsado mentalmente, donde han ejercido maltrato y vejación de no dejarme publicar. Publicaron en Cuba Posar desnuda en La Habana porque era un asunto político del año 22 o 23, pero si el asunto político llega a ser del año 89 ya no me la publicaban. Entonces te transparentan. Te expulsan de los códigos literarios actuales. Y a Ana Mendieta le pasó. Se tuvo que ir porque su familia la llevó al exilio sin preguntarle. Era una niña. Ella regresó a Cuba y se metió en la tierra e hizo un diario físico-corporal registrado con fotografías. Mi registro es a nivel literario. Yo creo que en eso hay un paralelo entre las dos obras.

—Otro personaje fundamental en tu obra es Anaïs Nin

—Nació en París pero se crió como cubana oyendo danzas de Ignacio Cervantes y escuchando a su mamá cantar canciones cubanas y sefardíes. Vivió en Barcelona y en Los Angeles. Y también la traigo, como Ana Mendieta a su cuerpo, al cuerpo de mis libros. Y la meto en La Habana y la enfrento con Capablanca, con Wifredo Lam, con Julio Antonio Mella, quien deliro fue su primer amante. Y esa obsesión mía de traer, de transpolar…

—Esta, tu tercera novela, es para mí un punto de quiebre en tu obra: te alejas de lo autobiográfico y te adentras en lo histórico. Juegas con la historia posible. Vas llenando vacíos en ella. Es una novela bisagra en tu obra.

—Mira lo que te voy a decir: en todas nosotras, mujeres, cuando tienen un éxito, como en Todos se van, el momento ese en que el editor te pide un segundo libro es de un pánico… Lo único que pude hacer fue una dilatación del problema. Además que el editor siempre te pide que seas tú misma y tú misma es el libro anterior. Eso es Nunca fui primera dama. Sin embargo, el libro de Anaïs Nin, me permitió salir un poco de mi cuerpo y trabajar con sus lenguajes. Eso es lo que me facilitó liberarme y empezar Negra, que es un libro muy traumático para mí. Y Domingo de revolución que es un libro que me encanta, que yo adoro. Creo que, aunque pueda estar relacionado con Todos se van, es un libro propio con una identidad muy fuerte y que, sin ser yo una feminista convencida de estas que marchan, creo que habla de un estado de vejación y de dolor sin autocompasión. Es un personaje muy fuerte, muy firme que le hacía falta a la literatura cubana. Ella necesitaba vivir y ella es un poco Dulce María Loynaz. Y, también, muchas escritoras cubanas que se quedaron trabadas ahí en el elevador de Cuba. Encerradas.

—¿Cómo es ese encuentro con ciertos momentos o hechos de la historia de tu país que ocasiona (por llamarlo de alguna manera) una explosión en ti y te hace narrarlos? ¿En qué momento ese encuentro se transforma en una novela?

—Chico… Yo creo que en el piso frío de mi casa cuando yo limpio. Las cubanas tenemos un ritual que es baldear la casa. No importa que tengas una señora que te ayude. Tú baldeas tu piso. Es una cosa preconcebida. Y después que lo baldeas te acuestas en el frío de ese piso, con poca ropa, y ahí es una sensación como que te hundes y te hundes en una soledad muy aterradora donde nadie toca la puerta, tú eres un bicho raro, tú sientes que estás haciendo algo malo solamente por denunciar las cosas que pasan. Y no de manera política. Yo no soy Yoani Sánchez, ni las Damas de Blanco…No soy eso. Yo soy una escritora simplemente. Como mismo mis compañeros, que en Colombia o en Perú, denuncian que hay un problema o que en México están matando gente… Con la misma moral con que ellos trabajan sus realidades, yo trabajo las mías. Pero también me siento muy sola porque, entre la gente que les obligan a que no te hablen, que no te vean porque hay un problema o la gente que prefiere no verte porque te odian… Agotados todos los recursos de denuncia llega un momento en que en esa soledad, en ese piso frío te hundes, haces un ejercicio como que bajas a un pozo en tu propio piso y cuando llegas al fondo, que ya no tienes aire, subes a la superficie, como en una piscina, y ahí dices: ¡A escribirlo! Lo digo al principio de la novela: “Debo ser la única persona que hoy se siente sola en La Habana. Vivo en esta ciudad promiscua, intensa, atolondrada y dispersa donde la intimidad y la discreción, el silencio y el secreto, son casi un milagro, ese lugar en que la luz te encuentra allí donde te escondas. Tal vez solo por eso cuando uno aquí se siente solo es porque en verdad ha sido abandonado”. Si encuentras eso y no te das cuenta de que hay una novela no eres escritor. Si tú hallas ese leitmotiv y encuentras que estás en una caja, que es tu casa, y que tienes que hablar de esa caja y no lo desarrollas eres un vago. Ahí está la vida de esa mujer. ¿Por qué (es una pregunta casi pedante que yo me hago) ninguna mujer lo ha hecho antes? Es una soledad que pende de la política, no pende de tus valores humanos o morales.

—¿Hay alguna novelista de tu generación, alguna narradora cubana que tú leas?

—La más grande que yo encuentro en mi generación (y que me gusta mucho) es Ena Lucía Portela. Ella es una mujer muy sofisticada. No es una narrativa para todo el mundo ni para todos los momentos. Es como caviar. Una cosa muy exquisita. Yo creo que es un secreto muy bien guardado (como decían en la feria del libro de Guadalajara). Estuvo ella en Bogotá 39 y yo la leo mucho. Para mí es un referente muy importante. Creo que un escritor que no lea a su generación está perdido en su megalomanía. Creo que ella es alguien cardinal.

—¿Y los más jóvenes? ¿De los de la llamada “Generación 0” lees a alguno?

—Está Carlos Manuel Álvarez, que es muy interesante. Va a madurar mucho más como escritor, como novelista. Hay que leerlo, también, como cronista. Es innegable que nos faltaban esas crónicas. No son de esa generación pero también me gustan mucho los cuentos de Mylene Fernández Pintado. El mundo del ensayo de Rafael Rojas. La literatura cubana es como un pueblo que tiene casas dispersas, donde llueve mucho, y uno va cubriéndose con un periódico tratando de llegar de una casa a otra. La Generación 0 tendrá que multiplicarse y crecer. Ya veremos… Hay tanto que leer en todo el mundo. Yo compro tantos libros… Creo que hay que hacerlo cuando la gente te demuestra que lo hace bien. A veces compro cada libro, en mi propia Cuba, que es una gastadera de tinta por gusto. Uno está expuesto a la mala literatura como a la buena también.

—Una cosa que me llama mucho la atención, que creo que viene de tus estudios de cine, es el uso de la técnica del montaje que haces en tus novelas. El cómo las vas armando.

—Y también del arte contemporáneo. Del video arte.    

—¿Cuando empiezas a escribir una novela (como por ejemplo la última, El mercenario que coleccionaba obras de arte) haces una escaleta? ¿Tienes un plan?

—No. Yo soy hija de un dramaturgo. Tengo eso muy claro. Hay un momento ya, eso sí, cuando te faltan 50 páginas para irte de la cantidad que tú quieres que sean, porque a veces quieres que sea una novela larga, como El mercenario. Ahí ya trazo una escaleta sobre el final. Domingo de revolución quería que fuera una pieza de cámara.

—¿Cómo fue el proceso de escritura de El mercenario que coleccionaba obras de arte? ¿Cómo lo encontraste?

—Encontré a este hombre. Viajé mucho con él. Tenía él una escaleta de su memoria. Porque, imagínate, un hombre ya de edad. Tenía sus apuntes. Estos, a la hora de contarme a mí, se contradicen un poco. Había que hacer una investigación. Y decidir entre lo que él piensa que pasó y lo que yo creo que pasó. Lo que se acuerda y no está en la escaleta. A veces no sabes si atender a esta o no. Ha sido difícil. Descarnado.

—¿Cómo no dejarte devorar por una historia tan tremenda como esta?

—Es una historia hecha para hombres. Es un hombre que maneja armas. Yo mucho de esa persona no sé. Esta podría haberlo hecho Santiago Roncagliolo, el novelista peruano. O Jorge Volpi… Pero no yo que soy una dama, una mujer delicada, donde los nervios están a flor de piel. Recuerdo un día aciago de trabajo donde le puse Memorias del subdesarrollo, la parte de los mercenarios. Lo volvió loco. Lo desquició. “¿Cómo tú puedes creer en eso?”, me dijo. Se puso muy mal. Ese día no dormí. Estaba en sus predios, además. Tenía que dormir cerca de su familia.

—En mi opinión el escritor cubano contemporáneo se enfrenta a un gran problema: sus lectores están esperando que, de alguna manera, cuente su realidad. Que sea un cronista de su tiempo. Sea un testigo de su época. Sea la que sea. Están (o estamos esperando) que nos cuenten (parafraseando a Lezama Lima hablando de José Martí) “ese misterio que nos acompaña”.

—En eso me fue muy bien con Todos se van porque todos los lectores y amigos de mi generación me agradecen muchísimo. Me dan ganas de llorar contarte esto… La gente me dice: “Gracias”,  porque Todos se van fue como un himno, una cosa nuestra, colectiva… La escuela al campo, los padres movilizados, la sexualidad en las becas, la pérdida de la virginidad con un maestro, con un hombre mayor… Ahí está eso. Yo agradezco mucho haber tenido la luz de dejarme guiar por lo que fuimos. Este último libro no tiene nada que ver con Cuba. Es Centroamérica pura. Parte. Y sí se narra Cuba es hacia los anales de la historia del protagonista o de la coprotagonista, que es una prostituta política. No creo que yo sea un cronista como pudo ser Lichi. Yo soy una escritora que trabaja muchos registros y donde la realidad le entra por la ventana. No escribo en primera persona, como en Los caídos (la novela de Carlos Manuel Álvarez). Es una novela muy naturalista, muy cercana al coloquialismo. Tiene más que ver con las novelas de Luis Rogelio Nogueras: Y si muero mañana y Nosotros, los sobrevivientes. Los personajes son muy naturales y tienen unos sufrimientos muy diarios. Yo trabajo con una literatura más performática donde la realidad entra y sale, pero donde el hombre (como puede ser Edmundo Desnoes en Memorias del subdesarrollo) tiene un gran problema que es muy universal y la heroína un gran problema, que puede ser la soledad. Y cuando abres el plano te das cuenta que está en ese contexto político. Pero si a esa mujer ahí, masturbándose en ese piso, tú le hubieses abierto el plano puede ser que sea en Praga, puede ser que sea Ana Frank con quince años… Es el problema del hombre y donde Cuba es un valor añadido. No tengo la obsesión esta de que todo es por Cuba y todo pasa por Fidel Castro. Siento que si nosotros nos dedicamos a trabajar solo para hablar en contra o a favor de Cuba se nos va a ir el momento. Y se nos va nuestro rol como autores delirantes de nuestra propia literatura. Creo que Lezama, en alguna de su poesía y en su narrativa, habló de su ostracismo y de su problema con Cuba, pero no, como dicen ustedes, “dio papaya”. No dio el pie a que sus protagonistas fueran militares… Hay un poema de Eliseo Diego que dice “En mi país la luz conforma los extremos militares del todo”. Algo así…  La obra de Eliseo también bordea ese miedo a que se coarten las libertades personales y que el ser humano sea machucado. También en mi literatura está eso. Yo creo que para encontrar un nuevo lenguaje, en una nueva generación, hay que hacerlo de una manera no naturalista (como hacen cine Iñárritu y Cuarón) y eso no está en la obra de los más jóvenes. Yo solamente lo he hecho porque tengo el diario como un paliativo. Y porque tengo el performance. La novela más realista, metida en un mundo deconstructivo e interesante, no la he encontrado dentro de Cuba. El “efecto Bolaño”, por ejemplo, para decirlo groseramente. Él habla de la realidad de México de una manera bestial. Hacia todos los sentidos. Esa manera de narrar no la he encontrado ni en la generación de Virgilio Pinera ni en la generación de nosotros, de Ena y mía. No hay una generación que pueda contraer y decontraer la realidad. Yo he hecho esto de una manera performática. Yo soy una escritora rara. Voy a quedar siempre ahí como esto. Pero a mí me interesa porque yo soy una mujer de mi tiempo. Me interesa mucho migrar hacia las artes visuales porque no tengo mucha filialidad con la literatura y con la vida de los escritores en ninguna parte. Para mí la vida de los artistas visuales es mucho más divertida y la manera de trabajar me gusta más. Es como un puzle. Ahora estoy haciendo cine y estoy en Hollywood trabajando. Y estoy feliz. Me encantaría ver una nueva generación que asumiera todos estos problemas. Lees un ensayo, lees sus críticas (incluso sobre mí misma) muy interesantes, muy feroces; pero cuando se sientan a escribir te preguntas si no debería haber ya una praxis de esa deconstrucción, de ese nuevo ritual para entender la época que ellos están viviendo. ¿O acaso la época de ellos migra hacia adelante y no hay un movimiento estético transformador y reestructurador de las economías literarias?

—Te quiero preguntar por Leonardo Padura, quien creo que sí siente, o tiene, el compromiso y la voluntad de ser el testigo de su tiempo cubano. Y, también preguntarte, por Pedro Juan Gutiérrez. Otro mundo y otra estética.

—Pedro Juan es el chico malo que hay en todas la literaturas de todas las grandes potencias literarias del mundo. En Brasil hay uno, Bukowski está donde está… En los mapas, en la peripecia de la literatura están… Lo que tiene Pedro Juan en la arena de su obra, cuando la ciernes, es un mundo marginal que él conoce como pocos y donde nosotros no nos podemos arrimar. Por mucho que queramos hacer lo que hace Pedro Juan, hay que ser verdaderamente terrible. Y meter el dedo en la miel y chupársela para poder entender que las mieles de lo marginal son verosímiles. Sólo él puede hacer eso. Tú lees sus novelas y te das cuenta de que él vive en ese barrio, que esos son sus vecinos y que esas son sus mujeres. Hombres sin mujer, de Carlos Montenegro, Reinaldo Arenas… este tipo de literatura está untada del semen y del sudor de estos escritores. Eso es algo tan coherente como sus propias biografías. Y cuando alguien ejerce una tacha sobre la obra de Pedro Juan, por ejemplo, yo hago como en los museos: doy cuatro pasos hacia atrás y con los ojos achinados me pregunto: ¿Está tachando la vida de Pedro Juan o la obra de Pedro Juan? Estamos hablando de que uno va a una librería y a nadie le ponen una pistola en la cabeza para comprarse un libro de Pedro Juan. Como a nadie le imponen alquilarse una habitación en la Centro Habana profunda (donde yo me crié con mi madre) porque siempre estará el Hotel Meliá Cohiba. Entonces es un balcón al que te puedes asomar o no. Es verosímil su sudor y su semen y para mí eso es una caja maravillosa. Es un regalo porque Cuba no es blanco o negro. Cuba también es Pedro Juan Gutiérrez. Es un pozo. Y si te quieres asomar y tu misma cara te seduce y te lleva al fondo, bienvenido. Mira a ver cómo emerges si quieres hacerlo. Pedro Juan es un ejercicio literario distópico. No todo el mundo quiere ver esa Cuba. Y a muchos de los más jóvenes les cuesta mucho entender que eso fue un residuo del período especial y del canibalismo literario de Pedro Juan. Inventado.

  Con Padura estoy más parcializada porque es mi compañero de viaje, compartimos editoriales, festivales… Padura y Lucía son para mí como Gabo y Mercedes. Es un periodista que estudia mucho con un buen aparato de referencia. Tiene una vida cubana criolla en Mantilla. Se siente su sedimento. Y es un escritor clásico que, como Gabo, viene del mundo del periodismo. Te guste o no te guste es monolítico. Es algo que no se puede no validar al nivel de lo que escribe. Y si te pones a buscar tachas ahí, también, ves la tacha en ti mismo. Buscando defectos en El hombre que amaba a los perros te encuentras en el universo del hombre que creó Stalin en cada uno de nosotros. El pequeño Stalin que nos habita. Perseguidor. Creo que Padura, también como Pedro Juan, es algo en sí mismo, una caja sellada. Nadie obliga a leer a Padura.

—La última pregunta, Wendy: ¿Qué es una novela para ti?

—Es una caja de regalo. Cuando me compro una novela es como cuando alguien te trae un regalo envuelto así, maravilloso, con un olor que puede ser a comino blanco de la India. Ese momento de ir derribando la novela, poseyendo la novela… No encuentro nada (ni siquiera el sexo) que me guste más que leer una novela nueva o encontrar un universo nuevo, un autor nuevo… Y le digo a todos los escritores cubanos, que son los que más critican a Padura y a Pedro Juan y demás animales del zoológico, que es una suerte tener una Cuba con todos esos nichos y que para escribir una mejor novela, tener un propio estilo, hacer un nuevo imaginario cubano, sólo hay que hacer una cosa: ¡dejar de hablar basura y sentarse a hacerlo! Dejar de hablar tanto y el mejor homenaje: el diario cumplimiento del deber. Si las novelas de Padura no les gustan que escriban unas mejores.

Abril 28 de 2019.


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