Durante todo 2003 mantuve un diálogo fluido con Guillermo Vidal. Él desde Las Tunas, villa natal que no abandonaría ni estando en el cénit del “escritor de culto”; y yo desde La Habana, contamos con el beneficio de los emails para que no decayera un contacto que fue, por momentos, de periodista a autor encuestado; y en ocasiones, de maestro en el oficio hacia exiguo aprendiz. Parte de ese conversación la convertí a la postre en entrevista publicada por la revista Extramuros. Guardé la otra para mí, cual enseñanzas de vida.
Entre tantas cosas, me contó sobre libros hechos y los que iban en camino. Fue ahí que mencionó a California duerme, historia de un asesino a sueldo. Al principio ese argumento me sorprendió: Vidal lucía hombre tranquilo, descontando la ansiedad que sacaba al fumar cigarrillos. Luego caí en cuenta de su condición de narrador que eligiera el pedazo de tinieblas del dúctil corazón humano. Homosexualidad y presidio en Las manzanas del paraíso; morbo e incesto en Ella es tan sucia como sus ojos; hombre que se da a la fuga tras matar accidentalmente a un niño en La saga del perseguido…
Poco después, en 2004, la noticia de su muerte se me volcó encima como jarro de agua pútrida, albañal, por lo injusta e inesperada. Privado de su presencia física, tampoco supe más de esa novela, en la que —quizás— habría continuado Guille trabajando hasta sus días finales, con ese obstinado sacerdocio que le hizo recomendarme una vez: “Si escribes una simple cuartilla cada día, para fin de año tendrás un novelón de 365 páginas”.
Asombra comprobar todos los libros publicados por él en ese último tramo de su existencia: además de los tres mencionados arriba, de 1998, 2001 y 2003; nos dejó Los cuervos (2001), El amo de las tumbas (2002) y El mendigo bajo el ciprés (2004). Que se sumarían a los anteriores: Se permuta esta casa (1986), Confabulación de la araña (1990), Matarile (1993) y varios más; cifra desmesurada para su vida breve, de sólo 52 cumplidos.
Han pasado doce años y el proyecto que supuse abortado por la tragedia, me pilla desde un anaquel, sacado a la luz por Editorial Oriente en 2015. La trama que me anunció Vidal antaño, se revela desde la cita escogida para abrirlo: “Y él será hombre fiero; su mano será contra todos…”, tomada del Génesis 6:12, circunstancia esperable de quien confesara “al levantarme oro a Dios para que me permita escribir”, y que en sí mismo tuviera, cual una vez le describí, “estampa de profeta barbado y de cabellos largos, mirada azul de iluminado”.
Ya parte de la narración, justo en la primera página, leo lo siguiente: “Soy capaz de reconocer en cualquier sitio a quienes simulan una calma que no llevan y fingen para que no se les descubran sus propósitos o al menos creo adivinar la procesión que va por dentro, el oficio de ocultarse de los demás y de sí mismo”. Palabras que despejan incógnitas, que traen el recuerdo de cuando me dijo: “Como todos, soy demasiado inmoral. Ay del escritor que no tenga sus demonios propios”.
California duerme recoge la historia de un auténtico profesional, alguien que “disfrutaba del trabajo realizado, nunca de las muertes”. Este protagonista es hombre de sangre fría, que no aniquila por cuestiones pasionales, viejos rencores o fanatismo ideológico; parco de palabras y sentimientos, distante, onda el personaje de El Samurái, la película de Jean Pierre Melville.
A lo largo de la novela nada más escucharemos su sola voz, la que emite desde la intimidad y hondura de sus procesos mentales. Todos los sucesos importantes de su vida, los del pasado que explican sus motivaciones, aquello en que esta persona se ha convertido; y los del presente: el sabotaje con explosivos a un avión, las peripecias con sus empleadores y con los marcados para morir, la misión en que se aboca obsesivamente de liquidar al presidente, el cerco de adversarios tendido alrededor suyo… van a ser expuestos entonces no en un continuum cronológico sino en el orden, sea aleatorio o causalmente justificado, en que saltan a la corriente de su conciencia:
“[…] lo tuve a unos metros de mí, le vi y no le noté la muerte, como si no fuera a matarlo, pero sabía que lo haría y que no debía mover un musculo de la cara, sabía a qué distancia era mejor y entonces dije el nombre que me habían dicho que dijera, no te olvides de decirlo, me había dicho alguien a la sombra, en un sitio demasiado oscuro para que supiera de quien se trataba […] acaso aquel nombre fue tomado con amistad y amor alguna vez, pero ya se sabía, se mencionaba el nombre del enemigo o de quien se sabe tiene el poder para matar sin ser capturado, no lo sabía y no tuvo tiempo de sospechar hasta ese instante que vaya uno a saber si se dilata ad infinitum en la mente de quien sabe que no hay retroceso, ni arrepentimiento ni palabras […]”
Afloran ahí las percepciones de la realidad y las reflexiones singulares sobre la vida y la muerte de este individuo criminal, a manera de una letanía profusa, redundante y perenne, donde se ven expuestas sus porciones de humano y animal, de ser bárbaro e instintivo al tiempo que sofisticado y con capas de humanidad. Al tener acceso únicamente al dictado de conciencia de este protagonista, permanece suspendido el juicio del autor o de otros personajes, y se deja a los lectores la extracción de cualquier sentido moral sobre el relato.
Planea sobre toda la novela, además, una peculiar noción de la fatalidad, muy recurrente en la obra de Guillermo Vidal (de la cual me atreví una vez a preguntarle si era influencia de Juan Carlos Onetti), donde el fatum no es designio de dioses al modo antiguo, ni marca astral de nacimiento, ni ineludible influencia hereditaria o reflejo forzoso de una lacra social sino, en cambio, una mezcla de azar y relación causa-efecto, y una consecuencia de los actos propios cuando estos terminan rodando por la pendiente de un camino tan inexorable como inextricable. Una elección, consciente o no, a veces sólo fortuita o involuntaria, que lleva a un acto y este a otro, a otro y a otro, hasta que se va tejiendo de forma invisible una suerte de telaraña, de trampa vital de la cual es imposible salir una vez atrapado en ella.
Es esta, y por fuera de los escabrosos asuntos manejados en sus novelas, la verdadera noción ética que los lectores podemos extraer del autor tunero: somos en gran medida cada uno de nosotros, en tanto individuos que nos conducimos por la vida, cardinales responsables de nuestro Infierno o nuestro Paraíso personal. Si bien, más allá de esta consideración, urge aclarar que Vidal, en esencia, no puede ser considerado dentro de la tipología de los “escritores moralistas”, pues su obra, por el contrario, nos exige aceptar, en la cuerda de Oscar Wilde, que “no existen libros morales o inmorales” y la literatura tiene que ser capaz de decirlo todo.
Hay un episodio narrado que es clara alusión al suceso de la voladura de un avión de Cubana en 1976, históricamente conocido como “crimen de Barbados”; también el mencionado atentado al presidente se asocia con el líder de la Revolución cubana. Pero no existe en estos casos una intención por parte del autor de reinterpretar hechos verídicos o reescribir manipuladoramente la Historia, sino tan sólo sumergirnos en los vericuetos de la ficción y sus tramas si acaso verosímiles. California duerme es típico ejemplo de cómo se entiende la literatura desde la generación del postboom, que no aspira al “fresco histórico” definitivo como los antecesores del boom y en lugar de eso, se ciñe a la “microhistoria”, se rebaja al nivel del individuo o busca desplazarse desde el status principal y los anillos del poder hacia las marginalidades de lo social.
Esta camada siguiente sí fue legataria de sus padres en lo formal; lo cual queda evidenciado por el uso de las técnicas narrativas más complejas y experimentales. Se hace tácita en California… la búsqueda del efecto de “flujo de conciencia” que dejara Virginia Woolf introducido en la literatura de la modernidad. De igual modo, esta novela emula con la obra de Manuel Puig (El beso de la mujer araña, La traición de Rita Hayworth, The Buenos Aires Affair) y otras figuras del postboom al no pretender la “novela total”, el estándar superior de la novela alto modernista, para en cambio, dentro de esa sensibilidad nombrada “posmoderna”, refundar o reelaborar los llamados géneros menores o populares, tales como el policial y la novela romántica. De modo que lo nos toca leer es una especie de “El Chacal según Vidal”, un clásico thriller enfocado en la razón del criminal, aunque reformado por las ambiciones de un autor que aspira proporcionar al lector algo más que simple entretenimiento.
Doce años después de que supiera de ella, California duerme en realidad despierta. Como hoy se ha puesto de moda escudriñar en las gavetas de los muertos célebres y sacar lascas a obras inacabadas o escrituras hasta desdeñadas en vida por los mismos autores; me puse a pensar en cuán inconclusa o ya redondeada, consideró Guille que estaba su novela cuando le llegó el final. Un desenlace bastante abrupto y ciertas incongruencias estructurales poco comprensibles para un escritor de su magisterio, me levantaban dudas.
Sin embargo, la falta de reediciones de sus libros y el acecho del olvido ingrato, terminan por convencerme del valor de salida de este inédito. Para ofrecerse a un público que no conoció a Vidal en vida o antes no lo leyó, o para los que sí y no queremos renunciar al impacto de sus letras, sírvase esta novela con índole de testamento.