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La infinita crisis de la cultura

Quiero comenzar con una cita de Umberto Eco, tomada de una entrevista que le hizo el diario español El País el pasado 24 de mayo. Dice Eco: “La cultura es una crisis continua. La cultura no está en crisis, es una crisis continua. La crisis es condición necesaria para su desarrollo”.

Si acogemos esta idea de la cultura como crisis permanente, cualquier análisis que hagamos se transforma en explorar dentro de un proceso dinámico de cambios y altibajos sucesivos e inevitables, lo cual ayuda a despejar esquizofrenia y paranoia, miedo y terror, en estos inventarios retrospectivos.

Por ejemplo, nos podríamos remitir a la Biblia y a La Odisea, o a otros miles de títulos donde el desarrollo dramatúrgico se origina en una generación incesante de vórtices caóticos en movimiento y no en una estructura cerrada y estática.

Esos vórtices caóticos son los que ayudan a crear el maravilloso efecto, en las lecturas de la Biblia, de que siempre estamos con un pie en el Infierno y el otro intentando plantarse en el Paraíso y la Salvación Eterna. Lo cual es completamente cierto. La eterna lucha entre el Diablo y el Iluminado que habita dentro de nosotros. Pero además, expresado con habilidad de escritor con buen oficio. Por el mismo motivo, Odiseo nos mantiene en vilo luchando siempre con sucesivos y extraordinarios obstáculos, aunque sabemos que tiene que salvarse por su condición de héroe. Es decir, ha nacido con las características del héroe: astucia, talento, valor, perseverancia, disciplina y, sobre todo, tiene un atractivo toque de estoicismo y frugalidad. También tiene el gran defecto de los héroes: está hecho de una sola pieza. No tiene un lado oscuro y oculto, que siempre es tan atractivo.

Después de Odiseo vienen todos los otros héroes que ya conocemos de sobra, hasta que en algún momento se nos agota el ideal, como siempre sucede con todos los ideales utópicos en esta vida.

Entonces surge el antihéroe para hacer cierta la idea de la crisis permanente como condición ad infinitum de la cultura.

Quizás los primeros antihéroes de la literatura surgen en España. El Quijote y la novela picaresca es un primer toque de modernidad. Irreverencia, marginalidad, ir a la contra. El Lazarillo de Tormes. Después esto se extiende y ya casi todos los grandes escritores franceses del siglo XVII en adelante dan el primer grito de rebeldía y escriben obras abiertamente pornográficas, en pequeñas tiradas, para consumo reducido y selecto. En España la Inquisición logró meter tanto miedo a lo escritores que no hay erotismo en la literatura española hasta la segunda mitad del siglo XX. Yo achaco a esta situación inquisitorial española el arrastre antisexual y moralista pacato que lastra a una buena parte de la literatura latinoamericana todavía hoy en día. Un empaque burgués, pretencioso, aburrido, provinciano, y desconectado de nuestras realidades más profundas. Al que le interese el tema puede leer algunos ensayos de Jean Claude Carrière.

Y finalmente en el siglo XX se produce una verdadera explosión de muerte y destrucción. La Segunda Guerra Mundial costó más de 60 millones de muertes según los más recientes cálculos. En sólo seis años. A razón de diez millones por año. Más todos los muertos y la destrucción de la Primera Guerra Mundial, Corea, Vietnam, y un largo etcétera.

Así que, es inevitable, la cultura se impregna después de 1945 de este espíritu de caos, violencia, confusión, pérdida, evolución, trastorno de los valores morales tradicionales. Lo cual afianza más, en el terreno de la creación, lo que ya habían iniciado en la primera mitad del siglo las llamadas vanguardias artísticas europeas. Así que se desborda, ya sin marcha atrás, un ansia insaciable de experimentación, de originalidad y de rompimiento de cánones, búsqueda de lenguajes diferentes que permitieran expresar con más eficacia la maraña y el caos imprevisible en que se había convertido la vida.

Para enfocar con más precisión nuestro objetivo esencial esta tarde, es decir, la literatura cubana, debemos recordar que este espíritu caótico y sanguinario de la época ingresa en nuestra literatura de un modo brutal, sorpresivo, estremecedor, exactamente en 1938, con la publicación de la novela Hombres sin mujer, de Carlos Montenegro.

Creo que esa novela es la estación inicial de una línea underground en la literatura cubana. Fue tan rechazada —aunque ganó un concurso presidido por José Zacarías Tallet— que la primera edición es mexicana y creo que la primera edición cubana data de veinte años después.

Esa línea de literatura antiheroica, sucia, oscura, marginal, de los bajos fondos, y por supuesto, nada ejemplar, continúa con unos pocos libros más: Tres tristes tigres, de Cabrera Infante; Boarding Home, de Guillermo Rosales; Antes que anochezca, de Reinaldo Arenas; Los hijos que nadie quiso, de Ángel Santiesteban; Todos se van, de Wendy Guerra y, perdonen que me incluya, pero la modestia siempre es inconveniente, así que menciono también Trilogía sucia de La Habana y El Rey de La Habana, aunque creo que casi todos mis libros forman parte de esta línea underground de la literatura cubana.

Es decir, el cuerpo literario cubano, uno de los cuatro grandes en América Latina, junto a Argentina, México y Brasil, se enriquece de este modo, digamos inusual. Es un fenómeno que no se registra en aquellos países con pequeños cuerpos literarios.

Así que tenemos por encima toda la gran literatura cubana, luminosa, bien estudiada, bien publicada y premiada: Carpentier, Lezama, Padura, Retamar, Eliseo Diego, etc. Nuestros maravillosos escritores.

Y por debajo, en oscuros túneles de los bajos fondos, una literatura “conflictiva”. Son libros difíciles o imposibles de encontrar. Poco atendidos por los estudiosos y los editores, apenas conocidos por unos pocos lectores, conseguidos de trasmano, y convenientemente colocados en anaqueles misteriosos e inaccesibles en alguna biblioteca pública. Cuando existen, porque, claro, con tanto misterio a su alrededor se convierten en codiciados objetivos de los ladrones de libros y de los revendedores inescrupulosos.

Incluso sucede algo paradójico: Boarding Home, de Guillermo Rosales, se escribió en Miami y obtuvo un premio en un concurso presidido por Octavio Paz. Se publicó en una pequeña tirada y poco después fue ignorado. Rosales se suicidó ocho años después y ya ha caído en el olvido. ¿Qué sucedió? Lo de siempre: es una novela autobiográfica que empaña demasiado el lustre y el brillo de un grupo social. En este caso el American Dream en Miami. Así que el olvido es una forma de censura sobre algo inconveniente para la dorada aureola de la buena vida en Miami.

Los boarding homes son asilos donde en condiciones infrahumanas sobreviven a duras penas locos, viejos pobres, alcohólicos, drogadictos, gente con sida; en fin, gente desesperada que desea acabar de morir para terminar sus angustias. Rosales lo cuenta con una crudeza y una efectividad tan perfectas, que leer su libro se convierte en una experiencia trascendente. Y, como sucede con toda obra de arte, rebasa por completo el pequeño mundo de Miami para convertirse en literatura universal que trasciende el lugar y el momento en que se escribe.

Pero este fenómeno de censurar la literatura caótica y oscura, la literatura inconveniente, sucede en todas partes y en todas las épocas. Hay toda una historia secreta de la literatura que se refiere a este tema. Vladimir Nabokov, por ejemplo, tuvo que ir a un tribunal en Estados Unidos en los años 50 para que un juez autorizara a su editor a vender la novela Lolita, que ya había triunfado definitivamente en Europa, sobre todo en Francia.

El juez, con una actitud infantil e imbécil, obligó a Nabokov a jurar, con su mano sobre una Biblia, que él jamás había tenido relaciones sexuales con una adolescente y que todo era producto de su imaginación.

Un caso terrible de censura, en este caso colectiva, se produjo en Alemania cuando dos años después de la Segunda Guerra Mundial se publicó un libro muy crudo —en forma de diario real y nada ficticio— de una mujer que sufrió las violaciones masivas y continuas, y las vejaciones y humillaciones de todo tipo de los soldados soviéticos del Ejército Rojo, al invadir Berlín en abril y mayo de 1945. El libro se titula Una mujer en Berlín. Es una memoria implacable y detallada sobre lo que ella tuvo que soportar.

Pues bien, al publicarse el libro el escándalo fue mayúsculo. Los alemanes querían olvidar. Les convenía olvidar. Y esta mujer les restregaba en las narices hasta donde llegó la humillación de la derrota. La calificaron inmediatamente de prostituta, inmoral y mentirosa. Por suerte, ella se había mantenido en el anonimato. El gran ensayista y escritor Hans Magnus Enzerberger lo acaba de publicar hace poco, con un prólogo esclarecedor. Tuvo que esperar a que la autora falleciera. Y aún así se mantiene en el anonimato. Aterrada ante el acoso de sus compatriotas. Una mujer en Berlín es el testimonio más verídico, realista y efectivo sobre y contra la guerra jamás escrito en Europa. Y ya vemos el pago que obtuvo su autora.

Y así pudiéramos seguir durante horas y horas hablando de sonados casos de censura sobre los libros que confirman la idea de que la cultura necesita de la crisis para su propio desarrollo. Si no hay crisis la cultura se estanca. Son los obstáculos, el antagonismo y los conflictos los que disparan el pensamiento de choque.

Europa en este momento está inmersa en un período excesivamente prolongado de estancamiento y parálisis en su literatura. Es como un motor diesel funcionando en baja. Ronronea pero se mantiene al ralentí. No hay estremecimientos, no hay locura, no hay rompimientos, no hay originalidad, no hay nada que merezca la pena. Casi la totalidad de los escritores europeos de hoy en día padecen de parálisis total y aburrimiento. No tienen nada que decir. El Estado de Bienestar les ha acomodado. Escriben sobre vidas grises, aburridas y monótonas. Se han salvado sólo unos pocos escritores que siguen escribiendo duro y con la profundidad y rigor necesarios para hacer algo fuerte.

Ahora, con la crisis social, económica y política, que se agudiza en algunos países es de esperar que se registre una repercusión en el arte y en la cultura en general. Creo que así será porque la ley de causa-efecto se cumple siempre de un modo inexorable en el Universo.

Precisamente esa ley de causa-efecto se cumplió en mi escritura cuando en septiembre de 1994 comencé a escribir la Trilogía sucia de La Habana. Estuve tres años escribiendo sistemáticamente lo que sucedía en mi vida cotidiana. Hay muy poca ficción en ese libro. Lo escribí entre 1994 y 1997, años de hambre, miseria atroz y desmoralización general que prefiero no recordar, para cuidar mi salud mental y mi buen humor.

Yo sé que es un libro brutal y sin concesiones. Lo sé y lo asumo. No soy inocente. Ningún escritor es inocente.

Ese libro estuvo meses sobre la mesa de trabajo de los editores en una conocida editorial de Santiago de Cuba. Al parecer se disgustaron tanto que prefirieron no contestarme jamás ni tener el más mínimo saludo hacia mí. Así que el libro solito se encaminó hacia España. Se publicó en octubre de 1998 en Anagrama y tuvo un gran éxito. Registró once ediciones sucesivas en tapa dura, tres ediciones de bolsillo con numerosas tiradas. Hoy en día está publicado en veintitrés países, traducido a veintidós lenguas, es lectura de programas de estudio en más de cincuenta universidades de todo el mundo, y además está clasificado entre los Mil libros que usted debe leer antes de morir, junto a títulos de otros tres autores cubanos: Carpentier, Lezama y Cabrera Infante.

Sin embargo, en casa del herrero cuchillo de palo. En enero de 1999 la revista Bohemia prescindió de mis servicios como periodista después de veintiséis años de trabajo. Me echaron a la calle sin hablar conmigo, sin preguntar, sin discutir. Para que fuera más patético: quienes tomaron esa absurda y desesperada decisión no habían leído el libro. Se guiaban sólo por los comentarios de los periódicos españoles. Lo cual ya es el colmo del ridículo y la ignorancia.

Por suerte en la UNEAC (Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba) conté con el apoyo de compañeros honrados, cultos y responsables, que me apoyaron con decisión y honestidad ante aquel atropello. Y hasta me aconsejaron: “Alégrate. Ahora estás libre para seguir escribiendo mucho más”.

Y eso hice. Fueron años difíciles hasta que finalmente pasó el tiempo y la editorial de la UNEAC publicó Melancolía de los leones. Y así, poco a poco, se han ido publicando mis libros en mi país. En este momento preparamos la edición cubana de El nido de la serpiente. De un total de diecisiete títulos que integran mi obra —diez de prosa y siete de poesía— aquí se han publicado siete, es decir cinco de prosa y dos de poesía.

Ahora que han pasado algunos años comprendo que escribí Trilogía sucia de La Habana como un acto de exorcismo ante el periodismo superficial, insulso, aburrido y autocensurado que tenía que escribir cada día.

Pero si vives en Centro Habana en una situación de miseria extrema —y no quiero entrar en detalles desagradables—, no puedes escribir “decentemente”. Son las circunstancias y el momento que vives los que determinan tu escritura. Sobre todo si entiendes que la literatura es ante todo una herramienta de pensamiento y reflexión sobre tu experiencia personal y nunca un medio para difundir y propagar ideas religiosas, políticas o de otro tipo. La literatura es exploración, no pedagogía. La literatura está construida con preguntas, incertidumbre, fragilidad y dudas. No con respuestas y certidumbre sólida. Lo que late en mi corazón es un poeta vulnerable y no un matemático arrogante.

Así que hay que arriesgarse y ser consecuente con la época y las circunstancias que le tocan a uno. Creo que cuando pasen los años los historiadores que intenten conocer qué sucedió en Cuba en la década de los 90, es decir, en los últimos diez años del siglo y del milenio, no encontrarán información en la prensa de la época. O encontrarán muy poca y muy tamizada. Demasiado filtrada. Encontrarán quizás información más valiosa en los libros que se publicaron sobre aquellos años.

Lo decía Marx. Aprendía más sobre el capitalismo en las novelas de Balzac que en los libros de Historia.

Así que, a la larga, un artista, un escritor, tiene que correr riesgos, tiene que lanzarse y escribir lo que cree que debe escribir. Y hacerlo en el momento. No esperar a que lleguen “tiempos mejores”. Porque los “tiempos mejores” ya tendrán su propia literatura.

Creo que una de las funciones del arte y la literatura es ayudarnos a pensar. Si además nos entretiene, pues muy bien. Un libro entretenido se agradece. Pero esa no es la función esencial de la literatura. La función esencial es contribuir al proceso civilizatorio ayudando en los mecanismos de reflexión y pensamiento del momento en que se vive.

Es muy fácil y muy conveniente escribir libros entretenidos. Lo difícil es escribir libros efectivos y que funcionen como una carga de profundidad detonando la cáscara de las apariencias y de las conveniencias sociales y políticas.

Hay que arriesgar. Ahí están nuestros grandes escritores del siglo XIX: Martí, Heredia, Cirilo Villaverde, y unos cuantos más que tuvieron que irse al exilio por escribir textos incómodos. No por alzarse en armas contra la colonia española. No. Sólo por tener el coraje de exponer sus ideas en blanco y negro.

Así que sufrimos una larga historia de intolerancia que arranca desde los tiempos de la colonia española.

Intolerancia que es consustancial a la naturaleza humana. El que censura generalmente no es un monstruo. Es un apersona normal que se defiende. Es una persona con poder de decisión, aterrada ante un libro o una obra de arte que puede dañar su status quo y reacciona con violencia sobre el escritor.

Así que siempre tendremos censura y censuradores. Mientras existan seres humanos tendremos intolerancia. El censurador asume el papel de verdugo de la Inquisición y atemoriza, con el látigo en la mano. El censurado no puede asumir su papel de víctima. No puede correr ni dar la espalda. Tiene que luchar y protestar. Luchar y denunciar y nunca aceptar pasivamente el castigo del verdugo.

Por suerte las aguas tarde o temprano toman su nivel. Así que hay que ser fuerte y resistir la inundación. Agarrarse a algo que flote y mantener la cabeza fuera del agua. No dejar que la inundación nos arrastre y nos ahogue. La cabeza fuera del agua. Respirando. Siempre.

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