Recorrimos durante días y noches los senderos del laberinto, buscando el modo de salir de sus caminos empedrados y sinuosos, rodeados de flores y espinas. Pero, sin darnos cuenta, en nuestro afán de encontrar una salida, más bien fuimos a dar hasta lo que parecía ser su centro. Ya estando ahí, hallamos la entrada a una escalera que descendía formando una especie de unalome1 constituido por múltiples cámaras subterráneas. Nos adentramos más y más y descendimos poco a poco ayudadas por una lámpara que habíamos improvisado con unas cuantas luciérnagas.
Al final del recorrido se situaba lo que parecía ser una especie de salón principal. Entonces la vimos a ella, la hija del minotauro, sentada en un lugar cercano a la mesa en el centro. Su piel estaba cubierta de finísimo pelaje; era de un blanco lunar que desprendía destellos muy suaves. Nos fue casi imposible no admirar sus grandes cuernos que apuntaban a lo que podía decirse era el techo, aunque, en realidad y de algún modo extraño, este no existía. La estructura estaba sostenida por siete columnas. Cada una de ellas poseía una forma distinta; había una que parecía aguja, pues comenzaba en un punto y aumentaba su grosor hacia arriba; otra era como un báculo tallado con flores de piedra; otra más, subía con una silueta serpenteante, en espiral… Todas ellas parecían extenderse de modo infinito en la parte superior, la cual se encontraba cubierta de formaciones nebulosas que la vista percibía como el paisaje de un vasto universo.
Nos acercamos muy despacio, procurando no hacer ruido. La hija del minotauro, al principio, no se percató de nuestra presencia. Estaba contemplando la danza de una pequeña bailarina dibujada en finos trazos dorados sobre una de las paredes. La figura realizaba bellos movimientos, delicados y armoniosos, sobre el muro; este, a diferencia de cualquier otro que haya visto, a pesar de tener una superficie plana, resguardaba en él una profundidad secreta. En cuanto culminó la danza, la bailarina dio una pequeña reverencia antes de disolverse y la hija del minotauro aplaudió y lanzó una rosa a modo de agradecimiento por la hermosa presentación.
—¡Oh, pero qué descuidada soy…! Tenemos visitas —dijo acomodándose la larga túnica roja que la cubría— Acercaos, pequeñas. Deben tener hambre y sed, el recorrido para llegar aquí no es fácil. Por favor, tomad algo de lo que os ofrezco.
Y señaló con su mano pálida las gotitas de rocío, de un tamaño anormalmente grande, que se encontraban sobre la mesa.
—Estábamos buscando una salida y creo que nos hemos extraviado —le traté de explicar mientras tomaba entre mis manos una de las perlas refrescantes para saciar mi sed— ¿Sería tan amable de indicarnos el camino para poder salir?
—No teneis nada de que seguiros preocupando, queridas, os revelaré un secreto que muy pocos saben —Y entonces hizo un gesto para que nos aproximáramos más, e inclinándose ligeramente hacia donde nos encontrábamos expresó en voz tenue— La verdadera salida… siempre es hacia dentro.
Para leer más cuentos de la autora: Los mundos de la mariposa
NOTAS 1. El unalome es un símbolo de tradición budista que expone, de manera metafórica, el camino que cada individuo ha recorrido y su transición en el mundo. En este sentido, el unalome trata de representar de manera gráfica las decisiones más importantes que se han tomado y sus consecuencias. Por ello, está compuesto por una línea que, por lo general, no es recta y muestra las curvas e imperfecciones experimentadas. (Tomado de https://www.significados.com)