“¿Acaso no pueden suceder una y mil cosas increíbles en La Habana?”. Si creyera alguien divisar en la Plaza de Armas a Teresa y Sab, a Quijote y Sancho, a la mismísima Cecilia Valdés o al negro Caniquí con uniforme azul de policía llegado de la región oriental, ¿se asombraría? ¿No retozarían, todos juntos, en torno a la comparsa de alegres zanquilargos? ¿No se confundirían sus rostros en medio del jolgorio? ¿Qué de inusual habría en que arremetiera Don Alonso contra los monstruos de trajes coloridos, cuando lo acosa un Mambrino que vende cacahuetes o se abalanza un extraño sobre el caballero por si “guta el Paltagá”? Mientras el escudero obeso sucumbe a las audaces caderas de la mulata, al éxtasis del cáñamo, y los danzantes vislumbran en lontananza el fuego que reclama el hidalgo; el incendio en la calle Aguiar donde perecen Jorge Ángel y el salterio, librados ya por fin del escrutinio.
El suceso de Aguiar habrá fungido antes como elemento unificador; arteria que conduce hasta el sainete final donde convergen los estrafalarios seres. Melodrama, homoerotismo, tragedia, sórdido realismo rubrican la narración que por momentos cobra un matiz testificativo. A cada actor —los moradores de una mansión en decadencia que pronto arrasarán las llamas—, quedará todavía tiempo para enunciar la propia miseria (terrenal o del espíritu). La aventura extravagante de su bregar cotidiano en pos de la supervivencia. La no tan elegante Habana de los márgenes, expuesta al rojo vivísimo de un fuego que amenaza convertirla en pira colosal.
Fuego catártico que no consume las piedrecillas de Gloria; que no devuelve el holandés errante a los amores de Victoria; que no exorciza a Ovidio que se quema en la memoria de Jorge Ángel niño, renacido en Clara.
Más no sólo el fuego: el agua pareciera señalar la suerte de los personajes de En La Habana son tan elegantes, libro por el que otro Jorge Ángel (el escritor) obtuvo el Premio Alejo Carpentier 2009, y que la editorial Letras Cubanas presentó al lector en la pasada XIX Feria Internacional del Libro. El agua bienhechora que acarrean los cubos de El Crema y Bemba, para calmar la sed que obsesiona a los vecinos de un edificio de La Habana Vieja, signado por la carencia recurrente del líquido.
El agua —su falta— sella los destinos del solar y sus habitantes. El agua en que se hundió para siempre el padre de Esteban; la que no brotó en el zaguán, del pozo que pretendiera el hijo. El agua inalcanzable para Ramón en sus muletas y Nueva York tan alta, sobre la vara que nunca traspasó ni en sus mejores sueños.
Ocho relatos con vida independiente que funcionan con unicidad orgánica. Ocho capítulos de una novela que pudiera acaso comprenderse en fragmentos. Escritura fértil que denota el oficio legítimo de Jorge Ángel Pérez; su habilidad para domeñar el idioma, para ensayar construcciones semánticas de riqueza insoslayable. Prosa que transita de la exquisitez a la impudicia con ejemplar destreza. En lo formal, son atributos esenciales de En La Habana no son tan elegantes, que hacen de su lectura un ejercicio estimulante.
Desde Lapsus Calami (Premio David 1995) no mostraba Jorge Ángel Pérez su cariz de cuentista. Esta vez explorando el relato extenso —“Una estrofa de agua”, que mereciera el Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar 2006, da inicio al libro—, sin desdeñar el acento novelístico de El paseante Cándido (Premio UNEAC 2002) y de Fumando espero (primer finalista del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos 2005), ambas publicadas en Cuba.
En La Habana no son tan elegantes privilegia una visión de ángulo desde y hacia la realidad cubana. Sus crónicas no intentan ser ecuménicas, sino situarse allí, a la entrada del solar habanero donde cualquiera de nosotros clamó por agua o se inflamó de pasión en el incendio. Somos también protagonistas de esta puesta en escena ¿quién lo duda? “Infortunado Quijote que ve gigantes, desdichado Sancho que no los ve”.