La galería
Mientras te quitas los zapatos piensas en la poesía,
sabes que alguna vez escribirás algo parecido a un gran poema,
pero sabes que de nada sirve acumular materias primas
para cuando llegue la ocasión. Puedes ponerte de pie y gritarle
a tu propio fantasma que es hora de poner manos a la obra.
(…)
Pero nada habrás conseguido: el poema te mira con ojos de sapo,
huye como una rata entre desperdicios y papeles, florece
en el patio de tu casa, está en el fondo de una olla y no lo ves,
lo ves y lo conoces y lo tocas, es el pan de tu noche, pero aún
no lo atrapas, y si logras cogerlo por el cuello acaso se te rompe,
se estrella en tus narices, y es lo cierto que no sabes amasar
esa sustancia informe y diferente.
(…)
Problemas del oficio, Fayad Jamís.
A Rocío García de la Nuez
Desde el principio Juanco había hablado del empaste del tercero, como que tenía los tonos perfectos, pero la pata de la cama, ubicada a la izquierda en el tercio inferior del cuadro, llamaba demasiado la atención. Si no es porque hay una mujer desnuda, aseguró, uno se va con la pata, el cuadro se resume en la pata de la cama. Ni siquiera la mujer desnuda con una pistola en la mano tiene tanto protagonismo como esa pata de cama coronada por dos anillos de madera, delicada, más afinada en la punta, ¡casi nos resulta inverosímil que pueda sostener esa cama tan grande! Ya a Juanco comenzaba a acumulársele la saliva junto a la comisura de los labios en una masa pegajosa, y de ahí a escupirnos no había nada. Pasó lo de siempre, rompimos filas hacia la bandeja con los tragos y cada uno de nosotros fue oteando a su alrededor en busca de algún conocido. Por suerte habíamos llegado antes del aguacero, pero igual ya habían dicho las palabras de presentación, como se nos fue haciendo costumbre en aquel tiempo de juergas siempre llegar tarde. La gente comenzó a entrar cada vez más mojada y con aires de contrariedad arreglándose el pelo, las ropas, preguntándose si se les habría corrido el maquillaje y si a esas alturas aún quedaría algo de tomar. Fue al terminar mi primera vuelta de cuadros que la vi con su andar de venado, su vestidito discreto, con los pelos lacios caídos sobre los hombros, casi con tristeza y bastante descolorida, pensé en ese momento. Ella andaría por el penúltimo lienzo más o menos, y llevaba el trago casi por el fondo, es decir que, cuando llegamos, probablemente ya ella estaba allí pero yo me fui con las de brillo, pelo suelto y sonrisita de magazine. Los nuestros se acumularon al fondo, por dónde salían las bandejas. Los tragos los preparaba el maître del hotel Comodoro y había tremendo rollo con eso de agarrar un cuba libre para probar qué tal, también para refrescar, porque llegó el momento en que se terminaron los plegables, tan buenos de abanico, y el calor de los cuerpos se regó por todos lados y la gente empezó a sudar copiosamente. Juanco comenzó a hablar de la función del conejo en el cuadro del bosque, conejos-testigos, conejos-amor-escurridizo sobre las copas de los árboles contemplando El regreso de Jack el Castigador. Un conejo despellejado es igual a un gato, dijo con ese humor que nadie entiende y yo me fui un rato a mirar a Luis que recién sacaba su blocito negro, ese donde bocetea compulsivamente pero todo el mundo sabe que no hace otra cosa que copiar las ideas de los demás. Los que más me gustan son los que tienen copas y botellas, me dijo Luis, ¿ves las burbujas?, las transparencias de los cristales, los líquidos, tan solo los líquidos ya resultan verbales dentro de los cuadros, es como si fueran el ahora-ya-mismo dentro de la historia. En esas mi vista tropezó con ella por casualidad, cuando llegó el tipo de traje y corbata, el mismo que había visto a la entrada explicando algo aparatosamente y ahora casi separaba uno de los cuadros de la pared para revisar el bastidor. Ella le quedaba justo al lado, tan cerca que entonces la vi al detalle por primera vez. Su rostro parecía vacío, imposible advertir goce o crítica de espectador, era como si su rostro grácil resultara en verdad un agujero negro de esos que se tragan todo sin compasión. Pero no lucía como un agujero negro, al menos, no en ese sentido que uno se imagina algo tan devastador, más bien lucía quebradiza, pobre, tan desteñida que en principio podría dar lástima. Yo sentí que debía acercarme más, pero llegó Lester para pedirme que lo acompañara a saludar a Rocío, que por fin se había quedado sola frente al cuadro de Niki Cheng. Rocío me abrazó con efusión dándome las gracias una vez más por dejar que mi prepucio le sirviera de modelo y entonces fue cuando Lester le soltó aquello de que el conejo dentro del horno de gas era completamente antiecológico, que ese era el único cuadro que le sobraba en la exposición, salvo por eso, lo demás estaba genial, como siempre. De la curaduría qué decir, le soltó a Rocío en sus ojos verdes, te la comiste. En eso llegó el tipo de la galería de Nueva York y empezaron a revolotearle alrededor, de modo que yo me llevé mi prepucio hasta una esquina para fumarme un mentolado con tranquilidad.
El aguacero afuera amenazaba cada vez más, seguro después del chubasco vendría el fin del mundo. Los últimos en llegar entraban cada vez más mojados y los de adentro transpirábamos, los que se animaban a salir porque ya lo habían visto todo reculaban en la misma entrada buscándose un rinconcito donde esperar a que pasara esa lluviecita fina pero constante. Como de costumbre había muchos estudiantes, pero también gente de la farándula y Luis seguía calcando bocetos en silencio, el hombre de la corbata se acercaba ahora a los cuadros en un análisis minucioso del lienzo con esa pedantería en los gestos de quien sabe lo que dice. Lo mismo de siempre. A ratos se podía escuchar la voz de Juanco disertando sobre el cuadro de La bella, que en su opinión debió titularse La belle, pues aseguraba que la modelo no podía ser más que francesa y el lienzo no podía tener mejor color que el verde. Al verme solo en una esquina vino corriendo hacia mí y me gritó: ¡Viste como se escapa el amor al final! ¡Es tremendo! ¡Qué genio la Rocío! Yo solo veo un conejo en un bote, le respondí, más porque afuera estaba lloviendo y no quedaba otro remedio que pasar allí el aguacero.
No sé cómo ni cuando, el caso es que ella se había movido hasta el cuadro que me quedaba justo al lado, de hecho, casi tropezó conmigo. La tenía muy cerca pero Juanco no dejaba de hablar, menos ahora que le había dado el pie para una nueva explicación. Alcancé a ver su piel un tanto blancuzca, demasiado, como las pieles de las salamandras se le veían las venas de los brazos, flacos y como abandonados a los lados del cuerpo. No es gran cosa, pensé. Además, ¿por qué crees que Jack luce tan deliciosamente andrógino?, oí que me decía Juanco y en ese instante la vi gimotear frente al cuadro donde supuestamente el amor se escapaba en forma de conejo río abajo, por entre los árboles. Es que al final solo hay un sexo, dijo ella en voz baja y al parecer solo la escuché yo, porque Juanco siguió parloteando como si nada y en un abrir y cerrar de ojos ella estaba más allá, frente al cuadro de la colina nevada. Aquel es la duda, el enfriamiento, el intento fallido de prolongar el placer, espetó Juanco cuando me vio mirar hacia ella, pensando erróneamente que yo miraba el cuadro. La atmósfera se enrareció, quizás por esa lluvia que obligaba a quedarse, la gente daba vueltas hasta caer en el mismo lugar, se saludaban una y otra vez con una suerte de mueca y, a ratos, miraban hacia afuera para ver si ya había escampado. En algún momento se me antojó que todos agarrábamos el mismo color, aunque con variedad de tonos. Solo ella permanecía vacía, desteñida, sin color alguno, como si fuera el color de la tristeza pura. Sin saber por qué, me agazapé tras el hombre de la corbata, la miré desde mi posición ahora y me pareció que hablaba con el cuadro. Intenté acercarme para oír qué decía pero solo me llegaba ese sonido blanco que guardan los caracoles. Lester vino y se puso a hablar de Un ruidito, el tríptico secuencial donde a Jack lo agarran fisgoneando. Quizás por eso los colores únicos de cada cuadro, argumentó, porque al final Jack termina siendo un voyeur, y lo dijo para que Juanco lo oyera y viniera desde el otro lado a refutarle. Tienes solo parte de razón, rebatió Juanco, porque Jack no es un simple voyeur, quiero decir que lo suyo no es el voyeurismo por el voyeurismo, Jack entiende algo, siente cosas, una parte de él se marcha con el objeto deseado, por eso algunos cuadros son muy fríos y otros muy calientes, es esa lucha contra sí mismo, por eso la máscara que usa Jack, por eso también el conejo, porque pretende negar todo el tiempo que es capaz de sentir algo. Pero el sentimiento, ya lo sabemos, es muy escurridizo, no podría tener más color que el blanco, por inofensivo e indefenso, no podría ser otro animal que el conejo.
Tras sus ojos opacos no había desesperación de artista, ni preocupación estética alguna, no creo que supiera de composición ni entendiera el maravilloso empaste de colores al que había llegado Rocío en los lienzos. Tampoco era su postura glamour de coleccionista. Ella era un lienzo en blanco que todos estábamos pasando por alto, ese sentimiento que el artista aún era incapaz de transformar en idea. Un gato despellejado pasa por conejo, dijo Juanco, pero no lo es. Y varias goticas de saliva saltaron de su boca y cayeron sobre nosotros. Se oyeron unos griticos histéricos y vi que la gente entraba en avalancha, porque el aguacero nos llegaba ahora en toda su fuerza. Quise alcanzarla en el instante en que por fin presentí su huida. Luché contra ellos. Intenté avanzar dando codazos, esquivando tacones, tratando de llegar hasta donde ella iba rumbo a la puerta, rumbo al aguacero alejándose de mi mano buscando tocar esa piel cuya temperatura me diría de qué color habría de pintarla, pero la gente venía hacía mí con la misma fuerza de una estampida de bisontes. Me lanzaron diez pasos atrás. Me tumbaron el trago. Alguien me dio un codazo en las costillas y me hizo avanzar casi sin aire, encogido por el dolor. Cuando logré alcanzar la salida era demasiado tarde, nada que hacer, su silueta se había difuminado bajo trazos blanquecinos de agua.
Dazra Novak. La Habana, 1978. Narradora
Licenciada en Historia por la Universidad de La Habana. Ha obtenido el Premio Pinos Nuevos 2007 por el libro Cuerpo Reservado (Cuento, Editorial Letras Cubanas, 2008); el Premio David y el Premio Especial Cabeza de Zanahoria 2007 por el libro Cuerpo Público (Cuento, Ediciones UNIÓN, 2009), así como la Beca Fronesis 2010 por el proyecto de novela Making of, que mereció el Premio UNEAC de Novela Cirilo Villaverde 2011 (Ediciones UNIÓN, 2012).