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La furia de los vencidos

Sin título, por Daniel Acebo Rodríguez

Mi amor pero cómo tú estaaaaaásssss,  la pregunta rompe el sonido de la tarde en el taller literario. La vieja viene con su boca abierta-cerrada, unos brazos que huelen a cebolla, la piel que se le cuartea. Mi amor y se pega a mi cara como un chicle, besa, besa como besara un limpiapeceras. La arena de la calle se mete debajo de la puerta, viene desde los techos caídos y las paredes en derrumbe, es una tierra colorada y vieja.

El limpiapeceras se ha despegado al fin y veo a los contrincantes del taller. Una rubia artificial, con las manos llenas de manchas de cloro. Un gordo hiperlimpio que lee unos poemas de amor wherterianos, mientras se escalda las uñas larguísimas. Una negra de barrio que habla de su padre negro y su abuelo negro y su bisabuelo negro y así, infinitamente, mientras sostiene un extraño teorema sobre el sincretismo chino y africano. Un escritor talentoso y fracasado de la década del setenta, cuyos cuentos apenas salieron en una gacetilla local húmeda por la tinta de mala calidad, apenas legible. Este último personaje ya no compite, se limita a sentarse en la última fila con un tabaco mascado, emitiendo gruñidos y gestos de desaprobación a cada rato.

Me siento lejos del limpiapeceras, que además de pegajosa y vieja, trae la tierra de las calles y las casas en derrumbe, el mal olor a orine de no lavarse el sexo menopáusico y ya encanecido y calvo. Musito un pasaje de Boecio, el filósofo de la Consolación mediante la filosofía, y saco un manuscrito oculto en mi bolsillo trasero. El poeta homosexual y santaclareño, con su tela rosa y estridente en la cabeza, me fija una mirada seductora y me ciño a mi papel de tallerista habitual, que nada quiere ni dice a estas alturas del play. Todos vienen como por inercia, Cary la del Palomar dejó de asistir, dicen que se volvió loca, otros, que quiere hacerse ciudadana española.

(Miles de veces imagino a Cary sentada en un vuelo de Iberia pidiendo crema de platanito maduro y cagándose en las sayas, babeada a sus ochenta y nueve años, de viaje hacia un país tan vulgar y vencido como el nuestro; millones de veces veo a Cary que camina por el aeropuerto de Barajas, sola, sola como cualquier indigente, alguien la mira y piensa en el tercer mundo, en Mao y Gandhi, en los No Alineados y el Muro de Berlín, pero sigue de largo, todos siguen de largo; nadie se interesa en una vieja cubana que engrosa las filas de gente rara y apática de las oficinas del desempleo).

Me concentro en Boecio y la resignación. Nunca viajaré a España, mis antepasados son turcos o judíos, o budistas. Suelo inventarme genealogías estrafalarias, ascendencias que viajan a las profundidades del Tibet. Algo que compense el desconocimiento y la imposibilidad del traspaso a cambio de un trámite de ciudadanía española, portuguesa o italiana. La literatura ha sido el refugio, aunque no obtenga ningún beneficio real. Al final del taller es el aplauso y la sensación del tiempo perdido. Horas que pasan hasta que la última obra es la tarja sobre la tumba, con unas líneas obsequiosas y banales, pura mierda que se lleva el tiempo, losa que luego usan en el cementerio para tapar la entrada de un nido de santanicas o de arañas.

El taller literario es eso, la furia moribunda de los no escritores. Nos miramos con el recelo y el melindre de expertos en la nada, jugamos al precio despreciado de unas obras que quedan en la gaveta o en el closet o en el cesto, junto al papel sanitario más común: las noticias ajadas y los soliloquios. Viejas nuevas que adelantan el último premio al escritor tal, por su íncubo estudio sobre la generación de Lezama, genes de letras que se pierden en la pajarística evocación de un gordo sentado en su sillón de palo y pajilla.

Pero el taller es la furia de los vencidos, donde un CVP de la estación de trenes, que sueña con ser policía, lee un relato sin forma acerca de dos detectives de una costa extranjerizante, una curva maldita donde ocurren accidentes-asesinatos, el sombrero verde y la lupa de uno de los agentes y una solución nihilista que incluye la presencia de lo sobrenatural. El año pasado, el premio mayor lo recibió la vieja Alfonsa por un poema sobre los ochenta años, donde se menciona un falso regocijo por la ancianidad y el orgullo por tener un indio de yeso pegado a la pared, cuyo estado de conservación rebasa ya la edad de la propietaria.

Este año traigo un cuento común, que es medido no por su trascendencia o calidad, sino por los gruñidos del escritor talentoso-frustrado que se sienta en la parte de atrás. Miro cómo masca el tabaco y me mira a través de unas gafas color ocre, colgadas de un cordón sucio, a punto de volverse polvo. Pregúntale al polvo, digo, recordando la famosa novela de John Fante, el maestro descubierto por Bukowski. No traje un cuento del realismo sucio sino un texto vacío, que a la vez completa el ambiente repleto de la ciudad. Narra las vicisitudes de un personaje, Unomismo, en busca de su búsqueda en medio de otras búsquedas que lo buscan y lo entorpecen. El protagonista termina con un remedo de un cuento de Poe, “Wilson Wilson”, se para frente a un espejo y ve la imagen reflejada de sí y de los demás, en una carrera eterna y detenida que nada halla ni busca. El escritor talentoso-frustrado de la década del setenta ha dado un resoplido, y una porción del polvo colorado de las paredes en derrumbe y de los basureros salió en dirección de la cara pegajosa y falsa del limpiapeceras, quien me mira con la misma mirada incrédula y perdida de todos los años, esperando el aplauso de otros para ella también aplaudir.

El escritor talentoso-frustrado ha pedido la palabra y dice que mi cuento se inscribe en la tradición alemana de los dobles malévolos, sólo que en este caso no se trata de dobles, sino de triples, cuádruples y hasta el infinito. Se siente atraído e identificado y comienza a narrar un episodio suyo, ocurrido en la Casa de la Cultura de Buenavista, en la época de los cuentos grises y los jurados silenciosos y parciales. La historia versa sobre cómo distinguió entre los asistentes a aquella tertulia a un ser exactamente parecido a él y a la vez con rasgos de Poe. Una mezcla tan elocuente como sarcástica, ya que el cuento que leyó entonces versaba sobre los dobles malévolos.

Dicho esto, se calla, limitándose a los gruñidos de siempre, que son interpretados con miedo, indiferencia, atención, temblores y hasta locura por los talleristas. Llega la hora de la merienda y de la deliberación, el jurado se retira, lo integran un gordo bizco y cojo de Camajuaní que usa una camisa parecida a una bata de casa, el poeta homo santaclareño que además interpreta a un doble femenino en los actos del orgullo gay, una vieja recalcitrante y conservadora que cuenta la métrica de los versos y se jala los pelos mientras recita o critica la poesía de alguien.

Pan de Gloria se llama la masa sin sabor que nos dieron y el refresco es dulce, sólo eso, aunque se empeñen en decir que es de limón. Y gracias, dice el limpiapeceras, que ni eso se iba a conseguir; la empresa de pan y dulce del municipio está en bancarrota desde que a los panaderos les dio por comprarse cadenas de oro, casas en la playa, motocicletas, putas caras. El refresco, soft drink de los pobres oriundos, nos sabe a cocacola a esta hora de la tarde, con un sol que raja las piedras en pedacitos uniformes estilo rococó. La posibilidad de ganar el premio se ciñe a una suerte de azar que poco importa. El resultado, un papel que dice “ganador”, pasa a engrosar la pila de otros que dicen “perdedor”, “mención”, “ni siquiera mención”. La única vez que dieron mil pesos por obtener el primer puesto, el jurado le otorgó el lauro a un loco de la ciudad que colecciona palitos de paletas de helado. La repartija no trascendió los predios del sectorial de cultura, pues cuando me quejé, recibí una reprimenda por parte de la auxiliar de limpieza del local porque yo le ensucié el piso para entrar a discutir la bobería esa de los locos esos.

Ahora me da lo mismo, sé que si fuera por el escritor talentoso-frustrado de los años setenta yo fuese el ganador. Siempre busca la forma de resarcir en otros lo que él no pudo lograr a causa de la envidia, las malas impresiones y la escasez de tinta y editoriales. Me pasa por al lado y me palmea el hombro, dice que en mí hay un narrador encojonado. Empingado vaya. Un Big League. Pero que este oficio no da nada, al final la gente se va con un pasaje y la ciudadanía hasta el aeropuerto de Barajas y luego no sabe ni cómo se llama.

Pienso en Cary, dónde estará ahora, quizás botada en una de las autopistas que conducen a la Coruña, con cara de vieja desahuciada, con un tibor en la mano lleno de orine y de algunos euros mojados en la mierda y la escupitina. Pienso en el avión de Iberia que despega de Cuba y en Cary en un medio sueño, cagada en la saya, pensando en su infancia en Las Villas, cuando creyó en la literatura. Sus obras descansan en el cesto de alguna basura, con la esperanza de servir para algún menester sanitario que no filológico. No conocemos el triunfo, sino un leve sabor que se le parece, pero que en verdad amarga las papilas de nuestro cerebro, si el cerebro tuviera papilas. Pienso en Cary en ese avión, babeada, y un niño noruego que la mira desde otro asiento, niño hijo de vikingo con mulata de Habana Vieja. Pienso en la escena como prueba eterna del triunfo de lo banal sobre lo profundo, de la jinetera sobre la escritora, de lo vacío sobre lo lleno. Y veo a Cary en todos los espejos de todos los literatos del mundo, reflejada, pero perdida en una autopista.

El grito del limpiapeceras anuncia la premiación pegajosa y polvorienta, el escritor talentoso-frustrado me mira con cara de gentequelosabetodo, bajo la vista y me concentro en las baldosas de la Casa de la Cultura, verdes y de manchas amarillas ocasionales. La gente aplaude, el ruido es mecánico y alguien dice mi nombre, el premiado, el primer lugar. El limpiapeceras me felicita, ya segura de que el juicio es un juicio universal e incuestionable. Veo la cara del CVP que se desdibuja y se vuelve un trueno y desaparece en una nube de la tarde; el cuerpo prieto de la prieta que se va recitando su árbol genealógico, que nunca le servirá para ser ciudadana española. El gordo hiperlimpio acciona un mecanismo en sus uñas limpísimas y sale disparado, como un globo que se desinfla y se queda prendido en la aguja de la torre de la Iglesia Mayor, hasta que un grupo de bomberos lo rescata días después. Me han dado otro papel de “ganador” y una flor de muerto, mustia, un trozo de cake hecho con bicarbonato y una postal del día de las madres que hasta tiene una dedicación al dorso a una tal Juanadelosangeles.

El poeta homo de Santa Clara, el narrador de la bata de casa y la vieja versificadora, dan las gracias y se van sin aplausos. Cogen un carro de diez pesos hasta Camajuaní. El chofer, con cara de burla, los mira y sale a verificar si las puertas del almendrón están bien cerradas, porque le resinga que la gente se las tire, claro como el carro no es de ellos. El tareco sobreviviente arranca y deja atrás un municipio vacío y antiliterario. Un viejo gordo y sin camisa me pasa por al lado, lleva un puerco con una soga por la calle, saluda a la gente con un “qué hay” e ignora a Schopenhauer a Stendhal a Joyce. Dentro de unos años su tumba llevará la misma lápida, que usarán luego para tapar una cueva de arañas en el cementerio o el nido de las santanicas.

Llego a casa y la soledad del refrigerador me saluda, un simple huevo, dos trozos de tortilla vieja y tiesa. Me comeré este antimanjar mientras pienso qué hacer con el resto de los papeles que dicen “ganador”, “perdedor”, “mención” o “ni siquiera mención”. Qué importa, pienso en Cary y a veces pienso en mí, y pienso que yo soy Cary y Cary soy yo.

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