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La exmujer del escritor

Tú no eres tus personajes, pero tus personajes sí son tú.
Raymond Carver

De nuevo mi ex marido ha tenido una hemorragia. En un cuento de su último libro se describió rastrillando el jardín de los vecinos. Mala señal.

¿Hubiera dejado a “Vicky” para casarse con “Amanda”?. Los caracoles dicen que no. Pero el diablo son las cosas ¿Quién sabe?

“Vicky” se lo merecía. Raymond y yo estábamos ligados por una fuerza superior. Por un Destino. Ojalá le hubiera tocado a ella sufrir lo mismo que yo. Él la hubiera dejado por “Amanda” y “Amanda” también se hubiera divorciado. En el cuento, su marido ―el marido de Amanda, quiero decir― le da un ultimátum. Le dice que arregle sus cosas y se vaya de la casa, y Él (mi ex marido, el narrador) hubiera tenido que decidirse: asumir su responsabilidad. Ahora ya no podrá hacerlo. Está sentenciado a muerte y dejará el final tan abierto como lo ha dejado en casi todas sus ficciones.

Cuando empezó a salir con “Vicky”, el mundo se me desmoronó. Tomé una vela, le abrí un hueco por la parte de abajo y metí en él un papel con el nombre de la usurpadora. Después le clavé siete alfileres. Quería hacerle daño. No a Él sino a ella. No era justo lo que hacían conmigo.

Raymond y yo nos conocíamos desde que éramos niños. Vivíamos en el mismo pueblo. Fuimos a la misma escuela. Cuando nos casamos, él tenía diecinueve años y yo dieciséis. No digo yo si hubiera podido volverme loca. Lo que nadie sabe es que nunca estuve loca, sino poseída por un demonio. Por eso compré la vela y le clavé los alfileres. Todavía la tengo guardada en el cuarto de desahogo. Entonces no hizo su efecto. Ahora empezó a funcionar. Esas fuerzas misteriosas así lo quisieron: ella enviudará y Él se irá al otro mundo. No era mi deseo que a mi ex marido le pasara algo malo. Pero tampoco puedo evitarlo. En la magia negra la justicia se hace de la manera en que los poderes ocultos lo determinan. La gente paga todo, independiente- mente de para quien se haga el “trabajo”.

Dios mío. Parece que fue ayer cuando me internaron en el hospital. Me hacían tragar aquellas horribles pastillas de haloperidol. Yo esperaba día tras día su visita. Me ponía mis mejores vestidos, me maquillaba y aguardaba la hora en que empezaban a llegar los familiares. Pero no se apareció por allí en los dos meses durante los que me tuvieron encerrada. Mi hermana no sabía de Él. Yo le preguntaba y ella me respondía que se había ido de viaje. En realidad vivía su luna de miel con “Vicky”. La había conocido algunos meses antes, en otra ciudad.

Ahora me acusa de ser la culpable de todo. Por mí y por los niños nunca escribió una novela, dijo en alguna parte. Tenía que trabajar muy duro toda la semana. Los domingos se los pasaba en la oficina del Profesor pergeñando esas sórdidas historias de perdedores. En casi todas podía identificársenos: el hombre alcohólico y la mujer desencantada. Hasta que publicó el libro con que se dio a conocer al mundo.

Fue precisamente el año en que descubrió a “Vicky”. Se desentendió de nuestros hijos, y hasta dejó de beber. Nunca volvió a hacerlo mientras estuvo con ella. Para aguantar sus borracheras, estaba yo. Para las cosas bonitas, la nueva adquisición.

Los cuentos de su libro más reciente son sus primeros intentos de reivindicación a través de las palabras. Probablemente sean también los últimos.

El año pasado tuvo la primera hemorragia. Le extirparon dos tercios de su pulmón izquierdo, y este año, en la primavera, publicó las historias donde me parece que habla de nuestra vida en común. Y habla como si me conociera.

Unos dos meses después de dejarla, de irme de su lado, Molly se derrumbó. Sufrió un auténtico hundimiento (el que desde tiempo atrás venía gestándose). Su hermana se ocupó de que recibiera la asistencia necesaria. ¿Qué digo? La internaron. Tuvieron que hacerlo, dijeron. Internaron a mi mujer en un psiquiátrico. Para entonces ya yo vivía con Vicky y hacía lo posible por dejar el whisky. No pude hacer nada por Molly. Quiero decir, que ella estaba recluida, y yo aquí afuera, y que no habría podido sacarla de allí aunque hubiera querido. Pero el caso es que no quise. Estaba internada decíanporque lo necesitaba. Nadie dijo nada acerca del destino. Las cosas habían ido mucho más lejos.

Así lo explica en su cuento.

Se le ocurrió ponerme a dar volteretas frente a una escuela donde supuestamente yo trabajaba. Es mentira. Fui mesera y otras cosas más. Pero, profesora. Él pudo estudiar. Llegó hasta impartir clases en diferentes universidades. Yo no. Yo cuidaba a los niños para que él brillara.

De todas formas, ponerme a dar esas volteretas fue el recurso que encontró para hacer ver a sus lectores que yo había enloquecido. La verdad es que jamás di semejante espectáculo. Mi estado era mucho menos divertido y mucho más angustioso. Estaba como Iván Dimitrievich Gromov, el personaje de Chejov en “La sala número 6”. (Por cierto, que fue por Él que conocí los cuentos de Chejov). Me sentía como a punto de ser apresada. Igual que Dimitrievich, sabía que no había cometido delito alguno, pero me desasosegaba que me acusaran por ello. Constantemente me decía: “soy inocente, pero ¿acaso estoy a salvo de haber incurrido en alguna ilegalidad, aún sin querer, por un azar desgraciado?”.

Terror, sensación de estar continuamente vigilada. Insomnio. Alucinaciones.

Mientras tanto… Él ganando premios, compartiendo con su nueva mujer la vida que quería: ajeno a todo lo que no fuera los libros que lo estaban consagrando.

Su verdadera obra la hizo sin mí. Seguramente ayudado por ella y por ese editor que le quitaba palabras y más palabras. En mi opinión, le destrozó los cuentos, pero los que saben dicen que lo convirtió en lo que es: un grande entre los grandes.

En una de sus últimas historias habla de una visita que me hizo, antes de que el cáncer le reapareciera en el cerebro. Parecía arrepentido. Todo ese libro es un libro de arrepentimientos. Y de miedo a la muerte. Allí está “Tres rosas amarillas” para demostrarlo.

La última vez que vino a verme le dije: “Piensa que estoy muerta. Quiero que me dejes en paz. Lo que quiero es que me dejes en paz, que me olvides. Mira, tengo cuarenta y cinco años. Cuarenta y cinco, y tengo la impresión de tener cincuenta y cinco, o sesenta y cinco. Así que, déjame en paz, ¿quieres?” Él utilizó mis palabras textuales. En eso me convirtió: en su personaje.

Ahora Él se muere y nadie sabe que existo. Porque no soy sus historias sino su primera esposa: una simple mujer de la que nadie hablará. Será “Vicky” la única heredera de su gloria. Quizás hasta escriba un libro aprovechando la fama del difunto. Ella tiene la preparación para hacerlo. Mientras que yo solo existiré a través de las palabras de otros.

Ser la exmujer de un escritor duele. Es como si la retrataran a una con un lente deformado. Cualquier día alguien escribe un artículo o un ensayo o cualquier cosa con el derecho que le concede la falsa imagen que Él ha dado sobre tu persona.

Habló, por ejemplo, de la vida lamentable que podría haber llevado la mujer de un ciego. Era mi propia vida la que estaba reflejando. Figúrense, dijo, “una mujer que jamás ha podido verse a través de los ojos del hombre que ama”. Una mujer que se ha pasado día tras día sin recibir el menor cumplido de su amado. Una mujer cuyo marido jamás ha leído la expresión de su cara, ya fuera de sufrimiento o de algo mejor. Una mujer que podía o no ponerse maquillaje, ¿qué más le daba a él?”

Esa, simplemente, era yo.

Al fin y al cabo Él morirá, en el cenit de su gloria, acosado por los periodistas, lleno de premios y medallas. Y yo seguiré viviendo sin que sus palabras vuelvan a tocarme. Es cierto que el Destino puede ser modificado. Los cuentos no. “Vicky” escribirá su libro. Venderá más que nunca. Será la princesa de aquellos finales de los cuentos de hadas. Yo me quedaré en la oscuridad, en el mejor de los casos.

Como le dije la última vez que nos vimos: “Puede que algún día vuelvas a verme o puede que no. Lo de hoy no tardará en borrarse, lo sabes. Pronto volverás a sentirte mal. A lo mejor consigues una buena historia de todo esto. Pero si es así, no quiero saberlo”.

Él se alejó por la acera. Unos niños se pasaban un balón de fútbol al otro extremo de la calle. Pero no eran hijos suyos. Ni hijos míos.

Había hojas secas en todas partes, incluso en las cunetas. Miráramos donde miráramos, las veíamos a montones.

Deberían hacer algo al respecto, pensó. Deberían tomarse la molestia de coger un rastrillo y dejar esto como es debido.

Y eso, eso mismo estoy pensando metafóricamente yo.

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