La diáspora (2984)
Es 2984. La sociedad se ha quebrado por completo bajo un poder faraónico. La población penal supera a la civil y la doble moral es la moral común. La gente usa nombres de guerra para evitar sus verdaderas personalidades. Los cazadores acosan a los ciudadanos para limar cualquier aspereza política. Es en este escenario que aparece un hombre llamado Moisés. Viene con un mensaje incomprensible, a la usanza del antiguo profeta. Se acerca a la bahía en bote con farolito en la proa y permanece allí como única oposición directa. Se le escucha pedir, día y noche, algo imposible para los tiempos. Algo capaz de trastornarlo todo. Es en este escenario que un magnicida se propone acabar con la vida de Faraón. Para ello deberá vivir los días de una moderna cárcel y conocer a un vidente enamoradizo, la única persona capaz de decirle dónde y cómo será más efectiva su tarea. Es en este escenario que Iósif, hombre del oficialismo, se enamora de Griétsiya, una enfermera desenfadada con un futuro prometedor. Y por si fuera poco, Aleksej, un decepcionado más, empina el codo de principio a fin mientras carga con su propio alambique por una ciudad que se va volviendo, a propósito, un sitio para animales…
FRAGMENTO DE LA DIÁSPORA (2984)
De no estar borracho hubiera visto un solo periódico con un titular en letras rojas: “Liberado de sus funciones por meritoria labor”. Sin embargo, vio dos hojas, las palabras se le volvieron una sopa de letras, a la botella acostada tan cómodamente a su lado le salió una aureola, y para colmo, por delante le sonreían dos cines, dos taquillas y dos rubias.
Prefirió las rubias porque era imposible que los cines y las taquillas tuvieran esa carcajada que él estaba viendo. ¿Sería culpa de los tragos a solas, de esa maldita botella que hablaba y que tenía un alma dentro?
«Hola, yo-mismo», habló al frasco.
El reflejo de su rostro hizo un mohín y le dijo «hola, estúpido».
«Más estúpido eres tú», ripostó él con la botella cogida por el cuello, «a ver, dime, ¿eres feliz?»
El vidrio hizo una mueca de repudio.
«Nieto de prostituta», volvió a insultar Aleksej, «tú eres el nieto de prostituta más lindo del mundo».
Su propio rostro, devuelto por la transparencia verdosa, no repuso insultos, solo hizo señales para que él mirase lo que tenía detrás. Las dos rubias se contonearon en dirección al cine. Aleksej volvió a la botella. «Esos sí son dos buenos culos», dijo, y el alma del frasco sonrió con malicia.
«No mereces nada. Estás borracho y eres un puerco, miserable zángano, no te atrevas a buscarte lío por esta poca cosa».
«No me jodas, yo-mismo, acuérdate de aquella ingeniera».
«No era una ingeniera. Era una estatua».
«Sí, un poco rígida, a la verdad».
«¿Un poco? Mármol puro».
«¿Qué dices? ¿Olvidas que soy escultor? ¿Cómo voy a confundir el mármol?»
«Estas dos son reales».
«Solo una es real, la otra es culpa tuya».
«Maldito borracho».
Las rubias se perdieron en el interior del cine y reaparecieron en la taquilla.
«Me quieren, no me quieren…», mencionó Aleksej en tanto las señalaba continuamente con un índice sucio. Le resultaba difícil dejar de mirarlas, ¿por qué no podían hacerse amigos? Quiso ponerse de pie y casi lo consigue a la primera, los pantalones estaban cubiertos por un vómito brillante.
«Lo que uno hace por un culo», gritó a las rubias y estas lanzaron una mirada furiosa.
Aleksej no hizo caso, más bien luchó por acercarse entre tambaleos a la taquilla y dijo como si reclamara un tique: «Un culo, por favor».
Las rubias volvieron a sostener la mirada del borracho y se mantuvieron ecuánimes en tanto apretaban un botón y el flash de una cámara denunciaba fotografías desde dentro.
«¿Cuánto dinero valen vuestros culos?», continuó Aleksej, decidido a todo. «No sé si me alcanzará para dos», propuso sin importarle los flashazos.
En el rostro de las mujeres, ahora sí, fue apareciendo el asco por aquello que tenían delante. Ambas, incluso, trataron de hojear documentos recién extraídos de un portafolio en busca de otro punto de concentración.
«Arriba, vendan un culo, ya las he soportado bastante», repitió Aleksej, horrorizado por la demora. «Ustedes no me conocen, cuando digo un culo, es un culo».
Las rubias intentaron leer al unísono el periódico. Trataron, sobre todo, de centrar la atención en la noticia encabezada con la frase “Liberado de sus funciones por meritoria labor”, mientras Aleksej se iba en exigencias amenazadoras.
«Después quieren propina», decía el borracho con tremendo escándalo. «¡Venga! ¡A vender culos! ¿Dónde se ha visto?»
Al otro lado de la reja de la taquilla la impertinencia obstaculizaba la lectura cada cierto número de palabras. Las mujeres, llenas de repugnancia, por ejemplo, acababan de leer “El ejecutivo se había desempeñado hasta la fecha como honorable Supervisor en Jefe del rascacielos azul oscuro” cuando Aleksej soltó una de sus frases más rotundas: «Tanta demora por un culo gordo». Las mujeres lo trataron de obviar nuevamente e incorporaron a sus procedimientos de concentración una lectura en voz alta del artículo: «Por méritos personales se convierte en el principal candidato para más de diez jefaturas diferentes, sin contar la oficina de Atención al Público y la de Quejas y Explicaciones». El periódico también pormenorizaba las virtudes del ejecutivo y su vínculo con otro trabajador igualmente destronado, pero Aleksej se volvía insoportable y chillaba con insistencia.
«Una estafa, una estafa, ¡a mí me dijeron que aquí se vendían culos!», decía Aleksej.
De no estar borracho ni siquiera se hubiera acercado a la taquilla, pero lo estaba a más no poder. Para colmo, le dio por meterse a través de los barrotes para arrebatar el periódico a las dos rubias. Solo así pudo ver cómo las mujeres perdían el aguante al mismo tiempo, se levantaban a dúo y salían. Las observó ajustarse en la acera con los puños crispados y el cabello suelto. Las dos lucían una inquieta posición de asalto para arremeter en su contra. Dos patadas le hicieron dar unas cuantas vueltas en el aire. Cuatro manos lo sostuvieron por la pechera y lo elevaron, un par de ellas golpearon juntas el mentón. Las patadas siguientes fueron en el piso y luego las piernas lo empujaron a la calle, barriendo de algún modo el asfalto con su indumentaria. Tarde, en el último rebote, comprendió que todas las rubias golpean tan rabiosamente como pueden. «No vuelvas a interrumpir», lo reprendieron ambas después de los leñazos, mientras él luchaba por espantar las mosquitas de luz que daban vueltas a su alrededor.
Los golpes lo habían acercado nuevamente a la botella y ahora la tenía aprisionada entre sus manos, a unos metros del contén. El vidrio estaba frío y verdoso como siempre. Algo en la superficie del frasco se aclaró de pronto. Cuando alzó la vista pasaba lo imposible: las rubias se reunían en un solo cuerpo.
«Ahora será una sola», dijo finalmente a la botella, «pero te juro que a mí me cayeron en pandilla».
Orlando Andrade. San Germán, Holguín, 1978. Poeta y narrador
Ha publicado: Parcos, atroces y dementes (novela, Ed. Holguín, 2010), La piel de la madera (poesía, Ediciones Holguín, 2012), Ellos cantaron Happy Birthday (cuento, Ed. Sed de Belleza, 2014), Mesyè Prezidan (novela, Ed. Oriente, 2014) y La diáspora (2984) (novela, Ed. Bokeh, 2015). Mantiene inédita su cuarta novela Ensayo beat para Liana Bird.