La vi por primera vez durante el inicio de mi striptease. Apareció de pronto, justo entre los Androides y yo, interrumpiendo mi espectáculo. Ella me sonrió, mientras las aureolas de sus senos atravesaban su ropa y crecían gráciles, delicadas. Era un truco viejo, sin embargo lo hizo con una solemnidad que embriagaba. Los Androides la observaron excitados, dejaron de concentrarse en mi danza. Yo entonces me quité el vestido y bajé de la mesa flotante, decidida a opacarla, al tiempo que mis invitados gritaban y silbaban, complacidos con el inesperado espectáculo.
Liberé mi cabello; lo espoleé durante varios segundos. Luego me coloqué de espaldas a los Androides, puse las manos en mis glúteos y los separé con furia, mirando fijamente a la odiosa visitante. Las exclamaciones se elevaron, motivadas, acaso, por el erótico vaivén de la Desconocida, que se alejó de mí, todavía sonriente.
Quise pensar que la situación no era más que una burla, una magia, pero la Extraña —entregada de pronto a las caricias iniciales de los Androides— no me lo permitió. Boquiabierta, inmóvil, la vi ocupar mi sitio; vi cómo saltó sobre mi mesa, cómo le lanzó su ropa a las manos que se estiraban hacia ella, en busca de una recompensa. No le asombró las mordidas que deshilaron sus encajes, solo se inclinó, despacio, como una serpiente, hacia su propia entrepierna humedecida. Bajo el asombro de los Androides se succionó los labios mayores, abiertos de antemano por sus larguísimas uñas. Con toda intención —labios contra labios—, para dilacerar quizá el absoluto silencio, colocó en su propia abertura un beso sonoro que se tornó violento, errático, al prolongarse la impúdica caricia.
Los Androides, en un rugido mutuo, derribaron la mesa y cayeron encima de ella. Desesperados, mordieron su nuca larga, lamieron sus senos, le apretaron los muslos, penetraron su vulva, uno tras otro. Parecían un descalabro de energía, una explosión de átomos enloquecidos.
Recogí mi vestido, liberada de mi estupor, y caminé hacia la puerta. Antes de salir miré a la Usurpadora. Descubrí una exigua belleza en su cuerpo, sus ojos, sus ademanes, pero seguí de largo, odiándola, hasta tropezar con los centelleos del alba.
La Desconocida apareció de nuevo en el momento que un Cyborg me poseía desenfrenado e invocaba al deseo en la lengua de alguna galaxia remota. Abrió una de las puertas virtuales que estaban en la pared y se nos acercó. Yo, automáticamente, cerré los ojos y bajé la cabeza: me dejé llevar por las embestidas del Cyborg, que aumentaron, supongo, gracias a la presencia de la hermosa Extraña. El Cyborg y la Desconocida intercambiaron miradas, dialectos, sonidos guturales que traté de aminorar con mis gemidos. Escuché la risa de la Entrometida, sus preguntas indiscretas, el sonido de su ropa cayendo al suelo, pero no abrí los ojos. Quería deslumbrar al Cyborg, enloquecerlo, conquistarlo con mis jadeos y mis movimientos de cadera, quería que eyaculara dentro de mí antes de someterse al encanto de la Extraña maldita. Pero mi rival era más fuerte. Nada superaría al magnetismo perfecto que destilaron sus poros. Ni mis gemidos en el estilo de los hologramas comerciales, ni mis poses elásticas, prohibidas, copiadas de los sitios más oscuros de la ciberpornografía. Nada. Tuve que aceptar la humillación de ver cómo ella, sin pronunciar palabra alguna, hechizaba al Cyborg. Cómo se quedó suspendida en el aire, consciente de su preeminencia, y separó las piernas.
El Cyborg permaneció inmóvil, ensimismado, hasta el agresivo momento en que ella, toda contorsionada, en un truco para mí desconocido, se introdujo un brazo en la vulva y asomó varios dedos por su boca entreabierta. Entonces el Cyborg retiró su extensión de mi cuerpo y corrió hacia la Forastera. Ella le ofreció su ombligo, esfínter inmaculado, y él lo penetró, violentamente. En un principio el miembro quedó atascado en la red de sangre y nervios rotos, pero después se introdujo, vigoroso, hasta el fondo del círculo, al tiempo que la Desconocida exhalaba murmullos retóricos.
No intenté moverme de mi sitio: temía que la Desconocida me doblegara con su gracia. Ella me miraba, seria. Yo le devolvía la mirada, mientras buscaba en las fibras de mi mente el por qué una mujer tan ideal, evidentemente venida de otro universo y con una tecnología sensorial superior a la mía se dedicaba a robar mis víctimas. Algo había en ella de burla, de superioridad; y algo, también, de mí misma, no sé si en sus ojos, en su forma de moverse o gemir. Algo me impulsaba a creer que teníamos puntos comunes, que habitábamos el mismo cuerpo.
El dúo finalmente se redujo a una misma contracción, a un mismo desconcierto de fluidos. Esperé calmada por el último zarpazo de la eyaculación. Esperé —ya convencida de que la Extraña deseaba alguna cosa de mí— por la partida del Cyborg. Entonces me le acerqué. Seguía flotando en el aire, las piernas cruzadas, el cabello por encima de los muslos. Sonreía. Lo que en un inicio fue contención, silencio, se me convirtió en temeridad. ¿Qué quieres de mí?, le pregunté, irritada. Me miró con curiosidad, sin dejar de reír. Acto seguido inclinó la cabeza y se limpió los labios y el mentón con los dedos de su mano izquierda. Luego la estiró hacia mí. Las gotas de semen, reavivadas por su magia, caían de sus dedos. Observé aquel goteo aplacado, subyugante. ¿No quieres?, me dijo malévola, insidiosa, sé que tienes hambre. No quería rebajarme a tanto. No quería aceptar la compasión del verdugo, pero las gotas densas resbalaban, muy cerca de mí… Lamí hambrienta, satisfecha, la longitud de cada dedo. Limpié, bajo la expresión desafiante de sus cejas, toda la humedad de su mano. Cuando ya me creía dichosa, sentí la cercanía de su rostro perfecto. Su lengua dura se abrió paso a través de mis labios, que creí impenetrables, y que cedieron totalmente ante el dulzor imprevisto. Mi lengua, ahora ansiosa, también buscó, cayó garganta abajo mientras la Desconocida regurgitaba generosas oleadas de esperma que bebí presurosa hasta caer al suelo, hastiada. Antes de cerrar los ojos escuché, con un acento muy semejante al ruido que hacen los hoyos negros, la inequívoca voz de la Extraña: yo solo quiero tu cuerpo.
El temor, a partir de esa noche, se diseminó por mis venas. Pasé muchas noches sin cazar, aterrada por la idea de encontrármela en el momento más inesperado. Luego comprendí, a pesar de mi miedo, que debía enfrentarla, luchar contra ella. Debía llenarme de valor, intentar derrotarla, aunque pareciera improbable.
Me la volví a encontrar en la entrada de un túnel. El Alienígena que iba a mi lado se mantuvo sereno los primeros instantes. Después, al comprender nuestras miradas hostiles, se alejó, lanzando gruñidos inconsolables. Permanecimos largos minutos observándonos, casi sin pestañear. Yo veía en su rostro el optimismo de la victoria, la euforia de lo logrado. Cualquier palabra, cualquier gesto, hubiera sido inútil: me sabía amenazada.
Tomé impulso y salté contra ella, pero su mano derecha me arrastró hacia el interior del túnel. Una vez dentro, risueña siempre, la respiración entrecortada, hizo desaparecer su vestido inteligente, embadurnado —qué raro— del olor que desprendía mi piel en las noches de vigilia. Esperó a que me levantara.
La ataqué de nuevo, sin esperanzas de vencer. Una de sus uñas rasgó los tirantes de mi vestido viejo y mis senos latieron, engañados tal vez por el instinto y el miedo. Ella lo percibió… Fue un estremecimiento que nos dejó exhaustas, así, de pronto. Me cubrí con una mano y adopté una pose defensiva. No se replegó, todo lo contrario, ¿deseaba que fuera hacia su cuerpo, cada vez más caliente, etéreo? Sentí un deseo de morder su pecho hasta llegar al corazón. Eso hice. Me le abalancé, entre gritos y empujones. Ella me recibió; lanzó un gemido mientras la mordía y la arañaba. Después me agarró por los hombros y me inclinó hacia abajo. Sus muslos me oprimieron la cabeza, ondularon sobre mí. Su sabor interno aumentó mi rabia, mi hambre insatisfecha, de modo que continué succionándola. Ella insistía en un jadeo inconstante. La estaba venciendo, era mi víctima, me lo demostraban sus movimientos, el blanco color de su piel, que se iba apagando, apagando.
Pero confiar en mis percepciones, evidentemente, fue mi mayor error. Tras mi ataque más profundo, que provocó espasmos y diluvios en el centro de su vientre, caí de espaldas al suelo, con todo su cuerpo encima de mí. Su rostro se detuvo cerca de mi rostro. Me miró con un fervor que yo ya conocía. No podía moverme, sentía el peso de su cuerpo sobre mí. De nuevo me transformaba —era duro pensarlo— en la verdadera víctima. No obstante, sentí que su belleza me era necesaria, que la deseaba solo para mí. Mordió dulcemente mi boca, succionó mis labios; me dejé guiar por su lengua. Experimenté, mientras apagaba mi ansiedad en su garganta, mientras mi piel temblaba bajo sus uñas, mientras su pubis rozaba mi pubis, la lujuria de nuestros cuerpos, el estallido del instinto, una ambigüedad que me reblandecía y me cerraba los ojos.
Al otro día desperté asustada, con dolor en la espalda. No quedaban señales de la Desconocida, solo una acumulación de su olor, que era ya, en verdad, mi propio olor. Recogí mi vestido, me lo puse, y uní los tirantes rotos con un nudo. El reflejo de la mañana entraba por la boca del túnel, me iluminaba los pies, que nunca llegaron a estar descalzos a pesar de la violencia y la excitación.
Taconeé hacia la salida. La ciudad emergía de las luces doradas del alba, se entregaba al misterio cotidiano. Demoré varias semanas en aceptar mi nueva condición. Un cambio radical se dibujó en mi mente, mi cuerpo. Un instinto desconocido me convertía en una criatura nueva. Ya no buscaba el alma vital, la concentración de vida que encontraba en la esperma. Ahora buscaba cuerpos suaves, tiernos, cuerpos de mujer. Los cazaba en las noches, en los clubes del hiperespacio, en las salidas de los agujeros de gusano, en los temblorosos pasillos de los placeres virtuales. A veces —con la idea de una venganza— me dedicaba a buscar a la hermosa Desconocida. Perseguía en cada imagen el recuerdo de su figura. Sabía que era cuestión de tiempo y suerte. En algún momento ella aparecería, durante una lluvia de estrellas, y entonces la convertiría en víctima para después apropiarme de su cuerpo.
Aún la sigo buscando.