Si la cotorra hablara, se dijo el capitán investigador cuando descubrió al animalito prendido de sus patas en el umbral de la jaula abierta, con las plumas alborotadas, temeroso y hambriento, aunque eso sí, muy callado. ¿Motivos? Era, presumiblemente, el único testigo de un asesinato. Porque los animales también se traumatizan y ese era el caso de la cotorra que, según se averiguó, respondía al nombre de Tita y acompañaba a la víctima en condición de amiga inseparable.
¿La víctima? Bueno, allí estaba aún, apuñalada cuando menos tres veces en el pecho y el cuello, en medio de un manchón de sangre seca, pues se prefirió no levantar el cadáver hasta tanto se hicieran los trazados sobre el piso y recogieran los vidrios dispersos del vaso que sostenía entre las manos y se deshizo al caer, con el que tal vez intentó defenderse. Pero todo estaba demasiado impreciso para hilvanar conclusiones. Ahora lo fundamental era acopiar evidencias para el laboratorio, esperar los resultados de la autopsia y hallar el arma homicida.
La sospecha de que algo extraño ocurría surgió cuando dos ancianas se alarmaron de que “la señora de la esquina” llevaba dos días sin salir a realizar sus caminatas matinales y algo podía haberle sucedido. No se equivocaron. El color negruzco de la sangre, la incipiente fetidez, y la temperatura y rigidez del cuerpo, permitían al capitán suponer que habían transcurrido entre 24 y 36 horas de la muerte, o lo que es igual, que el crimen se había cometido en la mañana del día anterior.
Rosario Pérez Alemán, 71 años, viuda, sin hijos ni parientes conocidos, condición económica holgada, anotó el capitán. Y aunque no lo escribió, pensó que debió ser una mujer muy bella en su juventud, pues conservaba un perfil bien delineado, su cabello era abundante y el rostro estaba apenas surcado por arrugas. Vestía un mono deportivo de confección impecable y elegantes sandalias. Esta señora no se dejaba caer y todavía disfrutaba su imagen ante el espejo, murmuró para sí.
En el vecindario, le contaron, se la veía cada mañana, sobre las nueve y media y después de desayunar, salir a caminar, muy cuidadosa del aspecto, el pelo recogido y el paso largo, poco habladora, siempre tarareando alguna melodía, acompañada de su cotorra, que tampoco hablaba —al menos en la calle. Este paseo se le vio darlo aun bajo la lluvia, en cuyo caso se encasquetaba un vistoso sombrerito, y ella afirmaba que sin él no podía iniciar sus actividades domésticas diarias, que no debían ser demasiadas. También le comentaron sobre la afición de Doña Rosario por la música, que a veces se escuchaba a decenas de metros de distancia, por lo que, cuando menos, debía padecer principio de sordera, única justificación para tan alto volumen en dama de su educación. Aunque estas aseveraciones no superaban el nivel de “comentarios”, dado que ninguno de los vecinos dijo haber puesto jamás los pies en esa morada. Casasola y desconfiada, solitaria pero no triste, anotó en su agenda. Al cabo de escuchar tales opiniones encontró acertado el calificativo de excéntrica que uno de ellos le endilgó. Sí, la señora tenía algo de excéntrica, de curiosa y agradablemente excéntrica. Lamentó no haberla conocido, le hubiera resultado simpática, y la imaginó bajo la lluvia o el sol matinal, con la cotorra al hombro. Sonrió.
La casa, esta casa, permanecía ligeramente apartada de las demás. Era la última de la cuadra. Nadie llegaba hasta allí de paso, solo se accedía hasta el final con el propósito de visitarla. Y visitas, le aseguraron, recibía muy pocas… o ninguna. Era la suya una construcción sólida, en un barrio cuyo desarrollo se había detenido treinta años atrás, a consecuencia de un proceso de transformaciones políticas y sociales que señalaron el camino del exilio a muchos terra y casatenientes. Sin embargo, el matrimonio de don Alberto Calderón Mendoza y la señora Rosario se ajustó el cinturón y halló la manera de seguir viviendo con sus habituales comodidades. Don Alberto fue un hombre inteligente y aunque este dato lo conocería el capitán solo días después —una vez resuelto el caso— invirtió la totalidad de sus ganancias como empresario jabonero en la compra de piedras preciosas, perlas, para ser más exactos, que nunca se devalúan en el mercado.
Cuando él murió tres años atrás, ella prosiguió su vida habitual. Nunca se les escuchó discutir ni andarse con ostentaciones, aseguró un vecino (chismoso el hombre, se dijo el capitán). Entonces quedó ella como depositaria única del secreto escondite de las perlas que, comercializadas cuando era necesario, le daban para vivir sin preocupaciones económicas, como hasta ahora, siempre que se guardara del vicio de la indiscreción y mantuviera el asunto del origen de su fortuna en el resbaladizo terreno de las conjeturas.
En soledad con su música y su cotorra, la señora Rosy (le comentaron que así la llamaba su difunto marido) parecía feliz. La imaginó de ojos grises (sí, en efecto ese era su color, comprobó después por una fotografía) y mirada burlona (también se lo corroboró otra instantánea del álbum familiar), dejándose tomar de la mano para bajar un escalón, aunque manteniendo alejado a cualquier pretendiente interesado en acompañarla durante la que, por la condición física y esbeltez de la dama, hacía pensar sería una larga y bella vejez.
-¡Qué pena! Escuchó el capitán en más de una ocasión, mientras retiraban el cuerpo en una bolsa oscura, como si el vecindario le expresara a él sus condolencias, esos mismos vecinos que si bien no la apreciaban de un modo especial, aceptaban que doña Rosario era una persona con distinción, una dama en el sentido estricto de la palabra. O una bella dama, como alguno dijo a la manera de honroso comentario.
Consideró lo triste de su oficio, entre cadáveres y asesinos, y halló consuelo en el servicio que podía prestar a la sociedad si atrapaba al culpable. Después de todo por eso soy policía, se dijo, y cambió de pensamientos cuando descubrió al teniente observándolo, porque seguramente tendría cara de estar ausente, quién sabe dónde, y no en la escena de un crimen por resolver.
Las evidencias indicaban que alguien había penetrado en la casa y robado. Pero ese “alguien” no violentó puertas ni ventanas, de manera que engañó a Doña Rosario, quien le franqueó el paso, luego descubrió las reales intenciones del individuo y este se vio “obligado” a matarla. Todo estaba vuelto de revés, sin miramientos. El fondo rasgado de los muebles, las gavetas desencajadas, los cuadros ladeados, la alfombra fuera de lugar. Doña Rosario se espantaría de verlo, con lo bonita que tenía su casa. Y sin embargo, el capitán sentía que el ladrón no había hallado lo que buscaba. Escuchó entonces el pregón del vendedor de legumbres y tuvo una de esas brillantes corazonadas de su vida (esta le reportaría una felicitación). Se explicó así un detalle suelto: en el cesto de los desperdicios yacía un ramo de flores marchitas y otro aún fresco ocupaba el jarrón de la sala. Nadie se lo comentó, pero estaba seguro de que a la señora Rosario le gustaban las flores y solía comprarlas. Estas del jarrón dorado, rosas amarillas, tendrían apenas dos días de cortadas. ¿Las compraría ella en la mañana cuando fue asesinada?
– Teniente, indague si ayer pasó un vendedor de flores y si se vio a la occisa comprarle un ramo de rosas.
El subordinado se movió de inmediato y entre los curiosos que se apiñaban junto a la verja de entrada, ahora protegida por una cinta de seguridad, comenzó a preguntar. Una persona (¡vaya intuición la del capitán!) confirmó que la vio hablar con el florero y dio las señas del hombre, cuya presencia era habitual en la zona y Doña Rosario una de sus clientes.
En menos de cuatro horas consiguió el nombre del florero e indagó en su pasado. Le montó vigilancia y decidió dejarlo dormir tranquilo. Era ya demasiado tarde y en la mañana continuaría la investigación. Esta noche se llegaría al estadio y vería el juego de pelota. ¡Para que nadie le contara después! Y se marchó a la casa, conducido por el teniente, se duchó, comió algo frío e insípido en solitario, y se acostó temprano a pensar en el caso. Sin darse cuenta se quedó dormido y ni tan siquiera vio la transmisión del juego por la televisión.
Cuando Arnaldo Valdés Valdés presentó sus manos para ser esposado mostraba el rostro de un hombre verdaderamente sorprendido. Y aún lo reflejaba cuando se le sentó ante el capitán investigador y escuchó que tenían pruebas de asesinato contra él. En verdad, en aquellos momentos el capitán suponía más que sabía, porque las huellas levantadas estaban en proceso de identificación y el cuchillo del homicida —seguro el mismo utilizado para cortar los tallos demasiado largos de las flores— no estaba localizado. Aún así, se arriesgó en un interrogatorio atrevido.
El detenido aceptó su presencia en la casa de Doña Rosario, a quien vendió un ramo de rosas; aceptó también un vaso de agua y nada más. Luego se marchó, y hoy por la mañana me acabo de enterar de su muerte, fueron sus palabras, pronunciadas con seguridad.
Entonces el policía tuvo otra de sus ideas brillantes (¡oh, qué cabeza la suya!) y pidió le trajeran la cotorra, que alimentada y descansada, se hallaba en la habitación contigua, a la espera de un nuevo dueño. Tan pronto se vieron, ave y detenido reaccionaron. Ella se espantó y encolerizó, en ese orden. Él se encolerizó y después se espantó. ¡Debí matarte, desgraciada!, escapó de sus labios.
La cotorra voló, trató de escapar, no halló ventana abierta y muy decidida se posó en la mesa del capitán, de donde saltó a la cabeza del detenido. Allí le aplicó un picotazo feroz en la explanada de su calva y, como quien no ha concluido, se cagó, así en estos términos, sobre ella. Solo que al hacerlo, él sintió cómo además de las deyecciones acuosas, corrían por su rostro, una, dos, tres cuentas, que rodaron encima de la mesa hasta detenerse frente a las manos del capitán, quien las tomó con un papel, limpió y descubrió nada menos que tres perlas deliciosas. ¡Debían costar un dineral!
El registro minucioso practicado en la cocina de Doña Rosario permitió hallar las perlas en la bolsa donde guardaba el maíz seco para Tita, que solitaria y hambrienta se sirvió por sí misma del bulto. Las demás, en cifra apreciable, permanecían allí. ¿Quién iba a imaginar tal escondite?
Semanas después, al recibir una felicitación, el capitán Miguel Ángel Calvo, un mulato de apellido bien hispánico, aún conservaba en su apartamento de hombre divorciado a la cotorra, que ahora lo acompañaba, en tanto él, nada menos que él, daba curso a infructuosas y personales gestiones para encontrar una esposa dispuesta a resistir esa soledad a la cual suele condenarse un policía con aguzado olfato profesional.