UNO
En el prólogo a su novela El reino de este mundo, Alejo Carpentier realizó un singular ajuste de cuentas con la estética surrealista y su propio pasado intelectual. Su amigo, el poeta francés Robert Desnos, lo había presentado ante el gremio presidido por André Breton en el París de los años 30, y fue invitado por éste a colaborar con el principal órgano del grupo: La revolución surrealista.
Ese prólogo fue una especie de manifiesto personal en el que el autor cubano expresó con énfasis su nuevo credo americano, erigido como contraposición al tratamiento que en el Viejo Continente estaba teniendo la creación artística y literaria, vinculada a las categorías estéticas de lo extraordinario, lo sobrenatural y lo maravilloso. La tesis que allí se emite, con motivo de la publicación de una novela contextualizada en un ámbito latinoamericano y caribeño, es altamente sui generis.
De lo que se trataba en esencia, era de justificar un salto geográfico de tal magnitud y lugar que, alejándonos de Europa, lograra un cambio fundamental de cosmovisión y circunstancia para el creador de formación u origen europeo, el cual lo fijara a otra tradición literaria e idiomática; a un folklore, a una tradición oral, a una naturaleza irredenta, a otra historia y otro tipo de sociedad. Carpentier esperaba que ese desplazamiento radical traería consigo inevitables consecuencias teóricas —a la hora de explicar y relacionarnos con la literatura y el arte, o al referirnos a la propia Europa—, al poner de manifiesto la crisis que rondaba allí a la creación, ya fuera en su vertiente realista, o subreal. Es decir, el escritor intentaba superar el viejo pensamiento cultural y literario, del cual, él mismo había sido parte, y en el que fuera rigurosamente formado, por medio de la relocalización definitiva de su obra y pensamiento en un nuevo contexto latinoamericano.
En América, un continente recién abierto a la investigación teórica y a la literatura, se nos entregaría la extraordinaria posibilidad de expresar un realismo de nueva hechura; un realismo ideado para ser contrafigura de la vieja y abstracta razón estética de la que pecaba Occidente. Europa, ante los ojos de Carpentier, era un continente lastrado por presupuestos estéticos excesivamente intelectuales, los cuales, debido a una larga tradición mental, distorsionaban y oscurecían los espontáneos vínculos del pensamiento con la vida. Europa sufría así de un metódico racionalismo de raíz cartesiana, que perdía cada vez más fuerza ante al vitalismo sin ribetes que portaban los mundos recién emergidos. América se convertía, de hecho, en una región donde el significado sociocultural del mito y el valor virtual que poseen lo sobrenatural y lo maravilloso, podría llegar a ser completamente reformulados por el artista.
Refiriéndose, en el citado prólogo, a su viaje a Haití, realizado en los años 40 del siglo pasado, y a su estancia en la mítica ciudadela de La Ferrière, nos cuenta el escritor, devenido en emisor de una singular propuesta estética:
“Había respirado la atmósfera creada por Henri Christopher, monarca de increíbles empeños, mucho más sorprendente que todos los reyes crueles inventados por los surrealistas, muy afectos a tiranías imaginarias, aunque no padecidas”.
Para sentenciar a continuación: “A cada paso hallaba lo real maravilloso.”
Carpentier proponía, paradójicamente fiel a su formación intelectual y a su deuda personal con los surrealistas, resolver, en el Nuevo Mundo, el dilema que ese movimiento estético se había propuesto en Europa en el período de entreguerras: redefinir desde una realidad abierta a la imaginación, el marco fundamental de acción del hombre así como el significado objetivo de su creación. Su crítica al surrealismo no consistía necesariamente en una negación de sus postulados doctrinales básicos. Era, más bien, la crítica a una época desprovista, por la excesiva cotidianidad de sus eventos, de toda grandeza, de toda circunstancia maravillosa, y, sobre todo, carente de un tipo de ser humano que, en la plenitud de sus recursos, fuera capaz de percibir lo sobrenatural, lo inaudito, para convertirlo en sustancia de su creación y presencia en el mundo. El escritor nos vuelve a decir en su despiadada crítica a la imaginación europea:
“Lo maravilloso, obtenido como trucos de prestidigitación, reuniendo objetos que para nada suelen encontrarse: la vieja y embustera historia del encuentro fortuito del paraguas y de la máquina de coser sobre una mesa de disección, generador de las cucharas de armiño, los caracoles en el taxi pluvioso, la cabeza de león en la pelvis de una viuda, de las exposiciones surrealistas. O, todavía, lo maravilloso literario: el rey de la Julieta de Sade, el supermacho de Jarry, el monje de Lewis, la utilería escalofriante de la novela negra inglesa: fantasmas, sacerdotes emparedados, licantropías, manos clavadas sobre la puerta de un castillo. Pero, a fuerza de querer suscitar lo maravilloso a todo trance, los taumaturgos se hacen burócratas”.
DOS
Lo que a todas luces se puede apreciar en Europa es el predominio de la tradición cultural sobre la creación literaria. Los originales vínculos del pensamiento con la vida pasan allí a través del filtro de una civilización milenaria, y de una razón y una psicología educadas por siglos de formación filosófica. Incluso pretendiendo el artista o el intelectual, el realismo estético o el naturalismo filosófico, no puede el pensamiento abordar la realidad si no es mediante pautas y paradigmas teóricos previamente configurados. Sobre todo en Francia, el enorme peso de la tradición literaria, hace sentir sus imperativos efectos sobre el lenguaje. Por eso, a la hora en que el creador de lengua francesa pretende innovar, no puede dejar, en la práctica, de repetirse.
Esos fueron, en cierto grado, los problemas a los que se enfrentó el movimiento surrealista, entendidos como cuestiones correlativas a la cultura humana. Mas, el retorno a la imaginación libérrima y al fundamento gregario de la poesía, no fueron meras propuestas de intelectuales ociosos, concebidas para un domingo de esparcimiento. Eran, por el contrario, intentos de rehabilitación de formas fundamentales de actividad cultural desgraciadamente perdidas, donde al hombre le fuera permitido reencontrarse con sus semejantes en la dimensión sublime del amor y la virtud del arte. Un reencuentro con la naturaleza, concebido, además, como ingenuidad y como asombro. Un destino humano no ajeno a la grandeza que hay en la comprensión de lo maravilloso, y una intelección estética nacida del encontronazo con lo extraordinario. Para los surrealistas, la crisis de la imaginación fabulosa era la crisis del hombre, de su civilización.
El surrealismo fue un gran proyecto humanista surgido en los primeros años de la primera postguerra europea, a escaso tiempo del acceso del fascismo en Italia y el nazismo en Alemania, tiranías que sí fueron padecidas por ellos, y donde más de un surrealista sufrió persecución y muerte en los nefastos tiempos de “los reyes crueles” y la ocupación militar de Francia. El fascismo engendró tortuosas pesadillas y legó a la humanidad todo el horror que puede haber en una memoria de cadáveres calcinados.
Aunque no siempre la actitud de Carpentier fue tan negativa frente al legado estético y moral de sus antiguos correligionarios, curiosamente, en otras ocasiones, fue apologético. Pero, llevado en el citado prólogo a expresar con énfasis su nuevo credo americano, como solución a los dilemas que, en Europa, los mismos surrealistas admitían difíciles de solventar, se dejó tentar por la debilidad que padecen todos los manifiestos, y fue en él demasiado humoral y categórico.
De algún modo, los surrealistas, por paradoja, en su manifiesto afán de querer “cambiar la vida”, deslindaron con más fuerza las diferencias sustantivas que separan al arte y al pensamiento de la vida. El arte, la poesía, conforman un nivel de las relaciones del hombre con su entorno, modos de una actividad, aunque existen otras. Y es verdad que el arte, concebido en estricto, no “cambia la vida”; sin embargo, puede cambiarnos la vida al dedicarnos a él en nuestra humana dimensión individual. Hay un realismo posible del mismo modo que hay un arte posible, que está llamado a capturar las esencias del mundo y ahondar en nuestras relaciones con él. El arte, aunque no puede crear lo absoluto, puede dar privilegiado testimonio de nuestra creencia en lo absoluto, como la esfera primada del espíritu; como concepción comunicada al resto de los hombres, de aquello que fue un día el sueño, la pesadilla, o la obsesión del artista.
El arte, es una relación en específico con la naturaleza motivada por un propósito: encontrar un significado capital de la existencia, como respuesta a la finitud de la vida individual. El arte original se encuentra, por ende, muy ligado al problema universal de la salvación personal. En la Modernidad el arte opera desde el mismo lugar que fuera ocupado, en antiguas épocas, por el mito. El arte es una suerte de sacerdocio, condición desde la cual el artista comulga frente al mundo y reinstaura, sólo por un momento, al mito. Pero el arte no es mise en scène, es la misa original, rediviva, plasmada en tiempos de la soledad original de los apóstoles. Por eso es que se entiende,