El músico se sentó sobre un escaño de hierro. Estaba en el parque de Livinio. Reposó su cuerpo delgado allí, por placer. Una vez sosiego, se puso a elevar la conciencia. A solas sintió los silencios. Esto lo rejuvenecía, lo colmaba. De concordia, cerró los ojos para atraer la armonía a su aura. Nada lo perturbaba ni el vaivén del desconsuelo. Desde lo interno, maduraba con pasividad, permanecía en la serenidad.
De a poco, Ignacio, como así se llamaba este artista, imaginó unos fantasmas de hielo. Los creyó danzando por los tejados. Esta pericia tan inhabitual, le parecía curiosa. A ellos, los vislumbraba vaporosos en medio del oscurecer.
Sobre lo fabuloso, cada uno de estos seres, se divertía de lo lindo. En compañía, iban y venían por entre la atmósfera. Todos en grupo, brincaban con plena libertad. En cuanto al cantor, pudo entreverlos a través de sus espejismos.
Ya con el paso del frío; volvió a su presente, abrió las vistas. Allí mismo, se supo más lúcido. Delató a los pueblerinos vespertinos, con ansias, quienes no paraban pulular por los senderos. De modo que él promovió un poco de bondad para ellos, les brindó la sonrisa. Casualmente a una negra de ojos pardos, vestida con sedas; le rumoreó pronto tres de sus versos, radiantes de pájaros susceptibles. Ella, por lo humilde, asintió el piropo y sonrojada se fue yendo hasta su casa.
Más adelante del destino, Ignacio influenció la esperanza en esa gente melancólica. De repente, sacó su guitarra de marfil. Parco, la puso sobre su pierna izquierda. Con maestría empezó a afinar las cuerdas. Lo hizo con delicadeza. Fue soltando a la vez sus manos. Las movía con precisión. Según lo acompasado, rasgó una que otra tonada para oír la exactitud de la música. Paulatinamente vibró en los sonidos, que fue ensayando, concertando.
Una vez estuvo preparado, se dispuso a tocar una melodía aguda. Esta nació penetrante por lo perfecto de la partitura. Los arpegios fueron creciendo y transmitiendo emanaciones purpúreas. Entre la calidez de lo inspirado, las muchachas y hombres de los alrededores se emocionaron con esta serenata.
Cada nota resurgida, la figuraron como un río estelar. Ellos, se hallaron en una satisfacción increíble. Tanto que los asistentes más viejos lo circundaron con admiración. Y él, contento en su arte, les siguió ofrendando su resplandor de aquelarre.
Sobre lo consecuente; cuando acabó de abrir la velada, resolvió puntear y cantar esta rapsodia tan suya:
-Nosotros somos del firmamento. Allá, nadamos en la verdad. En sus aguas azules, nos tendemos para curar las dolencias. Mansamente limpiamos la sangre. Rescatamos el cuerpo natural. La mentalidad a la vez oleamos. Por lo ceniciento, ascendemos hacia las alturas del nirvana. Nosotros somos sibilantes. Con esfuerzo, superamos las tempestades. De oleaje a espacio, nos transmutamos en lo sagrado. Suavemente los rostros ablandamos. Nos hacemos piadosos con la experiencia. Más en libertad navegamos. Nosotros somos de la infinidad.
Mientras, las madres y los señores, quienes gozaban de su voz, se animaron a alzar las palmas. Cada quien fue aplaudiendo en coro. De providencia, prendieron un jolgorio. Al ímpetu de lo eufórico, se pusieron de pie. Los unos batieron los sombreros en tanto que los otros bambolearon los pañuelos. Eso la estaban pasando bueno. En colectividad, la mayoría se fraternizaron con emotividad.
Según lo rumboso, los fantasmas se dieron cuenta del evento y entonces bajaron hasta donde ellos. Por allí, manifestaron sus formas etéreas. De seguido, saludaron a las damas y las convidaron a fantasear y los hombres asediaron a las fantasmas para abrazarse. De este modo, los humanos con los espíritus nocturnos, empezaron a convivir.
Y el músico Ignacio, no paró de rasguear la guitarra. Por medio de su pulsión acústica; influenció lo desconocido, que fue hacerle sentir lo imposible a su pueblo menesteroso.