“… y el salvaje pesar, y el sudor sangriento,
nadie lo sabe tan bien como yo:
pues el que vive más de una vida
más muertes que una debe morir.”
Oscar Wilde.
Aquella mañana, desperté convencida de que era igual a Frida Kahlo.
Tenía sus mismos ojos bajo las pestañas indígenas. El mismo pelo, como un manto de la noche.
Me faltaba una pierna.
Mi columna estaba rota: había tenido un accidente en un tranvía cuando era tan joven que apenas podía descubrir mi futuro. Desde entonces me hallaba postrada en una cama, encarcelada dentro de un corsé que masticaba mis esperanzas. Buscaba a un hijo. Amaba a Diego.
Yo era igual a Frida Kahlo. Dibujaba sus cuadros, sus monos, sus miedos. Diego y yo nos habíamos reconciliado un centenar de veces. No nos comprendíamos. Tampoco dejamos nunca de amarnos. Era una forma rara, lo reconozco, pero al menos era…
Aquella mañana desperté convencida de que yo era una Frida portentosa.
Cuando me asomé al espejo, supe que mi presentimiento era cierto: mi reflejo lo confirmaba y allí estaba yo, toda Frida, con un sonrisa cortada en la boca y los ojos tristes de una perra. Mis pestañas parecían alas de un pájaro. Mi cuerpo estaba inmovilizado por ataduras de la carne, pero en mi útero confluía el axis mundi.
Miré hacia mi cintura, y entonces descubrí que podía ver a través de mi cuerpo.
Miré cada trozo de mi forma: mis órganos, mis huesos, adornados con lazos y cintas de colores inagotables.
Vi mi columna: estaba desgajada en trocitos sin forma.
Pero, aun así, yo era Frida Kahlo. Frida, y no otra criatura.
Aquel ser que un día fui ya no importa. No existió nunca mi nombre. No viví jamás otra vida donde tenía el sueño de escribir sobre una mujer loca que se creía Frida. No odié a los monos ni a los colores estrafalarios. No le tuve miedo a la muerte. No huí de la sombra. Mi madre no me contó las historias de una paloma convertida en princesa. Soy Frida y mis historias son otras…
Con una mueca de alivio, me miro frente al espejo y juego a morderme los ojos. Me digo: Frida, Frida, Frida. Quiero aprender mi nuevo nombre.
Comienzo a pintar. Me parece tan simple —cuando antes el menor trazo resultaba inabarcable— que dibujo la cama, el espejo, las paredes y hasta mi propio cuerpo. Cubro cada espacio con mi nuevo rostro. Soy las dos Fridas. Soy la columna rota. Soy autorretrato. Mi cuerpo es el centro de la tierra: todo nace y se nutre de mí.
Durante décadas, vivo siendo Frida. La gente corre a mi encuentro y me pide autógrafos. Traen las copias de mis cuadros y quieren que las firme. Vienen todos a mi cuarto y me preguntan cosas idiotas. Quieren saber sobre la muerte, quieren saber cómo es ser Frida, quieren saber quién se esconde bajo mis cejas de pájaro herido.
Pero, al cabo de algunos años, me aburro de ser Frida.
Quiero volver a ser yo, retornar a mi antigua forma, a lo conocido. Sueño con despertar y ver que tengo dos piernas. Que escribo sobre una mujer que se creía Frida. Tengo la certeza terrible de volver a abrir los ojos con la sensación de ser yo misma nuevamente.
Despertar una mañana, y saber que no soy igual a Frida Kahlo…
Pero, aunque sueño, todavía tengo la columna rota.