Narrativa

La choza embrujada

Casa embrujada

Efigenio salió bien temprano aquella mañana, con sus botas de sembrar arroz llenas de fango y la camisa remendada en la espalda. Apretó bien fuerte la soga que servía de cinto, entre las dos únicas trabillas que conservaba el pantalón, se acomodó el sombrero, miró al cielo y se persignó. Con los primeros destellos de la amanecida tomó el camino real, llevaba su machete afilado y el pecho oprimido por las dudas. La gente comentó que quería ser el héroe, acabar con las maldiciones y que lo respetasen aún más. Eso decían aunque, en realidad, nadie supo qué motivo lo llevó allí, porque siempre restó importancia a las habladurías. Pero Chico, un adolescente medio alocado, lo vio torcer por el trillo que conduce a la choza y corrió al caserío a contárselo a todos.

—Efigenio jamás temió a vivos ni a muertos —dice el dependiente—. Varias veces se enredó a golpes y hasta a machetazos por líos de mujeres. Cuando él opinaba sobre cualquier tema, el resto callaba. En toda La Vigía y los alrededores no había macho que lo enfrentara, por temor a una reyerta en la que de seguro saldrían perdiendo.

—¿Y su esposa? ¿Qué contó ella? —pregunta el joven recién llegado de la ciudad.

El dependiente sirve aguardiente en los vasos de Esmundo y Florencio, se retira a guardar la botella vacía y regresa con otra.

—¿Tú eres el esposo de la niña de los Altunaga? —Florencio le pregunta al joven.

—Sí, yo mismo.

—¡Linda la niña!, con todo respeto.

El joven hurga en su cartera en busca de un billete para pagar y se queda mirando la foto de su esposa. Repara en sus bellas facciones y la larga cabellera azabache que le contrasta con la piel blanca y los ojos claros.

—Sí, usted tiene razón, mi esposa es bella como pocas mujeres.

—¿Y a qué te dedicas?

—Mi nombre es Alberto Valdés. Soy escritor –le extiende la mano.

—¡Escritor! –Florencio acepta el saludo— ¿Y qué viniste a hacer a estos montes? Digo, si se puede saber…

—El amor… El amor lo puede todo. ¿No dicen así?

Florencio no responde, bebe y se queda mirando al vaso. El dependiente se para frente al joven y retoma el relato:

—Dicen que la esposa de Efigenio, al ver que él no regresaba, recogió sus cosas y se largó. Nadie la vio partir, pero todo el mundo afirma eso, lo mismo dijeron de las esposas de Álvarez y de Diosdado.

—¿Álvarez? ¿Diosdado? –pregunta el joven.

—Sí, Primero desapareció Salustiano Ponte… Este siempre fue un tipo raro, apenas se le veía por el caserío y decía cosas que nadie comprendía. La gente dice que fue a la choza embrujada, pero nadie sabe si es cierto. Luego Álvarez, después Diosdado y ahora Efigenio. De estos tres si se sabe que fueron a esa choza a desenmascarar el misterio. Salustiano era soltero, pero las esposas de los otros tres, se fueron de por acá y jamás se ha sabido de ellas. Se piensa que partieron al desaparecer sus maridos, pero la verdad es que nadie las vio ir.

—¿Por qué no reunimos una comitiva y vamos a esa maldita choza a investigar de una vez qué es lo que ocurre allí? –propone el joven, exaltado.

—Ni muerto voy allá –el dependiente se separa del mostrador y se persigna.

—¿Usted quiere morirse en plena luna de miel? –dice Esmundo, empinándose medio vaso de ron.

—No le tengo miedo a los fantasmas –afirma el joven.

—Eso mismito decía Efigenio –agrega el dependiente.

—¿Pero nunca se ha sabido nada de los desaparecidos?

Un relámpago estremece la tarde. Se remueven las columnas y los largueros que conforman el esqueleto forrado con pencas de guano, que funge como techo. Cuando regresa la calma, el dependiente dice:

—A Álvarez y a Diosdado, al cabo de varios meses, los hallaron en el fondo de una laguna que en invierno siempre se seca, llenos de heridas por el cuello, como si un vampiro les hubiera chupado la sangre.

—¡Jesús! –se persigna Diosdado.

A Esmundo se le eriza toda la piel.

—¿Y las mujeres? –pregunta el joven.

—A esas sí que nadie las ha visto jamás, ni a Efigenio tampoco, aunque muchos tienen la esperanza de que cuando llegue la época de seca, aparezca en la laguna.

Esmundo y Florencio se miran, beben el trago apurados. El dependiente les sirve más. Sujeta la botella con ambas manos, pues el sudor la hace resbalar.

Efigenio iba todas las tardes a beber al bar del caserío y regresaba a su casa cerca de la medianoche, nunca por el camino real; prefería tomar un atajo para llegar más rápido, iluminado solo por la luna y las estrellas, como única compañía su machete y la canción que tarareara en ese momento. Su ruta pasaba más o menos a un kilómetro de la famosa choza. En varias ocasiones, Efigenio se detuvo y aguzó el oído, pues creyó escuchar gritos espeluznantes, y hasta música de una guitarra, detrás de los árboles que cubrían la choza. Después de varios segundos sin poder identificar los sonidos, apretaba la empuñadura de su machete y proseguía la marcha.

Al llegar a casa, su mujer lo esperaba dispuesta al amor, porque a pesar de los tragos y su mal genio, siempre fue muy tierno con ella, jamás le alzó la voz y mucho menos pensó en pegarle. Ella se acostaba con una bata muy fina y sin ropas íntimas. Él se aseaba siempre antes de ir a la cama y la colmaba de caricias delicadas, solo creíbles para quien las presenciara. El hombre rudo a la hora de hablar y actuar en cualquier sitio, junto a su esposa se transformaba en el caballero más gentil y enamorado del universo. Después de repetidos orgasmos, dormían extasiados hasta escuchar el canto de los gallos.

Esa mañana Efigenio se empinó un jarro con leche de la cántara y salió a trabajar antes de que saliera el sol. Era sábado y, apenas comenzar las labores, sintió un dolor en la cintura y regresó en busca de una pastilla. Sus hijos estaban de vacaciones en casa de un hermano en la capital; y Margarita, su esposa, pasaba sola todo el día. Efigenio revisó cada palmo de la casa y no encontró a su mujer. Parado en el portal, gritó varias veces sin respuesta alguna. Fue al cuarto y abrió el escaparate, revisó todos sus vestidos y notó la ausencia de uno de ellos. Un hormigueo le subió desde los pies y le hizo un nudo en la garganta. Varios días atrás, vino a la casa a media mañana y Margarita tampoco estaba; pero él le restó importancia al asunto, pensó que quizás ella andaba por los alrededores, echándoles comida a los animales o recogiendo frutas. Efigenio afiló bien el machete, lo elevó en su diestra y con la yema de los dedos rozó el borde para comprobar el filo. Partió a buscarla sin rumbo fijo.

—¿Y desde cuándo existe esa casa embrujada? —pregunta el joven, mientras gira el vaso con una mano y sostiene el cigarrillo con la otra.

—La choza siempre ha estado ahí —explica el dependiente—. En ella vivía Matías, un viejo ermitaño al que la esposa y la hija abandonaron desde joven y jamás tuvo otra mujer.

—Y ese tal Matías… —interrumpe el joven— ¿Qué fue de él?

—Matías murió aquí mismito en el bar. Alguien le comentó que había visto a su hija en la ciudad y le dio un dolor en el pecho. Enseguida buscaron al médico, pero no resistió el infarto.

—A lo mejor en la choza vive su espíritu —acota Esmundo.

—Eso son payasadas —dice el joven, bebe y pide otro doble.

—Hace dos años —continúa el dependiente—, cuando el último ciclón, volaron los techos de la mayoría de las casas, hasta la de Hipólito, que el pobre perdió a la esposa, a la hija y un hermano; después de eso vendió la finca y se fue bien lejos con lo que le quedó de familia. Además de él, muchos otros se fueron de por acá huyéndole a los temporales y al recuerdo de sus muertos; y quién sabe si no también a ser víctima de la choza embrujada. Fueron casi dos días de ciclón y a esa choza el viento no le arrancó ni una penca de guano. Dicen que está protegida por demonios… Y debe ser cierto, porque a cada rato se escuchan gritos, como si estuviesen torturando a alguien, otras veces parece que sacrifican animales, y en ocasiones da la idea de que practican una orgía, por el escándalo y la música rara que se escucha.

—¿Cuándo fue la última vez que se escucharon esos gritos? —se interesa el jóven.

—Hace un par de meses está en silencio, pero cuando el viento se pone del sur, llega un mal olor horrible.

Florencio y Esmundo se persignan. El estruendo de un relámpago los hace saltar del asiento.

Otro relámpago. El cielo se oscurece hasta casi parecer de noche, en plenas tres y media de la tarde.

—Mejor me voy, antes que llegue la lluvia —se despide Esmundo.

—Yo te sigo, compadre —lo imita Florencio.

Ambos montan sus caballos y se alejan a galope.

El dependiente se recuesta a la barra y le habla en voz baja al joven:

—Acérquese, para que no nos escuchen ni los espíritus… No sabría decirle por qué, pero no me gusta lo que está ocurriendo y le aconsejo que no se meta donde no lo llaman. Esos que han ido a la choza y no regresaron, son de los bravos de verdad.

El joven se empina lo que queda en el vaso y se pone de pie. Le extiende la mano al dependiente y se despide:

—Cualquier día de estos iré… Y regresaré aquí para contarle, amigo —eleva el vaso y bebe lo que queda en él—. A lo mejor hasta de eso escribo una novela… ¿Quiere apostar?

—¡Qué Dios lo acompañe!

A los veinte minutos de camino, Efigenio se detuvo: una intuición lo arrastró hacia el sendero que conducía a la choza embrujada. ¿Qué hago aquí?, ¿qué puede hacer mi esposa en ese lugar?, se preguntó en silencio varias veces. Casi desiste, pero una fuerza incontrolable movió sus pies en esa dirección. Mientras caminaba, recordó todas las habladurías de la gente, que si un ser de otro planeta, un espíritu del más allá o un lugar de sacrificio de animales para el ritual de dioses o demonios. Los más letrados decían que los gritos eran semejantes a los de un vampiro. Él jamás creyó en ninguno de esos cuentos. Cuando estaba cerca, desenfundó el machete y lo apretó fuerte entre sus manos. Dio un rodeo y se ocultó a unos cincuenta metros de la choza. Gritos y el estruendo de vidrios rotos, provocaron un salto en su estómago. La choza quedó en silencio unos segundos, luego risas y voces. Los murmullos que llegaron a sus oídos no confirmaron ninguna de las sospechas. No pudo identificar los sonidos, pero parecía no haber problemas. Se acercó más, despacio y en silencio. Tropezó y casi se cae; había una cruz de madera clavada en el suelo, donde la tierra forma una elevación irregular, Efigenio pensó enseguida en una tumba, miró atentamente a su alrededor, y a escasos diez metros, casi dentro del montecito, había otra cruz e irregularidad idéntica a esa. Respiró profundo y continúo hasta llegar a gachas bajo una ventana entreabierta. Sintió quejidos de sexo. Se paró a un costado y muy lentamente se asomó por la rendija. Quedó perplejo al descubrir la escena: el único mueble que existía era una cama amplia, sin sábanas, con el colchón forrado de sacos. En las paredes no había adornos, salvo una escopeta colgada de un clavo. Temblaron sus piernas. Sobre la cama, el Doctor Salustiano Ponte, en cueros, arrodillado, lamiéndole el sexo a la mismísima Margarita, también desnuda, jadeante. Efigenio no supo qué hacer, si saltar y amachetearlos o regresar y empacar las pertenencias de ella para que se largara de la casa. En lo que su mente decidía, ella se colocó de bruces y él por detrás, acariciándole nalgas y espalda. Efigenio no pudo soportar la humillación y saltó por la ventana en el momento preciso que Salustiano proporcionaba una mordida feroz en el cuello y arremetía la verga por el ano, provocando que escapara de la dama un chillido aterrador, de dolor y placer. Mientras Efigenio degollaba de un tajo a su mujer, Salustiano Ponte apretó el gatillo; y bastó solo un instante para que Efigenio le cercenara el cuello antes de caer abatido por el proyectil que penetró por su frente. Los tres quedaron tendidos sobre la cama.

Lázaro Alfonso Díaz Cala. La Habana, 1970.

Miembro de la UNEAC. Poeta, narrador y haijín. Ha obtenido varios premios nacionales e internacionales, y publicado más de una veintena de libros de diversos géneros en Cuba, España, Estados Unidos, Colombia y México, entre los que destacan: En cada tiempo y en cada lugar (Premio DAVID 2011 narrativa juvenil) Ediciones Unión 2012, Donde amores hubo, cuentos quedan (Premio de Narrativa Regino Boti 2018) Editorial El Mar y la Montaña 2022, Por distintas aceras (Premio nacional de Poesía Adelaida del Mármol 2019) Ediciones Holguín 2022. Parte de su obra ha sido incluida en una veintena de compilaciones de narrativa, poesía y haiku, en Cuba y España. Como compilador, ha publicado: El silencio de los cristales, cuentos sobre la emigración cubana, Ediciones Unión 2018, El sabor de la luz, adolescentes cubanos del siglo XXI, Editorial José Martí 2021, y la novela colectiva Mirar, sufrir, gozar… La Habana, Editorial Primigenios, Estados Unidos, 2022.