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La chica del tiempo

Rainy Minta

-¿A qué hora hemos quedado?

-No pusimos una hora fija. Esto de viajar atendiendo solicitudes…es complicado y deben entenderlo.

-¿Dónde vamos esta vez?

-África.

Cuando Lucía recibía una solicitud para acudir, solía venir acompañada de los billetes, un séquito de guardias de seguridad, la figura de Ministro sobre asuntos y comercios meteorológicos acordados por su gobierno, el cónsul del gobierno del país que reclamaba sus servicios, la documentación sobre el acuerdo pertinente que versaba sobre su seguridad e integridad física, además de una persona de su plena confianza que solía ser su esposo, (abogado especialista en derecho internacional público y medio ambiente).

La vida de Lucía había cambiado por completo desde que se descubrió a sí misma. Llevaba casi cinco años casada cuando fue consciente de que podía controlar el tiempo.

Se acercaba la primavera. El invierno en su lugar de residencia había sido extrañamente seco y en todos los medios de comunicación alertaban del peligro inminente de la falta de lluvia. En los espacios meteorológicos de cada cadena de televisión aparecían las imágenes de los mapas alertando del peligro. Los embalses de agua rozaban el mínimo porcentaje de capacidad de almacenaje. Los animales, especialmente en la zona sur, en la que ya se anunciaron restricciones importantes sobre el uso del agua canalizada, comenzaban a morir.

Una tarde, después de la sobremesa y las noticias de las tres del mediodía, iniciado el espacio televisivo dedicado a información sobre el futuro inmediato de la meteorología, volvían esas imágenes indeseables de la falta de agua por todas las partes del territorio nacional.

Lucía, que permanecía sentada en su sillón color teja, sintió un profundo, hueco e inhumano dolor cuya carrera posterior daba el pistoletazo de salida por los pies ascendiéndole rápidamente por las extremidades inferiores. Aquella  llama  acalorada quemaba su piel hasta llegar a su cabeza.

El acto reflejo más inmediato: llorar.

La impotencia que le transmitía la información le invadió el cuerpo y su acaloramiento interior aumentó de grados a la vez que las lágrimas brotaban de sus ojos sin control.

Se levantó de su acomodo y se dirigió hacia la mesa del comedor. Situada a cuarenta centímetros de los ventanales del balcón, donde disponía de alojamiento perpetuo un paquete de servilletas de papel.  Agarró una y cuál fue su sorpresa al ver que la lluvia cogía fuerzas. Las gotas eran gruesas, de esas que al chocar contra el suelo, desértico de la falta de agua, dejan un círculo perfecto y ancho parecido a un sol.

Su llanto paró de inmediato ante la extrañeza. Acabó de recoger lo poco que quedaba en sus mejillas con la servilleta que le había robado al servilletero y salió a la calle.

El espacio meteorológico predecía sol, sol radiante toda la semana. Sol de primavera. Viento fresco pero acompañado de sol. ¿Cómo era posible que lloviese de un momento a otro sin haberlo siquiera percibido?, se preguntaba mientras extendía sus brazos dándole la bienvenida a la lluvia.

Ese fue el primer día que Lucía, sin saberlo, controlaría el tiempo.

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