La chica del lunar
Para Rebeca y Lorenzo
La muerte de una mujer bella es…
el tema más poético del mundo.
Edgar Allan Poe
«Filosofía de la composición»
Siempre había considerado que era muy, muy
peligroso vivir, aunque solo fuera un día.
Virginia Woolf
La señora Dalloway
1
Estaba escrito que ese día de Babalú Ayé iba a perderme la extraordinaria noticia. Tengo la costumbre de enterarme de las cosas buenas tardíamente. De las malas, en cambio, soy de los primeros. Es la desventaja de ser policía. No me enteré al mediodía, cuando los dos presidentes anunciaron simultáneamente su decisión de reanudar las relaciones diplomáticas rotas medio siglo atrás. A esa hora, cuando mucha gente en esta isla estaba frente a un televisor, yo andaba de un lado para otro, rastreando una pista.
Ese miércoles frío y húmedo, después de escuchar el parte policial diario, mi intención era quedarme abrigado y cómodo en la oficina, revisando casos pendientes. En eso estaba, saboreando la segunda taza de café, cuando la operadora de la centralita me pasó una llamada del teniente René Dueñas, de la Policía Técnica Investigativa de Remedios. Escuché un «Hola, Hernán» y enseguida un estornudo junto al teléfono que casi me rompe el tímpano. René dijo que tenía un casito entre manos, que me estaba enviando el informe por e-mail y preguntó si podía pasar a verme en una hora. Le respondí que siempre era bienvenido y que me trajera algo bueno de Remedios: uno de esos paquetes de camarones o de colas de langosta destinados a la exportación que unos pillos hurtan de la base pesquera de Caibarién y a veces terminan confiscados por policías sagaces. René se hizo el sordo. Como si no se zampara sus buenos enchilados de decomisados camarones y langostas. Cuando colgué, el café estaba frío.
El e-mail eran siete líneas redactadas en ese estilo impersonal con que los policías acostumbramos a describir los dramas y tragedias de la gente común. Daniel Díaz Quiñónez, natural de y domiciliado en Remedios, de piel blanca, cabellos negros y ojos marrones había desaparecido cuatro días antes, el sábado trece de diciembre. La nota añadía que era casado, había cumplido cuarenta y seis y medía un metro ochenta. Díaz era ingeniero civil y se desempeñaba como jefe técnico de una empresa de proyectos. La desaparición la había reportado Elena Ayala, la esposa, cuando pasaron cuarenta y ocho horas sin noticias del eclipsado cónyuge.
René se apareció a las nueve y media. Entró jadeando en la oficina, nos estrechamos las manos, se dejó caer sobre la silla de plástico y las patas se desparramaron un poco más de lo habitual. René es un tipo corpulento de cara esférica que se mueve con esa agilidad improbable de algunos gordos. Le tomó unos instantes sentirse a gusto, moviendo las caderas hasta que encontró una posición que a su espalda no parecía molestarle demasiado. Quise saber por qué teníamos que meter las narices en un brete remediano.
—Hernán, el ingeniero desapareció aquí, en Santa Clara. Vino a una reunión en la logia el sábado pasado y desde entonces nadie lo ha visto ni él se ha comunicado con su mujer. Un chofer de Remedios confirmó que lo trajo aquí ese día, y que lo dejó en la terminal a eso de las diez de la mañana.
Le pregunté de qué logia estaba hablando.
—La Progreso, esa que está en Zayas. Llamé a la logia y un tal Ramírez me confirmó que el ingeniero asistió a una reunión ese sábado. La reunión terminó a las doce y media. Hasta ahí llega la pista.
Pedí café por el intercomunicador y René preguntó si podía fumar. Cuando dejé el vicio colgué un cartelito en la puerta de la oficina: «No fume aquí». Y otro adentro, grande y visible, con agresivas letras rojas sobre fondo blanco: «Prohibido Fumar». René sabe leer, pero hay gente que se niega a aceptar lo que le muestran sus ojos y su cerebro. Como si los letreros y las señales estuvieran donde están por capricho, o en simple función decorativa. Los hay que ven la señal de «Pare» y la interpretan como «Siga». Y luego uno se sorprende de los desmadres de este mundo. Le aseguré que podía fumar, porque René me cae bien, y cuando no tiene suficiente nicotina en la sangre se pone ansioso y no piensa con claridad. Abrí la ventana para desalojar el humo y del patio interior de la Unidad me llegó un bofetón húmedo de quince grados.
—Hernán, hemos buscado al jodido ingeniero en todas partes. En Remedios no está, de eso puedes estar seguro. Averiguamos con Salud Pública y no hay nadie con ese nombre ingresado en ningún hospital del país. Identificación y Control asegura que el ingeniero no se ha hospedado en ningún hotel, al menos no con su carné de identidad, ni aparece en los registros de los hostales autorizados. Inmigración nos aseguró que ningún ciudadano con ese nombre salió legalmente del país en los últimos tres meses.
Parecía agobiado por la búsqueda inútil. Se reclinó en la silla y temí que terminara su historia desde el piso. La silla resistió y René removió el trasero hasta recuperar el aliento.
—Hernán, el ingeniero es el último heredero de una de las familias más antiguas de Remedios. Rafael, su abuelo por parte de padre, juraba que el primero de la familia llegó a esta puñetera isla con la gente de Vasco Porcallo de Figueroa. Imagínate, quinientos años de historia familiar. ¿Qué hay de tu familia, compañero? ¿Desde cuándo hay Fragas en este país?
Le respondí que no tenía la menor idea, ni me importaba un carajo.
—Los Díaz se las daban de aristócratas, pero no tenían título de nobleza. ¿Qué conde o qué marqués que se respete iba a vivir en Remedios? En este país, la aristocracia vivía en La Habana, hasta en Camagüey, o en París. Eso sí, los Díaz eran gente de plata. Tenían fincas, eran propietarios de casas en el barrio del Carmen y de una farmacia en la calle Margalis, al doblar del Louvre. Los siquitrillaron, pero algo les quedó. La casona familiar en Independencia, a una cuadra de la plaza Martí. Y el ingeniero heredó de su padre un Chevrolet Bel Air del cincuenta y seis que es una joyita.
Sacó un pañuelo del bolsillo trasero de su pantalón y se sopló la nariz con fuerza.
—Los padres del ingeniero murieron en un accidente en el setenta y tres, en ese tren que se descarriló y se cayó de un puente a la salida de Santa Clara y se mató un cojonal de gente. El ingeniero tenía cinco años cuando se quedó huérfano. Lo criaron los abuelos. El abuelo Rafael Díaz se murió hace dos años y la abuela Consuelo está perdida en el llano, dicen que tiene Alzheimer. Los otros parientes cercanos del ingeniero eran Herminia, una tía abuela solterona que hace años se fue para España, y su tío Juan Manuel Díaz, un pediatra que salió por Camarioca con el primer sálvese quien pueda. La vieja Herminia era famosa en Remedios por las tertulias que daba en su casa. Aquello se llenaba de gente rara, Hernán. Tú sabes: poetas, travestis, maricones. Esa gente.
Heidy, mi joven ayudante, entró y colocó la bandeja con las tazas en el único espacio disponible sobre mi buró. Heidy es linda, con ese rostro de frente ligeramente abombada, nariz respingona y boca generosa. Tiene un cuerpo de bailarina, la piel canela y veinticuatro años. Hace unos días quiso saber de quién había heredado yo el color de los ojos, a medio camino entre el marrón y el verde. Ella los tiene oscuros y misteriosos. Me sonrió, le devolví la sonrisa, y salió sin dedicarle la menor atención a mi corpulento colega.
—El ingeniero es el último de los mohicanos, Hernán. Con él termina la dinastía, porque la mujer le salió estéril. Le han hecho de todo, la trataron en La Habana y nada. Pero en Remedios los jodedores dicen que el problema es el ingeniero, que tiene el semen aguado.
Los dos sonreímos. René hizo una pausa para tomar su café y me tomé la tercera taza del día. El médico me recomendó rebajar a la mitad las ingestiones diarias de café, porque padezco de gastritis. También debo dejar el ron por un tiempo, porque mi hígado se resiste a procesar las diarias libaciones etílicas, especialmente las más copiosas de fines de semana. En el apartamento colgué un letrero que me ayuda a cumplir esa prescripción: «Quien bebe alcohol vive menos… Menos estresado, menos preocupado, menos triste y menos amargado». Cualquiera que beba sabe que después de media botella de ron este mundo deja de ser un lugar ancho y ajeno, feo y hostil.
—La empresa de Díaz hizo el proyecto del pedraplén. Ahora hay un lío porque unos puentes se están cayendo y dicen que fue por el diseño. El ingeniero se defiende que fue por la mala calidad del material. Vino una comisión técnica de La Habana y todavía no han dicho de quién es la responsabilidad, pero la cosa está en candela. Imagínate que los turistas pueden pensar que ese pedraplén no es seguro. Y más ahora, con ese puente que se cayó en Moa.
Miró el cigarro, que casi le quemaba los dedos. Con un esfuerzo, se inclinó hacia delante para aplastarlo en el platillo de la taza. Se enderezó, abrió su maletín y extrajo un file muy arrugado.
—Aquí está el informe, con la declaración de la mujer y la del chofer. Y una foto del ingeniero, en colores. El muerto les toca a ustedes, porque fue en esta fea ciudad donde vieron al ingeniero la última vez. No sé si tienes alguna pregunta.
—¿No tiene celular ese ingeniero? ¿Hablaron del asunto con ETECSA?
—Después del viernes su celular está apagado o se le gastó la batería. No hay cómo localizarlo por ahí.
Le comenté que iba a plantearle el caso a Delmiro y respondió que su jefe ya había coordinado con mi jefe. Cuando salimos le prometió a la muchacha de la centralita que iba a invitarla a las parrandas. Ella sonrió, pero la sonrisa era para mí.
En el estacionamiento, René se detuvo unos instantes a contemplar un cielo cubierto y melancólico.
—No sé por qué, Hernán, pero este caso me huele mal.
Le dije que, si le olía mal, era porque el ingeniero ya era cadáver de varios días.
—No creas, ya pensé en eso. A lo mejor se lo echaron.
Nos despedimos con otro apretón de manos. Se introdujo con dificultad en el asiento del Lada y me dedicó un saludo con su mano regordeta antes de encender otro cigarro y salir hacia la carretera. Entonces fui donde el coronel Delmiro y me confirmó que estaba al tanto.
—Ulises me llamó y me pidió que le tiráramos un cabo con el ingeniero ese. Estoy seguro de que ese tipo se fue del país, Hernán. A esta hora debe estar tomándose una cerveza en Miami Beach, o comiéndose un sándwich cubano en el Versalles de la calle Ocho. Pero mira a ver qué puedes averiguar.
Regresé a la oficina a leer el informe. El chofer, Emilio Mendoza, había confirmado que el ingeniero fue uno de sus pasajeros en el primer viaje a Santa Clara del sábado trece, y que lo desembarcó en la piquera intermunicipal. En la declaración de la esposa constaba que el día de su desaparición el ingeniero vestía camisa azul y pantalón negro y calzaba botines también negros. Se protegía del frío con una chaqueta de algodón, color azul de Prusia, y cargaba un maletín de mano, de esos que sirven para guardar documentos. Tomé algunas notas y decidí empezar con Ramírez, el hermano masón. Lo llamé y acordamos vernos a las once en la logia Progreso.
Manuel Quintero Pérez. Santa Clara, 1951
Manuel Quintero Pérez es ingeniero y periodista, y desde 1979 ha sido funcionario de organismos internacionales, residiendo en México, Ecuador y Suiza. Además de numerosos artículos de prensa ha publicado, entre otros, los ensayos El Papa en Cuba: la lectura (des)interesada de la prensa (Ediciones CLAI, Quito, 1998) y ¿Tribunas de la verdad? El Telégrafo en la crisis bancaria de 1999 (Oveja Perdida, Quito, 2005); es coautor de dos biografías de personalidades ecuménicas latinoamericanas; y de los libros de relatos La casa del pozo sagrado (Círculo Rojo,2017) y Tarde de Suerte (Círculo Rojo, 2018). Su novela La chica del lunar ganó el premio nacional de novela negra Fantoche 2018.