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La casa, el mundo y el desierto

EVOCACIONES DE UNA HABANA LÁNGUIDA E INFORME (PRÓLOGO)

Desde las páginas de esta noveleta, los personajes nos animan a leer y a percibir el mundo, con “los sentidos del alma; los ojos del alma, la nariz y la boca, del alma”. Y es así, precisamente, que escribe la autora: desde el alma, desde la raíz, con el conocimiento absoluto de la alquimia literaria fraguada a fuego lento con sus lecturas y referentes, con sus amados autores y pintores y músicos, con una cubanía que es más universal cuanto más específica. Casi se percibe el aroma de aquel ajiaco de Fernando Ortiz, en la mezcla de infinitos ingredientes, especialmente cuando los hermanos mencionan a Cloe, como parte de uno de sus persistentes rituales, los “moros y cristianos, lechón asado, ensalada de estación, tomates en lecho de col, lechuga y rábanos, yuca con mojo y chicharrones”. De la imaginación culinaria a la creación y de ahí a la sabiduría, este viaje que se nos propone no es ni más ni menos que la alucinada zambullida en aquella cubanidad anhelada. La historia, fragmentada, por supuesto, prescinde de fechas o referencias evidentes, pero está ahí, palpitante, el corazón de la Isla.

La acción transcurre en los “años finales y casi últimos pataleteos de este siglo, en una Habana lánguida e informe”. La casona es un hogar “fuera del tiempo y al margen del mundo.” La educación de Cloe por los hermanos Séptimo y Athys, y su posterior traición y consecuencias, no hay que verlas como una historia literal, sino como el comienzo de muchas otras historias. Pero sobre todo, es preciso comprender que este aprendizaje literario donde se exalta la imaginación y se evoca el proceso de creación de la obra de arte, es esencialmente un rito de paso, un iniciático encuentro que el destino traza en el aire polvoriento de la ciudad de las columnas, la ciudad pasto de las moscas, donde las glorias de un pasado asombroso se deshojan sobre un presente desesperanzador. Mantener viva la llama del genio se hace imprescindible, una tarea titánica que los protagonistas emprenden, no sin conflictos, pero con la convicción de que la salvación puede encontrarse solamente en la poesía.

Con la iniciática velada a la que es invitada, Cloe entra, no solo en el mundo de los fabulosos hermanos, Athys y Séptimo, sino que también comienza su aprendizaje artístico y literario, su sinuoso camino de espinas y rosas que la llevará de la ignorancia al conocimiento, de la oscuridad a la luz.

Estos juegos imaginarios que rozan lo mágico ocupan el espacio de la casa, la llenan, la habitan, creando un universo cerrado e infinito que palpita y se escabulle de los estereotipos. La extraña mansión es, en cierto modo, protagonista absoluta de la primera parte de este sorprendente y seductor relato donde realidad y fantasía desdibujan sus fronteras de un modo sutil, apenas perceptible.

“La lengua es una fiesta”, dice Séptimo con voz solemne, y es así que Barbarella D’Acevedo, nos convida a esta celebración de imágenes y motivos, de la que solo despertaremos cuando, transidos por la sucesión de extrañezas e ilusiones, comprendamos que, como uno de los personajes del relato, al adentrarnos en él nos hemos elevado, en inusual levitación, sin habernos desprendido ni un milímetro del suelo. 

In omnia paratus, la frase que se repite tantas veces en esta historia nos invita a prepararnos para todo. Somos Cloe, entrando en el sagrado templo del saber, con la voluntad y el deseo, pero con la cautela de quien nada sabe. Preparados para todo, ciertamente, debemos estar. Preparados para elevarnos y descender abruptamente, cuando montemos en esta montaña rusa que es La casa, el mundo y el desierto. Tres paisajes, tres ambientes, tres espacios que a la vez son uno: el espacio de la imaginación.

Resulta innegable, para quien ha tenido el privilegio de leer otras obras de Barbarella D’Acevedo, que aquí la autora construye su prosa en una elevada espiral que la muestra en dominio absoluto de sus recursos como narradora y poeta. Maga, bruja, sacerdotisa de sus mundos, pitonisa y guardiana de la palabra, sus recuerdos de infancia, obsesiones y particular camino de conocimiento en el mundo de las letras la guían en el tejido minucioso de estas páginas que buscan la luz. El viaje de Cloe es también en cierta medida el de su creadora, pues en los últimos años hemos podido presenciar su ascenso por la escarpada vía de la pluma, libro tras libro, premio tras premio. En su imparable creatividad e irrevocable decisión de entregarse a la escritura, advertimos resonancias de Cloe. Sin embargo, a diferencia de esta, su estabilidad y constancia, su disciplina ejemplarizante y sobre todo la belleza de sus imágenes y asociaciones en los muy variados títulos que han logrado llegar al papel impreso, rinden ya sus frutos, situándola como una significativa representante de la más reciente literatura cubana.

Cloe —y también Barbarella— meditan: “si la literatura permite reconstruir lo que ha sido, o imaginar lo que podría ocurrir, me dejará crear, como los dioses, una tierra nueva, un destino”. Y así, La casa, el mundo y el desierto, son cielo, tierra e infierno de un relato que se cuenta a sí mismo, que a veces tiene conciencia de sí, estableciendo asociaciones perversas y extrañas entre personajes y lugares, con un manejo del tiempo que se dilata y contrae, palpitante y escurridizo. No intentemos encontrar un asidero, pues como el viento que amenaza con arrastrarlo todo al final de la primera parte, esta historia nos mueve de un lado a otro, con la fuerza de un ciclón tropical. Es, probablemente, el mismo “viento de la desgracia” que sopló sobre Eréndira y su abuela desalmada cambiando sus vidas para siempre, o el mismo que planeaba, con aires de Revolución Francesa, sobre Carlos y Sofía. Sea como fuere, el viento termina por depositarnos en el desierto, donde ciertas revelaciones sorprendentes dan un giro a los acontecimientos, y volvemos a una Cloe que, nuevamente y para siempre, debe “intentar el arte y la vida”. 

Trascendencia, permanencia y legado se establecen entonces como ejes centrales de esta historia de aprendizaje y traición, que es puro amor a la escritura, puro delirio, evocación y vía crucis del artista, del escritor, del poeta. Despacio recorra estas páginas, levemente, casi con sigilo, entre gatos silenciosos y partículas de polvo flotando en el aire de esa extraña mansión que es un libro. Las puertas de este ya están abiertas.

Eduardo Eimil

CAPÍTULO I: LA CENA

Y era esta vez la abundancia de la mesa bien dispuesta. Los dos manteles de lino, de distintos tonos de blanco, uno apenas más oscuro que el otro, aunque bastante claros, cubrían el mueble sobre el cual se hallaba la vajilla de sofisticada porcelana de Meissen, platos con ribete de verdadero oro junto a copas y vasos de fino cristal Baccarat y rocambolescos cubiertos de plata con las iniciales, “A” y “S” en su parte superior, todo en contraste con el estilo austero a su alrededor, propio del mobiliario de caoba, de renacimiento español, parte también del patrimonio familiar, revelador de glorias pasadas. 

—El remordimiento español —ironizaban a coro Athys y Séptimo, a la par que hacían un énfasis especial, casi de burla, en la palabra remordimiento

Y Cloe, su invitada de honor, sonreía pasmada, sin apenas comprender el chiste, en total asombro ante la desenvoltura de aquellos dos, mujer y hombre, que podrían tenerse por gemelos de tan similares en el físico a quienes apenas si acababa de conocer. Sus anfitriones, tan jóvenes como ella misma, situaban por todas partes cucharones y fuentes, diminutos tenedorcillos de cóctel y copas de disímiles tamaños, para bebidas por imaginar, porque no debían ni existir sobre la faz de la tierra. 

Transcurrían las horas en que caía la tarde, y una luz entre rojiza y violácea se filtraba con disimulos por las persianas cerradas de altísimos ventanales.

Cloe miraba a su alrededor con ojos muy abiertos, casi de susto por tanta novedad, por tanto cambiar su mundo en apenas unas horas, ojos enormes en rostro que resultaba casi de niña. Y preguntaba maravillada:

—¿Qué son? ¿Para qué sirven? —al señalar los diversos objetos.

—Platos fruteros, y van coronados por granadas de plata. ¿Acaso no lo veis? —se reía un poco Séptimo, investido por su hermana, Amo y Señor de su Casa y Mesón.

Pero era mentira, no había ninguna fruta en aquellos, ni granada, ni otra cualquiera, así como tampoco en las fuentes, o los platos, o en los restantes recipientes.

—Aún —aclaraba Athys—. Porque cierto alimento se cuece en esos hornos, allá en el fuego de la cocina, a fuego lento o baño de María. Aunque debéis disculparnos. No estábamos dispuestos para recibir visitas a estas horas; falta de hábito. Y mi hermano, antes de nuestra llegada, despidió ya a la servidumbre toda. 

Y Séptimo reía ante tantas poses, y anotaba: 

—No es falsedad suya, sino imaginación de las buenas.

Y Athys seguía sin interrumpir su discurso:

—De ahí la demora en los preparativos y agasajos, señora nuestra, bien amada. Pero bien podéis usar ya nuestro muy bello aguamanil. ¿O no os enseñaron en vuestro hogar que se han de lavar siempre las manos antes de comer?

Y mientras esto decía, Séptimo casi obligaba a Cloe a minucioso lavatorio. El agua que él escanciaba del jarro caía en la vasija donde extraños peces labrados parecían nadar en éxtasis. Cloe, absorta, admiraba estos fenómenos en el intento de capturar la magnitud de cuanto ahora vivía, entenderlos al menos con la mente, ya que su cuerpo se hacía torpe al convivir con tanta elegancia de épocas distantes. El agua se derramaba de sus manos al piso, y ella, apenada como estaba, no podía impedirlo.

—He de cambiarme para luego poder acompañarla en nuestra cena, señora mía, que no ha de ser la última sino más bien la primera de muchas por venir. La dejo unos segundos en compañía de mi galante hermano. No corre usted peligro junto a él, puedo garantizarlo, aunque se esmere en pretender lo contrario. Al final viene a resultar siempre más rollo que película, como se suele decir al día de hoy. Disculpadme la expresión si podéis.

Y al decir esto se alejó por el profundo corredor, poblado de enormes cuadros, desde los cuales los observaban rostros impávidos, sombríos, que en buena medida tenían rasgos comunes con los hermanos, uno la nariz de Athys, este el pequeño lunar al borde de un ojo de Séptimo y su boca glotona, o el cuello muy largo.

Cloe fue invitada a sentarse en una humilde comadrita, que atentaba contra la coherencia del moblaje, al ser de estilo distinto, y desplazó al gato amarillo al que llamaban Asrael. Séptimo fingió ocuparse en mil pequeños detalles pero no hablaba con ella.

Al poco reapareció Athys en un traje con miriñaque y grandes mangas en globo, que debía haber sido de su abuela o bisabuela, o de la tía tatarabuela de ambas, pues parecía quedarle muy grande. Era negro o de azul muy oscuro, de una tela desconocida en estos tiempos, que brillaba en suave tornasol al fulgor de las velas encendidas por Séptimo en cada rincón, en lo que parecía un gasto innecesario, gesto de despilfarro. El traje contrastaba con todo, con el discreto vestido de formas rectas de Cloe, con el pulóver y el jean que llevaba el hermano, e incluso con la casa que se antojaba pequeña ante galas semejantes. Pero en especial entablaba una lucha silenciosa con el propio rostro de aquella que lo portaba, o más bien, soportaba; rostro fino, pálido, de ojeras pronunciadas, en el marco de un peinado que amenazaba, en lo poco apretado del moño, con comenzar a deshacerse de un momento a otro. Desentonaba el traje también con el calor extremo, y el sudor brindaba al rostro de Athys una pátina que parecía de cera.

—Ven, querida y usa tu imaginación, que no hay mejor modo de comer con el acecho del eterno apagón —dijo Athys y le tendió el brazo a Cloe para dirigirla hacia la mesa.

—El eterno apagón, es un eufemismo para señalar que nos cortaron la luz por falta de pago —le susurró Séptimo al sujetarla por el lado contrario—. En verdad un motivo imperdonable, si tenemos en cuenta que el dinero no falta en esta casa. La misión en que se encuentran nuestros padres da para eso y más, pero no lo debes contar por ahí. Es un secreto.

Y expresó misión en el mismo tono que antes empleara para decir remordimiento.

—Siete. Siete querido —terció Athys—. Existen cuestiones que no se deberían ni mencionar, lo sabemos.

—¿Siete? —interrogó Cloe, pues el joven le había sido presentado rato antes como Séptimo.

—La muchacha es de confianza, ¿cierto? Si no ¿para qué la has traído a nuestra casa? ¿Cómo osas interrumpir la paz de nuestras vidas y agrestes corazones, con la irrupción de una desconocida, supongo que procedente del medio de la calle, como los gatos que nos sueles traer? —Prosiguió Séptimo por lo bajo sin prestar atención a la pregunta de Cloe ni cuidarse tampoco de que ella pudiese escucharlo. 

Cloe disimulaba apenas su asombro ante tales expresiones y por un momento pensó que sí, acaso era mejor que regresara a su camino, ya fuera este la calle, o cualquier sitio. En definitiva, sus nuevos amigos, se le hacían extraños en grado sumo, diferentes y ante ellos se sentía confundida, pequeña. Y a lo mejor habría pretendido escapar si ellos no hubieran permanecido sujetándola, como si fuesen a tirar de ella, por uno y otro lado.

—Si es de confianza o no, ya lo sabremos. Tiempo al tiempo —le espetó Athys a Séptimo. A la par le señaló a Cloe su asiento a la mesa:

—Sí, querida. Su segundo nombre es Séptimo, porque es el Séptimo de los Horacio, en una dinastía que no gasta pensamientos o energía en renovar su onomástica. Pero en honor del muy ilustre choteo nacional, celebrado con excesos por sapientísimos eruditos, como Mañach y Ortiz, yo le suelo llamar Siete, y es este un número que en nuestra charada, herencia de la china se asocia a una parte impúdica del cuerpo, quién sabe si la más impúdica de todas, el culo, y cuánto con él tiene que ver: mierda, excrecencias, excrementos. 

—Mi hermana es muy lingüista como ya habrás visto. Tiene don de lenguas. Las hadas la dotaron con él desde su nacimiento —replicó Séptimo sin darse por enterado de ofensa alguna. Solo dejó sobresalir la lengua de su boca un instante y la agitó con rapidez en el aire, en un gesto de evocación hasta cierto punto sexual. Luego añadió:

—No en balde estudia Letras en la célebre facultad habanera.

—No debéis ocuparos de aspectos tan faltos de gracia, como ese del Siete. Y sí del arte, que resulta lo principal. La literatura. Y como una expresión de esta, la capacidad de evocar imágenes solo con la palabra, incluso a través de la expresión oral, la forma más antigua y primigenia que usaban los pueblos para recordar sus historias…

—¡O inventarlas! —Exclamó Séptimo—. Y la pintura, fue la primera forma que encontraron de escritura.

—Y así tienes por fin aquí, frente a tus ojos, un banquete delicioso, verbal y proverbial. Si de exotismos se trata, tenemos entremés de alas de pollo, uvas, pato laqueado a la pequinesa. ¿Puedes verlos, olerlos, degustarlos? Solo si empleas los sentidos del alma; los ojos del alma, la nariz y la boca, del alma. Y si es cuestión de un menú nacional, se requiere moros y cristianos, lechón asado, ensalada de estación, tomates en lecho de col, lechuga y rábanos, yuca con mojo y chicharrones.

—Platanitos machos maduros y fritos —la interrumpió Séptimo.

—Por supuesto. Y tostones también para quienes prefieren algo saladito. Vino tinto para acompañar. Luego le llegará el turno a la repostería: mermelada de guayaba con su lasca de queso amarillo; invento criollo que nos criticarían los franceses, pero no nos importa. Coco rallado con queso también. Pero esta vez se trata de quesito crema. Y buñuelos en almíbar…

Cloe por fin se echó a reír pues en la orgía culinaria convocada verbalmente, consiguió entender que los hermanos jugaban entre sí, y también con ella. No con el fin de perturbarla, sino más bien de involucrarla de a poco en sus costumbres y modos de ser, en un afán de enseñarla a echar andar a la imaginación, conjurar tiempos austeros con fórmulas y expresiones que ahora parecían casi mágicas y que, si bien era cierto, no alcanzaban para llenar el vacío del estómago que sentía, la inducían a una ensoñación de platos que alborozaban los sentidos, que traía aletargados del mundo y la transportaban a un sentir, casi paradisíaco.

—Calla —interrumpió Séptimo—. ¿No ves que tiene las tripas pegadas al espinazo? En un momento próximo se nos desmaya sin remedio. Tiene hambre vieja, como la mayoría. Hasta yo, incluso. Dejemos mejor la iniciación en estos sagrados misterios dionisíacos para un día menos aciago…

—Quizá tengas razón y sea hora propicia para el plato fuerte principal, el de verdad.

—¿El de verdad? —repitió Cloe dubitativa.

—Sí, ¿cómo no?, espaguettis a la putanesa. No porque remeden la vieja receta italiana, sino porque están hechos por Athys mi hermana, y gran puta-necia de los alrededores. Con salsa de tomate que venden por ahí, a base de bija para dar color, yuca como espesante y de sabor nada… Pero están buenos. En particular si se tiene hambre. Y hambre es la que se sobra.

—Oh, hermano mío, no descuidéis vuestro lenguaje al sentaros a la mesa, solo porque la fuente sea ahora una rústica cazuela —dijo Athys, y mientras hizo espacio entre cubiertos y porcelanas, depositó al centro la olla procedente de la cocina, donde humeaba ya la pasta en salsa espesa—. Y de bebida tenemos hidromiel, para no marchitar los buenos hábitos.

—Agua con miel —enfatizó Séptimo, y añadió:

—Come, gatica, come. No tengas pena.

—Come, Cloe. A mangiare la pasta.

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