La cabellera de Berenice
EL VINO DEL ESTÍO
Aquel verano hizo demasiado calor.
Llegué a la terminal de ferrocarriles de La Habana con una idea fija: templarme a mi prima Berenice. Templármela, y al hacerlo sacar de mi cabeza todos los demonios y fracasos acumulados en mi agonizante adolescencia.
Yo tenía solo dieciocho años, el bachillerato terminado a duras penas y la frustración por no haber alcanzado la carrera de periodismo. Por eso había decidido vivir la aventura de la vida y de qué mejor manera empezar a vivirla que entre los brazos, y las piernas, de mi querida prima.
Unos días antes la había llamado para anunciarle mi visita. Berenice tenía unos pocos años más que yo y una larga cabellera rubia. Se había casado con un dirigente de La Habana, pero acababa de divorciarse.
Berenice no era exactamente prima mía. Era hija de una prima de mi madre, pero habíamos pasado juntos gran parte de nuestras infancias.
Eleonora había desaparecido a principios de los sesenta. Era aquella una historia novelesca que muchos años después usaría yo como materia prima para una de mis ficciones. Una historia novelesca que los mayores de la familia comentaban en voz baja.
Dicen que Eleonora era una mujer muy linda. Vivaz y siempre de buen humor. Recuerdo que cuando mi madre hablaba de su prima, lo hacía con una admiración solamente censurada por la mirada de mi padre. Ella me contaba las historias de cuando hicieron juntas el bachillerato, y sus salidas en las tardes, por las tiendas y las plazas de Santa Clara.
Pocos meses después del triunfo de la Revolución, Eleonora había tenido a Berenice producto de un desliz que, al parecer, toda la familia supo perdonarle a cambio de desterrar al padre de la niña de nuestras memorias. Eleonora estuvo de acuerdo y parece que el padre de la criatura también, pues nunca supe de él una palabra. No recuerdo haber escuchado ni su nombre en alguna conversación familiar.
La tía Graciela, la madre de Eleonora, era revolucionaria de patria o muerte. Había participado en la lucha clandestina contra Batista vendiendo bonos del 26 de julio y bordando brazaletes para los guerrilleros urbanos. En los días de la Batalla de Santa Clara, que puso fin a la guerra a fines de diciembre del cincuenta y ocho, Graciela había ofrecido su casa como hospital para atender a los heridos y fungió como enfermera voluntaria.
En la sala de la casa de la tía Graciela, había cuatro inmensos retratos: Fidel, Raúl, Camilo y Che.
Eleonora desapareció de su casa un día de mayo del año sesenta y cinco. Todos sabían de sus aventuras. Tan liberal y liviana. Todos la consentían y la perdonaban. Ella era así y nada ni nadie la haría cambiar. Por suerte, la Revolución comenzaba a crear una nueva sociedad en la que aquellos valores pequeño-burgueses, como la virginidad y el matrimonio, no tendrían la menor importancia al pasar algunos años; así lo habían asumido todos en la familia, hasta la misma tía Graciela, para justificar la actitud de la putica consentida.
Era normal, entonces, que Eleonora se perdiera un par de días de casa y al regresar, llena de júbilo y con la alegría de las mujeres bien satisfechas sexualmente reflejada en el rostro, le dijera a su madre: Es que conocí a un muchacho, un buen camarada. El nuevo lenguaje revolucionario, usado oportunistamente por Eleonora, era el mejor antídoto contra el regaño de su madre. Y la tía Graciela consentía, con la esperanza de que un día un buen camarada sembrara en el vientre de su hija la semilla del hombre nuevo del que hablaba el Che. Por las venas de Eleonora corría sangre roja como la bandera de la Unión Soviética; no solo por su parte, pensaba la tía, también por la herencia de su padre, Evelio, un comunista de los años treinta que cuando nació su única hija salió a las calles de Mataguá, pueblito en el que entonces vivían, envuelto en la bandera de la hoz y el martillo, blandiendo una botella de ron barato para celebrar el acontecimiento. Pobre Evelio, que la cirrosis hepática le impidió ver crecer a su hija, disfrutar el triunfo de la Revolución y celebrar el nacimiento de su futuro nieto, el hombre nuevo que soñara Che Guevara, se lamentaba la tía Graciela en sus noches de soledad a la espera de su hija.
Pero Eleonora nunca había faltado de su casa más de una semana; por eso, cuando amaneció el Día de las Madres y ella no apareció colmada de regalos para Graciela y del brazo de un galán verde olivo, todos comenzaron a preocuparse.
Y la preocupación se fue haciendo mayor a medida que los días pasaban.
Eleonora era una mujer bella y cualquier cosa le podía haber sucedido. Avisaron a la policía, la buscaron por todos los hospitales. El primo Rafe, que había luchado en el Escambray durante los últimos días de la guerra y que ya tenía los grados de teniente del ejército revolucionario, salió en un jeep por todo el país tratando de encontrarla.
La carta llegó a fines de junio. Un sobre sin remitente ni sello postal que alguien pasó por debajo de la puerta de la tía. Un sobre blanco que contenía un papel amarillo con una frase escueta y cortante, escrita de puño y letra de Eleonora. Es su letra, sí, diría mi madre unos días después, cuando la tía Graciela, algo recuperada del golpe, le mostrara el fatídico papelito: No me busquen más, estoy en El Norte.
Cuando la tía Graciela leyó la carta, tuvo su primer infarto.
La prima Eleonora se había ido del país. Se había ido al norte revuelto y brutal, a Miami, a Estados Unidos. Para nunca más volver. El golpe fue duro para la tía Graciela que, además de perder a su única, querida y consentida hija, y el sueño de ver al hombre nuevo guevariano brotar del vientre de esta, la debía admitir traidora a la causa a la cual ella había consagrado su vida. Por eso, antes que cargar con la vergüenza pública de tener una hija gusana, pidió a toda la familia guardar el secreto.
Y así se hizo hasta donde se pudo.
Hasta el primo Rafe estuvo de acuerdo en esconder la historia de la prima traidora. A él menos que a nadie le convenía una gusana en la familia, en esos momentos en que comenzaba su ascenso en el Ejército Rebelde. Y en la familia comenzamos a convencernos de una historia en la cual la prima Eleonora era secuestrada por un grupo de delincuentes, se la llevaban a un rancho, Dios sabe en qué lugar de las afueras de Santa Clara, ¡hay tanto marabú en las lomas que rodean esta ciudad!, la violaban, ¿qué otra cosa podrían hacer esos delincuentes con una mujer tan bella?, y luego la asesinaban. Quizás el cadáver de la prima Eleonora fue pasto de las auras, a lo mejor los degenerados se dignaron a darle sepultura aunque fuese en un vulgar hoyo sin marcas, sin siquiera una cristiana cruz.
Así imaginábamos en la familia el final de la prima Eleonora, tratando de encubrir o de olvidar su destino, a noventa millas al norte de nosotros.
A veces la tía Graciela, en sus momentos de debilidad, se abrazaba a mi madre para inventarse otra historia sobre Eleonora, más reconfortante.
Ella está viva, decía la tía, que en su fuero interno veía más real la historia del asesinato y violación que aquella alucinante carta recibida una alucinante tarde de junio del año sesenta y cinco. Ella está en el Norte cumpliendo una misión. Un día de estos volverá y quizás sea la agente Regina, heroína de muchas batallas secretas de la patria.
Y mi madre, abrazada a su tía, con su talento innato de narradora de historias, la práctica adquirida mirando peliculones de Libertad Lamarque y Jorge Negrete por las tardes en Cine del Hogar, y especializada, últimamente, con las series de espionaje cubanas y del campo socialista que trasmitía la televisión las noches de sábado, terminaba de componer románticos guiones en los que la prima Eleonora salvaba la patria, la Revolución y el socialismo como si fuese una agente 007 versión roja, para luego volver al regazo de su madre a pedir perdón: Mírame, madre, y por piedad, no llores, si esclava de mi edad y mis doctrinas tu mártir corazón llené de espinas, piensa que nacen entre espinas flores. Y al fondo se escuchaba la música compuesta por José María Vitier.
Pasaba el tiempo y yo me hacía un adolescente en medio de aquella historia. Toda la familia consolando a la tía Graciela y mis padres ocupándose de ayudarla en la crianza de su nieta Berenice.
¡Ay, Berenice!
Berenice pasaba los fines de semana en mi casa. Mis padres nos llevaban a la playa, a visitar a nuestros familiares en el campo, o, alguna noche de sábado, comíamos en un restaurante. Cosas que la pobre tía Graciela, dependienta de una bodega, no podía brindarle a la linda Berenice. Otros fines de semana nos quedábamos en casa, jugando parchís, capitolio, mirando la televisión. En casa teníamos televisión.
Fui testigo, inocente primero y consciente después, de la pubertad de mi prima. Al sentarnos en el suelo a jugar parchís, las tardes de sábado, pude ver asomarse sus primeros pelos púbicos por el elástico de su blúmer, también fui testigo de cómo aquel bultico de carne rosada rajado al centro iba creciendo fin de semana tras fin de semana. Cuando Berenice se inclinaba para tirar los dados, advertí, debajo de su escote, como cada semana sus pezones se teñían de un rosa más intenso y tomaban forma sus pechos.
Una tarde, mi madre, muy alegre, le regaló delante de mí sus primeros sostenes. Los dos nos sonrojamos, pero seguimos nuestro juego de parchís. Cuando mi madre se retiró a la cocina, Berenice me miró con picardía y me preguntó: ¿Te gustan? Recuerdo que me sonrojé y desvié la mirada hacia el corpiño rosado que ella había puesto a su lado, en el suelo. Entonces me dijo: No te pregunté por el ajustador, ¿te gustan mis teticas? Yo me puse de pie como un resorte y salí corriendo hasta el fondo del patio. Me senté debajo de la mata de majagua que había plantado un par de años atrás con mi padre y que ya se erguía por encima de la tapia. Yo estaba jadeante y me ardían las orejas.
Mi prima y yo siempre dormíamos juntos. No valía la pena armar una camita incómoda para ella los fines de semana. Mi cama era bastante amplia y todavía yo no tenía tamaño para llenarla.
Berenice cuidaba de mí con ese espíritu maternal que siempre tienen las niñas con sus hermanos menores. Mis padres se iban a su cuarto y ella se encargaba de preparar nuestra cama, poner el mosquitero en los tiempos de plagas, acercar el ventilador en las noches de calor, y hasta de darme el vaso de leche imprescindible para ir a dormir.
Algunas veces nos quedábamos mirando la tele hasta que finalizaba la programación. Mi prima apagaba las luces de la sala y hacía que yo me acurrucara en su regazo mientras avanzaba la trama de la película de medianoche, en la que ya era usual encontrar ciertas escenas más o menos fogosas.
Yo sentía la piel tibia de mi prima, los latidos acelerados de su pecho, las palpitaciones rítmicas de su vientre y, aunque no comprendía totalmente lo que estaba pasando, advertía una sensación de placer que siempre acababa reflejándose en mi entrepierna. Mi prima me acariciaba la cabeza con una de sus manos mientras con la otra se sobaba los muslos. Yo cerraba los ojos, tal vez avergonzado, para no ver más la escena de la televisión y pensar solo en mi prima. Berenice y yo. Mi prima y yo en la playa. Los dos solos en una casa de campo. Berenice y yo en una isla desierta. Juntos en una nave espacial soviética rumbo a Marte. Y todo el tiempo mi prima acariciándome, yo tumbado en su regazo, respirando aquellos efluvios tibios que me llegaban desde su pubis.
Berenice se acostaba pegada a mí. Sus senos tocaban mi pecho. Ella tomaba mi mano y la llevaba a su entrepierna para frotarse con mis dedos. Yo sentía la más grata combinación de miedo y placer que hasta hoy pueda recordar. Cuando su entrepierna se tornaba húmeda, mis dedos se volvían atrevidos y jugaban con el apéndice carnoso que palpitaba en el centro. Ella me susurraba cosas al oído. Palabras que nunca logré comprender y que hoy no consigo recordar como meras palabras. Era música.
Otras veces ponía sus pechos junto a mi boca y yo los besaba con miedo. ¿Te gustan mis teticas? Con miedo de mis padres, con temor de Dios, con miedo a ella misma que me ofrecía su carne así, con esa desfachatez y ese cariño maternal.
Berenice, mientras tanto, me acariciaba la picha. Pero mi libido infantil siempre sucumbía ante el empuje de mi prima ya adolescente. Aquella sensación tibia en mi barriga se iba desvaneciendo hasta perderse en el sueño y la vergüenza. Hasta la noche en que sentí, por primera vez, una sensación distinta, un cosquilleo que se alojó en mis verijas y un estremecimiento incontrolable de todo mi cuerpo. Sentí ganas de gritar y mordí la almohada. Ella no solo me estaba tocando la picha, sino que la meneaba arriba y abajo al mismo ritmo de su respiración agitada. Sentí un torrente que se precipitó por mi cuerpo para derramarse sobre las sábanas. Eran apenas unas gotas de agua lechosa que ella limpió con sus calzones.
Creí levitar y escuché el canto de los ángeles.
Te estás volviendo un hombrecito, fue la voz de Berenice, y sentí cómo me ponía un beso en la boca.
Era el primer beso que mi prima me daba en la boca y el primer beso que alguien me diera en la boca jamás. Entonces sentí que mi cuerpo volvía a tomar vida entre las sábanas. Ella me abrazó, desnuda. Yo dejé abrazarme. La abracé. Nos abrazamos.
Cuando Berenice comenzó la secundaria básica, el primo Rafe le consiguió una beca. Era un gesto muy humano para ayudar a la tía Graciela, que así se ahorraba la comida de mi prima toda la semana y disminuía también otros gastos como ropa y zapatos, pues en el internado abastecían a Berenice con todo eso. Y más, hasta jabón de tocador.
Fue un gesto muy humano del primo Rafe, que ya era capitán del ejército revolucionario y tenía muy buenas relaciones. Un gesto que comenzaba a alejar a Berenice de mi lado, ya que en lo adelante alternaría los fines de semana con su abuela y con mi familia.
A partir de aquel momento comencé a odiar al primo Rafe y a todos los oficiales del ejército capaces de conseguir alguna prebenda para su familia.
Una noche de sábado, cuando comenzábamos a tocarnos en la cama, mi prima me dijo al oído: Ya me partieron.
Yo no entendí nada. ¿Cómo alguien podía partir a mi prima? ¿En cuántos pedazos? ¿Con cuánta crueldad? ¿Por qué razón? Toda la tarde habíamos estado jugando parchís y ella se veía íntegra, feliz. No le dolía nada. Seguramente ella reparó en mi cara de asombro en la semipenumbra. Me pasó la mano por la cabeza tiernamente, soltó una risita pícara; la risa de Berenice siempre fue una risa pícara, maliciosa, pero aquella noche por primera vez la sentí reír con una picardía especial, con una malicia lujuriosa. Por primera vez escuché la sublime risita de puta de mi prima Berenice: Bobo, me partieron el toto, dijo. Y enseguida me explicó: Un profe me la metió. Ya no soy señorita. Ese huequito se rompe cuando a una le meten la picha. Duele un poco y una echa sangre, pero eso es solo al principio. Ahora ya puedo templar.
Mi prima me explicaba aquello con una desvergüenza y un vocabulario tal que se hacían tangibles, de golpe, todos aquellos actos y palabras que hasta el momento eran para mí simples ejercicios de imaginación.
Berenice no sentía vergüenza al contarme sus cosas. Disfrutaba haciéndolo, y yo también disfrutaba al escucharla.
Me contó cómo, por las noches, iba al privado del profesor y cómo este, con el pretexto de repasarle matemáticas, la toqueteaba. El profe es lindo y tiene veintipico de años, a mí me gusta. Me dijo que al principio sintió miedo cuando el profesor, una noche, se sacó la picha, se la puso en las manos y le pidió que se la meneara. Yo no me imaginaba que eso podía ser tan grande. Me describió cómo el tipo, otra noche, la toqueteó y la besó tanto que la volvió loca hasta el punto de que ella sintió deseos de meterse aquello. Verás que no te va a doler, dice ella que le dijo el profe. Yo ya me lo sentía mojado, pero él se agachó y me pasó la lengua. Después él me sentó en sus muslos. Yo abrí bien las piernas, como me dijo que hiciera, y me la puso ahí mismo. Era una cosa caliente y sabrosa que quería entrar en mí y ya yo no sentía miedo, lo que quería era que me la acabara de meter. Cuando empujó, sentí algo que me raspaba, pero era sabroso. Empecé a menearme como me habían dicho las muchachitas de mi aula que ya sabían templar, y entonces ya no me importó el dolor.
Cuando Berenice terminó de contarme su historia, yo tenía la picha tiesa como una barrena de acero. Una barrenita, podría haber pensado ella.
Lo que pasa es que cuando una lo hace por primera vez quiere seguir templando siempre, me dijo mi prima adelantándose al diagnóstico médico que años más tarde definiría su total incontinencia. Y después me preguntó: ¿Quieres que te enseñe cómo es?
Berenice no esperó mi respuesta. Se sacó el blúmer, abrió las piernas, dobló sus rodillas y empinó hacia arriba la pelvis. Ven, acuéstate aquí arriba de mí y bésame en la boca, me exigió en un susurro con tono pedagógico. Yo obedecí como un cachorro.
Mi boca quedaba justo sobre la suya, intentando un beso tímido, y mi picha sintió el calor de su entrepierna. Sentí cómo su mano me guiaba hasta el centro. Empuja, me pidió. Y empujé, creo que por instinto. Entonces sentí que una cavidad tibia y húmeda me acogía. Sentí cómo mi prima temblaba debajo de mí. Sentí un movimiento de su pelvis. Y un movimiento de sus caderas. Yo intenté imitarla, pero no pude. Sentí que se me iba la vida en los apenas veintidós gramos de leche acuosa que depositaba en el interior de Berenice. Me sentí desfallecer.
No me hiciste nada, sentí que me dijo ella con una risita.
A medida que fuimos creciendo, los encuentros con mi prima Berenice se hicieron más esporádicos. Ella, a veces, traía como pretexto que alguna compañerita de aula la invitaba a pasarse el fin de semana con su familia. Otras, que prefería quedarse en la escuela a repasar porque tenía pruebas. Estudiosa que ha salido Berenice, decía la tía Graciela.
Yo imaginaba a mi querida prima en casa de su amiga, toqueteándose con el hermano o el primo de la muchacha. O los fines de semana en la escuela, haciéndolo con el profesor de la picha grande y la cara bonita.
En aquel tiempo comencé a sentir inclinación por las matemáticas. Quería ser profesor y repasarle ecuaciones a mi prima, sentada sobre mis muslos.
Yo soñaba con mi prima Berenice, con su cabellera rubia y rebelde que era una metáfora de ella misma. Soñaba con sus senos blancos y tibios. Con sus piernas abiertas para mí. Y acababa pajeándome.
Mi prima Berenice, protagonista de casi todas mis masturbaciones de adolescente.
Cuando comencé la secundaria básica, me mandaron a una beca. A una de esas escuelas en el campo que se pusieron de moda en los años setenta. La nueva escuela, la nueva casa. Entonces pasaban los meses sin que coincidiéramos mi prima y yo.
En esos tiempos ya Berenice tenía novio, casi siempre un novio distinto, y se había convertido en mi amor imposible. Ella tiene sangre de comunista, redundaba la tía Graciela en los inicios de su demencia senil, un día se va a casar con un buen militante y tendrán un hijo que será el hombre nuevo que soñó el Che.
Al visitarnos, mi prima seguía tratándome delante de todos como a un niño, pero cuando teníamos un aparte me provocaba con conversaciones lascivas: ¿Cómo te va en la escuela? ¿Tienes novia? ¿No te la has templado todavía? Y luego me contaba de sus aventuras con el novio de turno. De los rincones donde se metían. De las posiciones en que se colocaba. De las cosas que hacían. ¡Cómo me gusta que me la metan por detrás!, me confesó cierta vez. De cómo se metía en los despachos de los profesores: el lindo de Matemáticas, el fuerte de Educación Física, el loco de Química, el lujurioso de Física, el degenerado de Geografía… A mi prima Berenice siempre le gustó hacerlo con sus profesores. Estaba terminando su primer año de preuniversitario con notas de sobresaliente.
Yo, cuando la ocasión era propicia, soltaba mi mano atrevida en busca de sus pechos, de sus nalgas o de su entrepierna. Ella se dejaba tocar y ponía cara de loquita para decirme: Te vas a morir haciéndote pajas a costa mía, Leonardito. Búscate una novia y tiémplatela.
Una mañana de verano la tía Graciela entró a mi casa como una tromba. Tenía el rostro colorado y le temblaban las manos. ¡Con un negro! ¡Con un negro! ¡Está templando con un negro!, le decía a mi madre que, como yo, no lograba entender qué era lo que le pasaba a la tía. Tiene que ser algo muy grande para que diga esa palabrota, pensaría mi madre.
Después de sentarla en un sillón, darle un vaso de agua y ponerme a mí a echarle aire con una penca de guano, mi madre logró que la tía Graciela le contara lo que había sucedido. La historia era sencilla y cruel.
Eran los días del carnaval de Santa Clara. Berenice había estado saliendo todas las noches con un grupo de muchachos de su barrio, todos revolucionarios. A la tía Graciela no le importaba que llegara un poco tarde, porque la suponía bien acompañada. Por eso, apenas llegaba la medianoche, se iba a dormir sin preocupaciones.
Anoche hice igual que siempre, cuando cerró la programación de la televisión me fui a la cama. Bere tiene su llave, contaba la tía. Pero esta mañana, cuando me despierto, me asomo a su cuarto y veo algo que se está moviendo en la cama. Yo no lo podía creer. Ni lo que veía ni lo que oía. ¡Un negro chorizo, carbón de piedra, tizón del diablo, encaramado encima de Berenice! ¡Desnudos los dos!
Yo, inmediatamente, sentí odio por aquel negro que se había templado, sabe Dios cuántas veces, a mi prima del alma, a mi amor imposible. Tanto odio como el que veía reflejarse en los ojos de la tía Graciela. Un odio que ni siquiera pude borrar cuando, unos años después viajé a África, en misión internacionalista, con el propósito de saldar nuestra deuda con la humanidad.
¡Está templando con un negro, coño! Volvió a gritar la tía, llena de furia. Entonces tuvo su segundo infarto.
Esa puta me va a matar del corazón, fue la frase acuñada de la tía Graciela durante su convalecencia. Y, en lo adelante, para toda su vida.
Mala suerte la de la tía Graciela, comentaban mis padres, y en el fondo de la frase flotaba, como un halo, la imagen de Eleonora junto a su hija Berenice.
A mí, en realidad, no me gustan los negros, me confesó cierta vez mi prima durante una de sus ya raras visitas a mi casa. Mientras mi madre preparaba la comida, pues la prima se quedaría a comer pero no a dormir –ya hacía años que, para mi pesar, Berenice no dormía en mi casa– nosotros conversábamos en el portal. Lo que pasa es que no se puede negar que tienen la picha grande, y a mí me gusta sentirme una cosa grande adentro. Por cierto, Leonardito, ¿qué tal la tuya?
Yo, que solo tenía que sentir la presencia de mi prima para que se me pusiera la picha tiesa, me pasé la mano por encima de la portañuela para mostrarle cuánto había crecido aquel gusanito que la dejara insatisfecha las pocas veces en que, temeroso e inexperto, se lo había podido meter. Ella me dedicó una sonrisa casi maternal que solo consiguió herir mi amor propio, y me dijo: Te estás haciendo un hombrecito.
Por eso, cuando me dieron la noticia sentí el frío de una hoja que se clavaba en mis entrañas.
Se nos casa Berenice. La noticia la trajo la propia tía Graciela. A ver si al fin se tranquiliza, le dijo la tía a mi madre. Es un hombre serio y responsable, un buen compañero, militante, dirigente en La Habana, acotó. La tía Graciela se sentía más descansada que feliz. A mis padres les pareció bien. Como estaba desprestigiándose esa muchachita no era fácil encontrar alguien que cargara con ella. Aunque el tipo tuviera veinte años más, eso no importaba tanto si era un buen hombre. Dirigente, insistía la tía Graciela. Aunque la niña tuviera que irse a vivir a La Habana, tan lejos. Mejor, así descanso de esta puta que me está acabando con los días de mi vida, pensaría la infeliz.
Por favor, Leonardito, cuando quieras ve a visitarme, me pidió mi prima Berenice el día que se fue a vivir a La Habana con su marido, un mulato canoso de más de cuarenta años. No es dirigente, es impotente, me dijo bajito, burlándose de su abuela y de su marido al mismo tiempo.
Nos dimos un beso. Un beso público. Un candoroso beso de primos.
Nunca antes me había decidido a visitarla. Hasta aquel verano en que necesité imperiosamente beber de aquel vino que, durante años, había añejado mi prima en sus labios y su vientre, como una ofrenda.
Lorenzo Lunar Cardedo. Santa Clara, 1958
Es una de las voces imprescindibles de la narrativa cubana contemporánea. Ha ganado dos veces el prestigioso concurso de relatos policiales Semana Negra de Gijón, en los años 1999 y 2001 respectivamente. Tiene publicadas varias novelas en Cuba y en el extranjero, entre las que descuellan Échame a mí la culpa, La vida es un tango, Cuesta abajo, Polvo en el viento, La casa de tu vida y Que en vez de infierno encuentres gloria, galardonada como “la mejor novela negra publicada en España durante el año 2003”.