Solo una rara avis con la sensibilidad de Lidice Megla (Villa Clara, Cuba, 1968) hubiera sido capaz de empujar fuera la bestia que lleva dentro, para hacerse eco de la palabra hacia el género femenino. Allí donde sus voces pudieran perderse en historias de emigración, olvido y coraje, estaban sus versos desnudando la memoria, absortos en la observación de esos instantes de minúsculos significados que de súbito te cambian el sentido de los días.
Autora de los poemarios Tú la bestia (editorial Vitrales, Miami 2018 y Letras al viento, Miami 2020), Totémica insular (editorial Letras al Viento, Miami 2019), Mujer sin paredes (editorial Voces de hoy, Miami 2020) y La oración que trae el viento (editorial Dos islas, Miami 2020), posee una extensa producción literaria que crece desde la necesidad de entregarse en cada poema y compartirlo. Su poesía emerge de una diacronía que no responde a espacios temporales concretos; en ella se difuminan los límites del tiempo al utilizar el recuerdo como imagen viva, actual, detonante de las emociones que conforman su relato personal.
Los versos de Lidice revelan una sencillez blanca, de ingenuidad rural, que por momentos roza los excesos de una mujer incontenible; gesto notable en las modulaciones que marcan dispares niveles de exaltación dentro de un mismo cuerpo poético: donde en apariencias yace la calma, emergen devastadores huracanes. Pareciera que necesitara gritar, rasgar los sintagmas, gemir en medio de ese intercambio consigo misma; para romper con las estructuras que le asfixian hasta hacerlas partes del discurso. Todo fluye en un diálogo abstracto que personifica a elementos tales como: el margen, la palabra, los recursos literarios, el poema cual ente con pulso propio, e incluso la figura del poeta que se convierte en presencia y sujeto activo de sus elucubraciones.
La poetisa galopa sobre el verso en un intento por domarlo, pero el verso se le escurre hacia ese lado salvaje, primitivo, que evidencia su latido espontáneo en relativo contraste entre lo raw y lo sofisticado; de tal modo que la palabrera furiosa en una postura natural y franca, se harta de su contemporaneidad para preferir tumbarse contra el ombligo de las piedras.1
Poesía de imágenes que se fusionan en el intento obsesivo por atrapar el color, la luz, la música en el paisaje mínimo de lo cotidiano, acaso desde el riesgo que tras la última mirada permanezca el verso convertido en fotograma. Mujer que se trasluce en otras, provocando esas fieras internas que habitan en el silencio, y señalan la ausencia de olores y matices de su natal Camajuaní, reemplazado ahora por los atardeceres en Vancouver. Sabe bien que hay lugares de los que nunca se parte, que hay partidas en las que nunca te despides; que su fortaleza se ha moldeado en el abismo de muertes y resurrecciones, en esa condición de emigrante que lleva a cuestas el trópico con sus humedades, sabanas de tierra colorada, palmares, sinsontes y colibríes; soplo de aire caliente, de verdes y azules intensos, de gargantas inflamadas bajo el sol y niñas de pies descalzos persiguiendo el vuelo de las mariposas.
Y otra vez el silencio en su rol protagónico, será quien deje escuchar los 300 cantos de gallo convirtiéndose en 300 graznidos de cuervos, cuando asoma la bestia que seduce las primeras horas del alba, abriéndose paso con la palabra por territorios sin fronteras geográficas ni políticas a estaciones de desarraigos y encuentros; allí donde pierden sentido las ideologías, o el adentro y fuera de la Isla, se siente el rugido furioso de esta escritora cubana, que con su testimonio literario se suma al amplio mapa de esa única cultura, generada desde una misma patria.
NOTA
1. Parafraseando el poema de la autora “300 versos exiliados”, del libro La oración que trae en viento.
Madrid, noviembre 2020.