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La bala que llevo adentro

LOS TOPOS FÚNEBRES I

Era un moderado regimiento de hombres y mujeres que cada día y cada noche revolvían los desechos y a veces encontraban algo de valor. Les decían topos y respondían al coronel Curcio, un héroe de la Guerra del Monte, en Tucumán, fiero soldado que en su momento no dudó en incendiar los campos donde se escondían los sediciosos; el Coronel volaba en su helicóptero, con un pie en la cabina, el otro en el esquí de apoyo, el poderoso brazo izquierdo enganchado al arnés, el torso desnudo, musculoso, los Ray Bann, negros, la boina, negra, una calavera mexicana, negra, que era la Catrina tatuada en el hombro izquierdo y que cambiaba de expresión según que los músculos se contrajeran o se relajaran y eso dependía de las maniobras del piloto sobre todo si eran bruscas, de guerra sucia, inercias solo tolerables para fuerzas entrenadas; a veces el helicóptero hacía un loop y el Coronel se limitaba a gritar un gozoso sapucai, pero jamás se arredraba, la Catrina acompañaba, ponía cara de horror o se suavizaba o fruncía el ceño. El Coronel mordisqueaba, como si formara parte de su cara, un cigarro gordo, largo y cubano, y lanzaba vociferantes vivas la patria en los que el carajo del cierre jamás faltaría; algunos tramos del himno nacional eran sus consignas guerreras, Con gloria morir, rugía, el cigarro brotaba de los dientes, coronaba la sonrisa montaraz, agarrado del arnés con su lanzallamas, que apodaba el Pija, el índice del Coronel marcaba el rumbo y la nave sobrevolaba el campo de trigo hasta la madriguera misma. Entonces sonreía como un dragón y el Pija vomitaba su fuego, ardía el trigo, los insurrectos brotaban como antorchas aullantes, huían a ninguna parte y, sólo si ese día había sol y el humor del guerrero era humanitario, los baleaban para poner fin a su miseria. Terminada la operación, el coronel soplaba el caño del Pija y ordenaba la vuelta: un giro con el índice que apuntaba al cielo, es sabido que en el helicóptero se habla con señas debido al ruido de las aspas, nadie escucha nada allí, y menos con la puerta abierta y el coronel colgado del arnés, con su Pija humeante.

Porque así son los hombres de armas, rudos, viriles, agrestes.

Ya retirado, Curcio se había entreverado en negocios con la Federal y, en honor a su legendaria actuación en la guerra, había vuelto a incinerar subversivos, ahora muertos.

De preferencia.

Nada quedaba entonces, sólo cenizas.

Su garantía.

Que los vinieran a buscar adentro de los hornos.

Héroe de la Patria, el coronel, incursionaba en el arte, un hobby devenido quizá en el sentido de su vida, un cierre de gloria, percibía, tramaba un estilo que no sería pintura ni escultura, su búsqueda de la síntesis de su acción y su meditación, la sangre pintada era su idea, que avanzaba mientras ardían las piras, y él pasaba sus días mirando sus dominios, se inspiraba.

Los topos se movían por los basurales con los carros cargados y no opinaban, jamás se escuchaban voces que no fueran las de los pocos autorizados a hablar con el coronel, por el coronel, para el coronel.  

El coronel Curcio.

Un artista de la guerra.

Él se ocupaba de todo y cobraba plata grande, se decía, y aunque nadie preguntaba cuánta, los topos cuchicheaban números inverosímiles. Y todos seguían con su trabajo, siempre a su vista que, se susurraba entre restos de heladeras, montañas de bolsas de polietileno, autos desguazados, oxidados, volcados, latas de tomate, muebles a medias, era infalible.

Su ojo todo lo veía.

En los basurales había tesoros.

La gente es irracional, decían los topos viejos, tiran, pero no miran lo que tiran, jamás piensan. Solo con la comida que había ahí se podía alimentar dos veces al país.

Aparecían, también, asuntos privados, otros cadáveres, ajustes de cuentas, que encontraban su lugar de un modo plácido y terminaban en la hoguera como los caídos en combate.

Un precio a pagar.

El Rolo, un topo correntino y joven, un topito para la muchachada del basural, desenterró una caja, chica, de madera, bonita, pesada y, al abrirla, se encontró con una colección de encendedores, todos Dupont, y de relojes, todos Rolex, y de oro todos. Miró receloso atrás de su hombro, y, de pie sobre una loma de basura, vio al Abuelo.

Fue.

Le mostró.

El Abuelo fumaba su pipa de marlo y miró pero no tocó, aspiró una bocanada, tosió, carraspeó, dictaminó, eso era cosa de chorros, dijo, se fijó en la pipa, estaba apagada, la encendió, aspiró, Al dueño de esa caja alguien lo busca, dijo, ha de ser de un droguero vendedor de drogas que se ha quedado con un vuelto, algo muy peligroso, dijo, nadie tira a la basura, mmm, calculaba el Abuelo, unos diez, mhmm, millones de patacones, mhmm, guiñó un ojo, por lo bajo, che gurí, concluyó, mordía la pipa, carraspeaba algo hondo, lo hacía trepar, de los bronquios a la tráquea y de la tráquea a la boca, lo mascaba, lo preparaba. Escupió una sólida flema verde que dio en el lomo de una rata que fue como un gato y aconsejó llevar la caja al coronel, No tentés al Diablo, che gurí, dijo, lo señalaba con una larga uña, una vida de nicotina en esa punta de un dedo aún no derrotado por la artritis, acá hay ojos, dijo, no sea que el hombre se entere y termines en las piras de los caídos en combate.

Rolo no dudó, fue hasta el coronel y le mostró la caja. El hombre escuchó con la vista en algún punto del horizonte hasta que el topito terminó su explicación y recién entonces habló, Abrila, dijo, mordisqueaba su habano, el muchacho obedeció, el Coronel miró, cabeceó, guardó silencio, mordisqueó más, fumó, alzó los ojos al cielo, levantó los brazos como un Cristo de la basura, quizás les sonreía a los ángeles, la Catrina en su brazo izquierdo temblaba, después sacó su Luger de la cartuchera, la destrabó, la apoyó en la frente del topito, lo miró a los ojos, sin sonreír, la respiración serena, dejó correr los segundos, los latidos del topito, los jadeos mal contenidos, saboreaba en su boca la boca seca del muchacho, su mirada sin pregunta.

Sólo fue la espera en silencio.

Graznó un ave carroñera, sopló el viento, sonaron lejanas ruedas de carros que llevaban su mercancía.

Con voz rasposa, sin dejar de mirarlo a los ojos entregados, esto dijo el coronel:

SI VIS PACEM PARA BELLUM.

Y emitió dictamen:

Quedátela pibe.

LOS TOPOS FÚNEBRES II

Mientras cumplía, Boby, de mal humor, las órdenes emanadas de la superioridad, porque el escribano era un pesado completo, hablar de más metía miedo, y por eso entonces, manso, mientras manejaba el camión, Boby informaba el rumbo a su compañero, para que aprendiera por si llegaba a, Dios nunca lo quisiera, tener que manejar él, tan cieguito. Le nombraba las calles, si las conocía, y si no las conocía las bautizaba. Decía, Ahora doblo a la derecha, por la calle Los negros de mierda, Jua, Jua, ¿ves ahí, el cartel que dice Negros de mierda?, señalaba a un rincón oscuro que el Gato jamás vería, y decía, ahora doblo a la izquierda, calle de la Poronga, y otra vez, Jua, jua, y después, vamos derecho, un kilómetro, masomeno, hacía el gesto: comme çi comme ça, dejaba la mano derecha suspendida en el aire mientras con la punta de un dedo sostenía, precario, el volante, lo que inquietaba al Gato, que miraba de reojo, eso sí lo veía mientras soportaba la cháchara, esta es la Avenida de Las Conchas Peludas, Gatito, soltaba Boby, acá hay olor a pescadería, OOOLEEE, ahora voy a frenar un poco, atención, esa luz que viene es un auto, se asomaba por la ventanilla, ¡¡BOLUDO!!, gritaba, ahora voy más despacio, esa luz que va de contramano es una bicicleta, pero qué pelotudo, ahora va a ver, giraba  y  le ponía el camión de frente, lo deslumbraba con la luz larga, tocaba un bocinazo largo y estridente y aceleraba, le dejaba la decisión de seguir vivo al ciclista, que se tiraba a un costado y caía y entonces Boby le gritaba, ¡¡FORRO!, pero decime vos, Gato, qué hora de andar en bicicleta por estos barrios de mierda, che, yo ni mamado voy solo por estos parajes, acá te asomás y te comen los caníbales, menos mal que tenemos los fierros, Dios bendiga la cuatro cinco, y ahí tenés una columna de luz pero sin luz, Jua, Jua, esto es Argentina, che, viva la Patria, le decía, derecha, le decía, izquierda, le decía, recto, todo el largo viaje sin descanso, agotaba la cháchara.

El conurbano era un laberinto sin coordenadas, por largos tramos las calles eran senderos barrosos si llovía y entonces el camión se descontrolaba, al Gato se le erizaban los pelos de la nuca al ver a Boby volantear para acá y para allá, patinando entre puteadas, las ruedas no se afirmaban, seguían de largo, discurrían entre vertiginosas zanjas, en la neblina que a veces bajaba y se hacía densa y entonces no servían las luces largas porque rebotaban en la pared de aquellos duros vapores grises y deslumbraban a Boby que gritaba CARAJO y MIERDA y maniobraba sin levantar el enajenado pie del acelerador, aunque jamás tocaba el freno porque eso podía empeorar todo. Algún día morirían entre caídos en combate, se aterraba el Gato, que se veía blanco y aferrado a la caja del camión.

Cuando el Gato había cabeceado varias veces y se había repuesto de ese incómodo sueño inducido por el murmullo, Boby le decía, Llegamos.

Un boludo y un ciego cargando los muertos de cada día.

Atracaba el camión de culata y era el turno del Gato, que bajaba, tiraba de la palanca y la caja volcaba su carga ante la supervisión de los topos. Ahí quedaban, los apilados, listos para arder.

Pero eso tardaría.

Mucho trabajo atrasado, se quejaban los topos, aunque no lo vamos a dejar sin terminar, garantizaban.

A veces tenían que internarse con el camión, a la entrada no había espacio para la descarga y avanzaban sobre chapones que oprimían, más, a algunos olvidados cuerpos sin incinerar, dejados al azar bajo esos caminos improvisados, entre las piras, guiados por los topos, les indicaban el rumbo, alumbraban con sus faroles que eran botellas verdes con algún combustible adentro. El Gato veía la escena y tragaba saliva, justo él, que había trabajado en la escribanía del suegro, con camisa y corbata, que fue luego colectivero y luego taxista, que todo le había salido mal porque no veía, porque era distraído y se olvidaba los anteojos y por eso se pasaba horas buscándolos, ahora seguía una cola de faroles verdes que apenas alumbraban a los topos mismos. Marchaban los topos fúnebres sobre chapones, sonaban los pasos como redobles de batalla mientras avanzaba el camión detrás del cortejo que, a veces, quebraba algún chapón y entonces se escuchaba un sonoro estallido al que nadie atendía.

Debajo del chapón quebrado asomaba la mano de un caído en combate.

El Gato no se quejaba por el olor, pero lo notaba, su bigote de anchoa se sacudía, hacía trompa, ponía cara de gato.

Descargaban la mercadería fresca sobre la vencida, acumulaban y Boby, para facilitar la tarea y tomárselas rápido de ahí, se trepaba a la caja y empujaba la carga, Para qué estará este pelotudo de mierda, rezongaba, pensando en su compañero, y forcejeaba con esos cadáveres, también de mierda que, le parecía, tenía la impresión, una vaga idea que se le cruzaba cada noche, a veces cuando apagaba la luz de su dos ambientes, se aferraban a la caja del camión, se ve que no se querían caer, conjeturaba el supersticioso Boby, se asustaba, creía haber escuchado gruñidos, le parecía, lamentos imprecisos, ¿sería eso?, sonaba algún bufido, parecía un pedo, una tenue queja de esos miserables que preferían la caja a la pira, sí, eso, y se le ponía la piel de gallina y entonces, Qué mierda, forcejeaba más todavía y también más enojado, apurado por terminar, porque esos muertos lo odiaban, estaba seguro, que se caguen por boludos, y por putos. El Gato lo miraba mascullar desde atrás de sus lentes verdes como los faroles de los topos fúnebres, Vago de mierda, podrías darme una manito, la concha de tu hermana, cuchicheaba Boby, pero no lo decía, el comisario Quiroga era demasiado para un salame como él.

La bala que llevo adentro – Gustavo Eduardo Abrevaya

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